DuVall ha dicho que la historia de la chica que va a pasar las fiestas a la casa de los padres de su novia, quienes todavía no saben que a su hija le gustan las mujeres, incluye elementos autobiográficos. Kristen Stewart interpreta a Abby, alter ego de la directora, una joven que acepta volver al armario por un rato para llegar a la casa de sus suegros haciéndose pasar por “compañera de cuarto” de quien en realidad es su novia. Es que su nueva familia política es una típica representante de la conservadora clase media alta estadounidense y de los valores tradicionales que pueden resumirse en la tríada de Dios, Familia y Propiedad. Llegado a este punto, es notorio que casi no hay diferencia entre Feliz novedad y la propuesta de El padre de la novia (2000), película en la que Ben Stiller también debía enfrentar a sus suegros con la boda de su cuñada –otra arraigada celebración cristiana— como telón de fondo. Salvo, claro, el componente LGBTIQ+.
Porque no hay nada más alejado del universo arco iris que ese padre político que aspira a gobernador; la madre ama de casa ABC1 obsesionada con la imagen de la familia perfecta, o una hermana mayor que exhibe como trofeo su matrimonio perfecto, multirracial y heteronormativo. A pesar de la incomodidad, Abby acepta las limitaciones de su novia, después de todo “son solo cinco días… ¿Qué puede pasar?” Es cierto que Feliz novedad adapta con eficiencia las situaciones al nuevo contexto, tanto como que la reiteración casi siempre hace menguar su gracia y no hay mucho que un elenco de buenos actores pueda hacer para resolverlo. Una muestra (otra más) de que las buenas intenciones no necesariamente alcanzan para producir una buena película.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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