Este jueves comenzó el 36° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, que como de costumbre tiene uno de sus principales focos en la Competencia Argentina. La misma está conformada por 12 títulos e incluye a Danubio, de la marplatense Agustina Pérez Rial; Atlas, de Guadalupe Gaona e Ignacio Masllorens; y Matar a la bestia, de Agustina San Martín.
“Aceptar las circunstancias es el principio de vivirlas como si fueran reales”. La frase, referida a la esencia de la actuación, pertenece al artífice de actores estadounidense Lee Strasberg y fue pronunciada en Mar del Plata, durante la edición 1968 de este mismo Festival. Tanta era la gente reunida para escuchar la espontanea masterclass que el creador de El Método brindó en el hall del Hotel Hermitage, que luego de dos horas las autoridades decidieron desalojarlo. Aunque la anécdota parece inocua, expresa con claridad el clima social de Argentina a fines de los ’60, donde la presencia de una pequeña multitud generaba recelo, aún cuando en su seno pareciera que solo se hablaba de cine. De eso trata Danubio.Articulada a partir del relato de una joven inmigrante rusa, que llegó al país junto a sus padres siendo niña durante el gobierno de Perón, Danubio usa al Festival para contar una historia donde lo cinematográfico y lo político no son hechos autónomos, sino que representan distintas caras de ese poliedro infinito que es la realidad. Pérez Rial encuentra el soporte perfecto en un notable archivo fotográfico y audiovisual, que documenta de forma elocuente cómo se vivió el Festival en 1968. Una edición que estuvo signada por la presencia de nutridas delegaciones de los países del este europeo, por entonces territorio soviético, y por el accionar de las fuerzas represivas de la dictadura encabezada por el general Onganía.
Danubio podría ser un film noir, con su registro en blanco y negro que le da un aire nocturno y nebuloso. Pero también una película de intrigas que refleja, de forma extraordinaria, de qué manera la Guerra Fría también tuvo uno de sus principales campos de batalla en América latina. Esas imágenes, que parecen extraídas del Swinging London, son el marco de una historia signada por reuniones clandestinas, infiltraciones policiales y por el lugar que el cine ocupaba como herramienta de expresión ideológica.
El clima que la narración en off va construyendo desborda electricidad política, acorde a aquel tiempo. Una época donde lo político no se hallaba encorsetado por el molde de lo partidario, sino que estaba adherido a todo. En especial al cine. Así lo confirma la suspensión de la proyección de una película checa, cuando su director se niega a permitir que corten 20 minutos de su metraje, provocando manifestaciones de repudio a la censura. Debe recordarse que 1968 marcó el punto más alto de esa omnipresencia política, ya que no solo es el año del Mayo Francés, de la Primavera de Praga o de las luchas por los derechos civiles en los Estados Unidos. En Argentina y en el cine es además el año de estreno de La hora de los hornos, de Solanas y Gettino, pero también el de la creación del Ente de Calificación Cinematográfica, encargado de decidir qué podían o no podían ver los espectadores en el país. Con elegancia, aferrada a un formalismo que nunca pierde la línea, Danubio pinta ese paisaje. Y lo hace a través de una de las armas cardinales del cine como expresión: su potencia para construir relatos.
Con algunos puntos formales en común con Danubio, el objeto que Gaona y Masllorens intentan capturar en su documental Atlas resulta más amplio y elusivo. La película comienza como un retrato de Christofredo Jakob, neurobiólogo alemán naturalizado argentino, eminencia de las neurociencias y el estudio del cerebro. Para abordarlo, los directores recurren por un lado a los recuerdos que su nieta Carmen María y su bisnieta Luz aún conservan de él. Por el otro, a una serie de registros que dan cuenta de su obra cumbre, el Atlas del cerebro de los mamíferos de la República Argentina, realizado junto a otra eminencia científica, el naturalista Clemente Onelli.De alguna manera, el trabajo sobre el cerebro realizado por Jakob permite esbozar la forma biológica en que se construye y articula la memoria, con sus abstracciones y ramificaciones emocionales. Atlas parece haber sido concebida como réplica cinematográfica de esas redes, montada sobre un armazón hecho de imágenes recuperadas, de recuerdos a medio olvidar y de evocaciones que casi funcionan como un dejá vú. Para ello, Gaona y Masllorens recurren a diferentes formas de archivo, yendo de lo fotográfico a lo notarial, pasando por bitácoras de laboratorio o los relatos fatalmente incompletos de Carmen y Luz, cuyas interacciones en cámara le aportan a la película algunos momentos cercanos a la comedia.
Ese avatar cinematográfico de la memoria incluye sus propias veladuras y borroneos, que cumplen un rol vital. Así lo expresa de modo gráfico una serie fotográfica que retrata a las internas del Hospital Nacional de Alienadas, nombre que recibió en su fundación el Hospital Moyano, donde Jakob tenía su laboratorio. Pero en esos retratos, que evidencian el estado mental de las pacientes, también se manifiesta el efecto que el tiempo le imprimió a las imágenes, volviéndolas espectrales. Tal vez en Atlas la historia de Jakob es apenas una excusa, un ardid montado para capturar a los fantasmas que se ocultan en los fragmentos de la memoria.
Más cercana a un relato de ficción de estructura clásica, Matar a la bestia, ópera prima de San Martín, cuenta la historia de una chica que llega hasta Misiones en busca de un hermano al que no ve desde hace un tiempo. El lugar funciona como un territorio de frontera, no solo por la proximidad del límite entre Argentina y Brasil, sino porque ahí también se separan la selva de lo humano, lo fantástico de lo real y quizás también lo masculino de lo femenino. Esas múltiples confluencias se conjuran para darle a la película una atmósfera híbrida, signada por lo onírico.“Le tengo miedo a todo. A todos. A las sombras, a los cuerpos, a los besos”. La sentencia, que la protagonista dice en off al promediar el film, parece funcionar como metáfora de la forma en que lo femenino percibe su relación con un mundo definido por lo masculino, en el que todo es pasible de ser convertido en una fuente de temor. La presencia de una criatura que acecha a las mujeres desde las profundidades de la selva, subraya esa mirada, direccionando (y limitando) las lecturas de una película que elige el camino del artificio y toma voluntaria distancia de lo verosímil.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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