El estreno de Toda esta sangre en el monte, del director debutante Martín Céspedes, le suma un granito de arena al extenso vínculo entre el género documental y el mundo del campo, al que el cine nunca ha dejado de observar con atención. La película de Céspedes retrata las actividades del Movimiento Campesino de Santiago del Estero (Mocase) y a través de registrar su lucha por el derecho a la tierra de los pequeños productores que la organización nuclea, vuelve a revelar la puja de fuerzas sociales que tienen lugar en torno de la producción agropecuaria.
El Mocase es una organización cooperativa con casi 30 años de historia, a la que pertenecen unas nueve mil familias campesinas de Santiago del Estero. La misma fue fundada el 4 de agosto de 1990. Su objetivo: luchar contra los desalojos y la ocupación ilegal de la que eran víctimas los habitantes de los territorios rurales a manos de empresarios y terratenientes, siempre a partir de operaciones fraudulentas y títulos de propiedad fraguados. Aunque ahí se encuentran los motivos legales de la lucha del Mocase, hay razones más profundas para justificar la existencia de esta organización y sus luchas: la dignidad de los históricos propietarios de la tierra resistiéndose a ser despojados, a ser convertidos de dueños de su trabajo en descastados peones rurales, uno de los sectores más maltratados de la estructura económica de la Argentina.
El relato de Céspedes arranca de forma brutal, con imágenes del cortejo fúnebre y el entierro de Miguel Galván, miembro del Mocase asesinado por un sicario tras denunciar algunos días antes haber recibido amenazas de muerte. El drama sorprendió al director en pleno rodaje y no dudó en retener dentro de su cámara el dolor y la furia, la resignación y desesperación de los familiares, compañeros y vecinos de la víctima. El registro no necesita más que simplemente mostrar, sin recurrir a golpes de efecto ni acentuar nada a través del montaje. Simplemente la tragedia humana teniendo lugar frente a los ojos del espectador. Esa es la realidad a la que están expuestos de forma cotidiana quienes integran el Mocase.
Porque no se trata de un acontecimiento aislado. De hecho uno de los núcleos en torno de los cuales se articula Toda esta sangre en el monte es el juicio contra Javier Juárez y el empresario rural José Ciccioli, acusados de causar la muerte de Cristian Ferreyra, otro miembro del Mocase asesinado en 2011, un año antes de Galván. Mientras las jornadas del juicio se suceden (cuatro años después Juárez será condenado y Ciccioli, su supuesto instigador, quedará en libertad), Céspedes va dejando constancia de distintas situaciones propias de la vida campesina de estos hombres y mujeres que defienden el derecho ancestral a poseer la tierra que habitan y el derecho humano de trabajarla.
En su relato, el director no se priva de de utilizar algunas de estas viñetas para generar analogías que potencian los distintos hechos que conforman el relato. De ese modo un cabrito degollado se convierte por un rato en víctima: aunque entre su muerte y la de Galván haya un abismo ético que las separa, el recurso es cinematográfica y poéticamente efectivo. De igual forma un hachero que habla de la territorialidad de las abejas y del modo en que estas se organizan para cuidar su espacio vital, mientras saca la miel de un panal oculto dentro de un tronco, resulta una analogía perfecta para representar a la comunidad del Mocase y el despojo constante del cual son objeto.
Céspedes también retrata el recelo dialéctico de algunos miembros del Mocase frente la mirada de estudiantes o sociólogos que se interesan en la comunidad para realizar sus trabajos de campo, reduciéndolos a la categoría fría de meros objetos de estudio, y “después no vuelven más”. Están convencidos que los que vienen de afuera llegan cargados de prejuicios y conocimientos muy limitados de lo qué es y cómo funciona esa realidad para ellos cotidiana. Del mismo modo sienten que su capacidad de producción como campesinos es subestimada. Curiosamente, un documental como este también representa una mirada externa. La diferencia podría radicar en el respeto con que Céspedes ha realizado su trabajo, cuyo resultado es esta película que no cae en los extremos de lo aséptico ni de lo panfletario, aunque sin dejar dudas de dónde se encuentra ubicado el punto de vista.
Espacio de enorme complejidad e importante valor simbólico para el imaginario cultural argentino, al campo se le exige, entre otras cosas, ser el salvador de la economía del país, un arcón de riquezas interminables, capaz de alimentar a cada habitante de la nación, y además paliar el hambre del mundo. Lejos de las fantasías reduccionistas, desde que la Argentina es Argentina el campo también ha sido el escenario en el que las fuerzas sociales han combatido por sus intereses y derechos. Ese conflicto en particular es sobre el que los documentalistas vuelven a poner el ojo de su cámara una y otra vez. En Toda esta sangre en el monte Céspedes consigue hacerlo con potencia y de modo cinematográficamente eficaz.
Pero no es la única película estrenada durante 2018 en registrar los conflictos y tragedias ocurridas en el corazón del universo rural. En febrero de este año, durante la última edición del Festival Internacional de Cine de Berlín, tuvo su premiere mundial Viaje a los pueblos fumigados, documental en el que Fernando Pino Solanas aborda el inquietante tema del uso indiscriminado de agrotóxicos en la producción agrícola y las consecuencias directas o indirectas que estos tienen sobre la salud humana. En el conflictivo contexto sociopolítico actual no parece probable que los cineastas dejen de mirar hacia el desierto verde en busca de nuevos temas que les permitan retratar la identidad cultural argentina en su faceta más esencial.
Artículo publicado originalmente en el portal de noticias www.tiempoar.com.ar
martes, 31 de julio de 2018
domingo, 29 de julio de 2018
LIBROS - La brecha literaria: A 76 años de la muerte de Roberto Arlt
Como la de ningún otro escritor, la obra de Roberto Arlt dividió, y aún divide, a la literatura argentina, representando el punto de fractura de su canon literario. El jueves 26 se cumplieron 76 años de su prematura muerte, hecho que nunca impidió que su nombre continuara alimentando una dicotomía que pone de un lado a la llamada alta literatura y del otro a lo popular, como si se tratara de conjuntos cerrados sin posibilidad de intersecarse. Venerado por algunos, despreciado por otros, son las voces de sus colegas las que fogonearon una grieta literaria que tiene de rehenes al escritor y su obra. Alcanza con poner en la balanza algunas de las opiniones que algunos de ellos tenían del autor de Los siete locos para confirmar el grado de polarización que su trabajo suscitaba. Al mismo tiempo, el indiscutible peso de los escritores que destinaron parte de su tiempo a pensar sobre su genio y figura, garantiza el lugar que Arlt ocupa entre los dos o tres autores más influyentes de la historia de las letras en la Argentina.
En su Diccionario de autores latinoamericanos César Aira le dedica a Roberto Arlt una entrada extensa. Esta comienza con una afirmación terminante, calificándolo como “el mayor novelista argentino”. La reseña biográfica escrita por Aira, uno de los autores más importantes de la literatura en lengua castellana en la actualidad, continúa recordando que Arlt nació en Buenos Aires en 1900, que fue “hijo de inmigrantes recién llegados al país” y que “según él mismo, fue expulsado ‘por inútil’ de las escuelas que frecuentó”. La reseña finaliza con un dato de color que sirve para reconstruir la figura de Arlt más allá de su obra literaria: “En 1934 patentó un invento en el que ponía grandes esperanzas de hacer dinero: las medias para dama vulcanizadas, en las que trabajó hasta su muerte…”
A ese Arlt menos conocido también alude David Viñas en el libro Viajeros argentinos a Estados Unidos. “Pegar el gran batacazo en Hollywood, repetía Arlt en los días anteriores a su muerte en 1942. Un sartenazo en Hollywood y ganar mucho más que con la rosa o las medias metalizadas. Ya mismo, para despegar de una buena vez de las carencias y las rutinas.” El final de la cita expone el carácter proletario de Arlt, que lo deja en la vereda opuesta de los nenes bien de la literatura argentina, como Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Manuel Mujica Lainez y las hermanas Ocampo. También son ellos quienes, no por casualidad, se encuentran entre los principales críticos de su obra, dejando abierta la sospecha de que esa distancia tal vez no fuera solo literaria.
La voz de Andrés Rivera, otro proletario de las letras nacionales, subraya esa idea. “Tuve un tío que quise mucho, obrero tipográfico que un día puso debajo de mi nariz a Roberto Arlt y fue lo que él mismo me dijo: un cross a la mandíbula, una fuerza arrolladora”, dice el autor de El farmer en la entrevista que le realizara Graciela Speranza para su libro En primera persona. “Arlt era una colección de ese Buenos Aires clandestino por el que yo caminaba en un año de rabona. No el de los empleaditos, el de la gente lustrosa y bien vestida, sino ese Buenos Aires criminal que camina por debajo”, concluye Rivera.
Por el contrario, el propio Bioy Casares nunca ocultó el escaso valor que le atribuía a su obra. “A Arlt no le he conocido personalmente”, aclara Bioy en Siete conversaciones con ABC, de Fernando Sorrentino. “Me gustó El juguete rabioso. Leí muchas de las Aguafuertes porteñas, y algunas de ellas me parecieron bastante buenas. Pero mi admiración no se extiende al resto de la obra de Arlt: me parece que está muy sobrevaluado.” En otro libro de Sorrentino, Siete conversaciones con JLB, Borges elude la posibilidad de menospreciar públicamente a Arlt y su obra, para recordarlo en una faceta irónica. “Los hermanos González Tuñón lo acusaban a Arlt de ignorar el lunfardo. Y entonces Arlt contestó –es la única broma que le he oído a Arlt: claro que yo he hablado muy poco con él–. Bueno, dijo, yo me he criado entre gente humilde, en Villa Luro, entre malevos, y realmente no he tenido tiempo de estudiar esas cosas, como indicando que el lunfardo era una invención de los saineteros o de los que escriben letras de tango.” Más allá de la anécdota, será la facción literaria a la que pertenecía Borges la que ayude a extender el chisme malicioso de que Arlt era un ignorante, apoyados en el hecho conocido de que este escribió toda su vida con importantes faltas ortográficas. Claro que a diferencia del autor de Ficciones, educado en Europa, Arlt apenas había llegado a cursar el tercer grado.
Es la generación de escritores surgida a fines de los años ’60 la que se encarga de recuperar a Arlt para reformular el canon literario, colocándolo junto al propio Borges en el vértice superior de la pirámide. Fogwill y Ricardo Piglia, dos autores de esa camada también entrevistados por Speranza en En primera persona, destacan esa paridad, postulando que en el fondo la oposición entre ellos tal vez se reduzca a lo meramente formal. Fogwill afirma que “una de las funciones secundarias de la literatura es conservar retratos folclóricos que de otra manera se perderían. En Borges se encuentra eso, en Onetti, en Arlt”. Piglia va un poco más allá. “Hace muchísimos años, cuando empecé a entender que tenían en común Borges y Arlt, me di cuenta de que en el fondo los dos están narrando realidades ausentes, trabajando la contra-realidad… los dos están construyendo realidades virtuales, vidas alternativas.”
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
En su Diccionario de autores latinoamericanos César Aira le dedica a Roberto Arlt una entrada extensa. Esta comienza con una afirmación terminante, calificándolo como “el mayor novelista argentino”. La reseña biográfica escrita por Aira, uno de los autores más importantes de la literatura en lengua castellana en la actualidad, continúa recordando que Arlt nació en Buenos Aires en 1900, que fue “hijo de inmigrantes recién llegados al país” y que “según él mismo, fue expulsado ‘por inútil’ de las escuelas que frecuentó”. La reseña finaliza con un dato de color que sirve para reconstruir la figura de Arlt más allá de su obra literaria: “En 1934 patentó un invento en el que ponía grandes esperanzas de hacer dinero: las medias para dama vulcanizadas, en las que trabajó hasta su muerte…”
A ese Arlt menos conocido también alude David Viñas en el libro Viajeros argentinos a Estados Unidos. “Pegar el gran batacazo en Hollywood, repetía Arlt en los días anteriores a su muerte en 1942. Un sartenazo en Hollywood y ganar mucho más que con la rosa o las medias metalizadas. Ya mismo, para despegar de una buena vez de las carencias y las rutinas.” El final de la cita expone el carácter proletario de Arlt, que lo deja en la vereda opuesta de los nenes bien de la literatura argentina, como Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Manuel Mujica Lainez y las hermanas Ocampo. También son ellos quienes, no por casualidad, se encuentran entre los principales críticos de su obra, dejando abierta la sospecha de que esa distancia tal vez no fuera solo literaria.
La voz de Andrés Rivera, otro proletario de las letras nacionales, subraya esa idea. “Tuve un tío que quise mucho, obrero tipográfico que un día puso debajo de mi nariz a Roberto Arlt y fue lo que él mismo me dijo: un cross a la mandíbula, una fuerza arrolladora”, dice el autor de El farmer en la entrevista que le realizara Graciela Speranza para su libro En primera persona. “Arlt era una colección de ese Buenos Aires clandestino por el que yo caminaba en un año de rabona. No el de los empleaditos, el de la gente lustrosa y bien vestida, sino ese Buenos Aires criminal que camina por debajo”, concluye Rivera.
Por el contrario, el propio Bioy Casares nunca ocultó el escaso valor que le atribuía a su obra. “A Arlt no le he conocido personalmente”, aclara Bioy en Siete conversaciones con ABC, de Fernando Sorrentino. “Me gustó El juguete rabioso. Leí muchas de las Aguafuertes porteñas, y algunas de ellas me parecieron bastante buenas. Pero mi admiración no se extiende al resto de la obra de Arlt: me parece que está muy sobrevaluado.” En otro libro de Sorrentino, Siete conversaciones con JLB, Borges elude la posibilidad de menospreciar públicamente a Arlt y su obra, para recordarlo en una faceta irónica. “Los hermanos González Tuñón lo acusaban a Arlt de ignorar el lunfardo. Y entonces Arlt contestó –es la única broma que le he oído a Arlt: claro que yo he hablado muy poco con él–. Bueno, dijo, yo me he criado entre gente humilde, en Villa Luro, entre malevos, y realmente no he tenido tiempo de estudiar esas cosas, como indicando que el lunfardo era una invención de los saineteros o de los que escriben letras de tango.” Más allá de la anécdota, será la facción literaria a la que pertenecía Borges la que ayude a extender el chisme malicioso de que Arlt era un ignorante, apoyados en el hecho conocido de que este escribió toda su vida con importantes faltas ortográficas. Claro que a diferencia del autor de Ficciones, educado en Europa, Arlt apenas había llegado a cursar el tercer grado.
Es la generación de escritores surgida a fines de los años ’60 la que se encarga de recuperar a Arlt para reformular el canon literario, colocándolo junto al propio Borges en el vértice superior de la pirámide. Fogwill y Ricardo Piglia, dos autores de esa camada también entrevistados por Speranza en En primera persona, destacan esa paridad, postulando que en el fondo la oposición entre ellos tal vez se reduzca a lo meramente formal. Fogwill afirma que “una de las funciones secundarias de la literatura es conservar retratos folclóricos que de otra manera se perderían. En Borges se encuentra eso, en Onetti, en Arlt”. Piglia va un poco más allá. “Hace muchísimos años, cuando empecé a entender que tenían en común Borges y Arlt, me di cuenta de que en el fondo los dos están narrando realidades ausentes, trabajando la contra-realidad… los dos están construyendo realidades virtuales, vidas alternativas.”
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
jueves, 26 de julio de 2018
CINE - "Misión: Imposible - Repercusión" (Mission: Impossible - Fallout), de Christopher McQuarrie: Músculo al servicio del cine
Con Tom Cruise como estandarte y factotum, la saga Misión: Imposible ha buscado redefinirse en cada uno de sus cinco episodios previos, logrando que el estreno de cada uno se convirtiera en un evento. Y esto ocurre aun conteniendo en sus diferentes versiones ingredientes muy similares, sino los mismos, aunque siempre tratando de correr sus propios límites un poco más allá. Es cierto que la película anterior, Nación secreta (2015), dirigida por Christopher McQuarrie, llevaba las cosas a un nivel difícil de igualar en materia de coreografías, acrobacias y golpes de efecto puestos al servicio de la acción. Y la verdad es que si bien lo que ofrece Misión: Imposible - Repercusión, su nuevo capítulo, sin dudas no va más allá de los picos alcanzados por aquella, tal vez sí la supere en volumen e intensidad.
Por empezar, el modelo 2018 de Misión: Imposible rompe una importante tradición que era marca registrada de la saga. Se trata de la continuidad de McQuarrie al mando del timón. Antes de este doblete, habían pasado por la silla de director Brian De Palma, John Woo, J.J. Abrahams y Brad Bird, en ese orden: cada uno de ellos aportó su impronta y su talento, potenciando la mítica y la mística de este universo. La novedad tiene además una lógica narrativa, en tanto también es la primera vez que existe una continuidad entre los acontecimientos de este episodio y el previo, en contra del carácter unitario que hasta ahora había regido a cada una de las películas.
Una de las recurrencias que es posible constatar en Repercusión es la persistencia por ubicar el epicentro de los hechos en ciudades europeas, decisión con la que esta saga se adelantó a una característica que a partir de Identidad desconocida (2000), primer episodio de la “Saga Bourne”, se volvería tendencia entre las películas que combinan acción, espionaje y realismo geopolítico. Esto no obedece a un mero capricho, sino que detrás hay una cuestión estética vinculada a la percepción del movimiento. Las calles estrechas de cualquier ciudad del viejo continente potencian, por ejemplo, la sensación de riesgo en las persecuciones de autos. Pero además permiten coreografías visualmente muy efectivas, como la de saltar de techo en techo por sobre las callecitas, acción imposible en las calles mucho más anchas ya no de Estados Unidos sino de cualquier ciudad americana, de Ushuaia al Yukón.
Esto último funciona al mismo tiempo como garantía del compromiso con el despliegue visual de la saga, que el propio Cruise en la piel del agente Ethan Hunt lleva al extremo encarnando la mayoría de las escenas peligrosas. Dicha voluntad define los valores cinematográficos que sostienen no solo a Repercusión sino a toda la serie y que podrían definirse en una frase: pasión por el movimiento. Si esto se acepta, entonces Misión: Imposible puede ser vista como una versión aeróbica, anabólica y cinematográfica del Cirque du Soleil. El músculo puesto al servicio de la estilización de la imagen animada.
