Nubia se despierta una mañana acostada en la cama de un tipo al que no recuerda. Aunque él la trata como si tuvieran una relación que ya tiene cierto recorrido, nada de lo que el otro le cuenta le resulta ni familiar ni interesante. Al irse, el hombre se despide hasta la noche, pero ella no tarda más que un ratito en armarse un bolso con ropa y salir de ahí sabiendo que no va a volver nunca más a esa casa ni a ver a ese tipo. Una vez en la calle comenzará el largo camino de intentar recuperar su memoria. Su identidad.
En Laguna, su debut como novelista, la poeta y editora Vanina Colagiovanni sigue a Nubia en una travesía en la que la protagonista irá uniendo los pocos puntos borrosos del pasado que aún conserva entre sus recuerdos. Un viaje físico, en tanto la llevan desde la ciudad hasta una comunidad neohippie en Córdoba, pero también mental, en el que Nubia intenta resolver el enigma de esa memoria que ha perdido (y no por primera vez).
Una de las dificultades a las que Nubia se enfrenta es la de encontrar un mundo que no coincide con los fragmentos que va rescatando, como cuando en busca de una librería se encuentra con una peluquería que ahora ocupa su lugar. En ese momento parece ocurrir una doble pérdida, porque ya no es sólo la memoria, sino la propia realidad la que se deshace bajo una nueva máscara extraña y, por eso mismo, siniestra. “Al poner a Nubia en una situación extrema, como la de no recordar el último año de su vida y avanzar a tientas sobre su presente, tuve la excusa para investigar sobre la memoria, la forma en que se construyen los recuerdos, de qué modo las imágenes están adulteradas y se ven modificadas cada vez que son recreadas”, dice Colagiovanni sobre su vínculo de autora con las dificultades que su personaje intenta superar. “Siempre me interesó el tema de los recuerdos y su adherencia, qué es lo que hace qué una escena o una imagen permanezcan y otras no. Qué es lo que está en el fondo de la construcción de un recuerdo, cómo se compone un relato personal. Y por el contrario, qué puede pasar para que se interrumpa la línea de ese relato, se desarme la cronología y ya no se pueda volver atrás”, completa.
El relato de Laguna no sólo avanza a partir del movimiento propio del viaje de Nubia, sino a partir de las historias de las personas que se van atravesando en su camino. En uno de esos cruces conoce a otra chica que también se encuentra realizando su propio viaje personal. Resulta paradójico que el encuentro ponga frente a frente a una mujer que a partir de perder su memoria decide salir al mundo en busca de su identidad, con esta otra que voluntariamente ha decidido cambiar su identidad para dejar atrás una memoria que la persigue. “El tema de las decisiones extremas que se toman en determinado momento y dan forma a una vida es algo que me interesa en general y sobre lo que me gusta leer”, acepta la autora. “De algún modo de ahí parten varios personajes con los que Nubia se encuentra, y también de ese impulso surgen este tipo de ideas de armar comunidades con otras reglas y modos de vida. Me interesaba meterme en la idea de empezar de cero en otro lado que suele estar marcada por algún tipo de malestar, porque nadie deja todo y se va a vivir a la intemperie sin alguna razón. Eso siempre se paga”.
La novela está narrada en tercera persona y la decisión parece oportuna, teniendo en cuenta que habiendo perdido su memoria la protagonista también podría carecer de una voz propia lo suficientemente fuerte para contar su proceso de búsqueda. Colagiovanni acepta parcialmente esa hipótesis, porque es cierto que el libro está narrado en tercera persona, “pero siempre desde la mirada de Nubia y todo atravesado por sus percepciones”. “La novela cuenta, casi como en una road movie, el viaje de esta chica que busca pistas sobre ella, sobre su pasado y de esa forma conoce personajes diferentes”, continúa.
Ese camino la lleva hasta la mencionada comunidad en Traslasierra, en donde su memoria no necesariamente regrese, pero en cambio comienza a percibir una nueva vida que tal vez la satisfaga más que la anterior. La voz de la narradora lo dice claramente: “Ella, que siempre había mirado los lugares y a las personas para concluir ‘no tengo nada que hacer acá’, por primera vez no tenía urgencia por irse”. “En ese entorno de algún modo idílico, donde manda la naturaleza y los vínculos tienen reglas diferentes, ella no tiene que preocuparse por encajar ni por recordar cómo era su vida anterior", dice Colagiovanni. "Se entrega al puro presente y es entonces cuando empiezan a aparecer imágenes de lo que ella cree que puede haberle pasado. Hay una intriga que mueve el relato y un vaivén permanente con ciertas preguntas que tiene enfrente y que no puede contestar”.
Es que junto con la memoria Nubia perdió un modo de vivir y en la búsqueda de la primera tal vez sólo esté intentando hallar una vida distinta a la que no sea necesario olvidar periódicamente, en un ciclo sinfín de pérdidas y rescates. Como si en realidad Nubia hubiera tenido durante toda su vida anterior una urgencia por irse de sí misma. Colagiovanni cree que el olvido también tiene “algo de liberador, de placentero y hasta de adictivo”. Y recuerda una oportuna cita de Eurípides: "Poder olvidar la desgracia es ya la mitad de la dicha". Tal vez ahí esté la clave. “Decidir olvidar algo pareciera a la vez una idea atractiva e imposible. No tenemos potestad sobre el olvido. Estamos hechos de nuestros olvidos. Nuestros lapsus y lagunas nos constituyen tanto como nuestros relatos fundantes”, dice la autora.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
domingo, 31 de julio de 2016
viernes, 29 de julio de 2016
CINE - "El francesito", de Miguel Luis Kohan: Pichon Rivière para todos
Todos los años la Asociación Psicoanalítica organizaba un partido de fútbol de confraternidad, en el cual se enfrentaban alumnos y profesores. En aquella oportunidad el partido iba 0 a 0 cuando el eminente Enrique Pichon Rivière, que formaba parte del equipo docente, cayó con violencia dentro del área rival producto del contacto con un contrincante y el referí cobró el penal. Enseguida Pichon se acercó caballerosamente al arquero contrario y le propuso lo siguiente: “Mirá, como este es un partido de camaradería y estamos empatados, me parece que lo mejor es que la cosa termine de esta manera, porque es un acto democrático y así después nos vamos todos contentos a comer el asado”. El alumno aceptó con gusto y entre ambos convinieron en que Pichon ejecutaría el penal sobre la derecha, para que el arquero pudiera detener el envío y sellar ese pacto de igualdad. Cuando el árbitro al fin dio la orden, el arquero cumplió en arrojarse hacia la derecha pero Pichon, rompiendo su palabra, pateó hacia el lado contrario y convirtió el gol que selló el triunfo del equipo de los profesores. Cuando el arquero de los alumnos lo increpó, furioso por su deslealtad, sin perder la calma Pichon le respondió que siempre es un buen momento para aprender una lección y mirándolo fijamente le dijo: “Nunca le creas a tus maestros”.
La desacralización es uno de los méritos del documental El Francesito, de Miguel Kohan, que consigue mirar a su objeto de estudio desde una gran diversidad de puntos de vista. Una decisión bienvenida, en tanto permite conocer un poco más allá de las convenciones biográficas a una de las figuras más importantes del desarrollo del psicoanálisis en la Argentina. Lo cual, a mediados del siglo XX y tratándose de uno de los países más psicoanalizados del planeta, equivale a decir de todo el mundo. Porque eso era Pichon Rivière, un intelectual de fuste, un referente de gran influencia en el ámbito académico, interlocutor directo de otras figuras globales del psicoanálisis como el propio Jacques Lacan, y fundador de la psicología social, disciplina que combina elementos del psicoanálisis con la sociología.
La anécdota del partido de fútbol, que un testigo cuenta como real, bien puede ser tomada como una leyenda y eso, lejos de representar una posible flaqueza, en realidad ayuda a tener una dimensión más humana y completa de un personaje de auténtico estatus mítico. Lo mismo ocurre con buena parte de la información que sus familiares, amigos, colegas y alumnos van aportándole al relato. Su hijo cuenta que la familia emigró desde Francia cuando su padre era apenas un nene. El destino final era el Chaco, a donde el pater familias pretendía avanzar en el negocio de la producción algodonera. Junto a él vinieron su esposa y sus muchos hijos, de los cuales Enrique era el más chico y el único fruto de esa pareja. Todos los otros procedían del matrimonio anterior del padre con la hermana fallecida de su nueva esposa (y ex cuñada). Con lo cual Enrique era hermano de sus primos: más freudiano, imposible.
No faltan referencias sobre la importancia que tuvo esa crianza en la selva chaqueña y la vida integrada a una comunidad guaraní, en la mirada social que le imprimiría a la escuela de pensamiento que fundará décadas más tarde. Tampoco las citas de la poesía del Conde de Lautremont, la mención de su amistad con Roberto Arlt o su condición de médico de Discépolo (aunque nadie aclara si de Armando o de Enrique Santos), ni las voces de personalidades destacadas que cultivaron distintos grados de intimidad con él. Del artista plástico Gyula Koscice al cineasta Juan José Stagnaro y del psicólogo y arquitecto Alredo Moffat al poeta y filósofo Vicente Zito Lema, todos desfilan para recordarlo con admiración.
Pero los relatos no se limitan a la mera exaltación y por momentos el recorrido avanza por algunos rincones menos iluminados de la vida de Pichon Rivière. Como cuando nuevamente su hijo rememora las discusiones que su padre mantenía con su madre, la también psicóloga Arminda Aberastury, ya no a partir de cuestiones vinculadas a la disciplina que compartían, sino por los más triviales asuntos domésticos, como el orden de la casa. Aunque el perfil de Pichon que Kohan traza en El Francesito nunca deja de ser laudatorio, también tiene la generosidad de observar a su protagonista no sólo a través del extraordinario cristal de su obra, sino de su avatar más terrenal, delineando un retrato bastante amplio (y justo) de esta eminencia que, antes que nada, era un hombre como cualquier otro.
Artículo escrito originalmente para ser publicado en la sección Espectáculos de Página/12.
La desacralización es uno de los méritos del documental El Francesito, de Miguel Kohan, que consigue mirar a su objeto de estudio desde una gran diversidad de puntos de vista. Una decisión bienvenida, en tanto permite conocer un poco más allá de las convenciones biográficas a una de las figuras más importantes del desarrollo del psicoanálisis en la Argentina. Lo cual, a mediados del siglo XX y tratándose de uno de los países más psicoanalizados del planeta, equivale a decir de todo el mundo. Porque eso era Pichon Rivière, un intelectual de fuste, un referente de gran influencia en el ámbito académico, interlocutor directo de otras figuras globales del psicoanálisis como el propio Jacques Lacan, y fundador de la psicología social, disciplina que combina elementos del psicoanálisis con la sociología.
La anécdota del partido de fútbol, que un testigo cuenta como real, bien puede ser tomada como una leyenda y eso, lejos de representar una posible flaqueza, en realidad ayuda a tener una dimensión más humana y completa de un personaje de auténtico estatus mítico. Lo mismo ocurre con buena parte de la información que sus familiares, amigos, colegas y alumnos van aportándole al relato. Su hijo cuenta que la familia emigró desde Francia cuando su padre era apenas un nene. El destino final era el Chaco, a donde el pater familias pretendía avanzar en el negocio de la producción algodonera. Junto a él vinieron su esposa y sus muchos hijos, de los cuales Enrique era el más chico y el único fruto de esa pareja. Todos los otros procedían del matrimonio anterior del padre con la hermana fallecida de su nueva esposa (y ex cuñada). Con lo cual Enrique era hermano de sus primos: más freudiano, imposible.
No faltan referencias sobre la importancia que tuvo esa crianza en la selva chaqueña y la vida integrada a una comunidad guaraní, en la mirada social que le imprimiría a la escuela de pensamiento que fundará décadas más tarde. Tampoco las citas de la poesía del Conde de Lautremont, la mención de su amistad con Roberto Arlt o su condición de médico de Discépolo (aunque nadie aclara si de Armando o de Enrique Santos), ni las voces de personalidades destacadas que cultivaron distintos grados de intimidad con él. Del artista plástico Gyula Koscice al cineasta Juan José Stagnaro y del psicólogo y arquitecto Alredo Moffat al poeta y filósofo Vicente Zito Lema, todos desfilan para recordarlo con admiración.
