viernes, 30 de agosto de 2019
CINE - "La música de mi vida" (Blinded by the Light), de Gurinder Chadah: El cine mosquito
La película cuenta la historia de Javed, un adolescente de ascendencia pakistaní que encuentra en las canciones de Bruce Springsteen un soporte emocional oportuno. Serán estas las que le permitirán liberarse de las tradiciones conservadoras de su familia y al mismo tiempo sobrellevar la discriminación que él y su comunidad sufren en la Inglaterra de los ’80 a causa de su origen. La música de mi vida se monta entonces a dos bueyes a la vez.
Por un lado parasita el fetichismo ochentoso que viene pagando buenos dividendos a todo aquel que le haya apostado un pleno. Por el otro se sube al probado éxito de utilizar las canciones de un ícono rockero como anzuelo para espectadores nostálgicos. El truco ya probó ser efectivo con Freddy Mercury en Bohemian Rapsody, con Elton John en Rocketman, en una escala mucho menor con Lords of Chaos, basada en la desquiciada escena noruega del black metal en los ’90, y casi nada con The Dirt, biopic de los Motley Crüe.
A favor de La música de mi vida debe mencionarse que no se trata de una biografía de Springsteen, sino de otra historia inspirada en hechos reales que en este caso revive a un personaje anónimo. Acá el famoso Jefe de Nueva Jersey recién aparece en unas fotos intercaladas entre los títulos finales, posando junto al periodista Sarfraz Manzoor, el Javed real, un fanático que vio a su ídolo en vivo unas 150 veces. La película se basa en su historia.
Valiéndose de recursos de la comedia, Chadah pinta un fresco del duro período tatcherista. Por esa vía intercala de modo cándido crisis económica, desocupación y xenofobia con conflictos propios de un adolescente, que van de las penas de amor a la necesidad de encajar. Una aspiración que para un “paki” (forma despectiva que los británicos usan para llamar a los pakistaníes) tiene alcances más complejos de los habituales. Las letras del Jefe ayudan a moldear la lectura crítica y a veces oscura que Javed hace de la realidad. El recurso funciona de a ratos pero también abona a un clima progresivamente edulcorado, que al combinarse con la prerrogativa de exotismo acaba por producir un pastiche tan artificialmente luminoso como superficial. En resumen: una película mosquito.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 29 de agosto de 2019
CINE - Una actriz porno indigente en los desagües de Las Vegas
Durante el rodaje de un documental para la televisión que se realizó el año pasado –pero que se estrenó hace algunas semanas-, un grupo de periodistas holandeses descubrió a una joven ex actriz porno entre los más de mil indigentes sin techo que viven en los túneles subterráneos de la red de desagüe de Las Vegas. Su nombre es Stephanie Saddora, conocida en el mundo del cine condicionado como Jenni Lee, una auténtica pornstar que llegó a estar entre las más populares del mundo mientras estuvo activa de 2005 a 2015.
En las imágenes del documental se la ve sin maquillaje, vestida con una campera vieja y una actitud positiva que, dada su delicada situación actual, resulta llamativa. Su aspecto, algo descuidado, hace que sea muy difícil imaginar que se trata de la misma persona que alimentó la fantasía de muchos (y muchas) durante esa vida anterior dentro del porno. Consultada por el periodista Saddora confiesa que tiene apenas 36 años, aunque su gesto avergonzado parece dar a entender que son demasiados. Y no es descabellado que se sienta así: para la industria que abandonó hace cuatro años una mujer que supera los 30 y acumula una carrera de más de una década ya es una veterana. Una versión concentrada y cruel de un mandato que la sociedad le impone a las mujeres en todas las áreas.
Saddora intenta parecer fuerte durante la charla. Dirá que vivir en esos túneles siendo mujer no es tan difícil como podría pensarse y que todo el mundo ha sido amable con ella. Insistirá con que ahí abajo tiene todo lo que necesita, mientras con sus brazos y manos abiertas muestra el improvisado hogar que se armó amontonando cosas en un rincón húmedo y oscuro. Cuesta imaginar una metáfora más potente para ilustrar lo peor de la cultura occidental: una estrella del porno convertida en indigente habita en el sótano inundado de la Ciudad del Pecado, pero insiste en que está todo bien. Como si vivir sepultada fuera una aspiración o un sueño cumplido.
Recién cuando el documentalista le pregunta a qué se dedicaba antes de llegar ahí, ella revela su pasado. “Solía trabajar en pornografía”, responde Saddora ante la sorpresa de su interlocutor. “¿Eras actriz porno?”, insiste el reportero como si quisiera asegurarse de haber escuchado bien. “Sí. Alguna vez estuve bastante buena”, confirma ella mostrando los restos de su orgullo, pero enseguida mira de reojo a la cámara y agacha la cabeza. Como si de golpe tomara consciencia de lo que ocurre y quisiera que la tierra se la tragara todavía más profundo. Los nervios la traicionan y se le escapa una sonrisa con los labios apretados porque no quiere mostrar los dientes manchados que, por desgracia, ya vio todo el mundo. Entonces se cierra la campera vieja contra el cuerpo, como si necesitara esconderse, cubrirse para que no la vean, pero ya es tarde. Stephanie está desnuda otra vez.
A pesar de llevar cuatro años retirada, Saddora todavía se encuentra entre las actrices más buscadas del porno en la actualidad, como lo confirma el ranking permanente que confecciona el sitio Pornhub.com, uno de los más frecuentados por los consumidores del género, donde Jenni Lee se mantenía cerca del puesto cien. Al menos así era hasta que la noticia de su triste presente tomó estado público. Siete días más tarde y con su nombre dando vueltas por los portales de noticias de todo el mundo, el interés por sus películas se incrementó de tal modo que su figura volvió a ubicarse al filo del top ten. El morbo goza de buena salud.
La pornografía es uno de los negocios más lucrativos del mundo virtual y sus contenidos ocupan un gran porcentaje de espacio en la web. Un informe del año 2012 indicaba que el negocio representaba por entonces más de un tercio de la torta digital. Sin embargo estos datos son cuestionados por un artículo más reciente, publicado por la BBC, en el que se indica que a partir del crecimiento de los dispositivos móviles y las mejoras de la conectividad, el 90% de los contenidos de la web fue creado en los últimos dos años, haciendo que aquel informe hoy carezca de todo valor. La misma nota sugiere que es probable que en la actualidad la porción del porno se haya desplomado por debajo del 5%. Una caída que no es gratuita para esa industria que ha visto reducidos sus ingresos de manera drástica, haciendo que la cadena del negocio se haya vuelto menos lucrativa para sus eslabones más débiles: los actores. Esos datos podrían ayudar a explicar el lamentable presente de Saddora.
Sin embargo las historias tristes, no son una novedad dentro del porno, sino que forman parte de él desde su nacimiento. Alcanzan apenas algunos ejemplos para probarlo. El más emblemático es el de Linda Lovelace, seudónimo artístico de Linda Susan Boreman, la actriz que protagonizó Garganta profunda (1972). Se trata de la película que le dio a la pornografía un aire “cool” y la convirtió en un negocio muy rentable a comienzos de los ’70. Una prueba de su tremendo impacto en la cultura popular es el rol que la película adquirió durante el escándalo Watergate que derivó en la renuncia del presidente estadounidense Richard Nixon en 1974. Por entonces los periodistas del diario Washington Post bautizaron con el nombre de Garganta profunda (Deep Throat) a la fuente anónima que los proveía con la información clasificada sobre la que se edificó su investigación.
Según cifras extraoficiales, ya que las taquillas de las salas de cine para adultos no cuentan con registros estadísticos, se estima que Garganta profunda recaudó más de 600 millones de dólares. En su libro Las 50 películas que conquistaron el mundo, el crítico de cine Leonardo D’Espósito estima que esa cifra actualizada por inflación convertiría a la película en una de las más taquilleras de la historia del cine. Boreman apenas recibió 1.250 dólares como pago por su trabajo en ella. Uno de los muchos abusos que sufrió en los pocos años en que fue parte de la industria del porno.
Jon Dough se suicidó en 2006. Había sido uno de los actores más activos del porno americano durante los años ’90. Su mujer y también actriz Monique De Moan, con quien compartían una hija, lo encontró ahorcado dentro de uno de los roperos de la casa. Según ella Dough arrastraba severos problemas de adicción y creía que esa era la causa del suicidio. Sin embargo el periodista especializado en la industria del entretenimiento para adultos Louis Theroux se animó a buscar otra explicación en un artículo de 2012, también publicado por el portal de noticias de la BBC. En él daba cuenta de la crisis en el mercado del porno provocada por la piratería y la forma en la que esta impactó en la economía de los trabajadores del rubro. En ese texto también expone la dura realidad de quienes encuentran en la pornografía un medio de subsistencia, dando cuenta de un panorama muy distinto de las fantasías que pueden tener quienes simplemente la consumen como pasatiempo.