Nota al margen. Sobre el final del film tiene lugar una escena curiosa que puede adquirir un inesperado vínculo con la actualidad política y económica, que la vuelven raramente cómica. Al menos para el espectador argentino. Se sabe que Hunt y sus hombres pertenecen a una agencia de inteligencia denominada Fuerza de Misiones Imposibles (Impossible Mission Force en el original). Sus acciones se desarrollan siempre de modo encubierto y extraoficial, volviéndola casi clandestina. A tal extremo que, si alguno de sus agentes cayera en acción, el gobierno estadounidense negaría todo vínculo con ellos. La casualidad ha querido que la sigla de la agencia, tanto en inglés como en castellano, coincida con la del Fondo Monetario Internacional (FMI/ IMF). Poco antes de que los títulos finales bajen el telón de la película, cuando Hunt y Estados Unidos han salvado al mundo una vez más sin que nadie se entere, uno de los personajes afirma con tono solemne que “el mundo necesita al FMI”. Que dicha frase salga de labios de la Directora de la CIA puede ser también producto de la casualidad y está claro que eso no lesiona en lo más mínimo la inmejorable capacidad cinemática de la película. Pero no deja de sonar extrañamente sincronizada con una forma del ver la realidad, que coincide con la egomaníaca imagen que la saga tiene de su protagonista y con lo que este representa en tanto espejo del rol que Estados Unidos se atribuye a sí mismo en el reparto de roles del viejo Nuevo Orden Mundial.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Por empezar, el modelo 2018 de Misión: Imposible rompe una importante tradición que era marca registrada de la saga. Se trata de la continuidad de McQuarrie al mando del timón. Antes de este doblete, habían pasado por la silla de director Brian De Palma, John Woo, J.J. Abrahams y Brad Bird, en ese orden: cada uno de ellos aportó su impronta y su talento, potenciando la mítica y la mística de este universo. La novedad tiene además una lógica narrativa, en tanto también es la primera vez que existe una continuidad entre los acontecimientos de este episodio y el previo, en contra del carácter unitario que hasta ahora había regido a cada una de las películas.
Una de las recurrencias que es posible constatar en Repercusión es la persistencia por ubicar el epicentro de los hechos en ciudades europeas, decisión con la que esta saga se adelantó a una característica que a partir de Identidad desconocida (2000), primer episodio de la “Saga Bourne”, se volvería tendencia entre las películas que combinan acción, espionaje y realismo geopolítico. Esto no obedece a un mero capricho, sino que detrás hay una cuestión estética vinculada a la percepción del movimiento. Las calles estrechas de cualquier ciudad del viejo continente potencian, por ejemplo, la sensación de riesgo en las persecuciones de autos. Pero además permiten coreografías visualmente muy efectivas, como la de saltar de techo en techo por sobre las callecitas, acción imposible en las calles mucho más anchas ya no de Estados Unidos sino de cualquier ciudad americana, de Ushuaia al Yukón.
Esto último funciona al mismo tiempo como garantía del compromiso con el despliegue visual de la saga, que el propio Cruise en la piel del agente Ethan Hunt lleva al extremo encarnando la mayoría de las escenas peligrosas. Dicha voluntad define los valores cinematográficos que sostienen no solo a Repercusión sino a toda la serie y que podrían definirse en una frase: pasión por el movimiento. Si esto se acepta, entonces Misión: Imposible puede ser vista como una versión aeróbica, anabólica y cinematográfica del Cirque du Soleil. El músculo puesto al servicio de la estilización de la imagen animada.
Nota al margen. Sobre el final del film tiene lugar una escena curiosa que puede adquirir un inesperado vínculo con la actualidad política y económica, que la vuelven raramente cómica. Al menos para el espectador argentino. Se sabe que Hunt y sus hombres pertenecen a una agencia de inteligencia denominada Fuerza de Misiones Imposibles (Impossible Mission Force en el original). Sus acciones se desarrollan siempre de modo encubierto y extraoficial, volviéndola casi clandestina. A tal extremo que, si alguno de sus agentes cayera en acción, el gobierno estadounidense negaría todo vínculo con ellos. La casualidad ha querido que la sigla de la agencia, tanto en inglés como en castellano, coincida con la del Fondo Monetario Internacional (FMI/ IMF). Poco antes de que los títulos finales bajen el telón de la película, cuando Hunt y Estados Unidos han salvado al mundo una vez más sin que nadie se entere, uno de los personajes afirma con tono solemne que “el mundo necesita al FMI”. Que dicha frase salga de labios de la Directora de la CIA puede ser también producto de la casualidad y está claro que eso no lesiona en lo más mínimo la inmejorable capacidad cinemática de la película. Pero no deja de sonar extrañamente sincronizada con una forma del ver la realidad, que coincide con la egomaníaca imagen que la saga tiene de su protagonista y con lo que este representa en tanto espejo del rol que Estados Unidos se atribuye a sí mismo en el reparto de roles del viejo Nuevo Orden Mundial.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
CINE - "Cada día" (Every Day), de Michael Sucsy: El amor es un cuerpo extraño
¿Cuántas veces se ha repetido esa frase que dice que lo importante de una persona no es lo que se ve, sino lo que está en su interior? Herramienta sumamente valiosa –sobre todo a la hora de intentar convencer a alguien que se conoció por Tinder de que no se levante y se vaya a los cinco minutos de haber llegado–, se trata de una variante pedestre de la igualmente repetida (y tramposa) máxima que Antoine de Saint–Exupery inmortalizó en El Principito, su novela omnipresente, según la cual “lo esencial es invisible a los ojos”. Y en este caso en particular es también la idea que articula la historia que se cuenta en Cada día, película dirigida por el estadounidense Michael Sucsy. En ella la protagonista, una adolescente llamada Rhiannon, acaba enamorándose de alguien que todos los días amanece en el cuerpo de una persona distinta.
Aunque parece un concepto novedoso, se trata en realidad de otra variante de una de las ideas clave del negocio de ser guionista en Hollywood: provocar en el protagonista un shock de extrañamiento que lo coloque temporalmente a un costado de la realidad para que, vista de manera oblicua, acabe revelando verdades que de otro modo permanecerían ocultas. Este concepto ha tenido cientos de versiones distintas en las que dicho extrañamiento adoptó forma de loop, como en Hechizo de tiempo (Harold Ramis, 1993); supresión momentanea de la existencia, como en ¡Qué bello es vivir! (Frank Capra, 1946); o pérdida de la identidad, como ocurre en Votos de amor (2012), opera prima del propio Sucsy, en la que una mujer que pierde la memoria en un accidente debe volver a enamorarse de un esposo que la ama.
El problema de esta idea es que su objetivo es la moraleja y no todos los directores saben cómo lidiar con el desafío. No es necesario decir que Sucsy no es Ramis, mucho menos Capra, aunque tratar de realizar tal comparación tampoco es justo. En principio porque Cada día, incluso con sus escenas románticas algo (a veces muy) cursis, su altruismo impostado, cierta pacatería y una noción demasiado estándar de lo que debe (o puede) ser una comedia romántica, consigue hacer de Rhiannon una criatura querible con la que no es difícil empatizar. Gran parte del mérito lo tiene la joven actriz Angourie Rice, que lejos de sobreactuar, algo usual en comedias románticas clase B como esta, logra dotar a su personaje de un registro emocional verosímil.
El otro punto a favor radica en usar la idea como metáfora de la dificultad para hallar el amor en la adolescencia y de la voracidad por experimentar, de forma consciente o no, en esa etapa de la vida. Es cierto que la cosa tampoco llega a gran profundidad, pero el tema está ahí. Otro acierto del guión de Cada día es su decisión de no perder tiempo en explicar ni justificar el elemento maravilloso. Acá hay un ser (nunca se sabe si es hombre o mujer) que amanece cada día en un cuerpo distinto y el asunto no se convierte nunca en objeto de teoría. Simplemente aparece el amor, con todo el placer y el dolor que ello implica, y de eso va la película.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Aunque parece un concepto novedoso, se trata en realidad de otra variante de una de las ideas clave del negocio de ser guionista en Hollywood: provocar en el protagonista un shock de extrañamiento que lo coloque temporalmente a un costado de la realidad para que, vista de manera oblicua, acabe revelando verdades que de otro modo permanecerían ocultas. Este concepto ha tenido cientos de versiones distintas en las que dicho extrañamiento adoptó forma de loop, como en Hechizo de tiempo (Harold Ramis, 1993); supresión momentanea de la existencia, como en ¡Qué bello es vivir! (Frank Capra, 1946); o pérdida de la identidad, como ocurre en Votos de amor (2012), opera prima del propio Sucsy, en la que una mujer que pierde la memoria en un accidente debe volver a enamorarse de un esposo que la ama.
El problema de esta idea es que su objetivo es la moraleja y no todos los directores saben cómo lidiar con el desafío. No es necesario decir que Sucsy no es Ramis, mucho menos Capra, aunque tratar de realizar tal comparación tampoco es justo. En principio porque Cada día, incluso con sus escenas románticas algo (a veces muy) cursis, su altruismo impostado, cierta pacatería y una noción demasiado estándar de lo que debe (o puede) ser una comedia romántica, consigue hacer de Rhiannon una criatura querible con la que no es difícil empatizar. Gran parte del mérito lo tiene la joven actriz Angourie Rice, que lejos de sobreactuar, algo usual en comedias románticas clase B como esta, logra dotar a su personaje de un registro emocional verosímil.
El otro punto a favor radica en usar la idea como metáfora de la dificultad para hallar el amor en la adolescencia y de la voracidad por experimentar, de forma consciente o no, en esa etapa de la vida. Es cierto que la cosa tampoco llega a gran profundidad, pero el tema está ahí. Otro acierto del guión de Cada día es su decisión de no perder tiempo en explicar ni justificar el elemento maravilloso. Acá hay un ser (nunca se sabe si es hombre o mujer) que amanece cada día en un cuerpo distinto y el asunto no se convierte nunca en objeto de teoría. Simplemente aparece el amor, con todo el placer y el dolor que ello implica, y de eso va la película.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
martes, 24 de julio de 2018
CINE - La batalla por la tierra: Entrevista con Martín Céspedes, director de "Toda esta sangre en el monte"
En un artículo publicado el 4 de agosto de 2010 por este diario se informaba de la existencia de una organización llamada Movimiento Campesino de Santiago del Estero (Mocase-Vía Campesina), que ese día celebraba los 20 años de su fundación. Firmado por el periodista Darío Aranda, especialista en temas de pueblos originarios y movimientos populares, el texto repasa la historia y el presente del Mocase, que por entonces nucleaba a más de 9 mil familias campesinas dedicadas a defender sus derechos a la tierra y el trabajo en esa provincia. Aún faltaba un año para el asesinato de Cristian Ferreyra, miembro de la organización, cometido en noviembre de 2011 por Javier Juárez y del cual se consideraba autor intelectual al empresario rural José Ciccioli, aunque la Justicia ya lo declaró inocente. El documental Toda esta sangre en el monte, dirigido por Martín Céspedes, se propone la difícil tarea de sintetizar en 70 minutos el trabajo del Mocase en la lucha por los derechos del campesinado santiagueño, organizando el relato en torno al juicio contra Juárez y Ciccioli por la muerte de Ferreyra. Toda esta sangre en el monte se estrena este jueves en el cine Gaumont, Av. Rivadavia 1635.
“El proyecto no surgió como una película”, cuenta Céspedes. “Trabajo en la revista Crisis y en 2012 me convocaron para una nota sobre el Mocase. La idea era filmar una especie de tráiler de dos minutos para promocionarla. Cuando viajé a Santiago y vi la complejidad del conflicto, lo enorme que era la organización, me di cuenta que ameritaba un trabajo más profundo. Ahí empecé a ir más seguido y en uno de esos viajes, en el que iba a entrevistar a la madre de Ferreyra, recibo una llamada en la que me informan que acababan de matar a Miguel Galván, otro miembro de la comunidad al que habían degollado luego de que denunciara haber recibido amenazas de muerte. Nos pedían por favor que fuéramos y así llegamos hasta el sepelio que terminó convirtiéndose en la primera secuencia del documental”, explica.
-¿Cómo manejó esa situación de registrar momentos tan tensos y dolorosos de las vidas de otros sin dejar de hacer su trabajo profesionalmente?
-Fue muy duro, porque empecé a grabar y en un momento me pregunté qué estaba haciendo ahí, filmando tanto dolor. Yo era la única cámara en el lugar, no había ni periodistas: solo vecinos y familiares de la víctima. Y en un momento dije “basta, no puedo seguir filmando esto”. Mientras estaba guardando todo se me acerca una miembro del Mocase y me pregunta por qué me iba. Le dije que ya había filmado bastante y ella me pide por favor que siga. “Es la primera vez que viene alguien con una cámara a este lugar”, me dijo. “Mostrá, que todo el mundo se enteren qué es lo que pasa acá”. Fue esa situación la que me hizo replantear lo que estaba haciendo ahí.
-La película también registra cuestionamientos que los miembros del Mocase le hacen a las miradas externas, por oportunistas, prejuiciosas o desinformadas. ¿Siente que lo afectó esa percepción del otro?
-Creo que en mi caso había una diferencia, porque no es que yo fui a hacer mi película, mi investigación o mi trabajo, para ver “cómo son los campesinos”. La propuesta desde un principio fue hacer una película juntos y ellos también se la pusieron al hombro. Si hoy el documental es posible también es gracias a que ellos nos permitieron acceder a su comunidad. Desde ese lugar se creó una relación diferente a la que podría surgir con alguien que solo va a hacer su trabajo y después se vuelve a su casa.
-La película refleja bien la puja de fuerzas entre el campesinado y los terratenientes, pero también cómo funciona la justicia en esos pueblos.
-La Justicia está muy ausente. De hecho prácticamente todos los conflictos que surgen los termina resolviendo la propia organización sin ayuda de la Justicia. En Santiago del Estero hay miles de familias campesinas y no todas están en el Mocase, pero ninguna de las que lo integran ha perdido sus tierras. Ellos consiguen defender sus territorios sin ninguna Justicia ni aparato estatal que los acompañe. Se les meten en sus propiedades con bandas armadas, les matan los animales, les prenden fuego las casas, pero ellos se organizan y en 15 días recuperan lo que es suyo.
-¿Qué decisiones debió tomar para poder retratar estos hechos del modo en que creyó que debía hacerlo?
-Poner el cuerpo y estar ahí. Fue mucho tiempo de rodaje. Yo había hecho un corto con el mismo nombre a partir de entrevistas. En cambio ahora quise tratar de lograr que las situaciones se muestren solas y que se pudiera entender el conflicto sin necesidad de que alguien lo cuente. El último rodaje duró dos meses y fueron dos meses de estar ahí, en el monte, de paraje en paraje dispuesto a todo. Eso ayudó a que la película encontrara su forma.
-¿Cuánto de su propia ética, de sus valores, se juega en la película?
-Si bien el documental se basa en el intento de mostrar la realidad, esta realidad siempre está marcada por uno, que filma y elige qué mostrar y qué no, y cómo hacerlo. Traté de ser sincero con lo que me pasaba en cada momento y respetar lo que era la comunidad y su forma de vida.
-¿Nunca le resultó conflictivo este proceso de tratar de ser fiel a la realidad y a la vez respetar al movimiento?
-No, porque la película fluyó, se fue moldeando y adaptando a lo que surgía en rodaje. Al principio tenía la idea de ir por un lado distinto, pero me terminé dando cuenta de que no podía tomar esas decisiones. No podía decidir por dónde iba la película, porque todos los días me encontraba con situaciones que desconocía y esas cosas también me fueron marcando por dónde ir.
-¿Y hacia dónde lo fueron llevando esos hechos?
-A nivel argumental me quedó claro que si tenía que estructurar la película lo mejor era poner al juicio como eje central, porque me daba un principio un nudo y un desenlace. Y desde ese tronco ir tirando las diferentes líneas que quería que tuviese la película: la vida en el monte, la producción campesina, la organización… A nivel sentimental lo que más me atrapó fue la potencia política y vital que tiene el Mocase. Me impactó que el agronegocio, que tiene detrás todo el poder del lobby transnacional, el poder político, el poder judicial, el poder policial, y que arrasa con todo, de repente se topa con unos campesinos que viven en medio del monte, sin internet ni nada, y que sin embargo le hacen frente y logran pararlo. Necesitaba mostrar esa potencia.
-¿Qué creé que puede conseguir el cine mostrando historias como está?
-No sé cuánto alcance tiene hoy el cine como herramienta de denuncia política o social. Entiendo que tiene limitaciones severas, porque la gente no mira cine documental, no hay salas a las que les interese proyectarlo, ni canales de televisión que lo transmitan. Entonces hacer un documental y mentirse diciendo “yo hago denuncia social” me parece que no alcanza. Por supuesto que me interesa mucho que las películas tengan contenido social y político, pero no encararía una película solo desde ahí. También tienen que ser una obra de arte, yo las considero así e intento que sean todo lo cinematográficas que puedo, para que cuenten a través de las imágenes.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página|12.
“El proyecto no surgió como una película”, cuenta Céspedes. “Trabajo en la revista Crisis y en 2012 me convocaron para una nota sobre el Mocase. La idea era filmar una especie de tráiler de dos minutos para promocionarla. Cuando viajé a Santiago y vi la complejidad del conflicto, lo enorme que era la organización, me di cuenta que ameritaba un trabajo más profundo. Ahí empecé a ir más seguido y en uno de esos viajes, en el que iba a entrevistar a la madre de Ferreyra, recibo una llamada en la que me informan que acababan de matar a Miguel Galván, otro miembro de la comunidad al que habían degollado luego de que denunciara haber recibido amenazas de muerte. Nos pedían por favor que fuéramos y así llegamos hasta el sepelio que terminó convirtiéndose en la primera secuencia del documental”, explica.
-¿Cómo manejó esa situación de registrar momentos tan tensos y dolorosos de las vidas de otros sin dejar de hacer su trabajo profesionalmente?
