martes, 7 de julio de 2020

CINE - Murió Ennio Morricone: El largo silbido del adios

Realícese el siguiente experimento. Paso 1: ir al buscador de imágenes de Google y escribir “Clint Eastwood con poncho”. Paso 2: abrir la primera foto que aparezca. Paso 3: dejar que la memoria encuentre el sonido adecuado para esa imagen. Si lo primero que le viene a la mente no es una pegadiza melodía silbada –la misma que en los años ’80 acompañaba las aventuras de un explorador rubio en las propagandas televisivas de una conocida marca de cigarrillos que tiene a un dromedario como emblema—, entonces usted se ha perdido de algo importante. Por lo pronto, es probable que no conozca la obra de quien ha sido el compositor de bandas sonoras para cine más importante de los últimos 60 años. Y tal vez el más influyente en la historia del séptimo arte. Una afirmación arriesgada, pero el nombre de Ennio Morricone, fallecido ayer en la ciudad de Roma a los 91 años, justifica con creces el atrevimiento. Y que los barrabravas de John Williams vengan de a uno...
La melodía a la que se hace referencia en el párrafo anterior (cuya frase más reconocida imitaba al famoso grito con el que el austríaco Johnny Weissmuller inmortalizó al personaje de Tarzán) es la que este músico italiano compuso para la secuencia inicial de El bueno, el malo y el feo (1966), título que cierra la célebre Trilogía del Dólar, de Sergio Leone. Junto a este cineasta romano formaron una dupla creativa tan simbiótica como fenomenal, que había nacido algunos años antes, con la película Por un puñado de dólares (1964). Se trata de la primera del tríptico mencionado, en la que ambos aparecían con los seudónimos de Bob Robertson y Dan Savio, como parte de una estrategia de marketing usual en las producciones italianas de bajo presupuesto, tendiente a disimular el origen de la película y aumentar las posibilidades de hacerla circular en el mercado internacional. Algo que finalmente consiguieron con bastante éxito, aunque el asunto de los nombres falsos no tuvo nada que ver con eso.
Es que no solo la película era muy buena, sino que además tenía al mejor protagonista posible. Sí, Clint Eastwood con poncho, quien a partir de ahí empezaría su recorrido de estrella. La colaboración entre Leone y Morricone abarcó un total de seis películas, todas ellas extraordinarias y todas con una banda sonora sumamente distintiva, que interpretaba con gran precisión el espíritu emotivo de cada una. Además de las ya mencionadas, la lista se completa con Por unos dólares más (1965), Érase una vez en el oeste (1968), Los héroes de Mesa Verde (1971) y Érase una vez en América (1984). No es muy útil en estos casos utilizar argumentos contra fácticos, pero la tentación es muy grande: quién sabe si Leone y Morricone hubieran llegado a convertirse en las leyendas que son sin aquellas seis colaboraciones.
En el caso de Morricone la colaboración con Leone significó la puerta de entrada a las grandes industrias del cine en el resto de Europa y, sobre todo, de los Estados Unidos. Antes de eso había colaborado en una veintena de producciones de su país, en las que se destaca su trabajo en la ópera prima de la directora Lina Wertmüller (Los zánganos, 1963), la comedia Los maniáticos (1964) de Lucio Fulci, y Antes de la revolución (1964), opus dos de Bernardo Bertolucci. Con todos ellos volvería a trabajar, destacándose sus colaboraciones con Bertolucci: El doble (1968), Novecento (1976), La luna (1979) y La tragedia de un hombre ridículo (1981). Aunque también colaboraría con algunos de sus compatriotas más destacados, como Gillo Pontecorvo (La batalla de Argelia, 1966; o Queimada!, 1969), Marco Bellocchio (La China se avecina, 1967), Marco Ferreri (El harem, 1967), Mario Bava (Diabolik, 1968), Pier Paolo Pasolini (Teorema, 1968; Orgía, 1968; El Decamerón, 1971; Los cuentos de Canterbury, 1972), Darío Argento (El pájaro de las plumas de cristal, 1971; El gato de las nueve colas, 1971, Cuatro Moscas sobre el terciopelo gris, 1971) e innumerables trabajos con los otros dos grandes Sergio del spaghetti western: Corbucci (El gran Silencio, 1968; El mercenario, 1968, entre otros) y Sollima (Ajuste de cuentas, 1966, y Cara a cara, 1967, entre otros). Y eso solamente en la primera década de su carrera.
Por esos mismos años realizó su primer trabajo para Hollywood y fue a lo grande. Se trata de La Biblia… en el principio (1966), una de esas épicas religiosas tan populares en la década de 1960, dirigida nada menos que por John Houston. Por desgracia, su trabajo fue rechazado por el director cuando Morricone tenía ya compuestos unos 15 minutos de música y se decidió reemplazarlo por el compositor japonés Toshiro Mayuzumi. El golpe implicó que su llegada a las grandes producciones estadounidenses se demorara. Recién lo haría en películas de segunda línea, como la fallida secuela de El exorcista dirigida por John Boorman en 1977, u Orca, la ballena asesina (1977), clásico de la televisión de los años ’80. Su primer gran trabajo en Estados Unidos fue sin dudas Días de gloria (1978), segunda película de Terrence Malick, por la que recibió su primera candidatura a un Oscar como compositor, premio que finalmente se llevó Giorgio Moroder por Expreso de medianoche (Alan Parker). Con el tiempo le llegarían otras cinco oportunidades.