Entre las fuentes consultadas por Theroux se encuentra el actor Tommy Gunn, de gran presencia en la industria durante la primera década del siglo, quien confirma que lejos de la lujuria relajada y del placer desbocado, la vida en el porno es difícil. Para él una de las cosas más complicadas a la que lo expone su oficio es la dificultad para entablar vínculos sentimentales profundos y duraderos. “No es normal dejar a alguien que amás para ir a tener sexo con alguien a quien no amás", dice Gunn, cuyas palabras dejan entrever una realidad triste y solitaria.
El panorama se agrava con el estado crítico de una industria que reparte porciones cada vez más chicas. Eso, según Theroux, también formaba parte del coctel que habría llevado a Dough al suicidio. El periodista afirma que este “trabajaba en un mercado saturado por la difusión gratuita en el que es muy difícil hacerse un sueldo para vivir. Varias personas culparon de su muerte a la disminución en las ventas de DVD’s”. Aunque su viuda repite que el origen del suicidio de Dough está vinculado a sus problemas de adicción, Theroux insiste: “dice mucho de la industria que la gente relacionara de manera casi intuitiva el suicidio con la venta de DVD’s”.
El de las drogas suele ser un problema repetido en un ambiente en donde las exigencias físicas combinadas con un exacerbado y artificial espíritu hedonista muchas veces acaban empujando a sus protagonistas a buscar un paliativo para sobrellevar ese vació emocional del que habla Gunn. Como en otros ambientes adrenalínicos, las drogas forman parte del imaginario de la industria del porno, donde el exceso llama al exceso en la procura de placeres cada vez más intensos. Y además suelen ser la puerta de entrada a círculos mucho más peligrosos. Para confirmarlo solo hay que viajar hasta finales de los años ’60 y rescatar la memoria de quien tal vez sea el mito por excelencia del imaginario del porno: John Holmes.
Famoso por la portación de un pene descomunal que le permitió protagonizar más de 2.500 películas –la leyenda sugiere que superaba los 30 centímetros, aunque estudios más “serios” afirman que “apenas” si llegaba a los 28—, Holmes previsiblemente nació en un hogar en el que la pobreza convivía con la miseria. Abandonado por su padre a la edad de 3 años, el gran ícono del porno creció siendo víctima de los vicios y la violencia de las eventuales parejas de su madre, una mujer religiosa devota del culto bautista.
Holmes empezó joven en la pornografía gráfica, posando para distintas revistas. Pero fue recién cuando el éxito de películas como la mencionada Garganta profunda o El diablo en el cuerpo de la señorita Jones (1973) convirtió en masivo el consumo de la pornografía, que Holmes encontró el espacio ideal para exhibir su atributo. Fueron esos 30 centímetros los que rápidamente lo transformaron en la primera gran estrella masculina de la primera gran etapa comercial del género. El actor llegó a ganar 3.000 dólares por día de rodaje y según sus propios cálculos mantuvo relaciones sexuales con unas diez mil mujeres a lo largo de su vida. Sin embargo antes de llegar la década de 1980 Holmes debió abandonar el negocio debido a que su adicción a la cocaína y los psicofármacos le impedía mantener erecciones convincentes para afrontar las exigencias de un rodaje. En la calle y habiéndose gastado todo lo ganado, Holmes se inició en el delito.
En 1985 le diagnosticaron VIH, pero prefirió ocultarlo incluso a sus compañeras para no perder definitivamente el trabajo que lo había convertido en mito. Un año más tarde su deterioro físico se volvió evidente y ya no lo volvieron a contratar. John Holmes falleció en 1988 a causa de complicaciones vinculadas a la enfermedad. Su historia fue rescatada para el cine por el director Paul Thomas Anderson, quien cuenta una versión muy libre de la vida de Holmes en Noches de placer (1997), uno de sus mejores trabajos, en el que un joven Mark Wahlberg interpreta al famoso actor.
No caben dudas que el VIH es la piedra en el zapato del porno, una tragedia recurrente. Incluso en la actualidad, donde algunos sectores de la industria buscan establecer algunos protocolos de seguridad que incluyen exámenes médicos regulares y el uso obligatorio de preservativos. Claro que no todos cumplen con estas normas, a veces escudándose en argumentos que rayan con el absurdo, como que quienes consumen pornografía prefieren aquellas escenas en las que los actores prescinden el pequeño salvavidas de látex. Esa falta de compromiso es la que llevó a que desde finales de los años ’90 aparezcan de forma regular casos de contagios masivos dentro de la escena.
El primero en causar alarma fue el del estadounidense Marc Wallis, quien trabajó en aproximadamente 1.700 películas hasta que en 1998 le diagnosticaron la enfermedad. Igual que en el caso de Holmes, Wallis también ocultó su condición durante dos años, en los que contagió al menos a cuatro compañeras de trabajo, entre ellas las actrices Brooke Ashley, Tricia Devereaux y Kimberly Jade, provocando un simbronazo durante la última etapa de una tardía era dorada del porno, motorizada por el auge del DVD.
Algo parecido ocurrió en 2004 cuando el actor Darren James contrajo la enfermedad durante un rodaje en Brasil junto a la actriz sudamericana Bianca Biaggi, infectando a partir de ahí de manera involuntaria a sus colegas Miss Arroyo, la checa Jessica Dee, fallecida en 2012, y la canadiense Lara Roxx, quien había ingresado al mundo del porno apenas dos meses antes. El caso provocó otro rapto de histeria dentro de la industria, llegando a tener a más de 50 personas en cuarentena con riesgos de haber sido contagiadas.
El caso de los actores Cameron Bay y Rob Daily, pareja en la vida real, volvió a encender el pánico en 2013 y entregó una peligrosa muestra de lo que es capaz una industria cuando la rentabilidad es más importante que las personas. Por entonces el Congreso norteamericano evaluaba una ley para reglamentar el uso obligatorio de preservativo en los rodajes, pero los abogados de la empresa Vivid Entertainment, una de las más importantes de California, la Meca del género, presentaron una demanda contra el estado para que la misma no se reglamente. Adujeron que la industria del porno "ya se regula a sí misma lo suficiente" con el fin de proteger a los actores contra el VIH y otras enfermedades venéreas.
La respuesta de Bay y Daily no se hizo esperar: "Es tan grande la industria que lo único que les importa es el dinero, pero si realmente es eso lo que les interesa deberían dejar que los actores usen preservativos”. El último caso resonante tuvo lugar a principios de 2019, cuando el español Nacho Vidal fue señalado como posible portador del virus, paralizando al sector europeo de la industria. Seis meses después el popular actor permanece recluido y no hubo comunicación oficial que corroborara o desmintiera su supuesto contagio.
Artículo publicado originalmente en el portal de noticias www.tiempoar.com.ar
CINE - "Por gracia de Dios" (Grâce à Dieu), de François Ozon: Apuesta por la empatía
Ozón divide el relato en dos mitades. La primera cuenta la historia de Alexander, quien 25 años después de haber sufrido los abusos se entera de que Preymat volvió a Lyon y sigue trabajando con chicos. A partir de ahí comienza un trabajo interno para enfrentar primero el regreso de su memoria y luego a la institución católica, incluyendo a su abusador. El francés urde laboriosamente esta primera mitad, trasladando el peso de su protagonista al espectador, pero sin reproducir el sistema de abusos que retrata. Ozon no usa el poder del cine para “molestar” al público sino que, al contrario, con paciencia edifica un crescendo dramático de gran tensión sin necesidad de subir los decibeles. El relato está organizado casi como una novela epistolar del siglo XIX, a través de la comunicación que Alexander sostiene con la burocracia eclesiástica por medio del correo electrónico. El recurso le permite al director avanzar al ritmo del protagonista y sin grandes elipsis. Al mismo tiempo apuesta por la empatía, colocando al espectador en medio del angustiante laberinto que este va encontrando en un camino de excusas y demoras que de nuevo lo convierten en víctima de un pacto de silencio.
A pesar de su tacto narrativo, Por gracia de Dios también comete algunos excesos que no por ser módicos deben ser omitidos. En particular una escena en la que el propio Preymat se encuentra en un aula rodeado de chicos que leen un pasaje del Evangelio de Mateo. Aquel en que las personas llevan a sus hijos para que Jesús los toque (léase: los bendiga) y ante el recelo de los apóstoles por contener a la horda el maestro dice aquello de “dejen que los ñiños vengan a mí”. El contraste entre un cura pedófilo y una escritura sagrada que habla de un Mesías “tocando” niños es demasiado obvia. Aún así Ozon se sirve de la escena para dejar en claro que algunas alarmas comenzaban a encenderse en el entorno de Preymat.