Pero los relatos no se limitan a la mera exaltación y por momentos el recorrido avanza por algunos rincones menos iluminados de la vida de Pichon Rivière. Como cuando nuevamente su hijo rememora las discusiones que su padre mantenía con su madre, la también psicóloga Arminda Aberastury, ya no a partir de cuestiones vinculadas a la disciplina que compartían, sino por los más triviales asuntos domésticos, como el orden de la casa. Aunque el perfil de Pichon que Kohan traza en El Francesito nunca deja de ser laudatorio, también tiene la generosidad de observar a su protagonista no sólo a través del extraordinario cristal de su obra, sino de su avatar más terrenal, delineando un retrato bastante amplio (y justo) de esta eminencia que, antes que nada, era un hombre como cualquier otro.
Artículo escrito originalmente para ser publicado en la sección Espectáculos de Página/12.
CINE - "Cuando las luces se apagan" (Lights Out), de David F. Sandberg: Méritos oscurecidos
Sin dar pena, como ocurre de manera bastante frecuente, pero tampoco sin grandes novedades respecto de su temática o del enfoque estético con el cuál se aborda la narración, Cuando las luces se apagan, de David Sandberg, se suma a la lista siempre extensa de las películas de terror que se estrenan cada año. Nada nuevo, sí, pero combinado de tal forma que al menos ofrece algunos puntos dignos de mencionarse. Eso, más una cuota más o menos certera de efectismo es lo que salvan a esta propuesta convencional de desbarrancar por completo en el abismo de las películas estériles e inocuas.
Con un título que deschava por completo el rumbo que irá tomando la cosa, Cuando las luces se apagan está ordenada en torno de los miedos más extendidos vinculados a la infancia, al menos dentro de la cultura occidental. Pero no se limita a los miedos específicamente infantiles, es decir, aquellos que los chicos padecen en forma directa, sino también a otros que los padres pueden sentir frente a ciertas conductas de sus hijos que se apartan de lo convencional o lo esperable, o de algunas de las fantasías más comunes de la primera edad. De ese modo la película recorre (de manera obvia) el temor a la oscuridad, pero además el miedo al abandono parental, combinándolo con el tema del amigo invisible (que remite al clásico y muy citado tópico freudiano del doble), asunto que suele aterrorizar a más de un padre y por el que no pocos chicos acaban abonados a gabinetes psicopedagógicos y consultas psiquiátricas. O, como en el caso de las películas de terror, a alguna institución mental en donde se experimenta con los pacientes.
Basada en un corto del propio Sandberg, quién debuta en la dirección de largometrajes, la película gira en torno de una mujer que mantiene una relación de aparente (y retorcida) amistad con un ente que habita en la oscuridad de su casa y a la que la luz hace desaparecer. Y, por su puesto, del vínculo de esta mujer con sus dos hijos, los protagonistas, una joven y un niño que son acosados por esta presencia, porque los celos también forman parte de este cóctel. Pero si la suma de los elementos podría (hubiera podido) dar por resultado una película menos convencional, la omnipresencia de esa entelequia a la que se puede bautizar had hoc como “Lo mismo de siempre”, pronto aparece para achatar todo el potencial.
Víctimas encerradas en sótanos laberínticos; personajes arrastrados por las piernas hasta desaparecer en la oscuridad; luces que insisten en apagarse en el momento justo; el ya mencionado hospital psiquiátrico como deus ex machina y mito de origen. Un final inesperadamente crudo vuelve a levantar un poco el promedio, pero no alcanza para poner la balanza a favor.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Con un título que deschava por completo el rumbo que irá tomando la cosa, Cuando las luces se apagan está ordenada en torno de los miedos más extendidos vinculados a la infancia, al menos dentro de la cultura occidental. Pero no se limita a los miedos específicamente infantiles, es decir, aquellos que los chicos padecen en forma directa, sino también a otros que los padres pueden sentir frente a ciertas conductas de sus hijos que se apartan de lo convencional o lo esperable, o de algunas de las fantasías más comunes de la primera edad. De ese modo la película recorre (de manera obvia) el temor a la oscuridad, pero además el miedo al abandono parental, combinándolo con el tema del amigo invisible (que remite al clásico y muy citado tópico freudiano del doble), asunto que suele aterrorizar a más de un padre y por el que no pocos chicos acaban abonados a gabinetes psicopedagógicos y consultas psiquiátricas. O, como en el caso de las películas de terror, a alguna institución mental en donde se experimenta con los pacientes.
Basada en un corto del propio Sandberg, quién debuta en la dirección de largometrajes, la película gira en torno de una mujer que mantiene una relación de aparente (y retorcida) amistad con un ente que habita en la oscuridad de su casa y a la que la luz hace desaparecer. Y, por su puesto, del vínculo de esta mujer con sus dos hijos, los protagonistas, una joven y un niño que son acosados por esta presencia, porque los celos también forman parte de este cóctel. Pero si la suma de los elementos podría (hubiera podido) dar por resultado una película menos convencional, la omnipresencia de esa entelequia a la que se puede bautizar had hoc como “Lo mismo de siempre”, pronto aparece para achatar todo el potencial.
Víctimas encerradas en sótanos laberínticos; personajes arrastrados por las piernas hasta desaparecer en la oscuridad; luces que insisten en apagarse en el momento justo; el ya mencionado hospital psiquiátrico como deus ex machina y mito de origen. Un final inesperadamente crudo vuelve a levantar un poco el promedio, pero no alcanza para poner la balanza a favor.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 28 de julio de 2016
LIBROS - Ricos y pobres en la literatura: Heidi y la revolución
Al principio de la literatura eran la gloria y el honor los que regían la conducta y el destino de los protagonistas. En ese tiempo el dinero y la riqueza no pasaban de ser cuestiones secundarias, en todo caso un artículo en disputa, como tantos otros, y a ningún héroe se le hubiera ocurrido entonces ponerse a hablar de economía. Eso no significa que la economía no tuviera ya una existencia de hecho en aquel mundo de ilíadas y odiseas, sino que la literatura no encontraba ahí un tema de interés. Sin ir más lejos, la Guerra de Troya real (o lo que en la actualidad se supone de ella) no fue sino una guerra económica cuyo objeto era el dominio territorial de un paso estratégico para el comercio de la época, el estrecho de los Dardanelos, que para un imperio en expansión como el helénico equivalía a una puerta de entrada hacia el Oriente. Por supuesto que Homero, padre de la literatura occidental, sabía que una guerra por semejante trivialidad no hubiera representado de ningún interés para sus contemporáneos o bien el tema no le interesaba a él mismo en tanto autor. Con inteligencia, el primer gran ciego de la literatura universal escondió para siempre los motivos mundanales de aquella guerra detrás de una mujer y de un conflicto entre machos alfa llevado a la modesta escala global de aquel entonces.
Tal vez los primeros libros en donde exista una conciencia plena sobre la diferencia entre pobres y ricos, y con ella cierta percepción de las cuestiones económicas que las determinan, sean los Evangelios. Y son los Evangelios y no La Biblia en general, porque a grandes rasgos la mayor parte del Antiguo Testamento es más bien una colección de mitos de origen (del universo, pero también de la nación hebrea), en donde la épica sigue siendo el tema central. La de Babel; la de Noé y el arca; la de Lot en Sodoma y Gomorra; la de Moisés escapando del ejército egipcio por un pelito; la derrota del gigante Goliat por una pedrada del pastorcito David, luego rey; las hazañas de Sansón; el viaje de Jonás en el interior de una ballena, son todas historias en las que el fondo moral avanza a caballo de la épica. En cambio en los Evangelios, en esa opción de Cristo por los pobres, hay una conciencia social que inevitablemente se asienta en algunos criterios proto-económicos. No por nada se suele afirmar, como canta Joaquín Sabina en “Como te digo una ‘co’ te digo la ‘o’”, ese rap sui géneris incluido en su disco 19 días y 500 noches, que Cristo es el primer comunista.
No sería hasta la Edad Media en que las cuestiones de clase y algunas fantasías económicas como el ascenso social, aparecieran de manera tangencial en tanto temas literarios. Ahí se encuentra el alma de muchos de los cuentos tradicionales europeos que luego fueron incluidos en numerosas recopilaciones, de las cuales las más célebres son la de los germánicos hermanos Grimm y la del francés Charles Perrault. Claro que la economía todavía no existía formalmente como ciencia y entonces las causas de ese ascenso social tienen un origen maravilloso antes que económico. A ver: la protagonista de “La Cenicienta” es una adolescente huérfana reducida a servidumbre por su familia política, que merced la intercesión de un hada madrina consigue que el Príncipe Azul se fije en ella y le proponga matrimonio, oferta que, era de esperar, ella acepta. Ocurre a la inversa en “Piel de asno”, cuento en el que una princesa utiliza la piel mágica de un asno para convertirse en pobre y así escapar de su propio padre, un rey viudo con tendencia a la endogamia que pretende casarse con ella. Claro que, tratándose de un cuento popular, no tendría gracia que la protagonista permaneciera en la indigencia y no tarda en volver a ascender a su propia clase cuando, otra vez, el Príncipe Azul se enamora de ella y la desposa. Pero no sólo las chicas son las que cambian harapos por blasones en los cuentos de hadas. En “El gato con botas” es el joven hijo desheredado de un molinero quien se une en matrimonio con una princesa gracias a la sagacidad de un gato pícaro y hábil declarante, quien consigue engañar al rey de la comarca haciéndole creer que aquel pobre diablo es en realidad un miembro de la nobleza. Pero además de ser uno más en la lista de los Fairy Tales que ponen en escena una versión de fantasía del ascenso social, “El gato con botas” es uno de los ejemplos más antiguos en los que un sinvergüenza engaña a un incauto con la vieja técnica de El cuento del tío, que no es otra cosa que uno de los delitos económicos más tradicionales.
La mayoría de los especialistas coinciden en datar el origen de la economía como disciplina en el año 1776, cuando Adam Smith publica su obra más célebre, La riqueza de las naciones, considerada también la piedra basal del capitalismo. Dos curiosidades genealógicas al respecto. La primera, que el padre del capitalismo sea tocayo del padre de la humanidad según el extendido mito judeocristiano (Adam y Adán), le da al asunto un inesperado tono místico no exento de gracia; la segunda: que el año de publicación del libro en el Reino Unido coincida con el de la fundación de los Estados Unidos, máximos exégetas, impulsores y apologistas de la economía del capital, resulta un extraordinario ejemplo de sincronismo histórico con mucho de paradojal. Tampoco es una casualidad que la economía se volviera un tema más explícito en la literatura recién después de la aparición del libro de Smith.
Ya a mediados del siglo XIX, con la Revolución Industrial ya consumada e incluso antes de que el binomio formado por Karl Marx y Friedrich Engels publicaran El capital durante la década de 1860, la noción de clases sociales comienza a aparecer de forma más evidente dentro de los argumentos y las historias que la literatura se decide a abordar. Autores como Mark Twain, Charles Dickens, las hermanas Brönte y toda la dinastía clásica de autores rusos, entre otros, hicieron girar buena parte de sus obras en torno a ese tópico de manera más o menos central. Los ejemplos son incontables pero hay algunos que resulta oportuno citar. El de Heidi, novela de la escritora suiza Johanna Spyri, es uno de esos casos.
