De paso por Buenos Aires para presentar su nuevo libro, Una novela criminal, el escritor mexicano Jorge Volpi comenta que Operación Masacre de Rodolfo Walsh le parece un texto extraordinario, pero que por desgracia es inconseguible en su país. Lo sabe bien, porque no hace mucho realizó un taller sobre escritura de no ficción y no pudo integrar dicha novela a la lista de lecturas sugeridas porque, increíblemente, los editores mexicanos parecen desconocer su existencia. Los lazos entre ese libro de Walsh y su nuevo trabajo no son pocos: en sus más de 500 páginas Volpi reconstruye con precisión detectivesca el complejo caso Cassez-Vallarta que conmueve y divide a la opinión pública mexicana desde su inicio, el 9 de diciembre de 2005.
Israel Vallarta y quien por entonces era su pareja, la francesa Florence Cassez, fueron detenidos en la madrugada de aquel día por un escuadrón antisecuestros en el domicilio del primero, en un operativo de proporciones cinematográficas que fue transmitido en directo por dos canales de noticias. En ese mismo acto las fuerzas liberaron a tres víctimas de secuestros extorsivos, un hombre, una mujer y su hijo de 8 años, quienes supuestamente se encontraban cautivos en la propiedad de Vallarta. Sin embargo las irregularidades comenzaron a enturbiar el procedimiento casi desde foja cero. Poco después se supo que aquella espectacular detención fue en realidad un montaje urdido por los más altos funcionarios y las fuerzas públicas, en connivencia con los medios de comunicación, y que la confesión de Vallarta fue obtenida bajo tortura. Sin embargo, 13 años después Vallarta sigue preso y Cassez fue liberada luego de que su caso se convirtiera en el eje del conflicto diplomático más grave en la historia de las relaciones entre México y Francia.
Una novela criminal le valió a Volpi el Premio Alfaguara de Novela 2018. Es sus páginas recorre cada vericueto de un caso laberíntico, apartándose deliberadamente de las formas literarias tradicionales, para adoptar el estilo de la crónica periodística, los documentos legales, los expedientes jurídicos o las declaraciones testimoniales. El resultado es una novedosa pieza de no ficción (el autor prefiere llamarla novela sin ficción o novela documental) que consigue ser tan atrapante como la mejor novela de intrigas. “Lo que a mí me parece peor no es tanto que se falsee la realidad, porque eso se ha hecho antes en muchas ocasiones”, dice Volpi. “Ahora se trata de que las mentiras se revelan, se vuelven obvias, y a nadie le importa. Es decir que la revelación de la mentira no tiene ningún efecto”, concluye.
-Pero qué le parece más grave: ¿que la verdad deje de existir o que deje de importarnos?
-Que la verdad deje de existir quizás es el paso previo. Pero en el siglo XXI con el concepto de posverdad llegamos más allá: ya no es tanto pensar que existen varias verdades, sino la idea de que confrontados directamente a la falsedad de la mentira no nos importa siquiera la verdad.
-En la novela usted hace referencia a Truman Capote y a A sangre fría, aunque hay mucha diferencia entre la abierta intención literaria de aquel, y su voluntad de acercarse al estilo de legajos y documentos judiciales. Pero esa forma de narrar tratando de pegarse a los hechos, a la acción, también lo acerca de algún modo a lo cinematográfico. ¿Cómo trabajó ese aspecto?
-El proceso de escritura empezó con la lectura del expediente. Como no soy periodista mi método fue distinto. No es que hice la investigación y luego escribí el libro, sino que conforme iba investigando de inmediato lo iba integrando al archivo del libro. Entonces, a diferencia de casi todo lo que he escrito, este libro se escribió como un rompecabezas, por pedazos, y luego se fue llenando. ¿Con qué? Con la información del expediente, con las entrevistas que hice, con todo lo que revisé del material previo –libros, investigaciones anteriores, el material audiovisual— y todo se iba integrando. Hasta que con todo eso tuve una primera versión del libro de 800, páginas escrita en tercera persona, porque en ese momento quería acercarme más a Capote. Pero al mismo tiempo tratando de dejarle al lector la impresión de que estaba solo frente a los documentos. Le entregué esa versión a mis mejores amigos, los lectores en quienes confío, y todos coincidieron en que era ilegible, imposible, aburrida. Entonces lo rescribí por completo, cambiando de perspectiva.