La segunda parte arranca cuando la lucha de Alexandre casi se ha convertido en una obsesión que empieza a ensombrecer su vida familiar. Ahí decide abandonar su esperanza de una solución puertas adentro y denuncia penalmente a su agresor. Lo que sigue tiene menos que ver con la construcción de un clima íntimo que con la exposición pública que genera la denuncia del protagonista. A partir de allí Por gracia de Dios se vuelve más convencional, abrazando las formas de las películas judiciales o de investigación. Al mismo tiempo estalla en una constelación de nuevas víctimas que al tomar el caso estado público comenzarán a revivir su calvario personal, siguiendo los pasos de Alexandre.
Artículo publicado en la sección Espectáculos de Página/12.
CINE - Entrevista a Liliana Paolinelli: "Me parece bueno que un personaje femenino se pueda apropiar de la violencia"
Iris (Pampín) es una mujer que ronda los 50 que lleva la mitad de su vida en pareja con Jacquie (Eva Bianco). Cómoda con la estabilidad de su mundo, todo cambiará para ella con la llegada de Maia (Plaate), la joven hija de una amiga a quien recibirá como huésped. Revolucionada por la enérgica presencia de la chica, con quien comienza un estrecho vínculo amistoso, Iris vivirá una segunda juventud. A tal punto que sentirá crecer un nuevo sentimiento dentro de ella y creerá que el mismo es correspondido.
Las dos protagonistas representan los extremos opuestos en la línea de la experiencia. Por un lado la mujer grande cuya estabilidad tambalea ante el reencuentro de emociones que creía perdidas. Por el otro la joven, que está empezando a descubrirlo todo, incluso su propia identidad. Sin embargo Margen de error tiene un punto de vista muy claro: el de Iris. Todo el recorrido de la película está ordenado a partir de su experiencia, de los giros emotivos que la situación le va imponiendo. “El amor siempre implica un riesgo”, afirma Paolinelli, “porque lleva consigo la posibilidad de la pérdida y de que pueda no ser como uno lo imagina. O de que aun pudiendo concretarse, se pierda. Creo que el amor tiene en sí mismo la posibilidad y la imposibilidad, y con esa base comencé a escribir esta película. Me parece que en ese sentido el título le viene bárbaro”.
-¿Siente algún tipo de vínculo especial con las protagonistas?
-Sí, el más fuerte es con Iris. La entiendo más, porque es un personaje que etáriamente está más cerca de donde me encuentro en este momento. Cuando era más joven me juntaba con unas amigas lesbianas que también tenían la edad de Iris. Eran unas minas muy divertidas, las veía todos los fines de semana y me hacían sentir muy cómoda y acompañada, protegida. Era un poco su mascota. Entonces si bien ahora tengo la experiencia de Iris, también tengo la de Maia. Por supuesto que ahora con la juventud no me relaciono de la misma forma, porque se me pierden un montón de códigos que no conozco, pero algo de ellos puedo evocar a partir de mi propio pasado. Entonces un poco parto del recuerdo de aquellas amigas a las que yo veía muy grandes y pongo esa memoria en juego a partir de esta chica joven en la que Iris empieza a proyectar cosas que la película irá develando.
-Recién mencionó su incomodidad frente a los códigos de las nuevas generaciones. ¿En qué consiste esa sensación?
-Más que incomodarme siento como un desencuentro, la falta de un código común. No estoy hablando de un código de conducta ni de regulación, si no de entendimiento. Me pasa con mis sobrinos cuando voy a verlos a Córdoba, hay algo de imposible en ese intento de encuentro.
-Pero que no tiene que ver específicamente con la comunidad LGBT.
-Va más allá, pero lo incluye. Porque ahora las cosas son tan transparentes y las chicas hoy no tienen ningún problema en decir “salí con una chica y ahora estoy con un chico, pero no sé”. Es algo que me encanta y está bueno que pueda ser así, pero a la vez me sorprende. Es ahí donde siento que está el desencuentro. Me parece que mi incomodidad pasa por no saber cómo me verán ellos, el miedo de no poder encajar en lo que se viene.
-Miedo a sentirse excluida.
-Totalmente. Me da gracia, porque si bien me siento afuera tampoco lo vivo como algo trágico. Trato de reírme de mí misma. Es un poco lo que le pasa a Iris, que no entiende cuando Maia no la llama, que son cosas que también me podrían pasar. Esas dudas, ese desconcierto, la necesidad de tener una respuesta, la que una espera o la que parece correcta. Pero va más allá de los vínculos: el contacto con las máquinas, la hiperconectividad. Son cosas que no comprendo, se me van. A la vez no creo que los chicos y las chicas jóvenes no tengan contacto con lo real, pero siento que se da de otro modo.
-Sin embargo todo lo que su generación ha transitado es parte necesaria para la existencia de estos nuevos códigos y este nuevo lenguaje.
-Hay que ver como convivir con eso y encontrar la forma de que se pueda dar un ida y vuelta. No quedarse como momia con los viejos códigos. Ya sé que uno hace y después vienen los otros: el tema es no quedarse fuera de la circulación, del entendimiento. Creo que se puede dar y que se da. En la película he tratado de hacerlo y creo que en algún momento ellas dos se encuentran, aún sin hablar directamente de lo que les pasa ni abriendo su corazón, porque eso sería el desastre. Pero aún así creo que hay encuentro y eso es lo que traté de plasmar, esa imposibilidad que veo.
-¿Cree que ese salto de lenguaje también aparece en la producción del cine con temáticas LGBT?
-Sí, también, y me maravillo. Recuerdo un corto increíble que este año compitió en el Festival de Cannes, La siesta, de Federico Luis Tachella. Ahí también hay algo que no termino de entender pero que aún así me maravilla. También hay muchas cagadas, ¿no?
-¿En qué sentido?
-Películas que no me gustan, que no me dicen nada. Porque tampoco es que todo lo nuevo tiene que ser un hallazgo. Pensé en ese corto porque es de un director joven y porque es novedoso lo que cuenta, su forma. Pero no todo el cine carga con esa potencia solo por ser nuevo.
-¿Pero qué es lo que hace que se sienta incómoda ante determinadas películas?
-No lo sé en particular, porque tendría que ponerme en modo crítica y a mí si una película no me gusta la dejo de ver al minuto. Lo mismo me pasa con los libros. Pero en mi propio cine no opero de esta forma. No es que me digo: “voy a hacer lo que no hizo tal director”. No funciono de esa manera. No tengo una paleta de formas y digo “voy a hacer esto y aquello”, sino que me voy guiando por un texto e intento trasvasarlo a imagen y sonido tratando de que no pierda la pulsión con la que fue concebido.
-Hay algo particular dentro de ese universo absolutamente femenino que propone la película, que es el asunto de la violencia, algo que tanto en el cine como en la realidad suele estar asociado a lo masculino.
-Trabajar con eso no me resultó dificultoso. Al contrario: necesitaba que esa chica celosa atacara a Iris porque supone que le está robando a su novia. Es una reacción extraña en este universo de mujeres, donde todo es a través del diálogo y la palabra, incluso en la historia de un amor que ni siquiera se manifiesta en toda la película. Pasan un montón de cosas, pero hay algo que nunca se va a expresar de forma verbal. En este contexto no me pareció descabellado poner algunas escenas de violencia. Me parece bueno que un personaje femenino se pueda apropiar de esa violencia física. Que no avalo para la vida ni me parece bien, pero que me gusta y me sirve para construir el relato que quise contar. Además es el único personaje que se expresa de forma abierta y produce un contraste con el resto de las mujeres de la película, que viven todo puertas adentro, en un universo cerrado. Ella marca un contacto con un afuera metafórico que me gusta mucho.
-En el contexto actual esa apropiación de la violencia parece un gesto político.
-Puede leerse de esa manera. Tanto a favor como en contra, porque me podrían decir que estamos en contra de la violencia pero que de alguna forma la estamos representando. Pasa que yo no creo en lo políticamente correcto dentro del cine, sino que eso pasa por otro lado. Además entiendo que esa representación de la violencia está acotada a un universo de ficción y que la película no se hace la tonta con ese personaje. Eso me tranquiliza.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
domingo, 25 de agosto de 2019
LIBROS - Recordando a Capote: 35 años sin el escritor, 60 años de un crimen
De aquella muerte se cumplen hoy 35 años. Capote estaba alojado en la mansión que la exesposa del presentador televisivo Johnny Carson tenía en el exclusivo barrio de Beverly Hills. Faltaba apenas un mes para que cumpliera 60 años. Atrás quedaba una obra que abarca a la literatura pero también al cine y el periodismo, oficio en el que se inició siendo todavía un adolescente lleno de ideas. Y si bien es imposible olvidar los delicados y contundentes cuentos que acumuló en libros como Una guitarra de diamantes o Música para camaleones, el último que publicó en vida, la novela El arpa de hierba o el volumen de crónicas de viaje Los perros ladran, su nombre quedará para siempre asociado con A sangre fría, libro que, si bien puede leerse en tono de novela, representa la pieza fundacional de la literatura de no ficción y un comienzo para lo que se conoció como Nuevo Periodismo, corriente que transitaron autores como Tom Wolfe, Hunter Thompson o Norman Mailer.