Publicado originalmente en 1880, se trata de uno de los libros más conocidos de la literatura suiza en todo el mundo, aunque sin dudas el animé homónimo creado por el maestro de los dibujos animados japoneses Isao Takahata (fundador de los míticos estudios Ghilbi, junto a otro de los genios del género, Hayao Miyazaki), ha tenido muchísimo que ver en la gran popularidad que alcanzaron la novela y, sobre todo, su protagonista, casi un siglo después. La historia de la pequeña Heidi no es otra cosa que una excursión por los diferentes estratos de los que se conformaban las sociedades europeas decimonónicas posteriores a la mencionada Revolución Industrial. Pero al contrario de lo que ocurría en “Piel de asno”, este recorrido social no tiene nada de fabuloso ni de fantástico. Heidi tiene apenas 6 años cuando sus padres mueren y queda al cuidado de su tía materna, quien ante la posibilidad de conseguir un trabajo en la ciudad no duda en dejar a la nena con su abuelo paterno, un viejo pastor de cabras que vive recluido, aislado de todo, en una pequeña granja perdida en los Alpes. Ahí Heidi entra en contacto con el mundo rural de pastores y granjeros que todavía se encuentran al margen del concepto marxista de clases, donde lleva una vida frugal organizada alrededor de la ética del trabajo. Pero bastará que la chica se encariñe con ese universo y sus habitantes, para que la tía regrese para llevársela a Frankfurt, gran centro económico del Imperio Alemán. En la ciudad vivirá como compañera de Clara Sesemann, una nena inválida un poco más grande, también huérfana de madre e hija de un poderoso hombre de negocios. De ese modo la protagonista conocerá la educación, las costumbres y las comodidades de la vida urbana y burguesa que provee el poder económico de la familia Sesemann, pero también la discriminación y el desprecio de clase. Para Heidi la vida en la ciudad sólo representará un encierro doloroso y el sometimiento a normas, rutinas y obligaciones que acabarán por deprimirla y enfermarla. Si se mira al asunto desde el presente, cualquier vínculo con la idea de alienación propuesta por Marx de ningún modo es mera coincidencia. Que Frankfurt también sea el escenario donde algunas décadas después surgiría la emblemática Escuela de Frankfurt, emblema y “think tank” del pensamiento neomarxista a principios del siglo XX, resulta una vez más un detalle de curiosa significación.
Dos años después de la aparición de Heidi en Europa, Twain publica en los Estados Unidos El príncipe y el mendigo (1882). En esta novela el autor realiza la operación de poner en espejo de manera explícita las desproporcionadas diferencias de clase que signan aquella modernidad victoriana, dejando en claro al mismo tiempo que la brecha entre ricos y pobres ya no puede ser vista como un hecho natural inamovible. Los protagonistas son dos adolescentes de fisonomía casi idéntica, uno heredero al trono de Inglaterra y el otro hijo de una familia del lumpen, quienes intercambian sus lugares de forma accidental, permitiendo que cada uno descubra esa cara del mundo que su propia clase social les impide conocer de otra manera. La experiencia servirá para que el joven noble, ahora conocedor de las injusticias de la división social, pueda ser quizás un gobernante más ecuánime. Algo que los lectores nunca podrán constatar, porque El príncipe y el mendigo termina en el momento de la coronación del joven príncipe. A lo sumo podrán arriesgar conclusiones en base a sus propias experiencias en la vida real, donde es bien sabido que un gobernante rico, aun cuando se declare conocedor de las desdichas y problemas de los pobres, no necesariamente será el más piadoso ni, mucho menos, el más justo.
Artículo publicado originalmente en el Suplemento Literario Télam. Descargar suplemento completo ACÁ.
Tal vez los primeros libros en donde exista una conciencia plena sobre la diferencia entre pobres y ricos, y con ella cierta percepción de las cuestiones económicas que las determinan, sean los Evangelios. Y son los Evangelios y no La Biblia en general, porque a grandes rasgos la mayor parte del Antiguo Testamento es más bien una colección de mitos de origen (del universo, pero también de la nación hebrea), en donde la épica sigue siendo el tema central. La de Babel; la de Noé y el arca; la de Lot en Sodoma y Gomorra; la de Moisés escapando del ejército egipcio por un pelito; la derrota del gigante Goliat por una pedrada del pastorcito David, luego rey; las hazañas de Sansón; el viaje de Jonás en el interior de una ballena, son todas historias en las que el fondo moral avanza a caballo de la épica. En cambio en los Evangelios, en esa opción de Cristo por los pobres, hay una conciencia social que inevitablemente se asienta en algunos criterios proto-económicos. No por nada se suele afirmar, como canta Joaquín Sabina en “Como te digo una ‘co’ te digo la ‘o’”, ese rap sui géneris incluido en su disco 19 días y 500 noches, que Cristo es el primer comunista.
No sería hasta la Edad Media en que las cuestiones de clase y algunas fantasías económicas como el ascenso social, aparecieran de manera tangencial en tanto temas literarios. Ahí se encuentra el alma de muchos de los cuentos tradicionales europeos que luego fueron incluidos en numerosas recopilaciones, de las cuales las más célebres son la de los germánicos hermanos Grimm y la del francés Charles Perrault. Claro que la economía todavía no existía formalmente como ciencia y entonces las causas de ese ascenso social tienen un origen maravilloso antes que económico. A ver: la protagonista de “La Cenicienta” es una adolescente huérfana reducida a servidumbre por su familia política, que merced la intercesión de un hada madrina consigue que el Príncipe Azul se fije en ella y le proponga matrimonio, oferta que, era de esperar, ella acepta. Ocurre a la inversa en “Piel de asno”, cuento en el que una princesa utiliza la piel mágica de un asno para convertirse en pobre y así escapar de su propio padre, un rey viudo con tendencia a la endogamia que pretende casarse con ella. Claro que, tratándose de un cuento popular, no tendría gracia que la protagonista permaneciera en la indigencia y no tarda en volver a ascender a su propia clase cuando, otra vez, el Príncipe Azul se enamora de ella y la desposa. Pero no sólo las chicas son las que cambian harapos por blasones en los cuentos de hadas. En “El gato con botas” es el joven hijo desheredado de un molinero quien se une en matrimonio con una princesa gracias a la sagacidad de un gato pícaro y hábil declarante, quien consigue engañar al rey de la comarca haciéndole creer que aquel pobre diablo es en realidad un miembro de la nobleza. Pero además de ser uno más en la lista de los Fairy Tales que ponen en escena una versión de fantasía del ascenso social, “El gato con botas” es uno de los ejemplos más antiguos en los que un sinvergüenza engaña a un incauto con la vieja técnica de El cuento del tío, que no es otra cosa que uno de los delitos económicos más tradicionales.
La mayoría de los especialistas coinciden en datar el origen de la economía como disciplina en el año 1776, cuando Adam Smith publica su obra más célebre, La riqueza de las naciones, considerada también la piedra basal del capitalismo. Dos curiosidades genealógicas al respecto. La primera, que el padre del capitalismo sea tocayo del padre de la humanidad según el extendido mito judeocristiano (Adam y Adán), le da al asunto un inesperado tono místico no exento de gracia; la segunda: que el año de publicación del libro en el Reino Unido coincida con el de la fundación de los Estados Unidos, máximos exégetas, impulsores y apologistas de la economía del capital, resulta un extraordinario ejemplo de sincronismo histórico con mucho de paradojal. Tampoco es una casualidad que la economía se volviera un tema más explícito en la literatura recién después de la aparición del libro de Smith.
Ya a mediados del siglo XIX, con la Revolución Industrial ya consumada e incluso antes de que el binomio formado por Karl Marx y Friedrich Engels publicaran El capital durante la década de 1860, la noción de clases sociales comienza a aparecer de forma más evidente dentro de los argumentos y las historias que la literatura se decide a abordar. Autores como Mark Twain, Charles Dickens, las hermanas Brönte y toda la dinastía clásica de autores rusos, entre otros, hicieron girar buena parte de sus obras en torno a ese tópico de manera más o menos central. Los ejemplos son incontables pero hay algunos que resulta oportuno citar. El de Heidi, novela de la escritora suiza Johanna Spyri, es uno de esos casos.
Publicado originalmente en 1880, se trata de uno de los libros más conocidos de la literatura suiza en todo el mundo, aunque sin dudas el animé homónimo creado por el maestro de los dibujos animados japoneses Isao Takahata (fundador de los míticos estudios Ghilbi, junto a otro de los genios del género, Hayao Miyazaki), ha tenido muchísimo que ver en la gran popularidad que alcanzaron la novela y, sobre todo, su protagonista, casi un siglo después. La historia de la pequeña Heidi no es otra cosa que una excursión por los diferentes estratos de los que se conformaban las sociedades europeas decimonónicas posteriores a la mencionada Revolución Industrial. Pero al contrario de lo que ocurría en “Piel de asno”, este recorrido social no tiene nada de fabuloso ni de fantástico. Heidi tiene apenas 6 años cuando sus padres mueren y queda al cuidado de su tía materna, quien ante la posibilidad de conseguir un trabajo en la ciudad no duda en dejar a la nena con su abuelo paterno, un viejo pastor de cabras que vive recluido, aislado de todo, en una pequeña granja perdida en los Alpes. Ahí Heidi entra en contacto con el mundo rural de pastores y granjeros que todavía se encuentran al margen del concepto marxista de clases, donde lleva una vida frugal organizada alrededor de la ética del trabajo. Pero bastará que la chica se encariñe con ese universo y sus habitantes, para que la tía regrese para llevársela a Frankfurt, gran centro económico del Imperio Alemán. En la ciudad vivirá como compañera de Clara Sesemann, una nena inválida un poco más grande, también huérfana de madre e hija de un poderoso hombre de negocios. De ese modo la protagonista conocerá la educación, las costumbres y las comodidades de la vida urbana y burguesa que provee el poder económico de la familia Sesemann, pero también la discriminación y el desprecio de clase. Para Heidi la vida en la ciudad sólo representará un encierro doloroso y el sometimiento a normas, rutinas y obligaciones que acabarán por deprimirla y enfermarla. Si se mira al asunto desde el presente, cualquier vínculo con la idea de alienación propuesta por Marx de ningún modo es mera coincidencia. Que Frankfurt también sea el escenario donde algunas décadas después surgiría la emblemática Escuela de Frankfurt, emblema y “think tank” del pensamiento neomarxista a principios del siglo XX, resulta una vez más un detalle de curiosa significación.
Dos años después de la aparición de Heidi en Europa, Twain publica en los Estados Unidos El príncipe y el mendigo (1882). En esta novela el autor realiza la operación de poner en espejo de manera explícita las desproporcionadas diferencias de clase que signan aquella modernidad victoriana, dejando en claro al mismo tiempo que la brecha entre ricos y pobres ya no puede ser vista como un hecho natural inamovible. Los protagonistas son dos adolescentes de fisonomía casi idéntica, uno heredero al trono de Inglaterra y el otro hijo de una familia del lumpen, quienes intercambian sus lugares de forma accidental, permitiendo que cada uno descubra esa cara del mundo que su propia clase social les impide conocer de otra manera. La experiencia servirá para que el joven noble, ahora conocedor de las injusticias de la división social, pueda ser quizás un gobernante más ecuánime. Algo que los lectores nunca podrán constatar, porque El príncipe y el mendigo termina en el momento de la coronación del joven príncipe. A lo sumo podrán arriesgar conclusiones en base a sus propias experiencias en la vida real, donde es bien sabido que un gobernante rico, aun cuando se declare conocedor de las desdichas y problemas de los pobres, no necesariamente será el más piadoso ni, mucho menos, el más justo.
Artículo publicado originalmente en el Suplemento Literario Télam. Descargar suplemento completo ACÁ.
jueves, 21 de julio de 2016
CINE - "Paula", de Eugenio Canevari: Silencio de campo
Las primeras escenas plantean con nitidez las diferencias entre los universos sociales en los cuales se desarrollará Paula, debut del director argentino Eugenio Canevari. Lo hacen de una manera sutil, usando como vehículos a algunos personajes que si bien pueden pasar desapercibidos, son lo suficientemente importantes como para ser incluidos en los títulos finales: los perros. El del comienzo deambula por un basural, revolviendo todo lo que se cruza, a medida que avanza con ese andar despreocupado que tienen los cuzquitos callejeros. Huele algo por acá, mordisquea un poco más allá, se come algunas porquerías que encuentra y termina durmiendo tirado en el piso, entre la basura, mientras cae la tarde y el plano se va cerrando sobre él. Corte a otro perro, de pelaje negro, limpio y brillante, que parece acostumbrado a caminar de memoria por el borde de la pileta de natación de una casa de campo, sin atender a nada, atado a una rutina que le permite no caer al agua, pero también no pisar los azulejitos con los que uno de los chicos de la familia juega a armar un mosaico en el suelo. En la escena siguiente aparece por primera vez Paula, la protagonista, una adolescente que, como se verá a medida que la película vaya avanzando, está más sola que un perro.