-Fue muy duro, porque empecé a grabar y en un momento me pregunté qué estaba haciendo ahí, filmando tanto dolor. Yo era la única cámara en el lugar, no había ni periodistas: solo vecinos y familiares de la víctima. Y en un momento dije “basta, no puedo seguir filmando esto”. Mientras estaba guardando todo se me acerca una miembro del Mocase y me pregunta por qué me iba. Le dije que ya había filmado bastante y ella me pide por favor que siga. “Es la primera vez que viene alguien con una cámara a este lugar”, me dijo. “Mostrá, que todo el mundo se enteren qué es lo que pasa acá”. Fue esa situación la que me hizo replantear lo que estaba haciendo ahí.
-La película también registra cuestionamientos que los miembros del Mocase le hacen a las miradas externas, por oportunistas, prejuiciosas o desinformadas. ¿Siente que lo afectó esa percepción del otro?
-Creo que en mi caso había una diferencia, porque no es que yo fui a hacer mi película, mi investigación o mi trabajo, para ver “cómo son los campesinos”. La propuesta desde un principio fue hacer una película juntos y ellos también se la pusieron al hombro. Si hoy el documental es posible también es gracias a que ellos nos permitieron acceder a su comunidad. Desde ese lugar se creó una relación diferente a la que podría surgir con alguien que solo va a hacer su trabajo y después se vuelve a su casa.
-La película refleja bien la puja de fuerzas entre el campesinado y los terratenientes, pero también cómo funciona la justicia en esos pueblos.
-La Justicia está muy ausente. De hecho prácticamente todos los conflictos que surgen los termina resolviendo la propia organización sin ayuda de la Justicia. En Santiago del Estero hay miles de familias campesinas y no todas están en el Mocase, pero ninguna de las que lo integran ha perdido sus tierras. Ellos consiguen defender sus territorios sin ninguna Justicia ni aparato estatal que los acompañe. Se les meten en sus propiedades con bandas armadas, les matan los animales, les prenden fuego las casas, pero ellos se organizan y en 15 días recuperan lo que es suyo.
-¿Qué decisiones debió tomar para poder retratar estos hechos del modo en que creyó que debía hacerlo?
-Poner el cuerpo y estar ahí. Fue mucho tiempo de rodaje. Yo había hecho un corto con el mismo nombre a partir de entrevistas. En cambio ahora quise tratar de lograr que las situaciones se muestren solas y que se pudiera entender el conflicto sin necesidad de que alguien lo cuente. El último rodaje duró dos meses y fueron dos meses de estar ahí, en el monte, de paraje en paraje dispuesto a todo. Eso ayudó a que la película encontrara su forma.
-¿Cuánto de su propia ética, de sus valores, se juega en la película?
-Si bien el documental se basa en el intento de mostrar la realidad, esta realidad siempre está marcada por uno, que filma y elige qué mostrar y qué no, y cómo hacerlo. Traté de ser sincero con lo que me pasaba en cada momento y respetar lo que era la comunidad y su forma de vida.
-¿Nunca le resultó conflictivo este proceso de tratar de ser fiel a la realidad y a la vez respetar al movimiento?
-No, porque la película fluyó, se fue moldeando y adaptando a lo que surgía en rodaje. Al principio tenía la idea de ir por un lado distinto, pero me terminé dando cuenta de que no podía tomar esas decisiones. No podía decidir por dónde iba la película, porque todos los días me encontraba con situaciones que desconocía y esas cosas también me fueron marcando por dónde ir.
-¿Y hacia dónde lo fueron llevando esos hechos?
-A nivel argumental me quedó claro que si tenía que estructurar la película lo mejor era poner al juicio como eje central, porque me daba un principio un nudo y un desenlace. Y desde ese tronco ir tirando las diferentes líneas que quería que tuviese la película: la vida en el monte, la producción campesina, la organización… A nivel sentimental lo que más me atrapó fue la potencia política y vital que tiene el Mocase. Me impactó que el agronegocio, que tiene detrás todo el poder del lobby transnacional, el poder político, el poder judicial, el poder policial, y que arrasa con todo, de repente se topa con unos campesinos que viven en medio del monte, sin internet ni nada, y que sin embargo le hacen frente y logran pararlo. Necesitaba mostrar esa potencia.
-¿Qué creé que puede conseguir el cine mostrando historias como está?
-No sé cuánto alcance tiene hoy el cine como herramienta de denuncia política o social. Entiendo que tiene limitaciones severas, porque la gente no mira cine documental, no hay salas a las que les interese proyectarlo, ni canales de televisión que lo transmitan. Entonces hacer un documental y mentirse diciendo “yo hago denuncia social” me parece que no alcanza. Por supuesto que me interesa mucho que las películas tengan contenido social y político, pero no encararía una película solo desde ahí. También tienen que ser una obra de arte, yo las considero así e intento que sean todo lo cinematográficas que puedo, para que cuenten a través de las imágenes.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página|12.
domingo, 22 de julio de 2018
CINE - Entrevista a Ricky Piterbarg, director del documental "Ikigai, la sonrisa de Gardel": De la culpa a la sonrisa
Mientras más tiempo pasa entre un hecho del pasado y el momento en que se lo recuerda, la memoria va perdiendo precisión. A veces de manera inconsciente esos agujeros que el tiempo cava son intervenidos por una mezcla de intuición y ficción. Otras veces esos recuerdos permanecen así, raramente incompletos, más parecidos a un sueño que a la memoria. A 24 años del atentado que destruyó la sede de la mutual judía AMIA, matando a 85 personas e hiriendo a otros 300, es esperable que el tiempo ya haya comenzado a hacer ese trabajo evaporador. Por eso es necesario contar una y otra vez lo que ocurrió, no sólo para seguir reclamando el esclarecimiento de un crimen que continúa impune, sino para no olvidar ni a los que se fueron dejando el hueco de su ausencia, ni a los que quedaron cargando con el dolor. De eso se ocupa de forma inusual el documental Ikigai, la sonrisa de Gardel, del director Ricky Piterbarg, que a pesar de comenzar con una serie de textos que recuerdan lo ocurrido el 18 de julio de 1994, sin embargo cuenta la historia de Mirta Regina Satz, una profesora de arte aficionada al tango, quien se propone realizar en el frente de su casa en Parque Patricios un mural dedicado a la sonrisa del Morocho del Abasto.
Piterbarg fue convocado por Mirta para registrar el proceso de construcción del mural y así se termina enterando de que ella es una de las sobrevivientes de aquella tragedia. De esa misma manera el tema fue incorporado a la película. “Me resultó difícil trabajar con lo que le pasaba a Mirta y su memoria”, dice el director. “Tan así que yo me enteré de que era sobreviviente de AMIA unos meses después de que comenzamos con la grabación del proceso de construcción del Mural. Fue a partir de ese momento comenzamos a hacer la película”, agrega. Ikigai comienza con el registro de ese proceso en el que Mirta y los participantes de su taller, que en su mayoría son vecinos del barrio, trabajan en diferentes versiones del retrato de Gardel realizadas con la técnica del mosaico, para integrarlos en un gran mural que ocupará toda la fachada de la casa. ¿Pero por qué Gardel, por qué su sonrisa? ¿Qué es lo que Mirta encuentra en ese gesto convertido en símbolo? Y más aún, ¿cuál es el vínculo entre ese mural y el atentado de la AMIA? Cuando Ikigai pase sus primeros dos tercios de relato aparecerán algunas respuestas.
Reunidos en torno a la mesa de un bar, un grupo de sobrevivientes de la AMIA comparten recuerdos de aquel día. Algunas de las memorias que van apareciendo lo hacen de esa forma difusa y fragmentada por la corrosión del tiempo, que les da un aire de cosa soñada. De pesadilla. “Hay algo que les sucede a los sobrevivientes de cualquier tragedia, que primero necesitan negar esa memoria para poder seguir”, afirma Piterbarg. “Con Mirta fuimos abriendo hendijas por donde esa memoria pudiera aparecer. El sobreviviente necesita ir para adelante, Mirta logra eso eligiendo qué recordar, como cuando elige cada pedacito de azulejo”, completa. El director cree que “lo difícil fue brindarle la confianza para que la memoria apareciera lo más franca posible”.
Para Piterbarg uno de los elementos que más influye sobre la forma que va adoptando la memoria a través del tiempo es la culpa. Y tal vez el fervor puesto en ese trabajo sobre la figura de Gardel que Mirta convierte en una actividad comunitaria tenga el doble valor de aligerar la culpa e intentar cerrar las heridas que el horror le provocó aquella mañana de invierno hace casi medio siglo. “Creo que ella es consciente de que ese trabajo con los otros, ese empoderamiento espiritual a través del arte que surge del compartir, del crear, le hace más liviana la mochila de la culpa”, especula el director.
Como la palabra japonesa Ikigai que le da título a la película y significa “volver a vivir”, la figura de Gardel y su sonrisa representan la esencia multicultural de la identidad argentina. Piterbarg cree que “una de las pocas cosas de las que los argentinos podemos enorgullecernos” es de esa identidad multiétnica. “Mirta y yo estamos hermanados por ser judíos, por ser inclusivos y por sentir ese abrazo múltiple”, afirma. “Pero somos muchos más y bien diversos los que apostamos a la apertura, la inclusión. El título de la película da por hecho algo que me inquieta: definir nuestra identidad como sociedad”, sostiene el director. Y concluye: “A este país lo reconstruimos todos o nos van a seguir tirando bombas”.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
Piterbarg fue convocado por Mirta para registrar el proceso de construcción del mural y así se termina enterando de que ella es una de las sobrevivientes de aquella tragedia. De esa misma manera el tema fue incorporado a la película. “Me resultó difícil trabajar con lo que le pasaba a Mirta y su memoria”, dice el director. “Tan así que yo me enteré de que era sobreviviente de AMIA unos meses después de que comenzamos con la grabación del proceso de construcción del Mural. Fue a partir de ese momento comenzamos a hacer la película”, agrega. Ikigai comienza con el registro de ese proceso en el que Mirta y los participantes de su taller, que en su mayoría son vecinos del barrio, trabajan en diferentes versiones del retrato de Gardel realizadas con la técnica del mosaico, para integrarlos en un gran mural que ocupará toda la fachada de la casa. ¿Pero por qué Gardel, por qué su sonrisa? ¿Qué es lo que Mirta encuentra en ese gesto convertido en símbolo? Y más aún, ¿cuál es el vínculo entre ese mural y el atentado de la AMIA? Cuando Ikigai pase sus primeros dos tercios de relato aparecerán algunas respuestas.
Reunidos en torno a la mesa de un bar, un grupo de sobrevivientes de la AMIA comparten recuerdos de aquel día. Algunas de las memorias que van apareciendo lo hacen de esa forma difusa y fragmentada por la corrosión del tiempo, que les da un aire de cosa soñada. De pesadilla. “Hay algo que les sucede a los sobrevivientes de cualquier tragedia, que primero necesitan negar esa memoria para poder seguir”, afirma Piterbarg. “Con Mirta fuimos abriendo hendijas por donde esa memoria pudiera aparecer. El sobreviviente necesita ir para adelante, Mirta logra eso eligiendo qué recordar, como cuando elige cada pedacito de azulejo”, completa. El director cree que “lo difícil fue brindarle la confianza para que la memoria apareciera lo más franca posible”.
Para Piterbarg uno de los elementos que más influye sobre la forma que va adoptando la memoria a través del tiempo es la culpa. Y tal vez el fervor puesto en ese trabajo sobre la figura de Gardel que Mirta convierte en una actividad comunitaria tenga el doble valor de aligerar la culpa e intentar cerrar las heridas que el horror le provocó aquella mañana de invierno hace casi medio siglo. “Creo que ella es consciente de que ese trabajo con los otros, ese empoderamiento espiritual a través del arte que surge del compartir, del crear, le hace más liviana la mochila de la culpa”, especula el director.
Como la palabra japonesa Ikigai que le da título a la película y significa “volver a vivir”, la figura de Gardel y su sonrisa representan la esencia multicultural de la identidad argentina. Piterbarg cree que “una de las pocas cosas de las que los argentinos podemos enorgullecernos” es de esa identidad multiétnica. “Mirta y yo estamos hermanados por ser judíos, por ser inclusivos y por sentir ese abrazo múltiple”, afirma. “Pero somos muchos más y bien diversos los que apostamos a la apertura, la inclusión. El título de la película da por hecho algo que me inquieta: definir nuestra identidad como sociedad”, sostiene el director. Y concluye: “A este país lo reconstruimos todos o nos van a seguir tirando bombas”.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
viernes, 20 de julio de 2018
LIBROS - "Una novela criminal", de Jorge Volpi: "Ahora las mentiras se vuelven obvias y a nadie le importa"
De paso por Buenos Aires para presentar su nuevo libro, Una novela criminal, el escritor mexicano Jorge Volpi comenta que Operación Masacre de Rodolfo Walsh le parece un texto extraordinario, pero que por desgracia es inconseguible en su país. Lo sabe bien, porque no hace mucho realizó un taller sobre escritura de no ficción y no pudo integrar dicha novela a la lista de lecturas sugeridas porque, increíblemente, los editores mexicanos parecen desconocer su existencia. Los lazos entre ese libro de Walsh y su nuevo trabajo no son pocos: en sus más de 500 páginas Volpi reconstruye con precisión detectivesca el complejo caso Cassez-Vallarta que conmueve y divide a la opinión pública mexicana desde su inicio, el 9 de diciembre de 2005.
Israel Vallarta y quien por entonces era su pareja, la francesa Florence Cassez, fueron detenidos en la madrugada de aquel día por un escuadrón antisecuestros en el domicilio del primero, en un operativo de proporciones cinematográficas que fue transmitido en directo por dos canales de noticias. En ese mismo acto las fuerzas liberaron a tres víctimas de secuestros extorsivos, un hombre, una mujer y su hijo de 8 años, quienes supuestamente se encontraban cautivos en la propiedad de Vallarta. Sin embargo las irregularidades comenzaron a enturbiar el procedimiento casi desde foja cero. Poco después se supo que aquella espectacular detención fue en realidad un montaje urdido por los más altos funcionarios y las fuerzas públicas, en connivencia con los medios de comunicación, y que la confesión de Vallarta fue obtenida bajo tortura. Sin embargo, 13 años después Vallarta sigue preso y Cassez fue liberada luego de que su caso se convirtiera en el eje del conflicto diplomático más grave en la historia de las relaciones entre México y Francia.
Una novela criminal le valió a Volpi el Premio Alfaguara de Novela 2018. Es sus páginas recorre cada vericueto de un caso laberíntico, apartándose deliberadamente de las formas literarias tradicionales, para adoptar el estilo de la crónica periodística, los documentos legales, los expedientes jurídicos o las declaraciones testimoniales. El resultado es una novedosa pieza de no ficción (el autor prefiere llamarla novela sin ficción o novela documental) que consigue ser tan atrapante como la mejor novela de intrigas. “Lo que a mí me parece peor no es tanto que se falsee la realidad, porque eso se ha hecho antes en muchas ocasiones”, dice Volpi. “Ahora se trata de que las mentiras se revelan, se vuelven obvias, y a nadie le importa. Es decir que la revelación de la mentira no tiene ningún efecto”, concluye.
-Pero qué le parece más grave: ¿que la verdad deje de existir o que deje de importarnos?
-Que la verdad deje de existir quizás es el paso previo. Pero en el siglo XXI con el concepto de posverdad llegamos más allá: ya no es tanto pensar que existen varias verdades, sino la idea de que confrontados directamente a la falsedad de la mentira no nos importa siquiera la verdad.
-En la novela usted hace referencia a Truman Capote y a A sangre fría, aunque hay mucha diferencia entre la abierta intención literaria de aquel, y su voluntad de acercarse al estilo de legajos y documentos judiciales. Pero esa forma de narrar tratando de pegarse a los hechos, a la acción, también lo acerca de algún modo a lo cinematográfico. ¿Cómo trabajó ese aspecto?
-El proceso de escritura empezó con la lectura del expediente. Como no soy periodista mi método fue distinto. No es que hice la investigación y luego escribí el libro, sino que conforme iba investigando de inmediato lo iba integrando al archivo del libro. Entonces, a diferencia de casi todo lo que he escrito, este libro se escribió como un rompecabezas, por pedazos, y luego se fue llenando. ¿Con qué? Con la información del expediente, con las entrevistas que hice, con todo lo que revisé del material previo –libros, investigaciones anteriores, el material audiovisual— y todo se iba integrando. Hasta que con todo eso tuve una primera versión del libro de 800, páginas escrita en tercera persona, porque en ese momento quería acercarme más a Capote. Pero al mismo tiempo tratando de dejarle al lector la impresión de que estaba solo frente a los documentos. Le entregué esa versión a mis mejores amigos, los lectores en quienes confío, y todos coincidieron en que era ilegible, imposible, aburrida. Entonces lo rescribí por completo, cambiando de perspectiva.
-¿En ese momento es donde aparece esa aproximación al policial negro, en donde el propio investigador va narrando la pesquisa?
-Exacto, ahí introduzco la primera persona. Una primera persona discreta, porque no habla de sí misma sino que va sirviendo de guía a través de la historia y eso también demandó un ritmo de narración distinto. Me permitió nuevos recursos, más literarios o, como dices tú, más cinematográficos, que estrictamente jurídicos. Me permití incluso algunos juegos temporales. Con todo eso el libro se redujo 300 páginas.
-Desde el momento en que el libro puede ser visto como un informe o una crónica también puede ponerse en duda su carácter de novela. ¿Qué es lo que lo convierte en una?
-Desde el principio he discutido esto con mis amigos y hasta el día de hoy algunos de ellos sostienen que no es una novela sino una crónica periodística extensa. Me parece posible que se trate de periodismo narrativo, porque los límites siempre son imprecisos y arbitrarios. Yo no lo veo como periodismo esencialmente porque no soy periodista, nunca me he formado como tal y este libro lo he escrito igual que a mis demás novelas. Simplemente que aquí todos los hechos están basados en alguna fuente, pero para mí la construcción del libro es novelística y por eso la llamo novela sin ficción o novela documental, y no la llamo crónica.
-¿Piensa que los premios Nobel a Bob Dylan (un cantante) o a Svetlana Alexievich (una periodista) han ayudado a ganar para la literatura territorios que hasta hace poco se percibían como ajenos?