El punto de partida de A sangre fría es el violento asesinato de una familia, ocurrido en un pueblo rural de Kansas en 1959, del cual se cumplirán 60 años el próximo noviembre. Un crimen de brutalidad inusitada incluso para los Estados Unidos, en el que Dick Hickock y Perry Smith acabaron con la vida de un matrimonio y de sus dos hijos adolescentes. Los asesinos sorprendieron a sus víctimas mientras dormían, convencidos de que ocultaban en la casa una gran cantidad de dinero dentro de una caja fuerte que nunca encontraron. La saña de los asesinos espantó a la opinión pública y despertó la curiosidad de Capote, quien le ofreció a la prestigiosa revista The New Yorker trasladarse hasta Kansas para escribir una crónica de los hechos. Hasta allá lo acompañó otra escritora y periodista, su amiga de la infancia Harper Lee, quien poco después se haría famosa con la novela Matar a un ruiseñor. Su compañía resultó fundamental para la investigación, ya que el carácter excéntrico de Capote eran demasiado para un pueblo de campo y los vecinos sólo aceptaron su figura gracias a la intermediación de Lee. La investigación le insumió a Capote casi siete años en los que llegó a mantener una relación de gran intimidad con Smith, uno de los asesinos. A sangre fría se publicaría recién en 1966, marcando su consagración como escritor, y sigue siendo uno de los relatos más estremecedores y cautivantes de la literatura del siglo XX.
Truman en la pantalla grande
Los avatares cinematográficos de Truman Capote y su obra más emblemática son varios. La más recordada es la película Capote (2005, Bennett Miller) en la que el también fallecido Philip Seymour Hoffman urdió una versión inolvidable del escritor. Un año después, como si se tratara de obras gemelas, fue el actor inglés Toby Jones quien se calzó el moño de Capote en Infame, de Douglas Mc Grath. Ambos films abordan el período en que el escritor se involucró en la investigación de los crímenes que inspiraron la novela. A sangre fría ya había sido llevada a la pantalla en 1967, un año después de su publicación, con dirección de Richard Brooks. Una versión infantil de Capote se entrevé también en el personaje de Dill Harris, en Matar un ruiseñor (1962, Robert Mulligan), adaptación de la novela homónima de Harper Lee. La misma está basada en las memorias de la autora, amiga de la infancia de Capote, a quien tomó de modelo para el encantador personaje interpretado por el pequeño Joe Megna.
viernes, 23 de agosto de 2019
CINE - "Un hombre en apuros" (Un homme pressé), de Hervé Mimram: Clichés funcionales
Los elementos de la fórmula son sencillos. A saber: un hombre que carga con un impedimento físico que afecta su salud de manera determinante debe encontrar la forma de sobreponerse. En su camino va provocando circunstancias que serían terribles si no fuera porque el guión se encarga de ponerlas en clave de humor (incluso físico), rodeando al protagonista con una red de personajes que recorre el arco dramático completo, desde los villanos que se la complican, los seres queridos que lo acompañan y los imprescindibles alivios cómicos que ayudan a aligerar lo que de otra manera acabaría siendo un melodrama de esos para llorar a moco suelto.
Acá se trata del CEO de una compañía automotriz top, un tipo exigente al límite de la grosería, que mantiene una relación distante incluso con su hija y por quien todos manifiestan un respeto al límite del temor. Un hombre poco agradable que sufre un ACV no bien comienza la película. Y si bien sobrevive, el ataque le deja secuelas severas en las funciones del habla que afectan su manejo del lenguaje. Mezcla las palabras, invierte las sílabas como si hablara una versión francófona del “vesre” lunfardo, o lisa y llanamente dice cualquier cosa, pero creyendo que habla de manera correcta. Que la película esté basada en el libro autobiográfico de Christian Streiff, ex CEO de Airbus y Peugeot, no hace más que confirmar que se trata de una fórmula.
Un hombre en apuros utiliza la instancia de la rehabilitación para concederle al protagonista una oportunidad para reconstruir también su identidad, para revisar el vínculo con sus afectos y la gente que lo rodea. Para decirlo con palabras exactas, la posibilidad de la redención. Como alegoría de eso mismo, el guión aprovecha la figura de la fonoaudióloga que lo asiste para subrayar la cuestión en torno a la identidad, haciendo de ella una mujer adoptada que en su adultez necesita encontrar a la madre que la trajo al mundo y la abandonó.
Es cierto que las metáforas son aquí bastante simples, pero aún así el film consigue en varios pasajes eludir el artificio sobre todo a través del buen trabajo de los protagonistas, Fabrice Luchini y Leila Bekhti. Es su eficacia la que mantiene a flote la nave, sacándole el máximo provecho a los compartimientos emotivos del relato, para que cuando haya que llorar el público llore, y cuando tenga que reír, se ría.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 22 de agosto de 2019
CINE - "La escuela contra el margen", de Diego Carabelli y Lisandro González Ursi: Desafiar la propia mirada
Se trata de un grupo difícil, integrado por adolescentes de los barrios marginales de la ciudad, muchos de ellos parte de distintas comunidades de inmigrantes a las que el resto de la sociedad no suele tratar con cariño ni respeto. La profesora ya pasó por esto antes y sabe que no es contra ella, no es personal, porque el imperativo de desafiar a los adultos es un ritual que los jóvenes repiten desde el inicio de los tiempos. Con paciencia y astucia ella se irá ganando el interés de ese alumnado díscolo, un trabajo arduo, pero al final de la película la actitud desafiante del comienzo se transformará en afecto. Y, casi sin darse cuenta del truco, será a través de ese vínculo amoroso que cada uno de los chicos terminará el año cumpliendo con el objetivo que unos meses antes prometían no alcanzar: el de aprender.
El lector atento de la sección podría pensar que se trata de un pifie del crítico y que el párrafo anterior es la sinopsis de Entre los muros, la película que consagró a Laurent Cantet, publicada por error once años más tarde. Y tendrá razón a medias, porque aunque en realidad la trama calza con exactitud en la película del cineasta francés, también es precisa a la hora de contar lo que ocurre en La escuela contra el margen, dirigida por Diego Carabelli y Lisandro González Ursi. No se trata de un plagio ni de nada parecido, sino de un fondo común sobre el que ambas películas trabajan para contar historias similares que también tienen sus diferencias. Como que en la película de Cantet el docente era un varón o que la de los directores argentinos es un documental, aunque ninguno de esos detalles es importante: Entre los muros bien podría ser un documental y La escuela contra el margen podría verse como una ficción híperrealista, y nada cambiaría.
Filmada en la secundaria Manuel Mujica Láinez de Villa Lugano, el film de Carabelli y González Ursi comienza con una secuencia que establece su objetivo. En ella, un mapa de Buenos Aires es utilizado para señalar la zona en la que se encuentra la escuela y cuáles son las condiciones sociales e históricas que la definen. Siguiendo el relato de una voz en off, el mapa es intervenido con fibrones y resaltadores para mostrar de modo didáctico las desigualdades de una ciudad dividida en un norte y rico y un sur pobre, para señalar las tensiones entre los barrios y villas que conforman Villa Lugano (el sector más pobre de la ciudad) o recordar la trágica cronología de la toma del Parque Indoamericano en 2010. Al final se indica que lo que se verá es un trabajo realizado en 2015, diseñado para entender de qué forma perciben esa compleja realidad los jóvenes que la viven a diario en carne propia.