Las escenas con las que se cuenta la historia de Paula son muy elocuentes, y lo son a pesar de la escasez de palabras. Canevari parece haber entendido que la elocuencia en un buen narrador no está atada de manera directamente proporcional a la verborragia de sus personajes, sino que hay muchas otras lenguas de las cuales servirse para hacer que el relato avance y, al mismo tiempo, transmitirle al espectador toda la información que necesita. El director consigue que los silencios, los sonidos del ambiente, algunos de los detalles aparentemente triviales en la composición de un plano, las miradas, los gestos y los ademanes (incluso los que son apenas perceptibles), se conviertan en herramientas que aportan al desarrollo de la historia. La de Paula, que trabaja cuidando a los hijos de una joven pareja de terratenientes de provincia, que no parecen conectar con nada, ni entre ellos, ni con sus hijos, ni con la realidad. Paula acaba de descubrir que está embarazada y no sabe a quién acudir por ayuda.
Parca, cerrada sobre si misma, en el voraz intento de conseguir ayuda de las pocas personas a las que puede recurrir, la protagonista se esfuerza para ir en contra de su dificultad para comunicarse. En la vereda opuesta, sus jóvenes patrones, aparentemente dedicados al negocio sojero, no parecen tan distintos, inmersos en la trivialidad. Ella, hastiada hasta de sus propios hijos, con los que apenas se vincula, delegando en Paula el esfuerzo emocional de la maternidad (y la chica hará lo que puede y no lo hará tan mal); él, evadiendo todo, enfrascado en sus llamadas telefónicas y en la lectura de La Nación. En los tres casos (y en el de todo el elenco), los actores logran que sus personajes irradien, con la economía de recursos a la que los obliga la película, todo aquello que permanece en el mundo de lo no dicho. La suma de esos silencios vuelve aún más siniestro el derrotero sordamente desesperado de Paula por sacarse ese hijo de encima.
Paula es una galería de personajes monstruosos, aterradores por la frialdad con que van tejiendo esa red de vínculos truncos en la que nunca hay posibilidad de un verdadero diálogo, porque no existen interlocutores. La película acierta en retratar ese mundo oscuro y lúgubre con una fotografía prístina, cuya amplia paleta de colores naturales acentúa, por oposición, lo mortuorio de ese universo. En el medio de esa tela de araña está Paula, pero no está sola. Con ella, en ese centro de inocencia abandonada, están los hijos de sus patrones, dueños de otro tipo de desesperación (una no menos dolorosa), a quienes tampoco nadie rescata del desamparo emocional. Las escenas protagonizadas por Paula y los chicos son las únicas en donde los sentimientos fluyen, a los tumbos, es cierto, pero con la fuerza irrefrenable de quien lucha para no ser devorado por la indiferencia. El mayor de los hijos, un adolescente atado a un silencio en el que se intuyen la pena y la furia, es la mejor alegoría de esa batalla perdida.
Del otro lado no se salva nadie: entre los adultos el que no es un inepto es un hijo de puta, e incluso quienes tienen buenas intenciones nunca consiguen conectar de un modo eficaz con el dolor ajeno. La larga secuencia final del cumpleaños del hijo mayor, si bien resulta un poco sobrecargada en el retrato crítico de las clases altas, condensa perfectamente tanta desconexión a través de una constelación de diálogos muertos, bajo cuyo peso, de manera clandestina, los sobrevivientes alcanzan a reconocerse. La salida de Paula del extenso plano fijo del final, conjura tal vez la única salida posible para la protagonista, y al mismo tiempo confirma la inteligencia cinematográfica con que Canevari le dio forma a su ópera prima.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Las escenas con las que se cuenta la historia de Paula son muy elocuentes, y lo son a pesar de la escasez de palabras. Canevari parece haber entendido que la elocuencia en un buen narrador no está atada de manera directamente proporcional a la verborragia de sus personajes, sino que hay muchas otras lenguas de las cuales servirse para hacer que el relato avance y, al mismo tiempo, transmitirle al espectador toda la información que necesita. El director consigue que los silencios, los sonidos del ambiente, algunos de los detalles aparentemente triviales en la composición de un plano, las miradas, los gestos y los ademanes (incluso los que son apenas perceptibles), se conviertan en herramientas que aportan al desarrollo de la historia. La de Paula, que trabaja cuidando a los hijos de una joven pareja de terratenientes de provincia, que no parecen conectar con nada, ni entre ellos, ni con sus hijos, ni con la realidad. Paula acaba de descubrir que está embarazada y no sabe a quién acudir por ayuda.
Parca, cerrada sobre si misma, en el voraz intento de conseguir ayuda de las pocas personas a las que puede recurrir, la protagonista se esfuerza para ir en contra de su dificultad para comunicarse. En la vereda opuesta, sus jóvenes patrones, aparentemente dedicados al negocio sojero, no parecen tan distintos, inmersos en la trivialidad. Ella, hastiada hasta de sus propios hijos, con los que apenas se vincula, delegando en Paula el esfuerzo emocional de la maternidad (y la chica hará lo que puede y no lo hará tan mal); él, evadiendo todo, enfrascado en sus llamadas telefónicas y en la lectura de La Nación. En los tres casos (y en el de todo el elenco), los actores logran que sus personajes irradien, con la economía de recursos a la que los obliga la película, todo aquello que permanece en el mundo de lo no dicho. La suma de esos silencios vuelve aún más siniestro el derrotero sordamente desesperado de Paula por sacarse ese hijo de encima.
Paula es una galería de personajes monstruosos, aterradores por la frialdad con que van tejiendo esa red de vínculos truncos en la que nunca hay posibilidad de un verdadero diálogo, porque no existen interlocutores. La película acierta en retratar ese mundo oscuro y lúgubre con una fotografía prístina, cuya amplia paleta de colores naturales acentúa, por oposición, lo mortuorio de ese universo. En el medio de esa tela de araña está Paula, pero no está sola. Con ella, en ese centro de inocencia abandonada, están los hijos de sus patrones, dueños de otro tipo de desesperación (una no menos dolorosa), a quienes tampoco nadie rescata del desamparo emocional. Las escenas protagonizadas por Paula y los chicos son las únicas en donde los sentimientos fluyen, a los tumbos, es cierto, pero con la fuerza irrefrenable de quien lucha para no ser devorado por la indiferencia. El mayor de los hijos, un adolescente atado a un silencio en el que se intuyen la pena y la furia, es la mejor alegoría de esa batalla perdida.
Del otro lado no se salva nadie: entre los adultos el que no es un inepto es un hijo de puta, e incluso quienes tienen buenas intenciones nunca consiguen conectar de un modo eficaz con el dolor ajeno. La larga secuencia final del cumpleaños del hijo mayor, si bien resulta un poco sobrecargada en el retrato crítico de las clases altas, condensa perfectamente tanta desconexión a través de una constelación de diálogos muertos, bajo cuyo peso, de manera clandestina, los sobrevivientes alcanzan a reconocerse. La salida de Paula del extenso plano fijo del final, conjura tal vez la única salida posible para la protagonista, y al mismo tiempo confirma la inteligencia cinematográfica con que Canevari le dio forma a su ópera prima.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
CINE - "La vida secreta de las mascotas" (The Secret Life of Pets), de Yarrow Cheney y Chris Renaud: Vida de perros
Como ocurre cada temporada, con el comienzo de las vacaciones de invierno las carteleras pierden gran parte de su limitada capacidad de variantes y se sobrecargan de oferta infantil. La vida secreta de las mascotas viene a ampliar el cupo para este tipo de películas en esta particular época del año, que hace un par de semanas comenzó con el estreno de la quinta entrega de La era de hielo. Copiando la fórmula de incluir un corto antes de la proyección principal, costumbre que los estudios Pixar rescataron de un pasado lejano, los estudios Universal, productores de este film, decidieron hacer lo propio. Para ello confiaron en la rápida popularidad que adquirieron los Minions, esos seres de naturaleza indeterminada con forma de garrafa de GNC, capaces de toda torpeza. Lo cierto es que la sobreexposición que han tenido estos personajes puede haber generado un poco de intolerancia hacia ellos y las ideas sobre las que gira este corto –un humor físico básico, muy de manual– no ayuda a que esa estima aumente. Y más aún, hace temer lo peor ante la película que comienza a continuación.
La historia de La vida secreta de las mascotas se desarrolla, claro, en un universo de animales domésticos, partiendo del recurso de meterse en un mundo no humano para ver como se comportan sus habitantes cuando están lejos de la presencia de las personas. Un disparador que también toman prestado de Pixar, directamente de su obra inaugural Toy Story. Acá lo que se cuenta es la historia de un perrito, Max, y la forma en que el vínculo idílico que tiene con su dueña, una fanática de rescatar animales sin hogar, se ve amenazado cuando ella se aparece con Duke, otro perro enorme y peludo con el que deberá aprender a compartir el reducido espacio del departamento neoyorkino en el que viven.
Lejos de los temores, La vida secreta de las mascotas supera por arriba el listón de convencionalismos del corto inicial. Y lo consigue sin necesidad de hacer que la película se vuelva ni atolondrada ni pretenciosa, con sobriedad y un correcto manejo de los recursos de la comedia. Sin dudas no se trata de un clásico instantáneo del género, pero si de un producto generoso y entretenido, que incluye momentos logrados aún cuando la originalidad tampoco sea lo que sobra.
El hecho de ambientar la película en Nueva York coloca al film en la línea de “El perro amarillo”, extraordinario relato del escritor estadounidense O’Henry acerca de un perro que vive en La Gran Manzana a principios del siglo XX y que está disconforme con el nombre empalagoso que le puso su dueña, una señora gorda que lo hace dormir en un rinconcito. La película juega con esa idea de que Nueva York es históricamente una ciudad de gente con mascotas, y se da el gusto de meterse con otras leyendas urbanas, como los cocodrilos y las tortugas que viven en las cloacas. Y también incluye a un conejito diabólico abandonado por un mago, quien comanda una pandilla de animales descastados que han jurado vengarse del género humano y de sus mascotas dóciles y serviles.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
La historia de La vida secreta de las mascotas se desarrolla, claro, en un universo de animales domésticos, partiendo del recurso de meterse en un mundo no humano para ver como se comportan sus habitantes cuando están lejos de la presencia de las personas. Un disparador que también toman prestado de Pixar, directamente de su obra inaugural Toy Story. Acá lo que se cuenta es la historia de un perrito, Max, y la forma en que el vínculo idílico que tiene con su dueña, una fanática de rescatar animales sin hogar, se ve amenazado cuando ella se aparece con Duke, otro perro enorme y peludo con el que deberá aprender a compartir el reducido espacio del departamento neoyorkino en el que viven.
Lejos de los temores, La vida secreta de las mascotas supera por arriba el listón de convencionalismos del corto inicial. Y lo consigue sin necesidad de hacer que la película se vuelva ni atolondrada ni pretenciosa, con sobriedad y un correcto manejo de los recursos de la comedia. Sin dudas no se trata de un clásico instantáneo del género, pero si de un producto generoso y entretenido, que incluye momentos logrados aún cuando la originalidad tampoco sea lo que sobra.