A partir de ahí el panorama cambió para Morricone, que ya tenía 50 años. Si bien seguía trabajando sobre todo en Italia, alternado entre grandes directores (Pontecorvo, los hermanos Taviani), películas independientes y producciones de exploitaiton, de a poco comenzó a ser convocado para grandes proyectos internacionales. La jaula de las locas (Francia, 1978), El Profesional (con Jean Paul Belmodo, 1981), Perro Blanco (Samuel Fuller, 1982) o El marginal (Jaques Deray, 1983, con Belmondo otra vez como héroe de acción). El caso de El enigma de otro mundo (John Carpenter, 1982), es especial por dos razones. La primera es que le llegó luego de que el encargo fuera rechazado por otro de los grandes compositores de su generación, Jerry Goldsmith. Además Carpenter era un gran admirador de la obra de Morricone, a tal punto que utilizó "El tema de Jill", una de las piezas que el italiano compuso para El bueno, el malo y el feo, para entrar a la iglesia en celebración de su matrimonio con su primera esposa, Adrienne Barbeau.
Durante la segunda mitad de los ’80 la cantidad de trabajo menguó, pero aumentó muchísimo la calidad de las producciones que demandaban sus servicios. Películas inolvidables como La misión (Rolan Joffe, 1986), Los intocables (Brian De Plama, 1987), Rampage (William Friedkin, 1987), Búsqueda frenética (Roman Polanski, 1988), Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1988), Pecados de guerra (otra vez De Palma, 1989) y Átame (Pedro Almodóvar, 1989) constituyen una seguidilla tremenda que sirve para ejemplificar el enorme respeto que comenzaron a tener por su trabajo los más importantes directores de la época. Con casi todos ellos volvería a trabajar en los siguientes años. Además en este período volvió a ser nominado dos veces a un Oscar: por La Misión (lo ganó Herbie Hancock por Cerca de la medianoche, de Bernard Tavernier) y Los intocables (el premio se lo llevó el japonés Ryuchi Sakamoto por El último emperador de Bertolucci).
En los primeros ’90 su carrera se mantuvo firma, agregando otros directores destacados a su lista, además de una nueva nominación a los Oscar como compositor. En la línea de fuego (Wolfgang Petersem 1993, con Eastwood otra vez como protagonista), la olvidable Lobo (Mike Nichols), en la que Jack Nicholson hace de licántropo o el Hamlet (1990) de Franco Zefirelli, con Mel Gibson como el príncipe de Dinamarca. Y dos trabajos con Barry Levinson: Acoso sexual (1994) y el musical Bugsy (1991), que le significó otra nominación y una nueva decepción en los Oscar. Esta vez frente a la banda sonora de una película animada de Disney, La bella y la bestia.
La permanente negativa de la Academia de Hollywood a concederle uno de sus premios comenzó a volverse ridícula, más allá de lo democrático del sistema que se utiliza para elegir a los ganadores o de la justicia de quienes lo recibieron en lugar de él. Esa sensación se profundizó después de que en 2001 esa sequía se extendería a su quinta nominación, recibida por Malena, otra película de Tornatore (esta vez la gloria se la llevó la partitura de la épica de Ang Lee, El tigre y el dragón). Porque la extraordinaria carrera de Morricone acumulaba otros premios importantes, entre ellos tres Grammy, cuatro Globos de Oro y un León de Oro honorífico otorgado por la Mostra de Venecia en 1995, además de 27 discos de oro y siete de platino. Por eso no resultó extraño para nadie que en 2007, cuando el músico tenía casi 80 años, la entidad decidiera concederle uno de esos famosos Oscar honoríficos con los que tratan de resolver sus innumerables deudas históricas. Sin ir más lejos su compatriota Federico Fellini, gloria del cine de su país, había recibido uno igual en 1993, pocos meses antes de su muerte, tras 12 nominaciones sin llevarse ninguna estatuilla a casa.
Pero, un día, casi una década más tarde, pasó lo que tenía que pasar: Morricone volvió a ser nominado, esta vez por Los ocho más odiados (2015), un western de Quentin Tarantino –otro admirador—, por el que finalmente resultó elegido. Su nombre forma parte de una generación asombrosa de compositores que supieron darle al cine una nueva identidad. Realizar la enumeración permite tomar dimensión de todo lo que el séptimo arte le debe a los músicos y, sobre todo, a la música. Morricone fue contemporáneo de Henry Mancini (Estados Unidos, 1924-1994, 18 nominaciones y 4 Oscar), Maurice Jarre (Francia, 1924-2009, 9 nominaciones y 3 Oscar), Burt Bacharach (Estados Unidos, 1928, 6 nominaciones y 3 Oscar), Jerry Goldsmith (Estados Unidos, 1929-2004, 18 nominaciones y 1 Oscar), Michel Legrand (Francia, 1932-2019, 13 nominaciones y 3 Oscar), John Williams (Estados Unidos, 1932, 52 nominaciones y 5 Oscar), John Barry (Reino Unido, 1933-2011, 7 nominaciones y 5 Oscar) y de los argentinos Lalo Schiffrin (1932, 6 nominaciones y 1 Oscar honorario) y Luis Bacalov (Argentina, 1933-2017, 2 nominaciones y 1 Oscar). Su nombre en esta lista impresionante no hace más que seguir destacando la importancia y la trascendencia de su obra,  que incluye más de 500 películas y que, por supuesto, el cine ya se encargó de convertir en inmortal. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

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