Carabelli y González Ursi retratan el cambio de actitud de esos chicos que miran con recelo a su profesora. Pero lo hacen con gracia, sin resignar empatía, sabiendo que se trata de la actitud de autodefensa de quién está acostumbrado a cargar con los estigmas que el resto de la sociedad porteña (con ayuda del aparato mediático) suele colgarles no solo a los vecinos de Lugano, sino a los de buena parte del país. La profesora orienta el trabajo a intentar que sus alumnos descarguen el peso de la mirada de los otros, para empezar a verse a sí mismos y así descubrir los valores que los prejuicios ajenos mantenían ocultos. Será esa revelación la que convierta a chicos y chicas de actitud indómita en jóvenes conscientes de su propia circunstancia. La reafirmación de que el conocimiento y la educación son las herramientas más eficaces para un cambio profundo en la sociedad y sus individuos. Pero no solo para estos chicos: La escuela contra el margen es una oportunidad para que el espectador también deconstruya sus propios prejuicios de clase.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
lunes, 19 de agosto de 2019
CINE - Murió el cineasta José Martínez Suárez: (1925-2019): El último mohicano de la era de oro
Puede decirse que Martínez Suárez, nacido el 2 de octubre de 1925 en el pueblo de Villa Cañás, provincia de Santa Fe, conoció como pocos los dos extremos de esa historia. En su vida dentro del mundo del cine recorrió ese camino de punta a punta: fue extra, chepibe, técnico, asistente de director, guionista, cineasta, maestro y responsable de uno de los festivales más importantes de América latina. Aprendió el oficio trabajando a las órdenes de los directores más importantes del período clásico del cine argentino, como Carlos Hugo Christensen, Manuel Romero, Lucas Demare, Fernando Ayala, Leopoldo Torre Nilsson y sobre todo Daniel Tinayre, con quien el destino le deparó estrechos lazos familiares. Y dirigió a actores de la talla de Narciso Ibáñez Menta, Aída Luz, Leonardo Favio, Bárbara Mujica, Lautaro Murúa, Olinda Bozán, Alberto de Mendoza, Ángel Magaña, Mecha Ortíz y otros.
Luego de tamaña enumeración parece bastante justo afirmar que con Martínez Suárez, conocido como Josecito por quienes lo querían (que en el mundo del cine eran casi todos), se va la última memoria viva de la Era de Oro del cine argentino. O tal vez no, porque lo sobreviven sus dos hermanas y tal vez lo mejor sería comenzar esta historia hablando de ellas. Es que a pesar de ser menores, las mellizas Rosa Aurelia y Rosa María, a quienes en casa llamaban Goldie y Chiquita, llegaron al cine antes que Josecito. De hecho él se encargaba de acompañarlas hasta los estudios Lumitón y EFA cuando las chicas eran apenas adolescentes y ya comenzaban a participar de sus primeros rodajes. Ambas debutaron con pequeños papeles en la película Hay que educar a Niní (1940), protagonizada por Niní Marshall, la actriz más grande de la historia del cine argentino. Las hermanas de Josecito aparecen en los créditos de ese film usando los nombres artísticos con los que pronto se harían muy conocidas: Silvia y Mirtha Legrand.
Apenas habían pasado tres años desde que la familia Martínez Suárez abandonara la Santa Fe natal para instalarse en Buenos Aires de manera definitiva y la popularidad de las mellizas Legrand comenzaba a crecer. Fue el rol de chaperón de sus hermanas el que selló el destino de Martínez Suárez en el cine: como siempre estaba ahí, esperando y mirando todo, empezaron a pedirle cosas. Así participó como extra en varios films. Su primera vez fue en La casa de los cuervos (1941), aunque él minimizaba esos pasos iniciales. “Por ahí me dijeron: pibe, ¿quéres ganarte cinco pesos? Bueno, andá que te van a dar un pantalón y una boina y lo hacés.” ¿Y qué papel le tocó en suerte? El de un niño que debía morir. “Tuve que morir cuatro veces. Al terminar la cuarta toma, el director Carlos Borcosque dice: ‘Ese chico con la camisa a cuadros, ese que ya murió cuatro veces delante de cámara: ¡qué no se muera más!’” Así le cuenta su debut el propio Martínez Suárez a Rafael Valles en el libro Fotogramas de la memoria, encuentros con José Martínez Suárez, editado por el INCAA y el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata del cual él mismo fue presidente durante más de una década, desde 2008 hasta su muerte (que siguiendo con la cuenta vendría a ser la quinta). Pero para eso faltaba un montón.
Es así como, cumpliendo con encargos sencillos para la producción de las películas donde trabajaban sus hermanas, las puertas del cine se abrieron de a poco para quien llegaría a ser un respetado director. Mirando y haciendo, sin nadie que le dijera por qué se tomaba tal decisión o se dejaba de hacer tal cosa, Martínez Suárez empezó a descubrir gajes y secretos de la actividad. “Eran descubrimientos empíricos que uno hacía a través de la práctica, no había nadie que te dijera: Bueno, Josecito, ahora la cámara se pone acá o del otro lado…” Ese conocimiento se completaba el día del estreno, cuando la propia película le mostraba los por qué de cada una de esas decisiones que nadie explicaba. Como ocurre con el del carpintero o el del albañil, por entonces el oficio del cineasta se aprendía desde abajo y con un único secreto: prestar atención.
Luego llegaron los años como asistente de dirección, en los que trabajó a las órdenes de aquella impresionante lista de cineastas enumerada en los párrafos previos. Su nuevo debut se produjo en 1949 con Un pecado por mes, de Mario Lugones, película que también representó el primer protagónico en el cine del gran Tato Bores. Ese mismo año participó de otros dos rodajes cumpliendo el mismo rol: Un hombre solo no vale nada y Miguitas en la cama, ambas también dirigidas por Lugones. Su labor como asistente continuó durante casi diez años, siendo uno de sus vínculos más ricos el que desarrolló con Tinayre, quien en 1946 se había convertido en esposo de su hermana Mirtha. Con él trabajó en tres films: Deshonra (1952, con Tita Merello y Fanny Navarro), Tren internacional (1954, protagonizada por Alberto Closas y la propia Mirtha) y La bestia humana (1957).
La década de 1960 representó un quiebre global en todos los campos de la cultura. Los Estados Unidos y la Unión Soviética comienzan la carrera espacial. En Inglaterra aparecen los Beatles y tiran la bomba del rock. Casi al mismo tiempo, en Francia un grupo de críticos desbordados de amor por el cine le da forma a la Nouvelle vague: su influencia se hace sentir en todo el mundo, incluida la Argentina. Ese mismo año debuta una generación de directores jóvenes llamada a renovar el escenario cinematográfico local. Es el tiempo de la primera versión del Nuevo Cine Argentino (NCA): Manuel Antín filma La cifra impar, adaptando el cuento de Julio Cortázar “Cartas de mamá”; Murúa hace lo propio con Shunko y Martínez Suárez con El crack, una comedia dramática ambientada en el mundo del fútbol. Enseguida se suman David Kohon con Tres veces Ana (1961) y Rodolfo Kuhn con Los jóvenes viejos (1962), y más tarde Favio con Crónica de un niño solo (1965).
Como suele ocurrir con la mayoría de las generaciones o escuelas, el NCA modelo ’60 no representó un movimiento programático, sino apenas la coincidencia temporal de un puñado de voluntades dispersas. Es cierto que Martínez Suárez y sus congeneracionales compartían una mirada estética que tenía como modelos el Neorrealismo italiano y, sobre todo, a la Nouvelle vague. Pero a diferencia de lo que había ocurrido en Francia, donde el surgimiento de esta última estuvo íntimamente ligado al desarrollo teórico y crítico que sus miembros habían desplegado antes en la mítica Cahier du Cinema, en la Argentina ni siquiera se contaba con un Instituto del Cine a la altura del desafío de renovar el panorama. El tomo III de las Obras incompletas de Homero Alsina Thevenet reproduce un informe que el crítico uruguayo publicó en la revista Primera Plana en 1965. Titulado “Cine argentino. Conspiración de silencio”, el mismo da cuenta de un estado de situación que penosamente recuerda al actual: reglas del juego poco claras en el estímulo de la producción, manejo discrecional de los fondos públicos y apoyo insuficiente a los cineastas nóveles, a quienes por entonces se acusaba de filmar películas que eran reconocidas en festivales de todo el mundo, pero que nadie iba a ver cuando se estrenaban en el país. Un reclamo que en la actualidad ha vuelto a bajar desde lo más alto del INCAA (y más allá).