El hecho de ambientar la película en Nueva York coloca al film en la línea de “El perro amarillo”, extraordinario relato del escritor estadounidense O’Henry acerca de un perro que vive en La Gran Manzana a principios del siglo XX y que está disconforme con el nombre empalagoso que le puso su dueña, una señora gorda que lo hace dormir en un rinconcito. La película juega con esa idea de que Nueva York es históricamente una ciudad de gente con mascotas, y se da el gusto de meterse con otras leyendas urbanas, como los cocodrilos y las tortugas que viven en las cloacas. Y también incluye a un conejito diabólico abandonado por un mago, quien comanda una pandilla de animales descastados que han jurado vengarse del género humano y de sus mascotas dóciles y serviles.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
viernes, 15 de julio de 2016
CINE - Murió Héctor Babenco (1946-2016): Entre la literatura y la realidad
“El cine es lo mejor que conseguí mantener vivo dentro de mí. No hago otra cosa, no soy político, no soy estudioso, sólo soy iconoclasta. Padezco y sufro el hecho de no ser algo, no tengo diploma y jamás escribiré mi obituario". Esas fueron las palabras que eligió en febrero de este año el cineasta Héctor Babenco, nacido en la Argentina (Mar del Plata, 7 febrero de 1946) y naturalizado brasileño, al presentar su última película, El amigo hindú, en San Pablo, la ciudad en la que residía desde finales la década de 1960. Hoy, cuando los cables de las agencias de noticias confirman que Babenco falleció en esa ciudad a los 70 años durante la noche del miércoles, a causa de una insuficiencia cardíaca mientras se recuperaba de una operación a la que había sido sometido el día anterior, la historia de esa película (no estrenada en la Argentina), parece contradecir al propio autor con sus giros autobiograficos. En ella un director de cine, interpretado por Willem Dafoe, es sometido a un trasplante de médula para curarse de un cáncer en el sistema linfático, más o menos las mismas circunstancias que atravesó Babenco hace poco más de una década.
Según ha contado él mismo muchas veces, se sabe que Babenco cambió la Argentina por Brasil en 1964 para evitar el servicio militar, una imposición a la que entonces debían someterse todos los varones del país al cumplir los 18 años. Una costumbre que hoy parece pertenecer a la edad de piedra en la historia de los derecho civiles en el país, pero que recién fue derogada tras el asesinato del conscripto Omar Carrasco en 1994, que puso en evidencia el sistema de abusos que representaba ese paso obligado por la vida militar, un hecho que era bien conocido por todo el mundo desde hacía décadas. Aquella deserción de Babenco vendría a ser una buena prueba de ello, y también un buen motivo para considerar al director como un exilado. Luego de un breve paso por Brasil, Babenco viajó a Europa, por donde giró varios años viviendo de changas; una de ellas fue la de interpretar pequeñísimos papeles como extra en algunos spaghetti western. Pero ya en 1969 y ante la imposibilidad de regresar a su país debido a su carácter de desertor, Babenco decidió instalarse en San Pablo, una decisión que cambió su vida, porque así de misterioso es el ingenio del destino.
Cuatro años más tarde Babenco debutaba en el cine como director de El fabuloso Fittipaldi, documental sobre la figura de Emerson Fittipaldi, por entonces el corredor de Fórmula 1 más importante de la historia brasilera (ese lugar hoy lo ocupa Ayrton Senna). En 1975 estrenó su primer largo de ficción, El rey de la noche, basado en una historia propia y guión de Orlando Senna. Dos años después fue el turno de Lúcio Flávio, el pasajero de la agonía, en la que abordó la historia real de un ladrón de bancos muy famoso en Brasil en los años ’70, que fue asesinado en la cárcel luego de revelar el entramado de corrupción que socavaba a las fuerzas policiales de Río de Janeiro. Lúcio Flávio representa también su primera adaptación al cine de un libro (la novela homónima escrita por José Louzeiro, quien junto con el chileno Jorge Durán fue uno de los guionistas del film) y su primera ficción basada en hechos reales, dos características que se volverían recurrentes dentro de su obra.
Con el estreno de Pixote, A lei do Mais Franco –o simplemente Pixote (lease “Piyote”)—, en 1981, la carrera de Babenco daría su primer gran salto de calidad, que además le valdría el reconocimiento internacional. De hecho, en la entrada que el estadounidense Peter H. Rist le dedica en su Historical Dictionary of South American Cinema, se afirma que con Pixote Babenco se convirtió en uno de “los primeros directores de cine sudamericanos en dejar su marca en todo el mundo”. Basada en Infância dos Mortos, otro libro de Louzeiro (quien por estos dos trabajos mencionados es considerado el introductor del género de no-ficción en la literatura brasileña), la película relata la historia de un chico de la calle librado a la delincuencia y los abusos de los que, 35 años más tarde, siguen siendo víctimas los niños que sufren esa clase de abandono. Seis años después del estreno y el éxito mundial de la película, su protagonista Fernando Ramos Da Silva, el niño sobre cuya historia real también estaba basado el libro de Louzeiro, fue muerto por la policía durante un confuso enfrentamiento callejero. Tenía sólo 20 años. El 27 de agosto de 1987, dos días después del asesinato de Ramos Da Silva, Homero Alsina Thevenet escribió en estas mismas páginas un texto que daba cuenta de este trágico cruce entre realidad y ficción. “Sería feliz deducir que una vez más ‘la verdad imita a la ficción’, pero entonces hay que recordar que la ficción de Pixote (como la de mucho cine social, como Viñas de ira, como el neorrealismo italiano) comenzó por alimentarse de la realidad, subrayando una denuncia implícita contra gobiernos que no han sabido encarar la verdad de una juventud marginada”.
Efectivamente Pixote abrió para Babenco la puerta de la consideración internacional. En 1985 rodaría la que puede ser considerada su obra magna, El beso de la mujer araña, basada en uno de los libros más reconocidos del escritor Manuel Puig, otro argentino exiliado en Brasil. Aunque rodada en ese país y con fondos brasileros, El beso de la mujer araña está totalmente hablada en inglés y sus protagonistas son dos de los actores más reconocidos del momento en el cine estadounidense: Raul Juliá y William Hurt, quien en 1986 ganó por este trabajo su único Oscar como mejor actor. La película recibió además otras tres nominaciones: Mejor Guión Adaptado, Mejor Película (ese año ganó África mía, de Sidney Pollack) y para Babenco como Mejor Director, categoría en la que compitió contra Akira Kurosawa, John Houston, Peter Weir y el propio Pollack (también ganador). Nada menos. Otra curiosidad: 1986 es el mismo año en que La historia oficial, de Luis Puenzo, que también había sido nominada por su guión, consiguió el primer Oscar para el cine argentino como Mejor Película Extranjera.
Tras este nuevo éxito, Babenco hilvanó una seguidilla de trabajos en Hollywood, entre los que se destaca El amor es un eterno vagabundo (Ironweed), basada en otra novela, esta vez del estadounidense William Kennedy, y protagonizada por Meryl Streep y Jack Nicholson, ambos nominados al Oscar por sus actuaciones. Sobre el curioso título que se eligió para su estreno latinoamericano, Babenco admitió durante una entrevista concedida a este diario (Martín Pérez, 14/03/2004) con motivo del estreno de su película Carandiru en la apertura del festival de Mar del Plata, que efectivamente se trataba de “un título horroroso”. “Esos distribuidores son unos criminales, cuando veo esa clase de cosas me da ganas de llamar a la policía y decirles: por favor, enciérrenlos... déjenlos apartados de la sociedad un rato para que aprendan”, completó con gracia el director.
De esa misma entrevista surge un dato curioso. Tras quejarse de “la poca circulación cultural que hay entre Brasil y la Argentina”, un problema aún sin solución, Babenco pone como ejemplo su propia sorpresa al enterarse recién al llegar a Buenos Aires que “su amigo Alan Pauls ha editado un nuevo libro del que no tenía ni idea”. Ese libro era El pasado, ganador del Premio Herralde de Novela un año antes y que Babenco luego adaptó al cine en 2007. Ese y Corazón iluminado (1998) son sus únicos trabajos realizados en Argentina, país del cual se exilió en 1964 para no tener que 000sufrir el servicio militar.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Según ha contado él mismo muchas veces, se sabe que Babenco cambió la Argentina por Brasil en 1964 para evitar el servicio militar, una imposición a la que entonces debían someterse todos los varones del país al cumplir los 18 años. Una costumbre que hoy parece pertenecer a la edad de piedra en la historia de los derecho civiles en el país, pero que recién fue derogada tras el asesinato del conscripto Omar Carrasco en 1994, que puso en evidencia el sistema de abusos que representaba ese paso obligado por la vida militar, un hecho que era bien conocido por todo el mundo desde hacía décadas. Aquella deserción de Babenco vendría a ser una buena prueba de ello, y también un buen motivo para considerar al director como un exilado. Luego de un breve paso por Brasil, Babenco viajó a Europa, por donde giró varios años viviendo de changas; una de ellas fue la de interpretar pequeñísimos papeles como extra en algunos spaghetti western. Pero ya en 1969 y ante la imposibilidad de regresar a su país debido a su carácter de desertor, Babenco decidió instalarse en San Pablo, una decisión que cambió su vida, porque así de misterioso es el ingenio del destino.
Cuatro años más tarde Babenco debutaba en el cine como director de El fabuloso Fittipaldi, documental sobre la figura de Emerson Fittipaldi, por entonces el corredor de Fórmula 1 más importante de la historia brasilera (ese lugar hoy lo ocupa Ayrton Senna). En 1975 estrenó su primer largo de ficción, El rey de la noche, basado en una historia propia y guión de Orlando Senna. Dos años después fue el turno de Lúcio Flávio, el pasajero de la agonía, en la que abordó la historia real de un ladrón de bancos muy famoso en Brasil en los años ’70, que fue asesinado en la cárcel luego de revelar el entramado de corrupción que socavaba a las fuerzas policiales de Río de Janeiro. Lúcio Flávio representa también su primera adaptación al cine de un libro (la novela homónima escrita por José Louzeiro, quien junto con el chileno Jorge Durán fue uno de los guionistas del film) y su primera ficción basada en hechos reales, dos características que se volverían recurrentes dentro de su obra.
Con el estreno de Pixote, A lei do Mais Franco –o simplemente Pixote (lease “Piyote”)—, en 1981, la carrera de Babenco daría su primer gran salto de calidad, que además le valdría el reconocimiento internacional. De hecho, en la entrada que el estadounidense Peter H. Rist le dedica en su Historical Dictionary of South American Cinema, se afirma que con Pixote Babenco se convirtió en uno de “los primeros directores de cine sudamericanos en dejar su marca en todo el mundo”. Basada en Infância dos Mortos, otro libro de Louzeiro (quien por estos dos trabajos mencionados es considerado el introductor del género de no-ficción en la literatura brasileña), la película relata la historia de un chico de la calle librado a la delincuencia y los abusos de los que, 35 años más tarde, siguen siendo víctimas los niños que sufren esa clase de abandono. Seis años después del estreno y el éxito mundial de la película, su protagonista Fernando Ramos Da Silva, el niño sobre cuya historia real también estaba basado el libro de Louzeiro, fue muerto por la policía durante un confuso enfrentamiento callejero. Tenía sólo 20 años. El 27 de agosto de 1987, dos días después del asesinato de Ramos Da Silva, Homero Alsina Thevenet escribió en estas mismas páginas un texto que daba cuenta de este trágico cruce entre realidad y ficción. “Sería feliz deducir que una vez más ‘la verdad imita a la ficción’, pero entonces hay que recordar que la ficción de Pixote (como la de mucho cine social, como Viñas de ira, como el neorrealismo italiano) comenzó por alimentarse de la realidad, subrayando una denuncia implícita contra gobiernos que no han sabido encarar la verdad de una juventud marginada”.
Efectivamente Pixote abrió para Babenco la puerta de la consideración internacional. En 1985 rodaría la que puede ser considerada su obra magna, El beso de la mujer araña, basada en uno de los libros más reconocidos del escritor Manuel Puig, otro argentino exiliado en Brasil. Aunque rodada en ese país y con fondos brasileros, El beso de la mujer araña está totalmente hablada en inglés y sus protagonistas son dos de los actores más reconocidos del momento en el cine estadounidense: Raul Juliá y William Hurt, quien en 1986 ganó por este trabajo su único Oscar como mejor actor. La película recibió además otras tres nominaciones: Mejor Guión Adaptado, Mejor Película (ese año ganó África mía, de Sidney Pollack) y para Babenco como Mejor Director, categoría en la que compitió contra Akira Kurosawa, John Houston, Peter Weir y el propio Pollack (también ganador). Nada menos. Otra curiosidad: 1986 es el mismo año en que La historia oficial, de Luis Puenzo, que también había sido nominada por su guión, consiguió el primer Oscar para el cine argentino como Mejor Película Extranjera.