-Creo que tiene que ver un poco. O el premio Cervantes a Elena Poniatowska, que es en esencia una periodista. Sí, los límites están ensanchados, pero creo que siempre lo han estado. Tal vez no en el siglo XIX, donde los géneros se hacen canónicos y entonces los límites se vuelven precisos, pero antes no lo eran y a partir del siglo XX tampoco. Las vanguardias siempre quisieron romper los límites genéricos. Pero nosotros seguimos formados por esta especie de taxonomía decimonónica para decir “esto es un cuento, esto es una novela corta y estos es un ensayo”, cuando en realidad la mezcla literaria siempre ha estado ahí y simplemente estamos terminando por aceptar que el afán clasificatorio del siglo XIX fue sólo un paréntesis.
-Imagino que Una novela criminal lo habrá llevado a cuestionarse muchas cosas respecto de cómo abordar la verdad. ¿A qué conflictos personales se enfrentó?
-Algo que es clave en este libro frente a otros de no ficción, como el de Capote, es que él tenía una ventaja frente a la verdad: confiaba en el sistema de justicia de su país y estaba convencido de que los sujetos sobre los que escribía eran culpables. En libros como ese no hay ninguna discusión respecto de la verdad, porque la verdad queda asumida desde el principio por la confianza en el sistema. A mí me pasó todo lo contrario y por eso el libro es tan distinto. Por supuesto que hubiese querido acercarme más a la verdad, pero entre todos los personajes hacen que se vuelva imposible conocerla. En particular los acusados, lo cual es normal, pero también quienes debieron buscar la verdad –policías, ministerios públicos e incluso los jueces— hicieron lo imposible por destruirla, para que hubiese una verdad a priori que es la de la culpabilidad de los protagonistas.
-También hay una preocupación por indagar acerca de los límites de la ética en el rol del Estado, de los medios, de la Iglesia. De la ética personal incluso.
-Y de la ética de la escritura.
-¿Y cuáles son los límites éticos para un escritor?
-En cualquier texto literario, un soneto por ejemplo, es el autor quien impone los límites. Pero en un libro así las reglas no sólo son estéticas sino también éticas. Una regla fue tratar de incluir las distintas versiones que pudiera haber sobre algunos puntos de la historia. Pero cuando una de ellas me parecía claramente más, no diré verdadera pero sí verosímil, siempre opté por dejarla. Ese es un movimiento ético de la escritura que refleja el punto de vista del narrador y a la vez un recurso novelístico. En general cuando uno toma la decisión de dejar o quitar algo del texto está tomando una decisión estética que se termina volviendo ética. Porque vas contando inevitablemente una versión que por más que intente parecer objetiva, no lo es. Y ahí es donde el texto pierde la inocencia.
-Es decir que ahí, cuando se aparta de la pretensión de ser objetivo, es donde el libro se aleja de lo periodístico y se convierte en novela.
-Exacto. Ahí es donde se encuentra el elemento literario: en la forma.
Entrevista publicada originalmente en la revista Quid.
Israel Vallarta y quien por entonces era su pareja, la francesa Florence Cassez, fueron detenidos en la madrugada de aquel día por un escuadrón antisecuestros en el domicilio del primero, en un operativo de proporciones cinematográficas que fue transmitido en directo por dos canales de noticias. En ese mismo acto las fuerzas liberaron a tres víctimas de secuestros extorsivos, un hombre, una mujer y su hijo de 8 años, quienes supuestamente se encontraban cautivos en la propiedad de Vallarta. Sin embargo las irregularidades comenzaron a enturbiar el procedimiento casi desde foja cero. Poco después se supo que aquella espectacular detención fue en realidad un montaje urdido por los más altos funcionarios y las fuerzas públicas, en connivencia con los medios de comunicación, y que la confesión de Vallarta fue obtenida bajo tortura. Sin embargo, 13 años después Vallarta sigue preso y Cassez fue liberada luego de que su caso se convirtiera en el eje del conflicto diplomático más grave en la historia de las relaciones entre México y Francia.
Una novela criminal le valió a Volpi el Premio Alfaguara de Novela 2018. Es sus páginas recorre cada vericueto de un caso laberíntico, apartándose deliberadamente de las formas literarias tradicionales, para adoptar el estilo de la crónica periodística, los documentos legales, los expedientes jurídicos o las declaraciones testimoniales. El resultado es una novedosa pieza de no ficción (el autor prefiere llamarla novela sin ficción o novela documental) que consigue ser tan atrapante como la mejor novela de intrigas. “Lo que a mí me parece peor no es tanto que se falsee la realidad, porque eso se ha hecho antes en muchas ocasiones”, dice Volpi. “Ahora se trata de que las mentiras se revelan, se vuelven obvias, y a nadie le importa. Es decir que la revelación de la mentira no tiene ningún efecto”, concluye.
-Pero qué le parece más grave: ¿que la verdad deje de existir o que deje de importarnos?
-Que la verdad deje de existir quizás es el paso previo. Pero en el siglo XXI con el concepto de posverdad llegamos más allá: ya no es tanto pensar que existen varias verdades, sino la idea de que confrontados directamente a la falsedad de la mentira no nos importa siquiera la verdad.
-En la novela usted hace referencia a Truman Capote y a A sangre fría, aunque hay mucha diferencia entre la abierta intención literaria de aquel, y su voluntad de acercarse al estilo de legajos y documentos judiciales. Pero esa forma de narrar tratando de pegarse a los hechos, a la acción, también lo acerca de algún modo a lo cinematográfico. ¿Cómo trabajó ese aspecto?
-El proceso de escritura empezó con la lectura del expediente. Como no soy periodista mi método fue distinto. No es que hice la investigación y luego escribí el libro, sino que conforme iba investigando de inmediato lo iba integrando al archivo del libro. Entonces, a diferencia de casi todo lo que he escrito, este libro se escribió como un rompecabezas, por pedazos, y luego se fue llenando. ¿Con qué? Con la información del expediente, con las entrevistas que hice, con todo lo que revisé del material previo –libros, investigaciones anteriores, el material audiovisual— y todo se iba integrando. Hasta que con todo eso tuve una primera versión del libro de 800, páginas escrita en tercera persona, porque en ese momento quería acercarme más a Capote. Pero al mismo tiempo tratando de dejarle al lector la impresión de que estaba solo frente a los documentos. Le entregué esa versión a mis mejores amigos, los lectores en quienes confío, y todos coincidieron en que era ilegible, imposible, aburrida. Entonces lo rescribí por completo, cambiando de perspectiva.
-¿En ese momento es donde aparece esa aproximación al policial negro, en donde el propio investigador va narrando la pesquisa?
-Exacto, ahí introduzco la primera persona. Una primera persona discreta, porque no habla de sí misma sino que va sirviendo de guía a través de la historia y eso también demandó un ritmo de narración distinto. Me permitió nuevos recursos, más literarios o, como dices tú, más cinematográficos, que estrictamente jurídicos. Me permití incluso algunos juegos temporales. Con todo eso el libro se redujo 300 páginas.
-Desde el momento en que el libro puede ser visto como un informe o una crónica también puede ponerse en duda su carácter de novela. ¿Qué es lo que lo convierte en una?
-Desde el principio he discutido esto con mis amigos y hasta el día de hoy algunos de ellos sostienen que no es una novela sino una crónica periodística extensa. Me parece posible que se trate de periodismo narrativo, porque los límites siempre son imprecisos y arbitrarios. Yo no lo veo como periodismo esencialmente porque no soy periodista, nunca me he formado como tal y este libro lo he escrito igual que a mis demás novelas. Simplemente que aquí todos los hechos están basados en alguna fuente, pero para mí la construcción del libro es novelística y por eso la llamo novela sin ficción o novela documental, y no la llamo crónica.
-¿Piensa que los premios Nobel a Bob Dylan (un cantante) o a Svetlana Alexievich (una periodista) han ayudado a ganar para la literatura territorios que hasta hace poco se percibían como ajenos?
-Creo que tiene que ver un poco. O el premio Cervantes a Elena Poniatowska, que es en esencia una periodista. Sí, los límites están ensanchados, pero creo que siempre lo han estado. Tal vez no en el siglo XIX, donde los géneros se hacen canónicos y entonces los límites se vuelven precisos, pero antes no lo eran y a partir del siglo XX tampoco. Las vanguardias siempre quisieron romper los límites genéricos. Pero nosotros seguimos formados por esta especie de taxonomía decimonónica para decir “esto es un cuento, esto es una novela corta y estos es un ensayo”, cuando en realidad la mezcla literaria siempre ha estado ahí y simplemente estamos terminando por aceptar que el afán clasificatorio del siglo XIX fue sólo un paréntesis.
-Imagino que Una novela criminal lo habrá llevado a cuestionarse muchas cosas respecto de cómo abordar la verdad. ¿A qué conflictos personales se enfrentó?
-Algo que es clave en este libro frente a otros de no ficción, como el de Capote, es que él tenía una ventaja frente a la verdad: confiaba en el sistema de justicia de su país y estaba convencido de que los sujetos sobre los que escribía eran culpables. En libros como ese no hay ninguna discusión respecto de la verdad, porque la verdad queda asumida desde el principio por la confianza en el sistema. A mí me pasó todo lo contrario y por eso el libro es tan distinto. Por supuesto que hubiese querido acercarme más a la verdad, pero entre todos los personajes hacen que se vuelva imposible conocerla. En particular los acusados, lo cual es normal, pero también quienes debieron buscar la verdad –policías, ministerios públicos e incluso los jueces— hicieron lo imposible por destruirla, para que hubiese una verdad a priori que es la de la culpabilidad de los protagonistas.
-También hay una preocupación por indagar acerca de los límites de la ética en el rol del Estado, de los medios, de la Iglesia. De la ética personal incluso.
-Y de la ética de la escritura.
-¿Y cuáles son los límites éticos para un escritor?
-En cualquier texto literario, un soneto por ejemplo, es el autor quien impone los límites. Pero en un libro así las reglas no sólo son estéticas sino también éticas. Una regla fue tratar de incluir las distintas versiones que pudiera haber sobre algunos puntos de la historia. Pero cuando una de ellas me parecía claramente más, no diré verdadera pero sí verosímil, siempre opté por dejarla. Ese es un movimiento ético de la escritura que refleja el punto de vista del narrador y a la vez un recurso novelístico. En general cuando uno toma la decisión de dejar o quitar algo del texto está tomando una decisión estética que se termina volviendo ética. Porque vas contando inevitablemente una versión que por más que intente parecer objetiva, no lo es. Y ahí es donde el texto pierde la inocencia.
-Es decir que ahí, cuando se aparta de la pretensión de ser objetivo, es donde el libro se aleja de lo periodístico y se convierte en novela.
-Exacto. Ahí es donde se encuentra el elemento literario: en la forma.
Entrevista publicada originalmente en la revista Quid.
CINE - "Ikigai, la sonrisa de Gardel", de Ricky Piterbarg: Curar las heridas
A 24 años exactos de la voladura del edificio de la Mutual Judía AMIA se estrena el documental Ikigai, la sonrisa de Gardel, en la que el director Ricki Piterbarg aborda el tema desde el más particular de los puntos de vista: el de una de sus víctimas. Pero aunque la cuestión se encuentra en el centro mismo de su película, esta no se ocupa exclusiva ni directamente de la tragedia ocurrida durante esa mañana de Julio de 1994. En cambio prefiere recorrer el camino de transformación que la protagonista elegida, Mirta Regina Satz, debió atravesar a partir de que el destino la convirtiera en una de las protagonistas involuntarias de aquellos hechos. Piterbarg elige contar una historia de reparación sin eludir lo evidente: que toda reconstrucción es hija de la destrucción. Dicho de otro modo, prefiere concentrarse en las cicatrices que hacer foco en la herida, aunque no olvida recordar que esta continúa abierta, un cuarto de siglo después de producida.
Esta forma indirecta es la que ordena a Ikigai, sobre todo en sus dos tercios iniciales. Tanto que, si no fuera por los dos textos que al comienzo sintetizan los acontecimientos ocurridos 24 años atrás, resultaría imposible ligarlos a la historia de Mirta. Ella es una profesora de arte y aficionada al tango, que en su casa-taller de Parque Patricios organiza junto a un grupo de alumnos un proyecto para realizar un mural de mosaicos en el frente de su casa, dedicado a la figura de Carlos Gardel. Y es que para Mirta en la icónica sonrisa del cantante se encuentra uno de los símbolos más poderosos no solo de la identidad cultural porteña, sino de toda la Argentina. Hija de inmigrantes judío-ucranianos y empleada de la AMIA durante el atentado, Mirta se aferra a la sonrisa gardeliana y convierte a su proyecto en un canal para drenar el horror produciendo belleza.
Piterbarg se toma su tiempo para contar el recorrido de Mirta. Su vínculo con Rufino, un albañil al que conoce en una milonga y que se convertirá en parte fundamental del relato; la relación con su padre y su hija; y por fin, su sentido de pertenencia a una historia y una tradición como la judía. Pero cuando parece que se reducirá a contar lo anecdótico de una vida que no es más ni menos interesante que cualquier otra, el documental introduce el trauma del atentado y pone en evidencia el rol movilizador que jugó en la biografía de la protagonista. La escena en que en una mesa de café Mirta y un grupo de sobrevivientes cuentan algunos detalles de antes, durante o después de que sus vidas cambiaran para siempre, tiene en la película una consecuencia idéntica a la que aquel hecho atroz produjo en ellos. A partir de ahí la historia de Mirta deja de ser una más para convertirse en única y en ese cambio se concentra la potencia del relato.
Ese salto revela además un movimiento que pudo haber sido pasado por alto: el verdadero rol que la sonrisa de Gardel juega en este relato. Suele verse a la comunidad judía como un cuerpo extenso en el que prima el sentido de pertenencia a una tradición que trasciende las nacionalidades. En ese aferrarse al gesto del Morocho del Abasto, Mirta demuestra que eso es cierto a medias (o que directamente no lo es), y que lo judío es también una parte más del omnipresente crisol que le da forma a la identidad argentina. Y si la sonrisa de Gardel es una bandera que reúne a todos, entonces el atentado de la AMIA no puede ser reducido a la categoría de tragedia judía, sino que es un dolor que atraviesa a cada argentino de Jujuy a Tierra del Fuego.
“Tardé mucho en encontrar la manera de expresar esa herida”, dice Mirta. Su trabajo con los mosaicos resulta emblemático, en tanto se basa en la destrucción de un orden previo para dar lugar a una forma nueva y superadora. Eso es lo que representan los azulejos que deben ser partidos en pedazos para convertirse en las decenas de esfinges gardelianas que componen el mural de la calle Inclán al 3000, que fue declarado de interés cultural por el gobierno de la ciudad. Todos esos detalles son ordenados por Piterbarg, cuyo trabajo revela un verdadero compromiso con la historia que decidió contar en Ikigai. Es cierto que a partir de esa pasión el director se anima a tomar ciertos riesgos de puesta en escena que quizás puedan ser vistos como excesos románticos. Tan cierto como que el riesgo es un desafío que no todos los cineastas aceptan y ese valor también merece reconocerse.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Esta forma indirecta es la que ordena a Ikigai, sobre todo en sus dos tercios iniciales. Tanto que, si no fuera por los dos textos que al comienzo sintetizan los acontecimientos ocurridos 24 años atrás, resultaría imposible ligarlos a la historia de Mirta. Ella es una profesora de arte y aficionada al tango, que en su casa-taller de Parque Patricios organiza junto a un grupo de alumnos un proyecto para realizar un mural de mosaicos en el frente de su casa, dedicado a la figura de Carlos Gardel. Y es que para Mirta en la icónica sonrisa del cantante se encuentra uno de los símbolos más poderosos no solo de la identidad cultural porteña, sino de toda la Argentina. Hija de inmigrantes judío-ucranianos y empleada de la AMIA durante el atentado, Mirta se aferra a la sonrisa gardeliana y convierte a su proyecto en un canal para drenar el horror produciendo belleza.
Piterbarg se toma su tiempo para contar el recorrido de Mirta. Su vínculo con Rufino, un albañil al que conoce en una milonga y que se convertirá en parte fundamental del relato; la relación con su padre y su hija; y por fin, su sentido de pertenencia a una historia y una tradición como la judía. Pero cuando parece que se reducirá a contar lo anecdótico de una vida que no es más ni menos interesante que cualquier otra, el documental introduce el trauma del atentado y pone en evidencia el rol movilizador que jugó en la biografía de la protagonista. La escena en que en una mesa de café Mirta y un grupo de sobrevivientes cuentan algunos detalles de antes, durante o después de que sus vidas cambiaran para siempre, tiene en la película una consecuencia idéntica a la que aquel hecho atroz produjo en ellos. A partir de ahí la historia de Mirta deja de ser una más para convertirse en única y en ese cambio se concentra la potencia del relato.
Ese salto revela además un movimiento que pudo haber sido pasado por alto: el verdadero rol que la sonrisa de Gardel juega en este relato. Suele verse a la comunidad judía como un cuerpo extenso en el que prima el sentido de pertenencia a una tradición que trasciende las nacionalidades. En ese aferrarse al gesto del Morocho del Abasto, Mirta demuestra que eso es cierto a medias (o que directamente no lo es), y que lo judío es también una parte más del omnipresente crisol que le da forma a la identidad argentina. Y si la sonrisa de Gardel es una bandera que reúne a todos, entonces el atentado de la AMIA no puede ser reducido a la categoría de tragedia judía, sino que es un dolor que atraviesa a cada argentino de Jujuy a Tierra del Fuego.
“Tardé mucho en encontrar la manera de expresar esa herida”, dice Mirta. Su trabajo con los mosaicos resulta emblemático, en tanto se basa en la destrucción de un orden previo para dar lugar a una forma nueva y superadora. Eso es lo que representan los azulejos que deben ser partidos en pedazos para convertirse en las decenas de esfinges gardelianas que componen el mural de la calle Inclán al 3000, que fue declarado de interés cultural por el gobierno de la ciudad. Todos esos detalles son ordenados por Piterbarg, cuyo trabajo revela un verdadero compromiso con la historia que decidió contar en Ikigai. Es cierto que a partir de esa pasión el director se anima a tomar ciertos riesgos de puesta en escena que quizás puedan ser vistos como excesos románticos. Tan cierto como que el riesgo es un desafío que no todos los cineastas aceptan y ese valor también merece reconocerse.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 19 de julio de 2018
CINE - "Secretos ocultos" (Marrowbone), de Sergio E. Sánchez: Vueltas de tuerca con rosca falseada
Freudiana, y mucho, Secretos ocultos es la ópera prima del hasta ahora guionista asturiano Sergio Sánchez, cuyo currículum en esa área incluye dos grandes éxitos como El orfanato (2007) y Lo imposible (2012), que sirvieron para proyectar internacionalmente a su compatriota Juan Antonio Bayona, director de la última entrega de la saga Jurassic World. Autor de media docena de guiones que suelen trabajar sobre el suspenso y las historias de miedo, Sánchez se mueve en su debut sobre terreno conocido. En este caso cuenta la historia de los cuatro hermanos Marrowbone, que sobre el final de la década de 1960 llegan a los Estados Unidos junto a su madre enferma provenientes de Inglaterra, para escapar de un padre violento. A qué abusos fue sometida esta familia es uno de los misterios que la película irá develando.