No hay dudas de que semejante escenario es una de las causas de que la carrera de Martínez Suárez como director se desarrollara de forma discontinua. Dos años después de su ópera prima llegó Dar la cara (1962), un drama protagonizado por Favio y Murúa con guión original de David Viñas, en el que un grupo de amigos se esfuerzan por generar sus propios caminos en la vida tras haber cumplido con el servicio militar. “Yo me permito suponer, como si la película fuera de otro, que si alguien necesita saber cómo se hablaba, cómo se vestía, cómo se comía, cómo se bailaba o cómo se hacía el amor en aquella época, hay que ver Dar la cara”, dijo hace algunos años el propio Martínez Suárez durante la emisión televisiva de su película en el ciclo Filmoteca, que Fernando Martín Peña conduce en la Televisión Pública desde hace varias temporadas. Esa sensibilidad para captar el espíritu de su propio tiempo fue la característica más destacada de aquel NCA en general y muy especialmente en el caso de Martínez Suárez
Las dificultades para producir cine con el sistema de estudios en crisis, un deficiente apoyo estatal y las constantes turbulencias políticas (gobiernos de facto incluidos) obligaron al director a dejar de lado su oficio durante 13 años. Su tercera película recién pudo gestarse durante la primavera creativa que el cine argentino vivió en el lapso inicial del tercer gobierno peronista. Así fue que en 1975 estrenó Los chantas, una comedia dramática que de forma lúcida supo ver el sino trágico de aquellos años. En una escena emotiva en la que dos amigos charlan sobre desengaños, Tincho Zavala le dice a Norberto Aroldi: “Somos la generación quemada”. Una profecía que ya había comenzado a hacerse realidad. Un año después llegaría Los muchachos de antes no usaban arsénico, la comedia negra que Juan José Campanella volvió a contar en la reciente El cuento de las comadrejas. Una historia de asesinatos y desapariciones que por una oscura casualidad fue la primera película que se estrenó en el país tras el golpe de estado de 1976. A nadie se le ocurrió censurarla.
Martínez Suárez recién volvería a filmar con el retorno de la democracia. En 1984 se estrenó la que sería su última película, el policial Noches sin lunas ni soles, cuyo guión está basado en la novela homónima de Rubén Tizziani. Después de eso el maestro dejó de filmar para dedicarse a dar clases. “Cuando comencé con el taller me preguntaban por qué no dirigía más. Yo les decía que estaba dirigiendo todos los días en conjunto con mis alumnos”, dijo el director, quien sabía perfectamente que los buenos maestros reencarnan en sus alumnos. Entre ellos se cuentan Lucrecia Martel, Gustavo Taretto, Ana Poliak, David Oubiña, Leonardo Ci Cesare y el propio Campanella. Los últimos 11 años Martínez Suárez se los dedicó al Festival de Mar del Plata, bajo cuya presidencia terminó de establecerse como el más importante del país junto al Bafici, y por qué no también de América latina. Un cargo que ocupó hasta ayer, porque así de vitales eran los 93 años José Martínez Suárez. Un director que filmó poco pero bien, que supo renovarse a través de la docencia y de su querido Festival de Mar del Plata, y a quien todos seguiremos llamando Josecito.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de pägina/12.
domingo, 18 de agosto de 2019
CINE - Alemania fuera de control: El cine sin límites de Christoph Schlingensief
Nacido en 1960 y fallecido prematuramente en 2010, Schlingensief supo utilizar su filmografía para dialogar con la realidad, de modo que cada uno de sus títulos opera como una interpelación directa al espectador. Al mismo tiempo sus películas desafían las convenciones estéticas, jugando con los límites no sólo de las formas y formatos cinematográficos, sino con los de la actuación y la puesta en escena.
El ciclo Alemania fuera de control, organizado por el Complejo Teatral de Buenos Aires con el apoyo del Goethe-Institut y la Fundación Cinemateca Argentina, reúne 12 películas entre largos y cortos. A través de ellos da cuenta de la potencia narrativa de este particular cineasta, que llevó el concepto de lo experimental a su expresión más radical. Aunque se trata de un autor casi desconocido en América Latina, alcanzan algunas referencias específicas para entender el lugar destacado que su nombre ocupa dentro de la genealogía del cine alemán.
Por un lado es considerado heredero legítimo nada menos que de Reiner W. Fassbinder, con cuyo histórico elenco realizó varios de sus trabajos más representativos. Entre ellos la controvertida Trilogía Alemana, tríptico que forma parte de esta retrospectiva, en la que fusiona la estética trash con la provocación política. Por el otro, su obra ha despertado el interés de otro gran realizador y teórico del cine germano, Alexander Kluge, quien lo entrevistó innumerables veces a lo largo de su vida. Tres de esas entrevistas también ocupan un lugar destacado dentro del ciclo
Aunque Alemania es el objeto de su pasión, sobre todo su historia reciente, sus películas tienen la particular capacidad de impactar en un presente continuo. De modo que incluso las piezas más antiguas incluidas en el programa del ciclo, estrenadas a mediados de la década de 1980, parecen dialogar directamente con la actualidad. Es lo que ocurre con Terror 2000 (1992), película que cierra la Trilogía Alemana y en la que, como si no hubieran transcurrido casi tres décadas, aborda el tema de la xenofobia y los problemas que generaban por entonces los refugiados del Tercer Mundo en la Alemania reunificada.
Aquella trilogía había nacido tres años antes con la descontrolada 100 años de Hitler-La última hora en el búnker del Führer (1989), en la que Schlingensief pone en escena en términos delirantes los mismos acontecimientos que décadas más tarde retomaría Oliver Hirschbiegel en esa usina de memes en que se convirtió La caída (2004): el final del líder del nazismo. Interpretado por Udo Kier, otro ícono del cine alemán, el Hitler de Schlingensief recorre buena parte de la película ya en estado cadavérico, mientras el resto de su "círculo rojo" se disputa los despojos de su poder. Visto desde la actualidad, el caos creativo que marca el tono de la película parece una puesta en abismo del clima de su propia época, anticipando por varios meses otra caída estrepitosa: la del Muro que partía en dos el corazón de Alemania.
Alemania fuera de control incluye además películas como La máscara de mamá (1988), un remake en tono de comedia negra de Sublime sacrificio , el melodrama que Veit Harlan, el cineasta más importante vinculado al nazismo, estrenó en pleno desmoronamiento del régimen en 1944. O La masacre alemana de la motosierra (1990), pieza intermedia de la Trilogía Alemana. O Los 120 días de Bottrop (1997), relectura de Saló, o los 120 días de Sodoma (1975) de Pier Paolo Pasolini que funciona a la vez como homenaje a Fassbinder. Entre otras. Un panorama completo para conocer el alma de este prolífico agitador cultural.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
viernes, 16 de agosto de 2019
CINE - "Angry Birds 2: La película" (Anfry Birds 2 Movie), de Thurop Van Orman: El cine chorizo
Por supuesto que ese origen mercantil no invalida la posibilidad de un desarrollo cinematográfico noble, aunque en su mayoría los casos similares acaban mostrando la hilacha. Existen ejemplos de franquicias que llegadas a la pantalla desde el territorio del marketing consiguieron revalidar su éxito a partir de una virtuosa utilización de los recursos narrativos del cine. Entre ellos se destacan las películas basadas en el juego de piezas de encastre LEGO e incluso se puede incluir en este rubro a las adaptaciones inspiradas en la historieta, que si bien hoy constituyen el principal motor de la industria, hasta hace menos de 20 años eran un terreno (casi) extranjero para el cine.
Incluso el primer film de estos pájaros cabreros puede servir de prueba. En ocasión de su estreno hace tres años, el colega Ezequiel Boetti escribió en este mismo espacio que lejos de contentarse con la mera explotación de la marca, la película manejaba con tino las herramientas de la comedia física y aprovechaba los buenos oficios de un elenco integrado por grandes figuras de la Nueva Comedia Americana, como Jason Sudeikis, Maya Rudolph, Bill Hader o Danny McBride. El primero de esos méritos vuelve a ser el principal recurso de esta secuela, en tanto que el segundo constituye un misterio irresoluble, ya que la versión subtitulada no llegó al país ni siquiera para las proyecciones de prensa. Una costumbre espantosa, cada vez más extendida.
Más allá de eso, Angry Birds 2 es apenas un producto más que la línea de montaje de Hollywood escupe al circuito comercial, no tanto para hacerle honor al relato cinematográfico sino para ocupar espacios y recaudar. Un artículo que tiene todos los tornillos en su lugar y que ha sido ensamblado siguiendo rigurosamente el manual de instrucciones, pero que carece del valor agregado de la creatividad o la sorpresa. Porque más allá de algunos gags divertidos o situaciones resueltas con gracia, en el resto de la película todo está colocado mecánicamente en su lugar. Demasiado en su lugar.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 15 de agosto de 2019
CINE - "Anna: El peligro tiene nombre" (Anna), de Luc Besson: El placer de lo inverosímil
Ya desde el comienzo por acá corre un aire inverosímil. Anna (la mannequin rusa Sasha Luss) es una hermosa joven que a fines de los ya hípercitados años ’80 trabaja vendiendo mamushkas en una feria de Moscú. Un día es reclutada por un caza talentos de una agencia de modas de París y la rubia se muda a la Ciudad Luz para comenzar una promisoria carrera como modelo. Seis meses después en una fiesta exclusiva le presentan a un empresario también ruso, con el que empieza una relación. Pero dos meses después él todavía no consiguió llevarla a la cama: ella quiere entender cuáles son realmente sus negocios y sin que haga falta que le insistan demasiado el tipo revela que trafica armas a Libia, a Siria y a todos los “malos” del mundo. No hace falta que se diga más: Anna saca un arma y le vuela la cabeza.
