Cualquiera sabe que en los cuentos las historias siempre suceden muy lejos y sus protagonistas no son sino gente común a la que le pasan cosas raras, o personajes raros que deben atravesar circunstancias aún más extraordinarias. Pero hubo un hombre, un aviador, que descubrió (aunque es probable que se lo inventara él solito) que no hacía falta irse muy lejos para encontrar universos inesperados. Su nombre ya de por sí era raro, un regalo que, como todos los chicos del mundo, recibió de sus padres, dos inmigrantes noruegos en la británica roca de Gales. Se llamaba Roald Dahl. Por supuesto que cuando decidió convertirse en piloto de aviones de guerra no sabía que su destino era otro.
Fue justamente en la cabina de su Hawkins Hurricane de la Real Fuerza Aérea que conoció a los Gremlins, unos duendes traviesos que vivían en los motores de los aviones y cuya mayor diversión consistía en detener las máquinas en pleno vuelo, muertos de risa viendo a los pilotos llorar de miedo. Los muy pícaros al fin se apiadaban y dejaban que las hélices volvieran a girar, para alivio de los tripulantes. Años más tarde las historias de estos duendes dieron forma a su primer libro de cuentos para chicos. (Mucho tiempo después, un director de cine un poco atrevido transformó a los Gremlins en unos monstruitos que nada tienen que ver con los verdaderos. Aunque también resultaron maravillosos y divertidos).
Después ya no pudo parar: Roald el aviador se volvió escritor, uno de los más ocupados, inventando cada vez más historias, siempre un poco asquerosas y cómicas, hasta que los chicos de todo el mundo lo eligieron como uno de sus favoritos. Tanto, que mucho de lo que él imaginaba sirvió para que otros directores de cine, un poco menos insolentes que el anterior, eligieran sus cuentos para hacerlos película. Y es verdad que son entretenidas, pero nunca tanto como sus libros. Matilda (Danny de Vito, 1990), Jim y el durazno gigante (Henry Selick, 1996) y El fantástico señor Zorro (Wes Anderson, 2009) fueron algunas. Y hasta filmaron dos con su novela Charlie y la fábrica de chocolate (Mel Stuart, 1971 y Tim Burton, 2005), ¡así de genial era su imaginación! Una vez le preguntaron cuál era su fórmula para hacer libros infantiles; él respondió: “Conspirar con los niños en contra de los adultos”. No se equivocaba.
Roald Dahl también fue padre ¡y qué padre! Tuvo casi tantos hijos como libros: cinco en total, cuatro nenas y un único varón. Cuando Theo (así se llama ese nene, que ahora es un señor) tenía apenas cuatro meses de vida, sufrió un tremendo accidente: el carrito de bebé donde dormía su siesta fue atropellado por un taxi, causándole algunos golpes que derivaron en hidrocefalia, una enfermedad que provoca que el líquido se acumule dentro de la cabeza, sin que entonces hubiera forma de sacárselo. Pero aunque estaba muy triste, el valiente Roald no se acobardó. Junto a dos amigos –uno ingeniero, el otro cirujano–, el gran escritor y mejor padre creó una aparatito para salvar a su hijo. El artefacto fue bautizado con el nombre de Válvula Wade-Dahl-Till, en homenaje a los amigos inventores, y ayudo en el tratamiento de su hijo, que mejoró, creció y hoy él también tiene una hija. Eso sí que es ser buen padre, dicen todos los que escuchan esta historia, casi casi tan buena como las que Roald siguió escribiendo hasta que su propio cuento se terminó en 1990. Pasaron 20 años, pero sus libros y su invento siguen conspirando con millones de chicos para hacer de la infancia un lugar menos horrible.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura del diario Tiempo Argentino.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario