Es cierto que al principio el pobre tipo se encuentra con un panorama desalentador: su papá es un laburante que cuando está en casa lo único que hace es mirar la tele, su mamá lo sigue tratando como si tuviera 14 y con su hermana menor –que tampoco es tan menor y trabaja como encargada en un local de comida rápida en un shopping— se chucean porque saben que para el mundo, fuera de la burbuja familiar, los dos son unos perdedores. Pero los venenosos dardos dialécticos que se lanzan los hermanos también funcionan como un juego de espejos, en el que cada parte se ataca a sí misma en el reflejo que le devuelve el fracaso ajeno.
Tironeado entre la necesidad de ver a sus viejos amigos y la vergüenza de haber regresado con la cola entre las patas, Scott encuentra un inesperado alivio en Marty, un borrachín simpático que conoce en un bar, pero que termina siendo el dermatólogo que lo ayuda a curar unas llagas que el estrés le deja sobre la piel. El vínculo es satisfactorio para ambos no solo por la amistad sincera que se brindan, sino porque cada uno representa una figura sustituta. Marty tiene la edad del padre de Scott, pero un carácter opuesto: mientras uno es hosco y conservador, el otro está dispuesto a vivir el día. Y Scott tiene la edad del hijo de Marty, solo que con él pude hablar y el otro se niega a verlo desde hace años.
Construida desde la empatía, Standing Up, Falling Down tiene su herramienta más poderosa en la pareja protagónica, integrada por Ben Schwartz y el gran Billy Crystal, entre quienes la química fluye. Sin embargo no se trata de una comedia explosiva, sino de una que busca crear climas, aunque a veces la obnubile la voluntad manifiesta de causar impacto (incluso a costa de sacrificar a algún personaje). Pero a pesar de todo, la película consigue poner a su favor incluso esos excesos, generando un clima amable en el que el éxito se encuentra más cerca de lo anímico que de la materia.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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