Personajes como este traficante de boca demasiado floja solo pueden existir en películas de Besson. Por ese camino avanzará la historia de Anna, dando saltos temporales hacia atrás o hacia adelante para acumular vueltas de tuerca que fuerzan de manera artificial la aparición de una sorpresa tras otra, tensando al máximo el verosímil. El mismo artificio se hace evidente en las libertades de ambientación que se toma el director para crear unos ’80 de fantasía. En ese sentido Anna tiene algo de ciencia ficción retro, imaginando un escenario tecnológico que no se corresponde del todo con su época. Y eso que bien podría ser una búsqueda, por momentos se parece más a una urgencia: algunos giros de guion necesitan para poder existir de dispositivos que tal vez no habían sido inventados durante el final de la Guerra Fría.
Ese tipo de pastiche siempre un poco tosco es lo que define al cine de Besson. Algunas veces el amontonamiento atolondrado produce porquerías notorias como Valerian (2017), su película inmediatamente anterior. Pero otras el desborde, que acá se intuye autoconsciente a medias (un buen uso del humor le concede el beneficio de la duda), genera historias que le inyectan adrenalina al espectador más allá de la eventual torpeza. Anna es una de ellas.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
domingo, 11 de agosto de 2019
LIBROS - El auge de los libros de música: Historias de amor con Jane's Adiction, los Ramones y Louis Armstrong
No se trata de simples biografías, que sería lo esperable, sino de un ensayo que bucea en el mito detrás de un disco, una antología de relatos que combinan lo histórico con lo anecdótico y una cronología documentada acerca de la banda neoyorkina más argentina del mundo. Todos forman parte de un fenómeno que no se detiene en nombres obvios como los de The Beatles o Rolling Stones. La tendencia incluye libros sobre artistas de la talla de Metallica, Piazzolla, Charly García, Aníbal Troilo, Joy Divison, Spinetta, Calamaro, Queen, además de investigaciones sobre espacios o publicaciones míticas, y otras que documentan el desarrollo local de los géneros más diverso, del blues a la música experimental. Incluso se han publicado en los últimos años novelas gráficas basadas en las historias de artistas como Nirvana, Bob Marley o los omnipresentes Ramones. Un universo en plena expansión.
El fenómeno se apoya en el surgimiento de editoriales dedicadas a producir material ad hoc. Entre ellas deben mencionarse a sellos como Caja Negra, Ma Non Troppo, Maten al Mensajero, entre otras, además de las eventuales incursiones de los grandes grupos editoriales. Entre todas ellas se destaca Gourmet Musical, verdadera usina de libros dedicados a la música, a cuyo catálogo pertenecen los tres libros citados.
Puede decirse que Ramones en Argentina y Grandes del jazz comparten la premisa de origen: ambos buscan trazar un mapa preciso del vínculo que distintos artistas mantuvieron con este territorio al sur de todo. El primero limitándose al recorrido del popular combo punk por los escenarios del país, desde su primer show en el estadio Obras (febrero de 1987) hasta el último en marzo de 1996, en cancha de River, el más multitudinario que la banda dio en su vida. El segundo realizando un cronograma exhaustivo de nombres, fechas y testimonios que dan cuenta del desempeño de los nombres más notorios de la historia del jazz frente a auditorios locales. Por su parte El ritual de Jane’s Adiction toma como disparador al segundo disco de la banda californiana, Ritual de lo habitual (1990), cuya influencia marcaría el rumbo estético de la escena rockera de esa década.
Pero si hubiera que reunir a los tres títulos bajo una etiqueta que los identifique, debería decirse que se trata de libros que cuentan historias de amor. El de Barberán Aquino retrata el intenso romance que mantuvieron los Ramones con sus fans argentinos. Es sabido que los neoyorquinos fueron más populares acá que en cualquier otro lugardel mundo y que inicialmente aquel show del ’96 se había programado para ser también el último que daría la banda. Adicionalmente el libro aprovecha su viaje para esbozar una síntesis de la evolución del género en el país, convirtiéndose en una breve y espontánea enciclopedia del punk local.
La historia de amor de El ritual de Jane´s Adiction parece ser más íntima: la de Pedrotti con aquel disco emblemático. La intensidad del vínculo se traduce en un libro que no solo aborda la gran influencia que la obra de Jane´s Adiction y ese disco en particular tuvieron sobre su época, sino que debe ser el más completo que se haya escrito sobre la banda en el mundo. Por su parte Parisi retrata la pasión que los argentinos sintieron por el jazz en el período que va de 1956 a 1979, acumulando una cantidad de anécdotas imperdibles sobre el paso por el país de artistas de la talla de Louis Armstrong (que en 1957 acabó detenido en una comisaría por una denuncia de ruidos molestos), Dizzy Gillespie, Ella Fitzgerald, Duke Ellington, Bill Evans o Lionel Hampton, entre muchos, muchísimos más.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
jueves, 8 de agosto de 2019
CINE - "Mi amigo Enzo" (The Art of Racing in the Rain), de Simon Curtis: La mirada de los perros
Como en estos, acá el pulgoso en cuestión tiene una voz que desde un estricto off hace avanzar el relato, acompañando las acciones con reflexiones y comentarios que dan cuenta del paso del tiempo y la vida. El valor agregado de esa voz profunda es que pertenece a Kevin Costner, cuya efectividad se basa en la capacidad para ser ligero en los momentos luminosos y para pisar el acelerador del dramatismo cuando la cosa se pone fea. Pero sin abusar, aunque el guión se pase de rosca justamente en esa dirección.
Quien haya visto algunos de los títulos mencionados sabrá que no hay forma de encontrar nada novedoso en la sinopsis de Mi amigo Enzo. A saber: el protagonista de turno, joven y soltero, elige una mascota: su mirada será el punto de vista de la película. En este caso se trata de Denny Swift, un prometedor piloto de carreras que se enamora, se casa, se reproduce y debe lidiar con dificultades de distinto grado a las que lo enfrentan las curvas de la vida. Que a partir de la mitad del film son muchas, demasiadas, y cada vez más extremas. Estas fatalidades son además una excusa para que la película incluya una mirada (pseudo) espiritual cercana al universo de la autoayuda.
Enzo (bautizado en honor al fundador de Ferrari) es testigo privilegiado de todo y la película se apega a estrictamente a ese dispositivo. De ese modo, será su presencia la que defina qué es lo que se pone en escena y qué es lo que queda fuera de campo. Un rigor que no suelen tener otros títulos del subgénero, aunque eso no significa que este sea mejor que los demás, y si eventualmente lo es, no será solo por eso. Sin ser una gran película, Mi amigo Enzo logra crear algunos climas emotivos con herramientas genuinas, incluso cuando, como se dijo, el guión abusa de las tragedias que Denny debe afrontar, agobiándolo por momentos casi con saña. Como si se tratara de una ecuación, esta clase de películas necesitan equilibrar la balanza incluyendo, por ejemplo, un final tranquilizador, casi religioso. Porque si el espectador se irá de la sala llorando, que sea al menos creyendo que hay esperanza.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
domingo, 4 de agosto de 2019
LIBROS - "Cielo Drive", de Sebastián De Caro: ¿Se puede matar un sueño? Los asesinatos del Clan Manson
¿Se puede matar un sueño? Claro que sí. ¿Y cuál es el mejor plan para conseguirlo? Liberar a la peor de las pesadillas y dejar que ella se encargue de todo. Exactamente eso es lo que hizo Charles Manson la noche del 9 de agosto de 1969, cuando le encomendó a cuatro miembros de su clan (tres chicas y un muchacho de entre 20 y 24 años de edad) desatar una masacre en la mansión ubicada en el número 10050 de la calle Cielo Drive, en el exclusivo barrio hollywoodense de Beverly Hills. Y la pesadilla resultó espantosa. Los chicos fueron y mataron a cinco personas, incluyendo a Sharon Tate, una prometedora actriz casada con el por entonces ascendente director polaco Roman Polansky. Tate estaba embarazada, solo le faltaban dos semanas para dar a luz y recibió 16 de las 102 puñaladas que los asesinos repartieron entre cuatro de las cinco víctimas. A la quinta, el adolescente Steven Parent, la mataron a tiros. Esa fue la pesadilla que terminó con el sueño hippie, aquel que durante la segunda mitad de los años ’60 abrazaba una juventud ávida de paz, amor libre y una vida en contacto con la naturaleza, alejada de la neurosis moderna. En ese momento el mundo se volvió un lugar aún peor.