Tras este nuevo éxito, Babenco hilvanó una seguidilla de trabajos en Hollywood, entre los que se destaca El amor es un eterno vagabundo (Ironweed), basada en otra novela, esta vez del estadounidense William Kennedy, y protagonizada por Meryl Streep y Jack Nicholson, ambos nominados al Oscar por sus actuaciones. Sobre el curioso título que se eligió para su estreno latinoamericano, Babenco admitió durante una entrevista concedida a este diario (Martín Pérez, 14/03/2004) con motivo del estreno de su película Carandiru en la apertura del festival de Mar del Plata, que efectivamente se trataba de “un título horroroso”. “Esos distribuidores son unos criminales, cuando veo esa clase de cosas me da ganas de llamar a la policía y decirles: por favor, enciérrenlos... déjenlos apartados de la sociedad un rato para que aprendan”, completó con gracia el director.
De esa misma entrevista surge un dato curioso. Tras quejarse de “la poca circulación cultural que hay entre Brasil y la Argentina”, un problema aún sin solución, Babenco pone como ejemplo su propia sorpresa al enterarse recién al llegar a Buenos Aires que “su amigo Alan Pauls ha editado un nuevo libro del que no tenía ni idea”. Ese libro era El pasado, ganador del Premio Herralde de Novela un año antes y que Babenco luego adaptó al cine en 2007. Ese y Corazón iluminado (1998) son sus únicos trabajos realizados en Argentina, país del cual se exilió en 1964 para no tener que 000sufrir el servicio militar.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 14 de julio de 2016
LIBROS - La huella de Juan José Saer en la literatura argentina: Los Salieris de Saer
Aunque es uno de los autores más importantes de la literatura argentina del siglo XX, Juan José Saer sigue siendo, a poco menos de un año de cumplirse el 80 aniversario de su nacimiento, más nombrado que leído, una especie de secreto a voces. Uno de los grandes desafíos que enfrenta el año Saer que acaba de dar comienzo es el de intentar que la obra del gran escritor santafesino alcance, aunque más no sea, una modesta masividad. Que algunos de los títulos de su vasta bibliografía, como El entenado, El limonero real, Glosa, Pesquisa o Cicatrices ingresen al circuito de lecturas de tráfico cotidiano.
Pero la importancia de la obra de un autor no se mide sólo por la cantidad de libros vendidos o por un recuento de las veces en que es citado, sino que también cabe preguntarse cuál ha sido su capacidad para crear un linaje dentro del cuerpo de la literatura argentina posterior a la desaparición física de su autor. Para comprobar si existen herederos de Saer, fallecido en 2005 en París, primero sería interesante saber si existe lo saeriano y de qué elementos se compone. “Como los más grandes artistas, Saer se pregunta por el lenguaje”, dice Gustavo Fontán, tal vez el más secreto de los grandes directores del cine argentino actual y responsable de la adaptación de la novela El limonero real, de próximo estreno en el país. Para él, la pregunta “¿qué significa narrar?” se extiende a lo largo de toda la obra de Saer. Una pregunta política en tanto “se rebela a los supuestos y a los discursos cristalizados y entiende la literatura y la cultura como un campo de tensiones”. Pero Fontán cree que la idea de la cultura como algo hecho, positivo, provoca en Saer una reacción lógica: “‘Yo con esto no tengo nada que ver’. Entre esa pregunta y la construcción de su obra, Saer toma una posición: borrar los límites entre narración y poesía”, afirma.
Para Juan Terranova, escritor, periodista e intelectual siempre dispuesto a la polémica, en lo saeriano se acumula “mucho de Robbe-Grillet y del existencialismo francés”, pero también “del siglo XIX, ese ‘gran siglo de la novela’ que fue en buena medida francés con Stendhal, Balzac y Flaubert, y un poco inglés con Dickens. Y también Faulkner, bien leído y bien entendido”. Las miradas de Fontán y de Terranova respecto de lo saeriano por momentos se acercan, para enseguida tomar distancia. Ambos coinciden en marcar la importancia del lugar de origen como eje de buena parte de su obra y un punto de partida hacia lo universal. Para el director, en Saer la idea de narrar “implica la delimitación de un territorio, esa zona que conforman la ciudad de Santa Fe y las afueras, por la reiteración de personajes, por la mención a lugares que podemos identificar en el mundo real”. Y aclara: “Todo eso está sometido a otro procedimiento: lo afirmado enseguida queda desestabilizado, puesto en cuestión, abismado, ausentado. Lo afirmado es también su propia fuga. La narración entonces pone en cuestión, como lo hace la poesía, cualquier discurso cerrado sobre el mundo y restituye para lo real la conciencia del enigma”.
Terranova asume un punto de vista similar para afirmar que Saer era bueno escuchando y mirando y que sus mejores novelas “tienen algo del relato oral de su zona de influencia”, aunque considera que “en las [novelas] que no son tan mejores es donde eso se pierde”. Afirma también que como articulista Saer “fue muy malo, incluso pésimo”, que “sus lecturas críticas eran pobres” y que “no sabía nada de política, ni de estética y muy poco de filosofía”. “Repetía siempre lo mismo como un loro”, dice Terranova, que entiende a Saer como un conservador en todo sentido, “un canónico de voluntad canónica y deseo canónico, y ahí reside su fuerza”. “Si fue medianamente experimental en algunos momentos,pocos, lo hizo para generar un contraste que mostrara que sabía narrar de forma precisa las mismas historia de siempre”, concluye el escritor.
Pero aún teniendo en cuenta estos elementos, ¿bajo qué formas puede reconocerse la consolidación de una herencia que haya sido recibida por escritores contemporáneos? “Hay muchos que siguen a Saer sin tamizarlo y otros capitalizan mejor sus enseñanzas”, vuelve a reflexionar Terranova. “Copiar un escritor que te gusta no me parece mal, porque al final todos somos epígonos de alguien”, se sincera, “pero el resultado tiene que ser magnético, interesante, no empobrecedor”. Será por eso que, puesto a evaluar herederos posibles, Terranova descree que pueda pensarse en una lista larga. “Algunos de los escritores que hoy siguen a Saer no me interesan porque son aburridos”, dice, aunque eso no le impide encontrar un nombre. “Luciano Lamberti para mí es un intérprete y traductor de Saer válido y rico”, afirma. “Su libro de poemas San Francisco-Córdoba me parece vital para leer todo lo que vino después en Lamberti, que es bueno, y a veces muy bueno, pero también le impone una luz a la obra de Saer, demarcando las partes que pueden ser mejor leídas hoy”.
Más allá de la herencia literaria o del esfuerzo teórico de Ricardo Piglia por destacar el lugar de Saer en el armazón de literatura argentina del siglo XX, también resulta de interés indagar acerca de la existencia de algún autor o intelectual que en el panorama actual haya sabido releerlo para enriquecer o ampliar la entelequia de lo saeriano. “Beatriz Sarlo fue, quizás de manera involuntaria, su gran publicista de fin de siglo”, observa Terranova. “Realizó una lectura privilegiada de su obra y les hizo leer a muchos de sus alumnos a Saer por primera vez”, continúa. Pero fiel a su estilo, Terranova se despacha contra los Salieris de Saer: “Los que son insoportables son sus fanáticos. Con esos mejor no hablar. Hay muchos, la mayoría estudiantes de las grandes ciudades, que nunca pisaron una zanja o vieron un caballo”.
Desde su lugar de cineasta, Fontán reconoce la influencia saeriana en su propia obra. “Siempre me impresionó el modo en que Saer toma astillas del mundo para construir una visión y eso me permitió pensar en las construcciones del lenguaje del cine: los modos de superponer imágenes, recortar planos, la manera en que esas imágenes accionan unas sobre otras no por la continuidad narrativa, sino por la continuidad que le otorga la mirada a esos fragmentos, en principio caóticos, del mundo”. Y se permite una reflexión final sobre la prolongación de lo saeriano en el presente: “Cada uno crea/ de las astillas que recibe/ la lengua a su manera, dice Saer y por eso no creo posible pensar en la continuidad de lo saeriano por fuera de Saer. Su obra es una respuesta única, personal, a la pregunta sobre el arte de narrar. Pero su pregunta debe renovarse y debemos ser fieles a la incertidumbre que alberga”.
Artículo publicado originalmente en el Suplemento Literario Télam.
Pero la importancia de la obra de un autor no se mide sólo por la cantidad de libros vendidos o por un recuento de las veces en que es citado, sino que también cabe preguntarse cuál ha sido su capacidad para crear un linaje dentro del cuerpo de la literatura argentina posterior a la desaparición física de su autor. Para comprobar si existen herederos de Saer, fallecido en 2005 en París, primero sería interesante saber si existe lo saeriano y de qué elementos se compone. “Como los más grandes artistas, Saer se pregunta por el lenguaje”, dice Gustavo Fontán, tal vez el más secreto de los grandes directores del cine argentino actual y responsable de la adaptación de la novela El limonero real, de próximo estreno en el país. Para él, la pregunta “¿qué significa narrar?” se extiende a lo largo de toda la obra de Saer. Una pregunta política en tanto “se rebela a los supuestos y a los discursos cristalizados y entiende la literatura y la cultura como un campo de tensiones”. Pero Fontán cree que la idea de la cultura como algo hecho, positivo, provoca en Saer una reacción lógica: “‘Yo con esto no tengo nada que ver’. Entre esa pregunta y la construcción de su obra, Saer toma una posición: borrar los límites entre narración y poesía”, afirma.
Para Juan Terranova, escritor, periodista e intelectual siempre dispuesto a la polémica, en lo saeriano se acumula “mucho de Robbe-Grillet y del existencialismo francés”, pero también “del siglo XIX, ese ‘gran siglo de la novela’ que fue en buena medida francés con Stendhal, Balzac y Flaubert, y un poco inglés con Dickens. Y también Faulkner, bien leído y bien entendido”. Las miradas de Fontán y de Terranova respecto de lo saeriano por momentos se acercan, para enseguida tomar distancia. Ambos coinciden en marcar la importancia del lugar de origen como eje de buena parte de su obra y un punto de partida hacia lo universal. Para el director, en Saer la idea de narrar “implica la delimitación de un territorio, esa zona que conforman la ciudad de Santa Fe y las afueras, por la reiteración de personajes, por la mención a lugares que podemos identificar en el mundo real”. Y aclara: “Todo eso está sometido a otro procedimiento: lo afirmado enseguida queda desestabilizado, puesto en cuestión, abismado, ausentado. Lo afirmado es también su propia fuga. La narración entonces pone en cuestión, como lo hace la poesía, cualquier discurso cerrado sobre el mundo y restituye para lo real la conciencia del enigma”.
Terranova asume un punto de vista similar para afirmar que Saer era bueno escuchando y mirando y que sus mejores novelas “tienen algo del relato oral de su zona de influencia”, aunque considera que “en las [novelas] que no son tan mejores es donde eso se pierde”. Afirma también que como articulista Saer “fue muy malo, incluso pésimo”, que “sus lecturas críticas eran pobres” y que “no sabía nada de política, ni de estética y muy poco de filosofía”. “Repetía siempre lo mismo como un loro”, dice Terranova, que entiende a Saer como un conservador en todo sentido, “un canónico de voluntad canónica y deseo canónico, y ahí reside su fuerza”. “Si fue medianamente experimental en algunos momentos,pocos, lo hizo para generar un contraste que mostrara que sabía narrar de forma precisa las mismas historia de siempre”, concluye el escritor.