-¿En ese momento es donde aparece esa aproximación al policial negro, en donde el propio investigador va narrando la pesquisa?
-Exacto, ahí introduzco la primera persona. Una primera persona discreta, porque no habla de sí misma sino que va sirviendo de guía a través de la historia y eso también demandó un ritmo de narración distinto. Me permitió nuevos recursos, más literarios o, como dices tú, más cinematográficos, que estrictamente jurídicos. Me permití incluso algunos juegos temporales. Con todo eso el libro se redujo 300 páginas.
-Desde el momento en que el libro puede ser visto como un informe o una crónica también puede ponerse en duda su carácter de novela. ¿Qué es lo que lo convierte en una?
-Desde el principio he discutido esto con mis amigos y hasta el día de hoy algunos de ellos sostienen que no es una novela sino una crónica periodística extensa. Me parece posible que se trate de periodismo narrativo, porque los límites siempre son imprecisos y arbitrarios. Yo no lo veo como periodismo esencialmente porque no soy periodista, nunca me he formado como tal y este libro lo he escrito igual que a mis demás novelas. Simplemente que aquí todos los hechos están basados en alguna fuente, pero para mí la construcción del libro es novelística y por eso la llamo novela sin ficción o novela documental, y no la llamo crónica.
-¿Piensa que los premios Nobel a Bob Dylan (un cantante) o a Svetlana Alexievich (una periodista) han ayudado a ganar para la literatura territorios que hasta hace poco se percibían como ajenos?
-Creo que tiene que ver un poco. O el premio Cervantes a Elena Poniatowska, que es en esencia una periodista. Sí, los límites están ensanchados, pero creo que siempre lo han estado. Tal vez no en el siglo XIX, donde los géneros se hacen canónicos y entonces los límites se vuelven precisos, pero antes no lo eran y a partir del siglo XX tampoco. Las vanguardias siempre quisieron romper los límites genéricos. Pero nosotros seguimos formados por esta especie de taxonomía decimonónica para decir “esto es un cuento, esto es una novela corta y estos es un ensayo”, cuando en realidad la mezcla literaria siempre ha estado ahí y simplemente estamos terminando por aceptar que el afán clasificatorio del siglo XIX fue sólo un paréntesis.
-Imagino que Una novela criminal lo habrá llevado a cuestionarse muchas cosas respecto de cómo abordar la verdad. ¿A qué conflictos personales se enfrentó?
-Algo que es clave en este libro frente a otros de no ficción, como el de Capote, es que él tenía una ventaja frente a la verdad: confiaba en el sistema de justicia de su país y estaba convencido de que los sujetos sobre los que escribía eran culpables. En libros como ese no hay ninguna discusión respecto de la verdad, porque la verdad queda asumida desde el principio por la confianza en el sistema. A mí me pasó todo lo contrario y por eso el libro es tan distinto. Por supuesto que hubiese querido acercarme más a la verdad, pero entre todos los personajes hacen que se vuelva imposible conocerla. En particular los acusados, lo cual es normal, pero también quienes debieron buscar la verdad –policías, ministerios públicos e incluso los jueces— hicieron lo imposible por destruirla, para que hubiese una verdad a priori que es la de la culpabilidad de los protagonistas.
-También hay una preocupación por indagar acerca de los límites de la ética en el rol del Estado, de los medios, de la Iglesia. De la ética personal incluso.
-Y de la ética de la escritura.
-¿Y cuáles son los límites éticos para un escritor?
-En cualquier texto literario, un soneto por ejemplo, es el autor quien impone los límites. Pero en un libro así las reglas no sólo son estéticas sino también éticas. Una regla fue tratar de incluir las distintas versiones que pudiera haber sobre algunos puntos de la historia. Pero cuando una de ellas me parecía claramente más, no diré verdadera pero sí verosímil, siempre opté por dejarla. Ese es un movimiento ético de la escritura que refleja el punto de vista del narrador y a la vez un recurso novelístico. En general cuando uno toma la decisión de dejar o quitar algo del texto está tomando una decisión estética que se termina volviendo ética. Porque vas contando inevitablemente una versión que por más que intente parecer objetiva, no lo es. Y ahí es donde el texto pierde la inocencia.
-Es decir que ahí, cuando se aparta de la pretensión de ser objetivo, es donde el libro se aleja de lo periodístico y se convierte en novela.
-Exacto. Ahí es donde se encuentra el elemento literario: en la forma.
Entrevista publicada originalmente en la revista Quid.
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