De tratar de entender hasta que punto esa matanza brutal impactó en la historia política y sobre todo cultural de los Estados Unidos (y de todo Occidente por carácter transitivo) se ocupa el libro Cielo Drive. El culto de Charles Manson, Sharon Tate y la leyenda diabólica que inspiró a Tarantino (Reservoir Books). Su autor es Sebastián De Caro, cuya carrera multifacética como periodista, actor, cineasta, escritor, conductor de televisión y una larga lista de etcéteras que le permitieron construirse a sí mismo como intelectual pop (si es que tal categoría existe), lo convierte en el guía perfecto para recorrer el mapa siniestro que aquellos hechos trazaron sobre la cultura popular.
De Caro aprovecha además el próximo estreno de Había una vez en Hollywood, noveno trabajo del director Quentin Tarantino que incluye a los crímenes del Clan Manson como parte fundamental de su relato, para profundizar el cruce entre crimen y arte. Signada por ese espíritu de fin de época, la película funciona para el libro como punto de partida, pero también de llegada, de un recorrido espiralado que al regresar una y otra vez a los mismos hechos para verlos siempre desde un nuevo punto de vista, consigue hacerle entender al lector por qué aquellos asesinatos atroces funcionaron como Big Bang que hizo estallar a toda una época, incrustándose hasta hoy en el imaginario colectivo. El estreno del film de Tarantino, gran iconoclasta del cine americano, tendrá lugar en muchos países el próximo jueves, justo en la víspera del 50° aniversario de aquel horror. En Argentina recién se la podrá ver a partir del 22 de agosto.
Desde el prólogo De Caro advierte que Cielo Drive “no debe ser tomado como un documento ni una cronología”. En cambio lo define como “un objeto rizomático” construido en torno a “un punto oscuro en la historia” que “termina siendo una puñalada en el corazón de la cultura popular”. Y es que si bien se incluye un capítulo que recorre de manera sucinta las biografías de Manson y Tate, el objetivo del libro no es el de atenerse a los hechos, sino por un lado excavar entre las raíces del asunto, como el origen del movimiento hippie, la idea del mal como máscara o el auge de las sectas, los cultos secretos y el satanismo en la cultura del siglo XX. Y por el otro irse por las ramas de lo que los crímenes del Clan Manson provocaron en el paisaje cultural.
Con ese propósito el autor organiza su libro a partir de una serie de diálogos con especialistas en diversas materias, que van desde la literatura al cine y de la música al satanismo y las teorías conspirativas. De Caro conversa con la escritora Mariana Enríquez, creadora de mundos oscuros, para indagar en el papel de las chicas del clan, aquellos “Ángeles de Charlie” cuya crueldad continúa poniendo los pelos de punta. O con Carlos Busqued, un escritor fascinado con el funcionamiento de la mente criminal. La charla con Darío Lavia resulta ilustrativa respecto del lugar que ocuparon en el siglo pasado las sectas y su presencia en el cine, sobre todo en las décadas de 1960 y 1970. En las conversaciones con músicos como el prócer del punk local Marcelo Pocavida, el inclasificable Nekro o el guitarrista de Babasónicos Mariano Roger se aborda el rol de ícono contracultural que adquirió Manson, sus características como artista y la explotación de sus crímenes para demonizar al movimiento hippie. La palabra del periodista Alfredo Rosso es útil para establecer un contexto, mientras que la del crítico de cine Juan Manuel Domínguez resulta oportuna para recorrer la obra de Tarantino y la notoria influencia que esta tuvo en el cine de las últimas tres décadas. El carácter informal de las charlas permite que el libro pueda ser recorrido con placer, devorado antes que leído, hasta convertirse en una especie de tratado ad hoc sobre el final de una época no solo en el plano histórico sino, sobre todo, en términos estéticos.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
sábado, 3 de agosto de 2019
CINE - "La casa de la calle Wannsee", de Poli Martínez Kaplun: Ejercicio de otras memorias
El relato en off de la directora indica que su búsqueda empezó cuando su hijo al llegar a la adolescencia quiso festejar su bar mitzvah. Lo inesperado es que ni ella ni su marido profesan la fe judía. Ni ellos, ni sus padres, ni sus abuelos. Aún así se trata de una familia judía. ¿Pero cuando se cortó la línea que los unía a esa cultura? La directora retrocede hasta su bisabuelo Otto Lipmann, filósofo y psicoanalista, dos oficios que nunca se llevaron bien con lo místico y lo religioso, quien no se veía a sí mismo como judío. Una mirada que heredaron su hija y sus nietas, la madre y las tías de Martínez Kaplun.
La directora recorre su historia como lo haría una detective: reviendo las fotos y películas del copioso archivo audiovisual de la familia, buscando pistas entre los vestigios, interrogando tías (y otros testigos), regresando a la casa familiar de la calle Wannsee, en las afueras de Berlín. Y visitando otra casa ubicada a pocas cuadras de ahí, donde en 1942 tuvo lugar la Conferencia de Wannsee en la que la cúpula del nazismo activó la Solución Final, desatando el Holocausto. Con la habilidad del narrador de historias de misterio, la directora maneja bien los tiempos del relato, eligiendo los momentos precisos para hacer aparecer un dato o una imagen reveladores.
Aún sin apartarse del formato más clásico del documental, Martínez Kaplun consigue que el recorrido por varias generaciones de su familia pueda ser seguido con interés. Buena parte de ese éxito se debe a la forma en que va tejiendo una trama sólida entre relato familiar y relato histórico, permitiendo que cada personaje pueda ser abordado junto a su circunstancia. Y hasta la anti-climática decisión de incluir una escena final de casi 15 minutos de charla entre ella, su madre y sus tíos, también puede ser defendida. Porque si bien es cierto que en términos rítmicos le mete el freno a la narración en el momento en el que debería acelerar en busca de una resolución, buena parte de lo que ahí se dice es vital para entender las dificultades que la directora debió enfrentar en este desafío de reescribir su propia identidad y recuperar a través del cine una memoria que parecía perdida para siempre. Una forma de ir en busca de la verdad a través de la palabra, un recurso que debe haber resultado familiar y hasta lógico para una hija y bisnieta de psicoanalistas.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 1 de agosto de 2019
CINE - "Rápidos y Furiosos: Hobbs & Shaw" (Fast and Furious: Hobbs &Shaw): La farsa del fin de la historia
Este desvío que toma la serie nacida con el comienzo del siglo, hace ya nueve películas, se corre por primera vez de los protagonistas originales, los miembros de “la familia Toretto”. En su lugar pone al frente a los personajes del policía Luke Hobbs (Dwayne Johnson) y el ex agente prófugo Deckard Shaw (Jason Statham), aparecidos en los episodios 5 y 6, quienes con sus nombres de pensadores comenzaron a ganar cada vez más peso hasta lograr este ascenso que los convierte en figuras centrales.
La sinopsis es básica: una agente del MI6 es asaltada por un grupo comando cuando su escuadrón recuperaba un peligroso virus sintético. Para evitar que caiga en manos equivocadas, la heroína se inocula las cápsulas letales y huye. Ahí Hobbs y Shaw son convocados para ir tras la prófuga y el terrorista superhumano que la sigue. Como siempre, el producto gira en torno de la acción, pero a diferencia de los primeros episodios “serios” de la saga, esta vez se trata de una comedia abierta. Para ello son vitales las habilidades de Johnson y Statham, tal vez los héroes de acción puros y duros con mayores dotes para jugar con la farsa en la actualidad. En otras palabras, dentro de la estructura de la saga Rápidos y Furiosos: Hobbs & Shaw habita en el segundo término del aforismo marxista.
La película incluso se aparta bastante de la premisa “autos corriendo por todas partes” que alimenta a la serie y que recién aparece a todo trapo en la secuencia de acción final. El carácter farsesco se confirma en todas partes, aunque con pocas luces. La gracia se basa sobre todo en la enemistad entre los protagonistas, quienes durante casi toda la película se chicanean con epigramas propios de adolescentes. El chiste puede ser gracioso un rato, pero no se sostiene como único recurso humorístico en una película de más de dos horas.
Como ocurre en la rama central de la historia, el derivado replica al original configurando una nueva estructura familiar entre sus protagonistas. Y de paso presenta a sus futuros integrantes, cuyas apariciones sorpresa están entre lo mejor del film. Se trata de una nueva familia que quizá alguna vez se termine cruzando con la original para deleite del fandom. Y de los productores. Porque como dijeron Fukuyama y su colega Jacobo Winograd (y el cine parece haber aceptado en las últimas décadas): billetera mata… lo que sea.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.