miércoles, 8 de abril de 2009

CINE - El niño pez, de Lucía Puenzo: El mito, la realidad, el deseo.

La cámara avanza debajo del agua, entre partículas suspendi- das. La luz se filtra en ella y todo aparece de un color verdoso, como si el espectador hubiera sido encajado en una esmeralda líquida atravesada por las vetas marrones de algunas raíces sumergidas. El traveling subacuático no se detiene. Una imagen turbia, indefinida, se mueve ágil allá adelante, cerca de un tronco que también ha quedado bajo la superficie. Pronto, como un duende nadador, pasa tan cerca que casi se podría creer que cayó de la pantalla. Es un chico, no hay dudas de eso; pero tal vez aparezcan otras. Tras la delicada secuencia de títulos que abre El niño pez -segundo film de la directora Lucía Puenzo-, queda la sensación de haber visto aquello antes; seguro que no con ese verde esmerilado… quizá en azul marino. Claro: fue en la secuencia de títulos de XXY, la primera y exitosa película de la misma directora. El paralelo entre ambos trabajos no se detendrá ahí.
El desafío que para Lucía Puenzo implicaba la realización de su segundo film, tenía que ver con revalidar los méritos de su ópera prima. Pero no aquellos méritos involuntarios, como el éxito en las boleterías, sino otros: los estéticos, los artísticos, los cinematográficos. No se trata de que XXY sea perfecta ni mucho menos, pero no se le pueden negar sus virtudes. Por un lado, la eficacia en el manejo de los ritmos de la narración, pero también el uso solvente de los recursos propios del cine, que de manera ineludible encuentran un primer escalón en los trabajos literarios de la directora. El niño pez, cuyo guión está basado en la novela del mismo nombre que diez años atrás constituyó el debut literario de Puenzo, consigue refrendar esos logros.
En el entorno enrarecido de una casona en Beccar, una familia de clase alta pasa sus días más separados que juntos, aunque el amontonamiento haga parecer lo contrario. El padre, que es un juez y escritor muy prestigioso fuera de casa, puertas adentro apenas consigue ligar con sus dos hijos y cuando lo hace, su tono es más cercano al sarcasmo que al cariño. La madre vive en su propio mundo frívolo de amigas y viajes; y si puede desaparecer, lo hace. No es raro que Lala y su hermano Nacho parezcan extraviados. Sin embargo los adolescentes atribulados de Puenzo saben con demasiada claridad cual es su camino, en general con mayor certeza que los adultos. Si en XXY Alvaro y Alex daban muestras de reconocer aquello que querían, incluso cuando más confundidos parecían, acá Nacho sabe que necesita volver a internarse en la granja de la que acaba de salir. Y Lala sabe que ama a la Guayi, la mucama que vino del Paraguay a los 14 años y que desde entonces trabaja para la familia. Claro, la Guayi corresponde a ese amor y su relación es de un desborde sensual que la película no duda en retratar.
Lala y la Guayi planean irse juntas al Paraguay, a construirse una casita y vivir a orillas de un lago. En él, según cuenta una vieja leyenda guaraní, habita el niño pez, suerte de Caronte que acompaña a quienes se ahogan en sus aguas hasta su destino final en el fondo del lago. La aparición del universo mítico agrega un nuevo nivel narrativo. Lala y la Guayi se vinculan con el mito que titula la película y novela de maneras muy distintas. Mientras para una funciona como tabique de contención y a la vez como única posibilidad simbólica para enmarcar el recuerdo que da origen al propio mito, para la otra es la oportunidad de un paraíso en donde, lejos de una realidad agobiante, cargada de susurros y medias voces, la fantasía (la felicidad) se abre como un mundo posible. Ambas, entonces, no pueden sino ser vistas como un ente dual (otra figura repetida en el cine de Puenzo) que representa realidad y fantasía como polaridades humanas que tanto se complementan como se rechazan, para por fin atraerse una vez más.
En la adaptación de su novela, Puenzo pierde el importante valor que en el texto tenía la mirada original de su narrador, el perro Serafín, que en la película ocupa un lugar secundario. Sin embargo gana en peso dramático, al reorientar algunas variables del relato hacía un orden más íntimo y emotivo, que entre otras cosas le permite unificar varios personajes de la novela en el padre de la Guayi que interpreta Arnaldo André, quien junto a Emme resultan dos agradables sorpresas dentro de un buen reparto.
La historia de El niño pez no se detiene: incluye parricidio, incesto, trata de blancas, corrupción y otros detalles sórdidos que enumerados de esta forma pueden parecer excesivos. Sin embargo Puenzo consigue hilarlos con eficiencia, dando al deseo el privilegio de ser el motor que marca el pulso de la historia. En está serie de analogías entre las películas de la directora, se puede mencionar cierto carácter excesivo. Sí en la primera no se privaba de abundar en un simbolismo pletórico de filos y falos, en El niño pez alguna de las protagonistas tal vez confiese demasiado, revelando pequeños indicios sembrados a lo largo de la película. No hay que descartar que sea esto mismo lo que le permita a El niño pez ampliar el registro de su público potencial.


Artículo publicado originalmente en el diario Página 12.

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