Portando cada uno su propio trauma, los Marrowbone pronto pierden a su madre, a la que le prometen mantenerse juntos y escondidos hasta que en unos meses Jack, el mayor, cumpla 21 años y pueda asumir la tutela legal de los tres menores, Billie, Jane y Sam. Pero pronto comenzarán a sentir una presencia en la casa que se manifiesta a través de lúgubres manchas de humedad o de un enorme espejo roto que, colgado sobre la escalera, domina todos los espacios de la casa que ahora habitan solos. Sánchez urde una trama con los temores de cada protagonista, hasta convertirlos en máscaras de un miedo mayor vinculado a la ausencia del padre, que acecha fuera de campo. La espera se vuelve múltiple en el encierro, alimentando la tensión entre las amenazas interiores (el “fantasma” con el que deben convivir) y las exteriores, como el regreso latente del padre o la presencia de un joven abogado que acosa a los jóvenes con una hipoteca que pesa sobre su hogar.
Jorge Luis Borges escribió alguna vez (y siempre es oportuno citarlo) que los espejos y la cópula son siniestros porque multiplican a los hombres. Algo de eso habita en el temor que los protagonistas sienten por sus propios reflejos, que los obliga a cubrir o esconder todos los espejos de la casa. Lo mismo ocurre con el cuarto de la madre, que desde su muerte permanece cerrado para evitar que el pequeño Sam entre en él, o con la culpa que arrastra Jack, sobrecargado en el rol de hermano mayor. Como se dijo, todos los caminos en el guion de Secretos ocultos conducen al padre del psicoanálisis; a veces de forma ingeniosa y otras de un modo que sin llegar a ser grosero no deja de ser obvio. Y si la frase de Borges señala a la multiplicación como un vehículo de degradación, entonces es oportuno aplicar ese concepto a las profusas vueltas de tuerca de un guion que de tanto girarla termina falseando la rosca. Tratando de evitar los lugares comunes de las películas de fantasmas, que por otra parte el guión no se priva de sugerir, Sánchez va siempre un paso más allá, haciendo que cada nuevo giro, en lugar de sumarle peso dramático a la historia, la vayan aligerando hasta volverla casi inocua. Una lástima para una película que desde lo estético prometía más.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Portando cada uno su propio trauma, los Marrowbone pronto pierden a su madre, a la que le prometen mantenerse juntos y escondidos hasta que en unos meses Jack, el mayor, cumpla 21 años y pueda asumir la tutela legal de los tres menores, Billie, Jane y Sam. Pero pronto comenzarán a sentir una presencia en la casa que se manifiesta a través de lúgubres manchas de humedad o de un enorme espejo roto que, colgado sobre la escalera, domina todos los espacios de la casa que ahora habitan solos. Sánchez urde una trama con los temores de cada protagonista, hasta convertirlos en máscaras de un miedo mayor vinculado a la ausencia del padre, que acecha fuera de campo. La espera se vuelve múltiple en el encierro, alimentando la tensión entre las amenazas interiores (el “fantasma” con el que deben convivir) y las exteriores, como el regreso latente del padre o la presencia de un joven abogado que acosa a los jóvenes con una hipoteca que pesa sobre su hogar.
Jorge Luis Borges escribió alguna vez (y siempre es oportuno citarlo) que los espejos y la cópula son siniestros porque multiplican a los hombres. Algo de eso habita en el temor que los protagonistas sienten por sus propios reflejos, que los obliga a cubrir o esconder todos los espejos de la casa. Lo mismo ocurre con el cuarto de la madre, que desde su muerte permanece cerrado para evitar que el pequeño Sam entre en él, o con la culpa que arrastra Jack, sobrecargado en el rol de hermano mayor. Como se dijo, todos los caminos en el guion de Secretos ocultos conducen al padre del psicoanálisis; a veces de forma ingeniosa y otras de un modo que sin llegar a ser grosero no deja de ser obvio. Y si la frase de Borges señala a la multiplicación como un vehículo de degradación, entonces es oportuno aplicar ese concepto a las profusas vueltas de tuerca de un guion que de tanto girarla termina falseando la rosca. Tratando de evitar los lugares comunes de las películas de fantasmas, que por otra parte el guión no se priva de sugerir, Sánchez va siempre un paso más allá, haciendo que cada nuevo giro, en lugar de sumarle peso dramático a la historia, la vayan aligerando hasta volverla casi inocua. Una lástima para una película que desde lo estético prometía más.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
domingo, 15 de julio de 2018
LIBROS y CINE - Gustavo Fontán, Edgardo Castro y Andrés Duprat: Cine para leer
Hay algo en el vínculo entre la palabra y la imagen que, a la hora de hablar de cine, resulta similar al caso del huevo y la gallina: es difícil determinar cuál de ellas llega primero a la cabeza del cineasta. Un poco más acá de ese dilema esencial hay una certeza: antes de ser imagen en movimiento el cine primero debe ser palabra escrita. De modo tal que si el guión es pensado como el estado embrionario del cine, entonces la película proyectada vendría a ser el individuo cinematográfico consumado. Este tropismo es más obvio en el caso de los libros adaptados, movimiento habitual que coloca a la literatura como una de las fuentes en las que el cine abreva con mayor frecuencia. Lo que no sucede tan a menudo es el recorrido inverso, ya que difícilmente una obra cinematográfica acabe convertida en texto. Esta nota se alimenta de excepciones a esta regla.
El lago helado (Editorial Papel Cosido), de Gustavo Fontán y Gloria Peirano; Como en la noche (Editorial Planeta), de Edgardo Castro; y El artista/ El hombre de al lado/ El ciudadano ilustre (Editorial Paidós), de Andrés Duprat, son tres libros recientes que tienen su origen en distintas películas. Libros que a partir de géneros diversos regresan sobre lo que primero fue contado por el cine. Es así que el libro de Duprat, director del Museo Nacional de Bellas Artes y guionista de las películas dirigidas por su hermano Gastón junto a Mariano Cohn, contiene los guiones de las tres películas más importantes de la dupla. En cambio el de Castro, actor fundamental del cine independiente argentino que debutó como director con el film La noche, recoge una serie de textos que dialogan con su película. Por su parte Fontán y Peirano abordan en el suyo una serie de películas dirigidas por el primero, conocidas bajo la denominación de La Trilogía del Lago Helado, a partir de textos que van del ensayo al diario y la ficción. Todos ellos consiguen ampliar la experiencia cinematográfica.
El libro de Duprat es, de los tres, aquel en el que el vínculo entre obra escrita y obra cinematográfica es más directo, en tanto se limita a reproducir los guiones que sirvieron de plataforma a tres películas de Cohn y Duprat. Se trata de los guiones de El artista (2008); El hombre de al lado (2009); y El ciudadano Ilustre (2016). Debe mencionarse acá un hecho curioso: este es el segundo libro que le debe su origen a El artista, ya que el escritor Alberto Laiseca, protagonista de la película junto al cantante Sergio Pángaro, había publicado una nouvelle basada en ella dos años después de su estreno. El libro ofrece una oportunidad infrecuente: el acceso a ese texto previo al que la intermediación del artista (el cineasta) convertirá en obra (la película), y de ese modo comprobar la naturaleza de su acción.
El caso de Castro es más complejo, en tanto los textos literario y cinematográfico se encuentran entrelazados, expandiéndose de forma mutua. Si La noche lo había revelado como un narrador cinematográfico sensible y crudo, los textos confirman a Castro como un observador lúcido del universo nocturno. Película y libro presentan una serie de viñetas autoreferenciales que registran la historia de un hombre dispuesto a recorrer el arco completo de los excesos nocturnos, sin más límites que el deseo. Lejos de hacer de la sordidez y la ausencia de eufemismos un destino, Castro los utiliza para encontrar delicados brotes de luz en los rincones más oscuros de la noche. Si bien libro y película puede ser vistas como un catálogo explícito de carnalidad gay, sin dudas es mejor hacerlo como los lamentos de un hombre que no encuentra lo que necesita, pero aún así lo busca con tenaz desesperación.
En las páginas de El Lago Helado Fontán y Peirano realizan una operación escheriana, en la que el cine se convierte en el libro que inspiró a la propia película. Como una cinta de Moebius, el breve volumen incluye cuatro textos que se van incluyendo a sí mismos como si se tratase de muñequitas rusas. Los dos primeros pertenecen a los críticos de cine Eduardo Russo y Roger Koza, y en ellos desmenuzan la obra de Fontán en general, y en especial las tres películas que componen La Trilogía del Lago Helado (Sol en un patio vacío, Lluvias y El estanque), en busca de su esencia. Al siguiente texto lo integran una serie de entradas de un diario personal en las que Fontán describe y da detalles del proceso de rodaje de las películas. La mitad de ellas están inspiradas en el Manual para sonámbulos de Peirano, que sirvió de inspiración para El estanque. El último de los textos del libro es, claro, el propio Manual para sonámbulos. Con él el libro vuelve a convertirse en película, cerrando un ciclo que va de la imagen a la palabra, de ida y de vuelta.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
El lago helado (Editorial Papel Cosido), de Gustavo Fontán y Gloria Peirano; Como en la noche (Editorial Planeta), de Edgardo Castro; y El artista/ El hombre de al lado/ El ciudadano ilustre (Editorial Paidós), de Andrés Duprat, son tres libros recientes que tienen su origen en distintas películas. Libros que a partir de géneros diversos regresan sobre lo que primero fue contado por el cine. Es así que el libro de Duprat, director del Museo Nacional de Bellas Artes y guionista de las películas dirigidas por su hermano Gastón junto a Mariano Cohn, contiene los guiones de las tres películas más importantes de la dupla. En cambio el de Castro, actor fundamental del cine independiente argentino que debutó como director con el film La noche, recoge una serie de textos que dialogan con su película. Por su parte Fontán y Peirano abordan en el suyo una serie de películas dirigidas por el primero, conocidas bajo la denominación de La Trilogía del Lago Helado, a partir de textos que van del ensayo al diario y la ficción. Todos ellos consiguen ampliar la experiencia cinematográfica.
El libro de Duprat es, de los tres, aquel en el que el vínculo entre obra escrita y obra cinematográfica es más directo, en tanto se limita a reproducir los guiones que sirvieron de plataforma a tres películas de Cohn y Duprat. Se trata de los guiones de El artista (2008); El hombre de al lado (2009); y El ciudadano Ilustre (2016). Debe mencionarse acá un hecho curioso: este es el segundo libro que le debe su origen a El artista, ya que el escritor Alberto Laiseca, protagonista de la película junto al cantante Sergio Pángaro, había publicado una nouvelle basada en ella dos años después de su estreno. El libro ofrece una oportunidad infrecuente: el acceso a ese texto previo al que la intermediación del artista (el cineasta) convertirá en obra (la película), y de ese modo comprobar la naturaleza de su acción.
El caso de Castro es más complejo, en tanto los textos literario y cinematográfico se encuentran entrelazados, expandiéndose de forma mutua. Si La noche lo había revelado como un narrador cinematográfico sensible y crudo, los textos confirman a Castro como un observador lúcido del universo nocturno. Película y libro presentan una serie de viñetas autoreferenciales que registran la historia de un hombre dispuesto a recorrer el arco completo de los excesos nocturnos, sin más límites que el deseo. Lejos de hacer de la sordidez y la ausencia de eufemismos un destino, Castro los utiliza para encontrar delicados brotes de luz en los rincones más oscuros de la noche. Si bien libro y película puede ser vistas como un catálogo explícito de carnalidad gay, sin dudas es mejor hacerlo como los lamentos de un hombre que no encuentra lo que necesita, pero aún así lo busca con tenaz desesperación.
En las páginas de El Lago Helado Fontán y Peirano realizan una operación escheriana, en la que el cine se convierte en el libro que inspiró a la propia película. Como una cinta de Moebius, el breve volumen incluye cuatro textos que se van incluyendo a sí mismos como si se tratase de muñequitas rusas. Los dos primeros pertenecen a los críticos de cine Eduardo Russo y Roger Koza, y en ellos desmenuzan la obra de Fontán en general, y en especial las tres películas que componen La Trilogía del Lago Helado (Sol en un patio vacío, Lluvias y El estanque), en busca de su esencia. Al siguiente texto lo integran una serie de entradas de un diario personal en las que Fontán describe y da detalles del proceso de rodaje de las películas. La mitad de ellas están inspiradas en el Manual para sonámbulos de Peirano, que sirvió de inspiración para El estanque. El último de los textos del libro es, claro, el propio Manual para sonámbulos. Con él el libro vuelve a convertirse en película, cerrando un ciclo que va de la imagen a la palabra, de ida y de vuelta.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
viernes, 13 de julio de 2018
CINE - "Rascacielos: Rescate en las alturas" (Skyscraper), de R. M. Thurber = [(Adrenalina + Carisma) / Duro de Matar] * The Rock
Un rascacielos convertido en infierno por obra de un psicópata terrorista europeo. Un oficial venido a menos, pero con un profundo sentido de la justicia y pelado como Javier Mascherano, se convierte en héroe para salvar a los miembros de su familia, que se encuentran entre los rehenes que los malos tienen secuestrados en los pisos superiores del edificio. Una película y un guión que aprovechan su locación para poner literalmente en escena la famosa “montaña rusa de emociones”. Si alguien cree que la sinopsis de Rascacielos: Rescate en las alturas, escrita y dirigida por Rawson Marshall Thurber, se parece demasiado a Duro de matar, tiene toda la razón. Es cierto que cuando estelarizó aquel clásico inoxidable de 1988, dirigido por John McTiernan, Bruce Willis todavía no estaba calvo como Dwayne Johnson, protagonista de Rascacielos. Tan real como que ambas películas encaran historias similares pero con intenciones muy distintas.
Johnson interpreta a Will Sawyer, un ex agente de elite que ahora, 10 años después de perder una pierna en el fallido rescate de una toma de rehenes doméstica, tiene su propia empresa de seguridad. Casado con la médica que entonces le salvó la vida (Neve Campbell, regresada del olvido) y con dos hijos, Sawyer maneja su propia pyme: una agencia de seguridad privada. Por recomendación de uno de los hombres que pertenecían a su escuadrón, Sawyer consigue su primer trabajo importante: supervisar los sistemas de seguridad del edificio más alto del mundo, construido en Hong Kong por un magnate chino. El cruce de pasado y presente hace que una culpa profunda conviva en el interior del protagonista con una urgente necesidad de redención, ingredientes de un cóctel que el guión se encargará de agitar.
El ataque de un grupo de aparentes terroristas hará que la mitad superior del edificio se incendie, con tanta mala suerte que ahí es donde se alojan la mujer y los hijos de Sawyer. Esa es la fórmula que la película encuentra para poner al protagonista en modo heroico, que a partir de ahí, como buen padre y esposo, hará todo lo posible para salvar a los suyos. Como esos ejércitos que avanzan con la consigna de no dejar a nadie vivo a su paso, una vez activado el dispositivo de la acción Rascacielos es una película que va para adelante sin preocuparse demasiado por lo que va dejando atrás. En ese sentido es muy distinta de la de McTiernan, cuyo guión es un mecanismo de precisión en el que los engranajes encajan sin asperezas. Acá en cambio el trauma del comienzo es apenas una doble excusa, que por un lado provee al héroe y a la historia misma de una razón de ser (una familia que rescatar) y por el otro le suma a Sawyer la dificultad extra de una pierna de titanio.
Si algo comparten Duro de matar y Rascacielos es la atmósfera de Torre de Babel llevada al extremo, que incluso se cumple en la profusión de idiomas. Si en la de McTiernan el malísimo Hans Gruber hablaba con un rígido acento alemán, en la de Thurber no solo ocurre lo mismo (aunque el acento es más bien nórdico), sino que la idea se ve potenciada por un escenario como Hong Kong, ciudad que es una auténtica Babel en sí misma. Claro que si algo falta en Rascacielos es justamente un villano de la estatura del mencionado Gruber, interpretado bestialmente por el gran Alan Rickman, cuya presencia representaba el verdadero peligro al que McClane debía enfrentarse. Por el contrario la némesis de Sawyer no son los hombres que tienen a su familia sino, y ya desde el título, el propio edificio. Será este el que le proponga una serie de desafíos que deberá ir superando si finalmente quiere salvar a los suyos. Sawyer es entonces una especie de Hércules afrontado los doce trabajos, o bien el Bruce Lee de El juego de la muerte (1978), que deberá ir subiendo niveles para enfrentar en cada uno un nuevo reto mortal.
Como buena parte de la filmografía de Johnson, Rascacielos presenta una serie de situaciones inverosímiles, algunas incluso deliberadamente cómicas, que el espectador acepta solo porque es él quien las protagoniza. Y se las acepta de buena gana, porque la película se impone como una grata experiencia física a pesar de su propio trazo grueso. Con esos elementos, a puro vértigo y carisma, Rascacielos dejará satisfechos a los que paguen la entrada buscando unas cuantas dosis de adrenalina bien temperadas.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Johnson interpreta a Will Sawyer, un ex agente de elite que ahora, 10 años después de perder una pierna en el fallido rescate de una toma de rehenes doméstica, tiene su propia empresa de seguridad. Casado con la médica que entonces le salvó la vida (Neve Campbell, regresada del olvido) y con dos hijos, Sawyer maneja su propia pyme: una agencia de seguridad privada. Por recomendación de uno de los hombres que pertenecían a su escuadrón, Sawyer consigue su primer trabajo importante: supervisar los sistemas de seguridad del edificio más alto del mundo, construido en Hong Kong por un magnate chino. El cruce de pasado y presente hace que una culpa profunda conviva en el interior del protagonista con una urgente necesidad de redención, ingredientes de un cóctel que el guión se encargará de agitar.