Pero aún teniendo en cuenta estos elementos, ¿bajo qué formas puede reconocerse la consolidación de una herencia que haya sido recibida por escritores contemporáneos? “Hay muchos que siguen a Saer sin tamizarlo y otros capitalizan mejor sus enseñanzas”, vuelve a reflexionar Terranova. “Copiar un escritor que te gusta no me parece mal, porque al final todos somos epígonos de alguien”, se sincera, “pero el resultado tiene que ser magnético, interesante, no empobrecedor”. Será por eso que, puesto a evaluar herederos posibles, Terranova descree que pueda pensarse en una lista larga. “Algunos de los escritores que hoy siguen a Saer no me interesan porque son aburridos”, dice, aunque eso no le impide encontrar un nombre. “Luciano Lamberti para mí es un intérprete y traductor de Saer válido y rico”, afirma. “Su libro de poemas San Francisco-Córdoba me parece vital para leer todo lo que vino después en Lamberti, que es bueno, y a veces muy bueno, pero también le impone una luz a la obra de Saer, demarcando las partes que pueden ser mejor leídas hoy”.
Más allá de la herencia literaria o del esfuerzo teórico de Ricardo Piglia por destacar el lugar de Saer en el armazón de literatura argentina del siglo XX, también resulta de interés indagar acerca de la existencia de algún autor o intelectual que en el panorama actual haya sabido releerlo para enriquecer o ampliar la entelequia de lo saeriano. “Beatriz Sarlo fue, quizás de manera involuntaria, su gran publicista de fin de siglo”, observa Terranova. “Realizó una lectura privilegiada de su obra y les hizo leer a muchos de sus alumnos a Saer por primera vez”, continúa. Pero fiel a su estilo, Terranova se despacha contra los Salieris de Saer: “Los que son insoportables son sus fanáticos. Con esos mejor no hablar. Hay muchos, la mayoría estudiantes de las grandes ciudades, que nunca pisaron una zanja o vieron un caballo”.
Desde su lugar de cineasta, Fontán reconoce la influencia saeriana en su propia obra. “Siempre me impresionó el modo en que Saer toma astillas del mundo para construir una visión y eso me permitió pensar en las construcciones del lenguaje del cine: los modos de superponer imágenes, recortar planos, la manera en que esas imágenes accionan unas sobre otras no por la continuidad narrativa, sino por la continuidad que le otorga la mirada a esos fragmentos, en principio caóticos, del mundo”. Y se permite una reflexión final sobre la prolongación de lo saeriano en el presente: “Cada uno crea/ de las astillas que recibe/ la lengua a su manera, dice Saer y por eso no creo posible pensar en la continuidad de lo saeriano por fuera de Saer. Su obra es una respuesta única, personal, a la pregunta sobre el arte de narrar. Pero su pregunta debe renovarse y debemos ser fieles a la incertidumbre que alberga”.
Artículo publicado originalmente en el Suplemento Literario Télam.
CINE - "El buen amigo gigante" (The Big Friend Giant / BFG), de Steven Spielberg: Fantasía con pulso clásico
Ahora dicen que, con el estreno de su última película, El buen amigo gigante, basada en la novela homónima del escritor británico Roald Dahl, Steven Spielberg volvió al cine infantil. Eso dicen y aunque algo de razón tienen, también es cierto que no se trata de una verdad revelada ni mucho menos, porque desde el otro lado se puede responder que Spielberg nunca se fue a ninguna parte. Claro que dentro de su filmografía hay títulos que decididamente son para chicos, otros para adultos y que hay algunos con temas adultos pero con un tratamiento que no se olvida del público juvenil, como Caballo de guerra (2011). Pero el director ha sabido distribuir cada trabajo en el tiempo, equilibrando sus intereses de tal manera que es difícil dar por cierto que Spielberg realmente se hubiera ido de algún lugar al que ahora decidió regresar cual hijo pródigo, después de que las multitudes lo alentaran con el clásico “¡Va a volver, va a volver, Spielberg va a volver!”
De hecho apenas han pasado cinco años del estreno de Las aventuras de Tintín: El secreto del unicornio, basada en el popular cómic creado por el historietista belga Hergé, como para que se justifique hablar de un regreso. En cambio es posible decir con certeza que, más allá del mero carácter de adaptación, los puntos en común entre ambos trabajos no son tan evidentes. Tanto desde el género –Tintín era una película de aventuras en la línea de la saga Indiana Jones, y a El buen amigo gigante se la puede enmarcar sobre todo dentro de la fantasía– como desde la técnica (aquella estaba trabajada a partir de la animación, mientras que esta combina la acción en vivo con personajes creados con la tecnología CGI), las dos películas representaron para el director desafíos bien distintos.
Narrada con firmeza y capturando el tono clásico de la novela original (un mérito no menor), El buen amigo gigante es sin embargo una película anacrónica, construida a contramano del cine contemporáneo. Una decisión que de ninguna manera es secundaria ni debe ser tomada como una casualidad y que, en todo caso, es una de las grandes apuestas que gana la película. Ya desde su tema, un cuento de hadas hecho y derecho, Spielberg se aparta de los tópicos y las fuentes en las que abrevan los grandes blockbusters de la actualidad. Acá no hay ni robots ni superhéroes, ni una conspiración internacional ni invasores alienígenas. Simplemente una huérfana fantasiosa y amante de la lectura que vive en un orfanato londinense, y que una noche es secuestrada por un gigante que se la lleva a una tierra desconocida donde habitan los de su especie. Por supuesto, ese punto de partida derivará de manera previsible en una historia de amistad más allá de las diferencias, tema que no es ajeno a la obra de Spielberg.
La decisión del director de ambientar la historia como si transcurriera durante la primera mitad del siglo XX, aunque la novela es de 1982 y la película en realidad también parece transcurrir en esa década (o al menos eso se desprende de un gran chiste lanzado a la pasada durante una llamada telefónica a los Estados Unidos realizada por la reina de Inglaterra), está emparentada con aquella que lo movió a apartarse por completo de la hipermodernidad del cine actual. Como si Spielberg hubiera querido filmar una película que dialogara con clásicos como El mago de Oz o con esas fantasías delirantes que filmaron los ex Monthy Python Terry Jones y Terry Gillian al comienzo de sus carreras individuales. Incluso puede decirse que hay algo de ese humor excéntrico, tan inglés, que Dahl comparte con los Python y que Spielberg también ha sabido hacer propio.
Para Spielberg adaptar a un autor como Dahl, con un imaginario infantil en apariencia tan diverso del suyo, también debe haber supuesto un reto, porque sin dudas no es en un director de su estilo en el primero que se pensaría para un trabajo así. Que los últimos grandes adaptadores del escritor inglés hayan sido por ejemplo Tim Burton (Charlie y la fábrica de chocolate, 2005) o Wes Anderson (El fantástico Sr. Zorro, 2009) habla de directores preciosistas con tendencia a lo barroco, de estéticas en apariencia más inocentes o naif y deudores de influencias muy distintas de aquellas que son más reconocibles en Spielberg, que se mueve mejor en el territorio de lo fantástico que dentro de la fantasía. Por eso mismo El buen amigo gigante también representa para él la posibilidad de saldar una cuenta pendiente con ese género, al que sólo había abordado sin mayor éxito en Hook (1991, basado en Peter Pan), uno de los trabajos menos logrados de una carrera que sigue siendo admirable y disfrutable en partes iguales.
Artículo pubicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
De hecho apenas han pasado cinco años del estreno de Las aventuras de Tintín: El secreto del unicornio, basada en el popular cómic creado por el historietista belga Hergé, como para que se justifique hablar de un regreso. En cambio es posible decir con certeza que, más allá del mero carácter de adaptación, los puntos en común entre ambos trabajos no son tan evidentes. Tanto desde el género –Tintín era una película de aventuras en la línea de la saga Indiana Jones, y a El buen amigo gigante se la puede enmarcar sobre todo dentro de la fantasía– como desde la técnica (aquella estaba trabajada a partir de la animación, mientras que esta combina la acción en vivo con personajes creados con la tecnología CGI), las dos películas representaron para el director desafíos bien distintos.
Narrada con firmeza y capturando el tono clásico de la novela original (un mérito no menor), El buen amigo gigante es sin embargo una película anacrónica, construida a contramano del cine contemporáneo. Una decisión que de ninguna manera es secundaria ni debe ser tomada como una casualidad y que, en todo caso, es una de las grandes apuestas que gana la película. Ya desde su tema, un cuento de hadas hecho y derecho, Spielberg se aparta de los tópicos y las fuentes en las que abrevan los grandes blockbusters de la actualidad. Acá no hay ni robots ni superhéroes, ni una conspiración internacional ni invasores alienígenas. Simplemente una huérfana fantasiosa y amante de la lectura que vive en un orfanato londinense, y que una noche es secuestrada por un gigante que se la lleva a una tierra desconocida donde habitan los de su especie. Por supuesto, ese punto de partida derivará de manera previsible en una historia de amistad más allá de las diferencias, tema que no es ajeno a la obra de Spielberg.
La decisión del director de ambientar la historia como si transcurriera durante la primera mitad del siglo XX, aunque la novela es de 1982 y la película en realidad también parece transcurrir en esa década (o al menos eso se desprende de un gran chiste lanzado a la pasada durante una llamada telefónica a los Estados Unidos realizada por la reina de Inglaterra), está emparentada con aquella que lo movió a apartarse por completo de la hipermodernidad del cine actual. Como si Spielberg hubiera querido filmar una película que dialogara con clásicos como El mago de Oz o con esas fantasías delirantes que filmaron los ex Monthy Python Terry Jones y Terry Gillian al comienzo de sus carreras individuales. Incluso puede decirse que hay algo de ese humor excéntrico, tan inglés, que Dahl comparte con los Python y que Spielberg también ha sabido hacer propio.
Para Spielberg adaptar a un autor como Dahl, con un imaginario infantil en apariencia tan diverso del suyo, también debe haber supuesto un reto, porque sin dudas no es en un director de su estilo en el primero que se pensaría para un trabajo así. Que los últimos grandes adaptadores del escritor inglés hayan sido por ejemplo Tim Burton (Charlie y la fábrica de chocolate, 2005) o Wes Anderson (El fantástico Sr. Zorro, 2009) habla de directores preciosistas con tendencia a lo barroco, de estéticas en apariencia más inocentes o naif y deudores de influencias muy distintas de aquellas que son más reconocibles en Spielberg, que se mueve mejor en el territorio de lo fantástico que dentro de la fantasía. Por eso mismo El buen amigo gigante también representa para él la posibilidad de saldar una cuenta pendiente con ese género, al que sólo había abordado sin mayor éxito en Hook (1991, basado en Peter Pan), uno de los trabajos menos logrados de una carrera que sigue siendo admirable y disfrutable en partes iguales.
Artículo pubicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
viernes, 8 de julio de 2016
Cine - "La helada negra", de Maximiliano Schonfeld: El poder de la luz
Como si el comienzo del día conjurara hasta la más primitiva de las referencias acerca de los mitos de origen, La helada negra, del director argentino Maximiliano Schonfeld, empieza con un amanecer. Sentada sobre la tierra, una chica contempla el paisaje desolador de un campo cuya cosecha parece arruinada. La primera luz de la mañana la alumbra débilmente, haciendo que los colores todavía difusos le den a la escena un aire de vigilia, mientras que un diseño de sonido artificial y ominoso le confiere una extrañeza no exenta de lisergia. La escena adquiere continuidad. Un joven que ha madrugado para salir a correr por el campo junto a su perro encuentra a la chica inconsciente, tirada a la vera de un arroyito. El cambio en la intensidad de la luz marca el tempo de la secuencia: ahora el sol ha subido un poco y su presencia se hace tangible en los reflejos y brillos verdosos del rocío sobre el pasto y en las ondas blancas y las chispas anaranjadas que le arranca al agua en movimiento. La secuencia termina con el chico cargándola a ella en sus brazos, todavía sin recuperar el conocimiento, hasta la granja en donde él vive.
