Una forma de describir a Paranormal, debut tardío de Dennis Bartok (cuyo currículum incluye trabajo como programador de la Cinemateca de Los Angeles por más de una década, un paso breve por el Festival de Tribeca, algunos guiones y hasta periodismo), es como una película de terror cuyo mayor mérito radica en una factura prolija –aún cuando los recursos narrativos que utiliza puedan resultar anticuados— y en la eficacia para montar algún golpe de efecto bien dado, de esos que se ven venir a dos o tres planos de distancia, pero que aún así consiguen que el cuerpo se despegue del asiento. La otra es ir encontrándole una a una todas las costuras e hilos flojos, sobre todo en el guión, que parece más obra de un principiante (y ya se ha dicho que de alguna forma Bartok lo es) que de un director de 53 años, por más debutante que sea.
Esta dualidad tiene que ver con un primer acto (y un poquito más) que alienta a tener paciencia más allá de los lugares comunes. Es que en esos primeros 15 o 20 minutos aquella mentada prolijidad formal se superpone y consigue disimular el trazo grueso, generando la esperanza de que tal vez haya algo más en Paranormal de lo que finalmente resulta haber. Dana es una mujer vital y deportista que queda postrada en una cama de hospital luego de un accidente de tránsito en el que estuvo clínicamente muerta durante unos minutos. La decisión de construir la escena previa y el accidente mismo a través de las distintas cámaras de seguridad que Dana encuentra en el recorrido de su footing matinal, funciona como anuncio de que el recurso de utilizar dispositivos de registro que van más allá de lo tradicional tendrá un lugar importante en la estructura del relato.
En su convalecencia Dana comenzará a sentirse observada pero nadie le creerá. Un clásico. A partir de ahí, por culpa del guión, todo se viene abajo a una velocidad crucero de 24 cuadros por segundo. El marido de Dana es un imbécil que actúa con igual impericia el acto de sostener a su mujer como el de meterle los cuernos. El personaje del psicólogo es digno de una película filmada por adolescentes, apareciendo de la nada en la narración y con una actitud que genera dudas: no se sabe si en realidad es un fantasma, un hijo de puta o un pelotudo. Después de eso no sorprende que la directora del hospital sea una especie de señorita Rottenmeier… El único que zafa es Trevor, el enfermero precarizado que tiene su oficina en el sótano, que se gana el corazón proletario de todos con el bate de aluminio que usa para matar las ratas del nosocomio. Él será el único que creerá que la amenaza que siente Dana es real. La tensión entre ella, su marido, la hija y la amante, justo antes de que se desate la previsible carnicería, hace que sobre el final renazca la esperanza. Por un instante alguno creerá que el miedo puede ser metáfora de otra cosa, que el monstruo no es más que un McGuffin para ocultar una monstruosidad doméstica mayor. Pero no, la verdad es que no hay nada más.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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