El ataque de un grupo de aparentes terroristas hará que la mitad superior del edificio se incendie, con tanta mala suerte que ahí es donde se alojan la mujer y los hijos de Sawyer. Esa es la fórmula que la película encuentra para poner al protagonista en modo heroico, que a partir de ahí, como buen padre y esposo, hará todo lo posible para salvar a los suyos. Como esos ejércitos que avanzan con la consigna de no dejar a nadie vivo a su paso, una vez activado el dispositivo de la acción Rascacielos es una película que va para adelante sin preocuparse demasiado por lo que va dejando atrás. En ese sentido es muy distinta de la de McTiernan, cuyo guión es un mecanismo de precisión en el que los engranajes encajan sin asperezas. Acá en cambio el trauma del comienzo es apenas una doble excusa, que por un lado provee al héroe y a la historia misma de una razón de ser (una familia que rescatar) y por el otro le suma a Sawyer la dificultad extra de una pierna de titanio.
Si algo comparten Duro de matar y Rascacielos es la atmósfera de Torre de Babel llevada al extremo, que incluso se cumple en la profusión de idiomas. Si en la de McTiernan el malísimo Hans Gruber hablaba con un rígido acento alemán, en la de Thurber no solo ocurre lo mismo (aunque el acento es más bien nórdico), sino que la idea se ve potenciada por un escenario como Hong Kong, ciudad que es una auténtica Babel en sí misma. Claro que si algo falta en Rascacielos es justamente un villano de la estatura del mencionado Gruber, interpretado bestialmente por el gran Alan Rickman, cuya presencia representaba el verdadero peligro al que McClane debía enfrentarse. Por el contrario la némesis de Sawyer no son los hombres que tienen a su familia sino, y ya desde el título, el propio edificio. Será este el que le proponga una serie de desafíos que deberá ir superando si finalmente quiere salvar a los suyos. Sawyer es entonces una especie de Hércules afrontado los doce trabajos, o bien el Bruce Lee de El juego de la muerte (1978), que deberá ir subiendo niveles para enfrentar en cada uno un nuevo reto mortal.
Como buena parte de la filmografía de Johnson, Rascacielos presenta una serie de situaciones inverosímiles, algunas incluso deliberadamente cómicas, que el espectador acepta solo porque es él quien las protagoniza. Y se las acepta de buena gana, porque la película se impone como una grata experiencia física a pesar de su propio trazo grueso. Con esos elementos, a puro vértigo y carisma, Rascacielos dejará satisfechos a los que paguen la entrada buscando unas cuantas dosis de adrenalina bien temperadas.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 12 de julio de 2018
CINE - "Hotel Transylvania 3: Monstruos de vacaciones", de Genndy Tartakovski: La fórmula del éxito
Hay algo que debe decirse con claridad y desde el comienzo: la saga de Hotel Transylvania es una de las más sólidas que se hayan construido desde que el cine de animación fue reinventado por los estudios Pixar. Tal afirmación puede sonar exagerada teniendo en cuenta que hay sagas más prestigiosas, como cualquiera de las de Pixar (menos Cars); más taquilleras, como las Shrek, La era de hielo o Mi villano favorito; o con mejor prensa, como las LEGO movies. Sin embargo la conformada por los tres episodios transilvanos, no solo es infinitamente superior en el balance a las tres grandes de la taquilla, sino que le hace frente a la franquicia de los juguetes para armar y no tiene nada que envidiarle a las Toy Story o Monsters Inc. Y algunos secretos hay para justificar y entender la calidad con que se ha desarrollado este universo inocente pero eficaz –creado en torno a los monstruos clásicos que el cine popularizó durante el siglo XX–, a lo largo de tres títulos estrenados en 2012, 2015 y esta nueva, Hotel Transylvania 3: Monstruos de vacaciones.
El primero de esos secretos es Genndy Tartakovski, su director, que conoce a la perfección el paño que debe cortar. Él es, antes que nada, una de las estrellas que tuvo la señal infantil Cartoon Network durante su era dorada, en la década de 1990. No sólo es el creador de algunos de los más grandes éxitos que se emitieron ahí durante esos años, como El laboratorio de Dexter o Samurai Jack, sino que también participó como director o animador de otras series como Las chicas superpoderosas, todos ellos personajes que forman parte de la memoria colectiva de aquella época. Es Tartakovski quien marca el pulso de esta historia, en la que Drácula es un pater familias que administra un lujoso hotel para monstruos, a quien el vínculo con su joven hija lo obliga a replantearse de manera constante su mirada conservadora del mundo y del vínculo de los monstruos con los humanos. Al extremo de que en este episodio el famoso conde, viudo desde tiempos inmemoriales, debe enfrentarse a sus propios deseos, sus prejuicios y al amor en persona, durante un crucero vacacional que realiza junto a sus amigos Frankenstein, la Momia, el Hombre Lobo y el Hombre Invisible, todos ellos felizmente casados.
El otro término de la ecuación detrás de Hotel Transylvania es Adam Sandler, comediante que triunfaba en el cine al mismo tiempo que Tartakovski lo hacía en TV, durante los 90, pero que hoy es un paria al que Hollywood le dio la espalda (aunque él busca reinventarse de todas las formas posibles). El universo de esta saga fue desde el comienzo el lugar ideal para que el neoyorkino desembarcara junto a su troupe de amigos. Es así como esta cofradía de monstruos cuenta con las voces (si el espectador logra encontrar una versión subtitulada) de una hermandad análoga, que Sandler construyó en sus años felices desde la productora Happy Madison. Kevin James, David Spade, Andy Samberg, Molly Shannon o Steve Buscemi son algunos de los escuderos que acompañan a Sandler, acá y dónde sea.
Más allá de estas razones que no son directamente visibles en la pantalla, Hotel Transylvania 3 maneja un registro de humor que es sumamente eficaz, desde una sencillez a la que se puede considerar tan clásica como la galería de personajes que habitan la película. Ideas simples como un Tinder para monstruos o un playlist de canciones “buenaonda” para combatir la maldad, son algunos de los elementos a los que la película les saca un increíble provecho. Como en las mejores películas de Sandler o en los lúdicos e hiperactivos personajes creados por Tartakovski, la tercera entrega de Hotel Transylvania también encuentra su motor más poderoso en esa inocencia que constante y saludablemente busca su propio límite.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
El primero de esos secretos es Genndy Tartakovski, su director, que conoce a la perfección el paño que debe cortar. Él es, antes que nada, una de las estrellas que tuvo la señal infantil Cartoon Network durante su era dorada, en la década de 1990. No sólo es el creador de algunos de los más grandes éxitos que se emitieron ahí durante esos años, como El laboratorio de Dexter o Samurai Jack, sino que también participó como director o animador de otras series como Las chicas superpoderosas, todos ellos personajes que forman parte de la memoria colectiva de aquella época. Es Tartakovski quien marca el pulso de esta historia, en la que Drácula es un pater familias que administra un lujoso hotel para monstruos, a quien el vínculo con su joven hija lo obliga a replantearse de manera constante su mirada conservadora del mundo y del vínculo de los monstruos con los humanos. Al extremo de que en este episodio el famoso conde, viudo desde tiempos inmemoriales, debe enfrentarse a sus propios deseos, sus prejuicios y al amor en persona, durante un crucero vacacional que realiza junto a sus amigos Frankenstein, la Momia, el Hombre Lobo y el Hombre Invisible, todos ellos felizmente casados.
El otro término de la ecuación detrás de Hotel Transylvania es Adam Sandler, comediante que triunfaba en el cine al mismo tiempo que Tartakovski lo hacía en TV, durante los 90, pero que hoy es un paria al que Hollywood le dio la espalda (aunque él busca reinventarse de todas las formas posibles). El universo de esta saga fue desde el comienzo el lugar ideal para que el neoyorkino desembarcara junto a su troupe de amigos. Es así como esta cofradía de monstruos cuenta con las voces (si el espectador logra encontrar una versión subtitulada) de una hermandad análoga, que Sandler construyó en sus años felices desde la productora Happy Madison. Kevin James, David Spade, Andy Samberg, Molly Shannon o Steve Buscemi son algunos de los escuderos que acompañan a Sandler, acá y dónde sea.
Más allá de estas razones que no son directamente visibles en la pantalla, Hotel Transylvania 3 maneja un registro de humor que es sumamente eficaz, desde una sencillez a la que se puede considerar tan clásica como la galería de personajes que habitan la película. Ideas simples como un Tinder para monstruos o un playlist de canciones “buenaonda” para combatir la maldad, son algunos de los elementos a los que la película les saca un increíble provecho. Como en las mejores películas de Sandler o en los lúdicos e hiperactivos personajes creados por Tartakovski, la tercera entrega de Hotel Transylvania también encuentra su motor más poderoso en esa inocencia que constante y saludablemente busca su propio límite.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
domingo, 8 de julio de 2018
LIBROS - Cultura y economía: La industria editorial acumula dos años y medio de caída libre
Según el informe que cada fin de año confecciona la Cámara Argentina del Libro, el ejercicio 2017 marcó un nuevo escalón en el descenso de la producción editorial, que bajó de un total de 63 millones de ejemplares impresos durante el año anterior a 51 millones. Dichos números confirman una tendencia que ya lleva tres años de derrumbe acumulado, desde que en 2014 el sector alcanzara un techo de 129 millones de ejemplares impresos. Al mismo tiempo que la producción local se desbarranca, la importación de libros crece en proporciones casi idénticas: en el mismo período 2014-2017 el valor de las importaciones editoriales se triplicó, subiendo de 40 millones de dólares hasta alcanzar los casi 130. Las perspectivas para el año en curso, que acaba de completar una magra primera mitad, no son alentadoras. Si bien no hay números oficiales que lo confirmen, son muchas las voces autorizadas que mantienen las alarmas encendidas, proyectando que la crisis económica que de manera sostenida viene minando la economía local en casi todos sus niveles, impactará de modo negativo en la ya golpeada realidad de esta industria. Resta saber qué tanto afectarán variables importantes, como la subida del dólar o la inevitable devaluación, cuando se las traslade al 2018 completo.
Consultados por Tiempo, un grupo de editores responsables de distintos sellos independientes ayudan a entender cuál es la actualidad del mercado de los libros y cuáles las perspectivas a futuro. Quienes aceptaron la invitación son Leonora Djament, editora de Eterna Cadencia, editorial que este año cumple una década de actividad; Andrés Beláustegui, responsable de la recién fundada Compañía Naviera Ilimitada; Damián Ríos, editor junto a Mariano Blatt del prestigioso sello independiente Blatt & Ríos; y Luciano Guiñazú, uno de los hombres detrás de la librería Caburé y la pequeña editorial Caterva.
"La situación actual en la industria editorial es absolutamente crítica e incierta, como lo es para la industria y el consumo en general", afirma Djament y Ríos, crítico habitual de la gestión Cambiemos, amplía: "el mercado se achicó por lo menos un 30% y todavía hay que ver las consecuencias de la última devaluación". En la misma dirección señala Beláustegui, quien sostiene que "la combinación del aumento de los costos y la baja del consumo en general (y de la compra de libros en particular) hace que el escenario sea muy complicado". Por su parte Guiñazú agrega, y Ríos lo secunda, que "la recesión va mostrando sus diferentes caras con la caída de la cadena de pagos o la baja en las ventas no sólo en las librería, sino en las ferias, que es el espacio en el que las editoriales independientes vendemos el grueso de nuestra producción".
Djament aporta más números: "las ventas cayeron por segundo o tercer año consecutivo, acumulando promedios de un 25 por ciento". Y suma a la fórmula de la crisis el aumento de los insumos importados, atados al crecimiento de la divisa: "en lo que va del año, el precio del papel subió muy por encima de la inflación y la cartulina que se utiliza para las tapas, de la que no hay producción nacional, subió un 145 por ciento". Todo eso apuntala un escenario de pérdida de rentabilidad. Por un lado en la venta minorista, ya que el aumento de los costos, que Guiñazú calcula "en torno del 30%", es imposible de "trasladar al precio de los libros" porque, como afirma Beláustegui, "los dejaría a un precio demasiado alto para el comprador promedio". Por el otro "también dificulta las exportaciones, ya que el libro argentino resulta caro para el resto de los países latinoamericanos e incluso España", como explica el propio Beláustegui, quien antes de comandar la joven editorial Compañía Naviera Ilimitada estuvo al frente del sello Páprika, luego rebautizado con el nombre de Sigilo. Djament afirma que "en este contexto recesivo y de incertidumbre es muy difícil planificar ni siquiera en el corto plazo" y Ríos se suma para agregar que, si bien "las editoriales se pueden achicar y sobrevivir", el panorama es aún más complejo para las librerías independientes, que "corren peligro de cierre". Beláustegui coincide en que ellas son "el eslabón más castigado en este momento".
Ante un paisaje semejante, las editoriales independientes han tenido que trazar distintos planes de emergencia. "Estamos inventando estrategias sólo para sobrevivir", dice Ríos. "En Blatt&Ríos hemos recortado títulos para este año", porque "la situación requiere que tomemos menos riesgos, apuntando a títulos más conservadores", completa. Por su parte Guiñazú señala que "muchas editoriales independientes tenían un fondo editorial que de algún modo les permitió sobrevivir hasta el momento", pero que "otras más pequeñas, como Caterva, nos hemos visto en serios problemas para lanzar títulos nuevos por falta de presupuesto". Y agrega que también tienen "problemas para reimprimir, dado que en muchos casos no es posible cobrar los libros que se han vendido en las librerías". Beláustegui confirma la mirada de su colega: "Compañía Naviera Ilimitada es una editorial que recién comienza y ya tenemos que estar replanteándonos la calidad material de los libros que hacemos, para poder bajar costos". Guiñazú suma a la delicada ecuación la situación de los autores, quienes "no siempre llegan a cobrar sus derechos de autor y que razonablemente, cuando pueden, se van a firmar contrato con las editoriales más grandes y las multinacionales".
Al presente oscuro se le suma un futuro negro, del cual los actores del sector ven muy difícil escapar sin un abordaje serio de las problemáticas que se presentan. "No creo posible que el sector se recupere en el corto plazo ni en el mediano", se sincera, sin embargo, Ríos. "Será necesario que cambie el panorama más general por un lado y que aparezcan políticas de apuntalamiento del sector", agrega Beláustegui. Djament cree que la solución se encuentra atada a una recuperación general de la economía. "La única manera de que se recupere la industria editorial es en el marco de una recuperación del consumo en general, y de una reactivación de la actividad económica y cultural en el país, y del desarrollo de una serie de medidas que trabajen con ese objetivo", afirma tajante la cabeza editorial de Eterna Cadencia. Ríos cree que para eso "se necesitaría una gestión económica decorosa, algo que hasta el momento no ha sucedido", porque "una política económica que privilegia lo financiero sobre la producción no hace más que destruir emprendimientos productivos". Beláustegui por su parte se anima a arriesgar algunas sugerencias. En primer lugar "políticas de fondo que ayuden a mejorar la rentabilidad, sobre todo de cara a la exportación". También considera "fundamental" la implementación de "apoyos que ayuden a la visibilidad y mayor circulación de los libros de micro, pequeñas y medianas editoriales". Y pone el acento en la cuestión del Impuesto al Valor Agregado (IVA), un tema clave para el sector que lleva años sin resolverse.
La precaria situación que atraviesa la industria editorial, que inevitablemente se ve afectada por las variables que golpean a todos los rincones de la economía, no debería ser una sorpresa para nadie. Cuando a comienzos de 2016 el actual gobierno anunció sus primeras medidas destinadas el mercado del libro, un grupo de editores se apresuraron a alertar sobre las consecuencias negativas que la aplicación de las mismas podía generar. En ese grupo se destacaba la voz de Damián Ríos. Dos años y medio después, el combativo editor cree que se quedó "corto" en la previsión de los daños que aquellas políticas terminarían provocando. Su opinión de la gestión Cambiemos es clara: "Destruyen todo lo que tocan".
El rol del ministro Avelluto
Pablo Avelluto es el elegido por Mauricio Macri para ocupar el cargo de ministro de Cultura desde el inicio del gobierno de Cambiemos, a fines de 2015. Su llegada a la cartera fue producto de una exitosa carrera previa como editor, en la que llegó a desempeñarse como director de la filial local de Random House Mondadori, uno de los grupos editoriales más importantes del mundo. Sin embargo hasta el momento su labor no parece haber estado muy atenta ni ser particularmente beneficiosa para el sector. "La gestión de Avelluto pasa sin pena ni gloria, incluso con pasos payasescos, como el caso del stand de la Feria del libro en Bogotá", afirma Damián Ríos. Y aunque acepta que esto tal vez se deba a la falta de un presupuesto que le permita desarrollar acciones concretas, sostiene que tampoco "ha demostrado tener ni imaginación, ni solvencia administrativa", y que ni siquiera "está claro cuál es su idea de cultura", porque "si la tiene, no la demuestra en su gestión". Belaustegui coincide en que la administración actual no le dio "una especial atención al mundo del libro", aunque recuerda que "se continuaron algunas políticas de apoyo, sobre todo para viajes a Ferias del Libro. Pero no mucho más". También menciona la polémica decisión de asociar al fútbol el stand de la Feria de Bogotá, pero reconoce que la excursión a Colombia tuvo "muy buen resultado en convocatoria y venta de libros de autores argentinos". Ríos en cambio es terminante. Dice que la de Avelluto es "una gestión pobre, con una dirección imprecisa, a tono con el resto del Gabinete".
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
Consultados por Tiempo, un grupo de editores responsables de distintos sellos independientes ayudan a entender cuál es la actualidad del mercado de los libros y cuáles las perspectivas a futuro. Quienes aceptaron la invitación son Leonora Djament, editora de Eterna Cadencia, editorial que este año cumple una década de actividad; Andrés Beláustegui, responsable de la recién fundada Compañía Naviera Ilimitada; Damián Ríos, editor junto a Mariano Blatt del prestigioso sello independiente Blatt & Ríos; y Luciano Guiñazú, uno de los hombres detrás de la librería Caburé y la pequeña editorial Caterva.