Como había ocurrido con Germania, el film que marcó el debut de Schonfeld en la dirección, La helada negra también está ambientada en el universo de las comunidades rurales de ascendencia alemana de la provincia de Entre Ríos. A diferencia de aquella, cuyos diálogos transcurrían completamente en alemán (en la versión de esa lengua que se habla en aquellas comunidades que emigraron desde la región del Volga), esta vez los personajes se vinculan en un castellano de inflexión rural. Esta diferencia entre ambas películas excede lo meramente idiomático, porque si en la primera un anillo de sordidez comenzaba a rodear el relato, creciendo desde el interior de un cuerpo endogámico, en La helada negra es un elemento externo el que viene sacudir la estructura cerrada de la comunidad.
Porque la aparición de Alejandra, aquella chica a la que Lucas lleva en brazos hasta su casa, representa una conmoción para todos los que ahí viven y trabajan. Incluso visualmente la aparición de la chica, interpretada por Ailín Salas, representa una anomalía. Sus rasgos americanos, el color de su piel, el revoltijo de sus indomables rulos oscuros, su personalidad vivaz y hasta el color urbano de su voz son una rareza dentro de una comunidad de hombres de piel casi translúcida, ojos cristalinos y cabellos tan mansos y claros como su carácter. Alejandra es una aparición que parece venida de otro mundo, como salida de un sueño y así puede leerse la atmósfera onírica de la primera secuencia.
Por eso no es casual que Schonfeld eligiera construir aquella obertura haciendo que la luz vaya adquiriendo protagonismo, permitiendo que sus cambios funcionen como el tic-tac de un metrónomo que le impone a la narración un ritmo que tiene mucho de musical. Un ritmo (y un tono) que no es el de una ópera majestuosa ni el de una sinfonía barroca y desmesurada, sino la calma inquietante de una pieza de cámara íntima, cargada de variaciones y arreglos sutiles. Sin embargo no hay amanecer que no tenga su correlato en el crepúsculo y la presencia de Alejandra, como la propia luz, aporta claridad pero también sombras. Así, mientras una serie de modestos milagros la van convirtiendo en una especie de santita rural, también empiezan a aparecer celos, recelos y culpas que Schonfeld consigue poner de manifiesto con elegancia, apenas con el registro de algunas miradas de oscuridad elocuente y siempre atento a los detalles mínimos del lenguaje corporal. Pero no sólo entre los hombres tienen lugar estas veladas miserias, sino también entre las mujeres, que lentamente comienzan a ganar espacios dentro de la historia, aunque lo masculino y lo femenino aparezcan como universos escindidos que la figura de Alejandra de algún modo comienza a enlazar.
Así como Schonfeld realiza un estupendo trabajo de observación que, entre otros detalles, puede comprobarse en la exquisita composición de la gran cantidad de primeros planos que ejecuta para retratar a sus personajes, La helada negra también está construida a partir de las miradas de muchos de sus personajes. Miradas furtivas, solapadas, encubiertas, a través de las cuales consigue general la ilusión de un registro voyeurista, que no pocas veces traslada al espectador la sensación de estar siendo testigo de una historia clandestina. O, por qué no, de un sueño ajeno.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Como había ocurrido con Germania, el film que marcó el debut de Schonfeld en la dirección, La helada negra también está ambientada en el universo de las comunidades rurales de ascendencia alemana de la provincia de Entre Ríos. A diferencia de aquella, cuyos diálogos transcurrían completamente en alemán (en la versión de esa lengua que se habla en aquellas comunidades que emigraron desde la región del Volga), esta vez los personajes se vinculan en un castellano de inflexión rural. Esta diferencia entre ambas películas excede lo meramente idiomático, porque si en la primera un anillo de sordidez comenzaba a rodear el relato, creciendo desde el interior de un cuerpo endogámico, en La helada negra es un elemento externo el que viene sacudir la estructura cerrada de la comunidad.
Porque la aparición de Alejandra, aquella chica a la que Lucas lleva en brazos hasta su casa, representa una conmoción para todos los que ahí viven y trabajan. Incluso visualmente la aparición de la chica, interpretada por Ailín Salas, representa una anomalía. Sus rasgos americanos, el color de su piel, el revoltijo de sus indomables rulos oscuros, su personalidad vivaz y hasta el color urbano de su voz son una rareza dentro de una comunidad de hombres de piel casi translúcida, ojos cristalinos y cabellos tan mansos y claros como su carácter. Alejandra es una aparición que parece venida de otro mundo, como salida de un sueño y así puede leerse la atmósfera onírica de la primera secuencia.
Por eso no es casual que Schonfeld eligiera construir aquella obertura haciendo que la luz vaya adquiriendo protagonismo, permitiendo que sus cambios funcionen como el tic-tac de un metrónomo que le impone a la narración un ritmo que tiene mucho de musical. Un ritmo (y un tono) que no es el de una ópera majestuosa ni el de una sinfonía barroca y desmesurada, sino la calma inquietante de una pieza de cámara íntima, cargada de variaciones y arreglos sutiles. Sin embargo no hay amanecer que no tenga su correlato en el crepúsculo y la presencia de Alejandra, como la propia luz, aporta claridad pero también sombras. Así, mientras una serie de modestos milagros la van convirtiendo en una especie de santita rural, también empiezan a aparecer celos, recelos y culpas que Schonfeld consigue poner de manifiesto con elegancia, apenas con el registro de algunas miradas de oscuridad elocuente y siempre atento a los detalles mínimos del lenguaje corporal. Pero no sólo entre los hombres tienen lugar estas veladas miserias, sino también entre las mujeres, que lentamente comienzan a ganar espacios dentro de la historia, aunque lo masculino y lo femenino aparezcan como universos escindidos que la figura de Alejandra de algún modo comienza a enlazar.
Así como Schonfeld realiza un estupendo trabajo de observación que, entre otros detalles, puede comprobarse en la exquisita composición de la gran cantidad de primeros planos que ejecuta para retratar a sus personajes, La helada negra también está construida a partir de las miradas de muchos de sus personajes. Miradas furtivas, solapadas, encubiertas, a través de las cuales consigue general la ilusión de un registro voyeurista, que no pocas veces traslada al espectador la sensación de estar siendo testigo de una historia clandestina. O, por qué no, de un sueño ajeno.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 7 de julio de 2016
CINE - "Florence" (Florence Foster Jenkins), de Stephen Frears: Acompañar a los personajes
Hay al menos dos formas en las que un director de cine puede relacionarse con sus personajes. Una es entenderlos como meros vehículos y utilizarlos para transportar sus propios intereses. La otra, por completo opuesta, es convertirse a sí mismo en un vehículo para dejarse conducir por ellos. Dicho de otra manera, se puede lanzar a los personajes hacia un destino inexorable y desconocido para ellos (pero no para quien los empuja), o se los puede acompañar, más preocupados por las vicisitudes del camino que por el final. Ambas opciones reflejan diferentes modos de entender la relación de poder que signa el vínculo entre el creador y sus criaturas. La primera por completo asimétrica; la segunda de una igualdad relativa. Si en base a estas dos opciones hubiera que tratar de definir la forma en que el británico Stephen Frears se conecta con los protagonistas de su película más reciente, Florence, podría concluirse que la balanza se inclina por la comprensión antes que hacia el juicio. Incluso puede revisarse su prolífica filmografía y comprobar que, más allá de las evaluaciones particulares y específicas de cada caso, la mirada sobre sus personajes suele estar regida por un principio de horizontalidad, que le permite al director contemplarlos y registrarlos tratando de mantenerse a su mismo nivel.
Es cierto que en el caso de Florence, que está basada en la vida de un personaje real, Frears no puede desconocer el destino que le aguarda. Pero aún así elige no realizar un registro prejuicioso ni ensañarse con ellos y sus debilidades, sino que busca encontrar los puntos de empatía que le permitan anclar ahí la base de su relato. Que esta vez se encuentra centrado en la figura de Florence Foster Jenkins, excéntrica melómana y filántropa que a mediados de la década de 1940 estaba convencida de ser una maravillosa intérprete de ópera, pero que en realidad no contaba con ninguna condición ni habilidad para el canto. Junto a ella St. Clair, su marido, un actor inglés de cuarta pero con un irresistible encanto británico, que se encarga de hacer que la burbuja que Florence ha creado a su alrededor no se pinche, organizando tertulias y pequeñas presentaciones cuyo público es estrictamente seleccionado por él, para asegurarse de que su mujer siga creyendo, feliz, que en efecto puede cantar Mozart y Verdi.
El de Foster Jenkins es un personaje atractivo para el cine. De hecho, el año pasado se estrenó Marguerite, otro film basado en su vida, dirigido por el francés Xavier Giannoli. Y también es evidente que sería muy fácil contar la historia de la protagonista desde la burla, habida cuenta de que tal vez se trata de la peor cantante que alguna vez haya pisado un escenario. Igual de sencillo sería retratar a su marido como un vividor que se aprovecha de la candidez de ella para asegurarse una vida de lujos a expensas de la fortuna personal de Florence. Lejos de eso, Frears elige contar una historia de amor con gracia pero sin resignar el sentido trágico. Y sin ocultar lo inocultable, porque resultaría difícil que un personaje así fuera registrado sin que aparecieran el costado ridículo de esta mujer por completo inconsciente de sus limitaciones, ni los malabares que su esposo realiza para sostener esa endeble fantasía. Gran parte del éxito de la empresa descansa en la extraordinaria versatilidad de dos grandes actores como Meryl Streep y Hugh Grant para balancearse sobre el filo que separa a la comedia de la tragedia, manejando de manera equilibrada el carácter a la vez farsesco y patético de sus personajes.
Entre los tres, más el aporte de Simon Helberg, le dan forma a una fábula acerca del valor de las mentiras piadosas. Desde ese lugar se puede decir que Florence no es otra cosa que una canción de amor a la ilusión como herramienta para construir la realidad, un tema que no es ajeno a la obra de Frears.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Es cierto que en el caso de Florence, que está basada en la vida de un personaje real, Frears no puede desconocer el destino que le aguarda. Pero aún así elige no realizar un registro prejuicioso ni ensañarse con ellos y sus debilidades, sino que busca encontrar los puntos de empatía que le permitan anclar ahí la base de su relato. Que esta vez se encuentra centrado en la figura de Florence Foster Jenkins, excéntrica melómana y filántropa que a mediados de la década de 1940 estaba convencida de ser una maravillosa intérprete de ópera, pero que en realidad no contaba con ninguna condición ni habilidad para el canto. Junto a ella St. Clair, su marido, un actor inglés de cuarta pero con un irresistible encanto británico, que se encarga de hacer que la burbuja que Florence ha creado a su alrededor no se pinche, organizando tertulias y pequeñas presentaciones cuyo público es estrictamente seleccionado por él, para asegurarse de que su mujer siga creyendo, feliz, que en efecto puede cantar Mozart y Verdi.
El de Foster Jenkins es un personaje atractivo para el cine. De hecho, el año pasado se estrenó Marguerite, otro film basado en su vida, dirigido por el francés Xavier Giannoli. Y también es evidente que sería muy fácil contar la historia de la protagonista desde la burla, habida cuenta de que tal vez se trata de la peor cantante que alguna vez haya pisado un escenario. Igual de sencillo sería retratar a su marido como un vividor que se aprovecha de la candidez de ella para asegurarse una vida de lujos a expensas de la fortuna personal de Florence. Lejos de eso, Frears elige contar una historia de amor con gracia pero sin resignar el sentido trágico. Y sin ocultar lo inocultable, porque resultaría difícil que un personaje así fuera registrado sin que aparecieran el costado ridículo de esta mujer por completo inconsciente de sus limitaciones, ni los malabares que su esposo realiza para sostener esa endeble fantasía. Gran parte del éxito de la empresa descansa en la extraordinaria versatilidad de dos grandes actores como Meryl Streep y Hugh Grant para balancearse sobre el filo que separa a la comedia de la tragedia, manejando de manera equilibrada el carácter a la vez farsesco y patético de sus personajes.
Entre los tres, más el aporte de Simon Helberg, le dan forma a una fábula acerca del valor de las mentiras piadosas. Desde ese lugar se puede decir que Florence no es otra cosa que una canción de amor a la ilusión como herramienta para construir la realidad, un tema que no es ajeno a la obra de Frears.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.