"La situación actual en la industria editorial es absolutamente crítica e incierta, como lo es para la industria y el consumo en general", afirma Djament y Ríos, crítico habitual de la gestión Cambiemos, amplía: "el mercado se achicó por lo menos un 30% y todavía hay que ver las consecuencias de la última devaluación". En la misma dirección señala Beláustegui, quien sostiene que "la combinación del aumento de los costos y la baja del consumo en general (y de la compra de libros en particular) hace que el escenario sea muy complicado". Por su parte Guiñazú agrega, y Ríos lo secunda, que "la recesión va mostrando sus diferentes caras con la caída de la cadena de pagos o la baja en las ventas no sólo en las librería, sino en las ferias, que es el espacio en el que las editoriales independientes vendemos el grueso de nuestra producción".
Djament aporta más números: "las ventas cayeron por segundo o tercer año consecutivo, acumulando promedios de un 25 por ciento". Y suma a la fórmula de la crisis el aumento de los insumos importados, atados al crecimiento de la divisa: "en lo que va del año, el precio del papel subió muy por encima de la inflación y la cartulina que se utiliza para las tapas, de la que no hay producción nacional, subió un 145 por ciento". Todo eso apuntala un escenario de pérdida de rentabilidad. Por un lado en la venta minorista, ya que el aumento de los costos, que Guiñazú calcula "en torno del 30%", es imposible de "trasladar al precio de los libros" porque, como afirma Beláustegui, "los dejaría a un precio demasiado alto para el comprador promedio". Por el otro "también dificulta las exportaciones, ya que el libro argentino resulta caro para el resto de los países latinoamericanos e incluso España", como explica el propio Beláustegui, quien antes de comandar la joven editorial Compañía Naviera Ilimitada estuvo al frente del sello Páprika, luego rebautizado con el nombre de Sigilo. Djament afirma que "en este contexto recesivo y de incertidumbre es muy difícil planificar ni siquiera en el corto plazo" y Ríos se suma para agregar que, si bien "las editoriales se pueden achicar y sobrevivir", el panorama es aún más complejo para las librerías independientes, que "corren peligro de cierre". Beláustegui coincide en que ellas son "el eslabón más castigado en este momento".
Ante un paisaje semejante, las editoriales independientes han tenido que trazar distintos planes de emergencia. "Estamos inventando estrategias sólo para sobrevivir", dice Ríos. "En Blatt&Ríos hemos recortado títulos para este año", porque "la situación requiere que tomemos menos riesgos, apuntando a títulos más conservadores", completa. Por su parte Guiñazú señala que "muchas editoriales independientes tenían un fondo editorial que de algún modo les permitió sobrevivir hasta el momento", pero que "otras más pequeñas, como Caterva, nos hemos visto en serios problemas para lanzar títulos nuevos por falta de presupuesto". Y agrega que también tienen "problemas para reimprimir, dado que en muchos casos no es posible cobrar los libros que se han vendido en las librerías". Beláustegui confirma la mirada de su colega: "Compañía Naviera Ilimitada es una editorial que recién comienza y ya tenemos que estar replanteándonos la calidad material de los libros que hacemos, para poder bajar costos". Guiñazú suma a la delicada ecuación la situación de los autores, quienes "no siempre llegan a cobrar sus derechos de autor y que razonablemente, cuando pueden, se van a firmar contrato con las editoriales más grandes y las multinacionales".
Al presente oscuro se le suma un futuro negro, del cual los actores del sector ven muy difícil escapar sin un abordaje serio de las problemáticas que se presentan. "No creo posible que el sector se recupere en el corto plazo ni en el mediano", se sincera, sin embargo, Ríos. "Será necesario que cambie el panorama más general por un lado y que aparezcan políticas de apuntalamiento del sector", agrega Beláustegui. Djament cree que la solución se encuentra atada a una recuperación general de la economía. "La única manera de que se recupere la industria editorial es en el marco de una recuperación del consumo en general, y de una reactivación de la actividad económica y cultural en el país, y del desarrollo de una serie de medidas que trabajen con ese objetivo", afirma tajante la cabeza editorial de Eterna Cadencia. Ríos cree que para eso "se necesitaría una gestión económica decorosa, algo que hasta el momento no ha sucedido", porque "una política económica que privilegia lo financiero sobre la producción no hace más que destruir emprendimientos productivos". Beláustegui por su parte se anima a arriesgar algunas sugerencias. En primer lugar "políticas de fondo que ayuden a mejorar la rentabilidad, sobre todo de cara a la exportación". También considera "fundamental" la implementación de "apoyos que ayuden a la visibilidad y mayor circulación de los libros de micro, pequeñas y medianas editoriales". Y pone el acento en la cuestión del Impuesto al Valor Agregado (IVA), un tema clave para el sector que lleva años sin resolverse.
La precaria situación que atraviesa la industria editorial, que inevitablemente se ve afectada por las variables que golpean a todos los rincones de la economía, no debería ser una sorpresa para nadie. Cuando a comienzos de 2016 el actual gobierno anunció sus primeras medidas destinadas el mercado del libro, un grupo de editores se apresuraron a alertar sobre las consecuencias negativas que la aplicación de las mismas podía generar. En ese grupo se destacaba la voz de Damián Ríos. Dos años y medio después, el combativo editor cree que se quedó "corto" en la previsión de los daños que aquellas políticas terminarían provocando. Su opinión de la gestión Cambiemos es clara: "Destruyen todo lo que tocan".
El rol del ministro Avelluto
Pablo Avelluto es el elegido por Mauricio Macri para ocupar el cargo de ministro de Cultura desde el inicio del gobierno de Cambiemos, a fines de 2015. Su llegada a la cartera fue producto de una exitosa carrera previa como editor, en la que llegó a desempeñarse como director de la filial local de Random House Mondadori, uno de los grupos editoriales más importantes del mundo. Sin embargo hasta el momento su labor no parece haber estado muy atenta ni ser particularmente beneficiosa para el sector. "La gestión de Avelluto pasa sin pena ni gloria, incluso con pasos payasescos, como el caso del stand de la Feria del libro en Bogotá", afirma Damián Ríos. Y aunque acepta que esto tal vez se deba a la falta de un presupuesto que le permita desarrollar acciones concretas, sostiene que tampoco "ha demostrado tener ni imaginación, ni solvencia administrativa", y que ni siquiera "está claro cuál es su idea de cultura", porque "si la tiene, no la demuestra en su gestión". Belaustegui coincide en que la administración actual no le dio "una especial atención al mundo del libro", aunque recuerda que "se continuaron algunas políticas de apoyo, sobre todo para viajes a Ferias del Libro. Pero no mucho más". También menciona la polémica decisión de asociar al fútbol el stand de la Feria de Bogotá, pero reconoce que la excursión a Colombia tuvo "muy buen resultado en convocatoria y venta de libros de autores argentinos". Ríos en cambio es terminante. Dice que la de Avelluto es "una gestión pobre, con una dirección imprecisa, a tono con el resto del Gabinete".
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
viernes, 6 de julio de 2018
CINE - "Paisaje", de Jimena Blanco: Paseo al final de la inocencia
Estrenada en la última edición del Bafici como parte de su Competencia Internacional, Paisaje, ópera prima de Jimena Blanco (quien habitualmente se desempeña en el área de producción), forma parte de un subgénero habitual en los festivales de cine: el de las películas iniciáticas autorreferenciales protagonizadas por un grupo de adolescentes que pierden la inocencia en escena y obtienen de la experiencia una nueva perspectiva del mundo. Sí, es cierto que como etiqueta es casi tan larga como la película misma, que dura apenas 67 minutos, pero sirve para definir con bastante precisión a este primer trabajo de Blanco como directora. En este caso se trata de un grupo de chicas que viven en algún lugar indeterminado fuera de Buenos Aires, que con la excusa de asistir a un festipunk pasarán una noche de ronda por la gran ciudad, expuestas a los filos y las asperezas de una realidad que desconocen.
Las primeras imágenes demarcan el tono con el que Blanco contará la historia, una cadencia inocente que será aguijoneada de forma sostenida por situaciones que harán evidente lo delgada que es la superficie de esa burbuja en la que por ahora habitan las cuatro protagonistas. Viñetas que ilustran el espíritu femenino, tan atractivo y extraño para un espectador masculino como, se intuye, familiar y divertido para la platea femenina. Mientras se preparan para salir, excitadas por las fantasías que en ellas despierta lo que imaginan será una aventura, las chicas sostienen una charla circunstancial, en apariencia aleatoria, en la que los temas importantes van apareciendo bajo la máscara de una levedad típicamente adolescente. En especial la incertidumbre ante un crecimiento que de forma inevitable las sacará de la niñez, para depositarlas en ese lugar misterioso que tanto anhelan y temen, que es la vida adulta.
Esas escenas iniciales también sirven para que la directora presente el modo en que retratará a sus personajes, a través de primeros planos cerrados que tienden a correrse del eje natural del cuadro, como si quisiera quitar la atención del centro de cada imagen para concentrarse en los detalles de la periferia. Ese corrimiento produce un efecto de fragmentación que muchas veces desemboca en atmósferas tensas, sobre todo en las situaciones en las que la vulnerabilidad de las chicas queda expuesta. Blanco utiliza una sutil ambientación de época (la historia transcurre en un momento indeterminado de los ‘90) para acentuar esa vulnerabilidad. La ausencia de teléfonos celulares, por ejemplo, hará que para un espectador contemporáneo algunas circunstancias que las protagonistas atraviesan se vean envueltas por una sensación de mayor peligro. La directora aprovecha esa grieta tecnológica para convertir esa noche en una cámara estanca en la que las protagonistas no cuentan más que con ellas mismas y de la que solamente podrán salir por sus propios medios.
Con el avance del relato comienza a parecer también cierta artificialidad que va mellando el verosímil. Como si no quisiera dejar fuera de su película ningún tópico adolescente, Blanco mete cada vez más cosas en el limitado marco de esa noche que la película recrea en apenas una hora. El amor, el sexo, el deseo, las inseguridades, la vulnerabilidad ante los hombres (física y emocional), el embarazo no deseado, la dicotomía entre aborto y maternidad, las cuestiones de género, el miedo al porvenir y, sobre todo, el fantasma entre temido y anhelado de la vida adulta como posibilidad latente e inevitable. Y cuando Paisaje intenta abarcar demasiado empieza a apretar menos, y así llega hasta un final algo naif que de algún modo contradice el camino andado.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Las primeras imágenes demarcan el tono con el que Blanco contará la historia, una cadencia inocente que será aguijoneada de forma sostenida por situaciones que harán evidente lo delgada que es la superficie de esa burbuja en la que por ahora habitan las cuatro protagonistas. Viñetas que ilustran el espíritu femenino, tan atractivo y extraño para un espectador masculino como, se intuye, familiar y divertido para la platea femenina. Mientras se preparan para salir, excitadas por las fantasías que en ellas despierta lo que imaginan será una aventura, las chicas sostienen una charla circunstancial, en apariencia aleatoria, en la que los temas importantes van apareciendo bajo la máscara de una levedad típicamente adolescente. En especial la incertidumbre ante un crecimiento que de forma inevitable las sacará de la niñez, para depositarlas en ese lugar misterioso que tanto anhelan y temen, que es la vida adulta.
Esas escenas iniciales también sirven para que la directora presente el modo en que retratará a sus personajes, a través de primeros planos cerrados que tienden a correrse del eje natural del cuadro, como si quisiera quitar la atención del centro de cada imagen para concentrarse en los detalles de la periferia. Ese corrimiento produce un efecto de fragmentación que muchas veces desemboca en atmósferas tensas, sobre todo en las situaciones en las que la vulnerabilidad de las chicas queda expuesta. Blanco utiliza una sutil ambientación de época (la historia transcurre en un momento indeterminado de los ‘90) para acentuar esa vulnerabilidad. La ausencia de teléfonos celulares, por ejemplo, hará que para un espectador contemporáneo algunas circunstancias que las protagonistas atraviesan se vean envueltas por una sensación de mayor peligro. La directora aprovecha esa grieta tecnológica para convertir esa noche en una cámara estanca en la que las protagonistas no cuentan más que con ellas mismas y de la que solamente podrán salir por sus propios medios.
Con el avance del relato comienza a parecer también cierta artificialidad que va mellando el verosímil. Como si no quisiera dejar fuera de su película ningún tópico adolescente, Blanco mete cada vez más cosas en el limitado marco de esa noche que la película recrea en apenas una hora. El amor, el sexo, el deseo, las inseguridades, la vulnerabilidad ante los hombres (física y emocional), el embarazo no deseado, la dicotomía entre aborto y maternidad, las cuestiones de género, el miedo al porvenir y, sobre todo, el fantasma entre temido y anhelado de la vida adulta como posibilidad latente e inevitable. Y cuando Paisaje intenta abarcar demasiado empieza a apretar menos, y así llega hasta un final algo naif que de algún modo contradice el camino andado.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 5 de julio de 2018
CINE - Entrevista con Sebastián Schjaer, director de "La omisión": "No había nada que como hombre quisiera afirmar sobre la condición de las mujeres"
Presentada en el invierno boreal durante la última edición de la Berlinale, La omisión es la ópera prima del director y guionista argentino Sebastián Schjaer, y aunque la historia que en ella se cuenta transcurre en la austral Ushuaia, el frío de la capital alemana resultó el marco perfecto para su estreno. Las postales heladas de la ciudad del fin del mundo son el paisaje elegido para ambientar la historia de Paula, una joven madre soltera que, como muchas de las personas que eligen vivir en la capital fueguina, ha llegado hasta ahí en busca de una promesa de prosperidad económica que en otras partes se le niega. Interpretada por la actriz Sofía Brito, Paula está en pareja con el padre de su hijo, aunque el vínculo es distante e inestable, dos adjetivos que también pueden usarse para definir a la protagonista.
Schjaer construye a Paula como una mujer muy activa, que encara con decisión el objetivo de juntar el dinero necesario para empezar en otra parte un demorado proyecto de familia. Pero al mismo tiempo es habitada por pulsiones contradictorias que ponen en cuestión no sólo su rol de madre sino también su identidad como mujer. “Parte de la apuesta de la película es que no hay ninguna verdad ni centro psicológico que entender para justificar a Paula o las decisiones que toma”, afirma el director. “Esto es importante porque como hombre no había nada que quisiera afirmar sobre la condición de las mujeres. Mi intención fue plantear una película que en ningún momento juzgara ni fuera condescendiente con su protagonista, aunque los condimentos para serlo están ahí. Esta mujer es así porque sí”, agrega.
–Esta es una época en que la identidad de la mujer se encuentra en proceso de revolución. ¿Cómo refleja el cine ese proceso de cambio?
–Como en la sociedad, hay muchas películas en las que las mujeres cargan con el peso de la maternidad como un mandato social que debe primar sobre cualquier otro deseo o expresión de sí mismas como personas. Eso es algo que los hombres no tenemos. Por ejemplo París, Texas, de Wim Wenders, que es una película hermosa. Si ahí se invirtieran los roles y fuera una mujer la que se propone reunir a su hijo con su padre, para ella después marcharse, seguramente uno tendería a juzgar mucho más el hecho de que una mujer resigne su rol de madre. Sin embargo, al personaje de Travis nunca se lo juzga por resignar su rol de padre. Ese punto de la maternidad era algo que queríamos sumar a la historia para volver más compleja la lectura de la película, pero sin la intención de afirmar nada, porque en realidad no tengo muchas certezas sobre hacia dónde o cómo se está reconfigurando el imaginario de las mujeres desde el cine.
–De alguna forma Manuel, el personaje que se enamora de Paula, funciona como su alter ego en esa necesidad de no juzgarla.
–Me parece que lo que entiende el personaje que interpreta Lisandro Rodríguez es que en el mundo de Paula todo está regulado por el dinero. Las relaciones laborales, afectivas, familiares: con todos los personajes con los que tiene trato en la película ella recibe o da dinero. Hay algo en el intercambio material que le permite vincularse con el resto de las personas. Creo que eso es algo que de alguna manera nos sucede a todos, porque el dinero está tan presente en la vida que para muchos se vuelve el único modo que encuentran para establecer conexiones con los demás.
–Aunque no es el único personaje femenino, Paula es una mujer que está obligada a sobrevivir en un mundo de hombres que además intentan imponerle distintos caminos que no son los que ella busca.
–Es que en ese sentido creo que Paula se relaciona con los hombres desde un lugar más masculino. Y, al contrario, creo que algunos de los personajes masculinos que aparecen, como el propio Manuel o el novio de Paula, se expresan con ella desde una condición más femenina.
–Si se los mira desde un lugar más tradicional de los roles de género, es ella la que impone las condiciones de los vínculos.
–Al mismo tiempo también siento que, a pesar de su modo masculino de relacionarse, su condición de mujer es algo con lo que ella tiene que enfrentarse. Eso me interesaba en relación a los espectadores: hay algunos que sienten que cuando Paula le cobra a Manuel se trata de una escena de prostitución. Y yo siento que no, que en esa escena hay una relación amorosa que está mediada por el dinero, pero no me parece que ahí ella esté vendiendo el sexo como una fuerza de trabajo.
–Pareciera que en el acto de pagarle por sexo hay un gesto cariñoso de ayuda por parte de Manuel.
–Más que ayuda, me parece que se trata entender que esa es la condición de posibilidad para la relación en ese momento. Porque en la segunda escena en el auto, cuando ya es obvio que algo empezó a pasar entre ellos, Manuel redobla la apuesta y lleva más plata de la que tenía la primera vez. Creo que ese es su modo de manifestar su amor. Un modo muy torpe de ambos lados, pero a mí me interesaba ver qué pasaba al construir una relación amorosa desde ahí. Intentando además vencer muchos prejuicios acerca de lo que se espera de la figura femenina en una película. Mientras escribía el guión, en varias ocasiones tuve la sensación de que si el personaje fuera más dulce y dócil, visiblemente amoroso, la película se hubiera resuelto mucho más fácil. Pero también sentía que había que correr un poco a los personajes femeninos del lugar de la dulzura y la fragilidad, y que no era necesario justificar ni dar motivos de por qué Paula siendo mujer no es ni dulce, frágil ni amorosa.
–Hay un trabajo continuo con primeros planos muy cerrados de los personajes que contrasta con el paisaje en el que transcurre la historia, que es una tentación permanente para probar ensayar panorámicas.
–Desde el principio surgió la necesidad de que esta fuera una película sobre los rostros de los personajes, sin embargo siento que el paisaje está muy presente de otra manera en la película. Cuando fui a Ushuaia por primera vez, sentí algo que no había sentido en ningún otro lugar y me quedé ahí veinte días escribiendo. Para mí, Ushuaia también es una protagonista de la película, pero me parecía que para darle el peso y la energía que la ciudad tiene no había que filmarla de frente, del mismo modo que me parecía que no había que filmar a los personajes de frente, sino de un modo más esquivo, porque de ese modo van apareciendo aristas inesperadas.
–¿Y por qué eligió Ushuaia como escenario?
–Ushuaia me volvió loco porque reúne muchas condiciones que la vuelven especial. Está aislada del continente; es una ciudad que vive de la industria pero también del turismo y esa doble condición de un paisaje industrial pero a la vez muy bello en términos naturales la vuelven distinta. Por otro lado, es una ciudad refugio a la que llegan personas de todo el país, muchas veces escapando de historias muy fuertes o de vidas pasadas que quieren dejar atrás. Eso carga a la ciudad de una personalidad muy propia, hecha de esa diversidad de historias que confluyen ahí.
–Pensar en una filmografía de Ushuaia, desde Liverpool de Lisandro Alonso o La reconstrucción de Juan Taratuto, a Las hijas del fuego de Albertina Carri, pone frente a una galería de personajes que tienen mucho en común con la protagonista de La omisión.
–Sobre todo Liverpool, porque siento que ambas películas comparten esa certeza de que se trata de un espacio en el que es posible recomenzar. Una especie de paréntesis, un lugar de paso. Esa sensación de lugar de paso hace que todos los valores que uno tiene tan arraigados en el lugar donde vive quedan de lado, entonces es necesario reconfigurar todo. A mí esa situación me parecía ideal, porque es el único lugar de la Argentina donde a Paula le podían pasar todas estas cosas.
–Uno de los problemas que muestra la película en relación con el lugar es el problema del trabajo.
–Es que el trabajo de ella, ese ir de un lugar a otro llevando turistas en unas combis, pone en evidencia ese estar de paso. Y además la pone en esa condición ambigua que tiene durante toda la película, porque es turista para los locales y local para los turistas. Esa situación de estar siempre “entre”, sin ser ni una cosa ni la otra, hacía que el escenario se volviera más propenso a que ella pudiera vivir todo eso que le pasa.
–Hay una escena recurrente en la que la camioneta en la que viaja Paula se detiene cada tarde en el mismo lugar a levantar a dos esquiadores que hacen dedo. Esa cosa cíclica que produce la repetición ayuda a generar la idea de que Paula está encerrada en una especie de laberinto circular del que, solo tal vez, encuentre la salida en la escena final.
–Esa idea surgió durante el montaje y ayuda a dar la sensación de un personaje atrapado en su propio espiral de un modo muy gráfico. De repente, ese plano se volvió la representación más clara de lo que le sucede al personaje. Es un leitmotiv y por eso termina también con esa escena final.
–En la película hay cierto espíritu dardenniano que está subrayado por el rostro de Sofía, que es muy dardenniano en sí mismo. ¿Reconocés una influencia en el cine de los Dardenne?
–Por un lado, sí. Tanto de los Dardenne como de ciertas películas rumanas de los últimos tiempo, que me interesan mucho por el modo de trabajar la psicología de los personajes. Pero también siento que desde el momento en que fuimos al sur había algo distinto que necesariamente tenía que ver con nuestro país. Creo que la diferencia está en los diálogos y el modo de entender el habla de los personajes, cierta musicalidad que modificaba una noción de realismo que a mí me interesaba, no sé si poner en crisis, pero sí tensionar para que la película no fuera leída solo en los términos del realismo social. En ese sentido, el uso de la música fue revelador en la etapa de montaje, porque sentí que había una condición musical en la película.
–¿La música puede ser un recurso para salir de la naturalidad?
–Claro, para remarcar cierta artificialidad en el modo en que se construye el relato. Y lo mismo me pasó con el tratamiento de la elipsis durante el montaje. Sentía que cuanto más elíptica era la película, más complejo se volvía el trabajo de ir armándola en tu cabeza en términos realistas. Me parece que, a partir de diferentes recursos, la película se fue alejando de ese realismo crudo tan dardenniano. Creo que mucho tiene que ver con que las películas se hacen en un contexto que les es propio. Yo vivo en la Argentina y siento que hay algo de filmar acá que es diferente, algo que tiene mucho que ver con algo de la oralidad y con el modo en que los personajes expresan sus emociones. O no las expresan, pero cómo las insinúan.
Artícul publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Schjaer construye a Paula como una mujer muy activa, que encara con decisión el objetivo de juntar el dinero necesario para empezar en otra parte un demorado proyecto de familia. Pero al mismo tiempo es habitada por pulsiones contradictorias que ponen en cuestión no sólo su rol de madre sino también su identidad como mujer. “Parte de la apuesta de la película es que no hay ninguna verdad ni centro psicológico que entender para justificar a Paula o las decisiones que toma”, afirma el director. “Esto es importante porque como hombre no había nada que quisiera afirmar sobre la condición de las mujeres. Mi intención fue plantear una película que en ningún momento juzgara ni fuera condescendiente con su protagonista, aunque los condimentos para serlo están ahí. Esta mujer es así porque sí”, agrega.
–Esta es una época en que la identidad de la mujer se encuentra en proceso de revolución. ¿Cómo refleja el cine ese proceso de cambio?
–Como en la sociedad, hay muchas películas en las que las mujeres cargan con el peso de la maternidad como un mandato social que debe primar sobre cualquier otro deseo o expresión de sí mismas como personas. Eso es algo que los hombres no tenemos. Por ejemplo París, Texas, de Wim Wenders, que es una película hermosa. Si ahí se invirtieran los roles y fuera una mujer la que se propone reunir a su hijo con su padre, para ella después marcharse, seguramente uno tendería a juzgar mucho más el hecho de que una mujer resigne su rol de madre. Sin embargo, al personaje de Travis nunca se lo juzga por resignar su rol de padre. Ese punto de la maternidad era algo que queríamos sumar a la historia para volver más compleja la lectura de la película, pero sin la intención de afirmar nada, porque en realidad no tengo muchas certezas sobre hacia dónde o cómo se está reconfigurando el imaginario de las mujeres desde el cine.
–De alguna forma Manuel, el personaje que se enamora de Paula, funciona como su alter ego en esa necesidad de no juzgarla.
–Me parece que lo que entiende el personaje que interpreta Lisandro Rodríguez es que en el mundo de Paula todo está regulado por el dinero. Las relaciones laborales, afectivas, familiares: con todos los personajes con los que tiene trato en la película ella recibe o da dinero. Hay algo en el intercambio material que le permite vincularse con el resto de las personas. Creo que eso es algo que de alguna manera nos sucede a todos, porque el dinero está tan presente en la vida que para muchos se vuelve el único modo que encuentran para establecer conexiones con los demás.
–Aunque no es el único personaje femenino, Paula es una mujer que está obligada a sobrevivir en un mundo de hombres que además intentan imponerle distintos caminos que no son los que ella busca.
–Es que en ese sentido creo que Paula se relaciona con los hombres desde un lugar más masculino. Y, al contrario, creo que algunos de los personajes masculinos que aparecen, como el propio Manuel o el novio de Paula, se expresan con ella desde una condición más femenina.
–Si se los mira desde un lugar más tradicional de los roles de género, es ella la que impone las condiciones de los vínculos.
–Al mismo tiempo también siento que, a pesar de su modo masculino de relacionarse, su condición de mujer es algo con lo que ella tiene que enfrentarse. Eso me interesaba en relación a los espectadores: hay algunos que sienten que cuando Paula le cobra a Manuel se trata de una escena de prostitución. Y yo siento que no, que en esa escena hay una relación amorosa que está mediada por el dinero, pero no me parece que ahí ella esté vendiendo el sexo como una fuerza de trabajo.
–Pareciera que en el acto de pagarle por sexo hay un gesto cariñoso de ayuda por parte de Manuel.
–Más que ayuda, me parece que se trata entender que esa es la condición de posibilidad para la relación en ese momento. Porque en la segunda escena en el auto, cuando ya es obvio que algo empezó a pasar entre ellos, Manuel redobla la apuesta y lleva más plata de la que tenía la primera vez. Creo que ese es su modo de manifestar su amor. Un modo muy torpe de ambos lados, pero a mí me interesaba ver qué pasaba al construir una relación amorosa desde ahí. Intentando además vencer muchos prejuicios acerca de lo que se espera de la figura femenina en una película. Mientras escribía el guión, en varias ocasiones tuve la sensación de que si el personaje fuera más dulce y dócil, visiblemente amoroso, la película se hubiera resuelto mucho más fácil. Pero también sentía que había que correr un poco a los personajes femeninos del lugar de la dulzura y la fragilidad, y que no era necesario justificar ni dar motivos de por qué Paula siendo mujer no es ni dulce, frágil ni amorosa.
–Hay un trabajo continuo con primeros planos muy cerrados de los personajes que contrasta con el paisaje en el que transcurre la historia, que es una tentación permanente para probar ensayar panorámicas.
–Desde el principio surgió la necesidad de que esta fuera una película sobre los rostros de los personajes, sin embargo siento que el paisaje está muy presente de otra manera en la película. Cuando fui a Ushuaia por primera vez, sentí algo que no había sentido en ningún otro lugar y me quedé ahí veinte días escribiendo. Para mí, Ushuaia también es una protagonista de la película, pero me parecía que para darle el peso y la energía que la ciudad tiene no había que filmarla de frente, del mismo modo que me parecía que no había que filmar a los personajes de frente, sino de un modo más esquivo, porque de ese modo van apareciendo aristas inesperadas.
–¿Y por qué eligió Ushuaia como escenario?
–Ushuaia me volvió loco porque reúne muchas condiciones que la vuelven especial. Está aislada del continente; es una ciudad que vive de la industria pero también del turismo y esa doble condición de un paisaje industrial pero a la vez muy bello en términos naturales la vuelven distinta. Por otro lado, es una ciudad refugio a la que llegan personas de todo el país, muchas veces escapando de historias muy fuertes o de vidas pasadas que quieren dejar atrás. Eso carga a la ciudad de una personalidad muy propia, hecha de esa diversidad de historias que confluyen ahí.
–Pensar en una filmografía de Ushuaia, desde Liverpool de Lisandro Alonso o La reconstrucción de Juan Taratuto, a Las hijas del fuego de Albertina Carri, pone frente a una galería de personajes que tienen mucho en común con la protagonista de La omisión.
–Sobre todo Liverpool, porque siento que ambas películas comparten esa certeza de que se trata de un espacio en el que es posible recomenzar. Una especie de paréntesis, un lugar de paso. Esa sensación de lugar de paso hace que todos los valores que uno tiene tan arraigados en el lugar donde vive quedan de lado, entonces es necesario reconfigurar todo. A mí esa situación me parecía ideal, porque es el único lugar de la Argentina donde a Paula le podían pasar todas estas cosas.
–Uno de los problemas que muestra la película en relación con el lugar es el problema del trabajo.
–Es que el trabajo de ella, ese ir de un lugar a otro llevando turistas en unas combis, pone en evidencia ese estar de paso. Y además la pone en esa condición ambigua que tiene durante toda la película, porque es turista para los locales y local para los turistas. Esa situación de estar siempre “entre”, sin ser ni una cosa ni la otra, hacía que el escenario se volviera más propenso a que ella pudiera vivir todo eso que le pasa.
–Hay una escena recurrente en la que la camioneta en la que viaja Paula se detiene cada tarde en el mismo lugar a levantar a dos esquiadores que hacen dedo. Esa cosa cíclica que produce la repetición ayuda a generar la idea de que Paula está encerrada en una especie de laberinto circular del que, solo tal vez, encuentre la salida en la escena final.
–Esa idea surgió durante el montaje y ayuda a dar la sensación de un personaje atrapado en su propio espiral de un modo muy gráfico. De repente, ese plano se volvió la representación más clara de lo que le sucede al personaje. Es un leitmotiv y por eso termina también con esa escena final.
–En la película hay cierto espíritu dardenniano que está subrayado por el rostro de Sofía, que es muy dardenniano en sí mismo. ¿Reconocés una influencia en el cine de los Dardenne?
–Por un lado, sí. Tanto de los Dardenne como de ciertas películas rumanas de los últimos tiempo, que me interesan mucho por el modo de trabajar la psicología de los personajes. Pero también siento que desde el momento en que fuimos al sur había algo distinto que necesariamente tenía que ver con nuestro país. Creo que la diferencia está en los diálogos y el modo de entender el habla de los personajes, cierta musicalidad que modificaba una noción de realismo que a mí me interesaba, no sé si poner en crisis, pero sí tensionar para que la película no fuera leída solo en los términos del realismo social. En ese sentido, el uso de la música fue revelador en la etapa de montaje, porque sentí que había una condición musical en la película.
–¿La música puede ser un recurso para salir de la naturalidad?
–Claro, para remarcar cierta artificialidad en el modo en que se construye el relato. Y lo mismo me pasó con el tratamiento de la elipsis durante el montaje. Sentía que cuanto más elíptica era la película, más complejo se volvía el trabajo de ir armándola en tu cabeza en términos realistas. Me parece que, a partir de diferentes recursos, la película se fue alejando de ese realismo crudo tan dardenniano. Creo que mucho tiene que ver con que las películas se hacen en un contexto que les es propio. Yo vivo en la Argentina y siento que hay algo de filmar acá que es diferente, algo que tiene mucho que ver con algo de la oralidad y con el modo en que los personajes expresan sus emociones. O no las expresan, pero cómo las insinúan.
Artícul publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
CINE - "12 horas pra sobreivir: El inicio" (The First Purge", de Gerard McMurray: Capitalismo post Donald Trump
Integrada por La noche de la expiación (2009), 12 horas para sobrevivir (2014) y 12 horas para sobrevivir: El año de la elección (2016), la trilogía The Purge creada por James DeMonaco articula a partir de los recursos del cine de terror un universo único, reconocible y con leyes propias, que sin apartarse de las reglas del género enriquece su propuesta con apuntes sociopolíticos, dialogando de modo crítico con la realidad de su tiempo. El director y guionista imagina un verosímil futuro cercano en el que Estados Unidos ha colapsado bajo el peso de las inequidades producidas por el capitalismo. A partir de las desigualdades sociales, la delincuencia ha crecido de forma estrepitosa y un grupo de políticos mesiánicos, los Nuevos Padres Fundadores, aprovechan el escenario para crear La Purga. Se trata de una noche en la que todos los delitos están permitidos (incluyendo el asesinato), en la que hordas de ciudadanos de todas las clases sociales salen a cumplir sus deseos violentos. En consecuencia la tasa de criminalidad baja casi a cero, haciendo de Estados Unidos un ilusorio paraíso de 364 días al año y una sola noche infernal.
Con astucia, DeMonaco convierte a la lucha de clases en un cuento de horror que con cada nueva entrega gana en complejidad mientras avanza. Con el estreno de 12 horas para sobrevivir: El inicio la saga da un paso hacia atrás para contar el nacimiento de La Purga. A diferencia de las otras, esta no fue dirigida por DeMonaco (sólo autor del guión) sino por Gerard McMurray, un cineasta negro. El último dato, que en otros casos resultaría inútil, acá es importante porque el relato del origen tiene su epicentro en la comunidad negra y el eterno conflicto racial que atraviesa a la sociedad estadounidense. En esta precuela La Purga es un experimento que los recién elegidos Nuevos Padres Fundadores presentan como única posibilidad de salvar la grandeza americana. El mismo consiste en cerrar Staten Island, barrio insular de Nueva York que la película imagina como epicentro de la pobreza y gran población negra, para que los voluntarios liberen por una noche sus bajos instintos. Pero algo falla en el experimento y el diablo de la política mete la cola.
Aunque el film vuele a mostrar los pincelazos de ingenio y las acotaciones políticas que caracterizan a la serie, remitiendo de manera clara a un capitalismo post Donald Trump, se trata en realidad de su versión más llana e inocua. Y la que de forma más evidente remite a una saga pionera en eso de cruzar el terror con lo social: la de los Muertos Vivos creada por George Romero, otro neoyorquino, cuya primera película también tenía un protagonista negro. Elemental en materia de subtramas, musicalización y argumento, 12 horas para sobrevivir: El inicio tiene como virtud el trabajo sobre la histórica opresión sufrida por la minoría negra y acierta en hacer que, en oposición a los intereses de la política, una banda de narcos con conciencia social acabe convertida en la reserva moral de los Estados Unidos.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Con astucia, DeMonaco convierte a la lucha de clases en un cuento de horror que con cada nueva entrega gana en complejidad mientras avanza. Con el estreno de 12 horas para sobrevivir: El inicio la saga da un paso hacia atrás para contar el nacimiento de La Purga. A diferencia de las otras, esta no fue dirigida por DeMonaco (sólo autor del guión) sino por Gerard McMurray, un cineasta negro. El último dato, que en otros casos resultaría inútil, acá es importante porque el relato del origen tiene su epicentro en la comunidad negra y el eterno conflicto racial que atraviesa a la sociedad estadounidense. En esta precuela La Purga es un experimento que los recién elegidos Nuevos Padres Fundadores presentan como única posibilidad de salvar la grandeza americana. El mismo consiste en cerrar Staten Island, barrio insular de Nueva York que la película imagina como epicentro de la pobreza y gran población negra, para que los voluntarios liberen por una noche sus bajos instintos. Pero algo falla en el experimento y el diablo de la política mete la cola.
Aunque el film vuele a mostrar los pincelazos de ingenio y las acotaciones políticas que caracterizan a la serie, remitiendo de manera clara a un capitalismo post Donald Trump, se trata en realidad de su versión más llana e inocua. Y la que de forma más evidente remite a una saga pionera en eso de cruzar el terror con lo social: la de los Muertos Vivos creada por George Romero, otro neoyorquino, cuya primera película también tenía un protagonista negro. Elemental en materia de subtramas, musicalización y argumento, 12 horas para sobrevivir: El inicio tiene como virtud el trabajo sobre la histórica opresión sufrida por la minoría negra y acierta en hacer que, en oposición a los intereses de la política, una banda de narcos con conciencia social acabe convertida en la reserva moral de los Estados Unidos.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.