Hay al menos dos formas en las que un director de cine puede relacionarse con sus personajes. Una es entenderlos como meros vehículos y utilizarlos para transportar sus propios intereses. La otra, por completo opuesta, es convertirse a sí mismo en un vehículo para dejarse conducir por ellos. Dicho de otra manera, se puede lanzar a los personajes hacia un destino inexorable y desconocido para ellos (pero no para quien los empuja), o se los puede acompañar, más preocupados por las vicisitudes del camino que por el final. Ambas opciones reflejan diferentes modos de entender la relación de poder que signa el vínculo entre el creador y sus criaturas. La primera por completo asimétrica; la segunda de una igualdad relativa. Si en base a estas dos opciones hubiera que tratar de definir la forma en que el británico Stephen Frears se conecta con los protagonistas de su película más reciente, Florence, podría concluirse que la balanza se inclina por la comprensión antes que hacia el juicio. Incluso puede revisarse su prolífica filmografía y comprobar que, más allá de las evaluaciones particulares y específicas de cada caso, la mirada sobre sus personajes suele estar regida por un principio de horizontalidad, que le permite al director contemplarlos y registrarlos tratando de mantenerse a su mismo nivel.
Es cierto que en el caso de Florence, que está basada en la vida de un personaje real, Frears no puede desconocer el destino que le aguarda. Pero aún así elige no realizar un registro prejuicioso ni ensañarse con ellos y sus debilidades, sino que busca encontrar los puntos de empatía que le permitan anclar ahí la base de su relato. Que esta vez se encuentra centrado en la figura de Florence Foster Jenkins, excéntrica melómana y filántropa que a mediados de la década de 1940 estaba convencida de ser una maravillosa intérprete de ópera, pero que en realidad no contaba con ninguna condición ni habilidad para el canto. Junto a ella St. Clair, su marido, un actor inglés de cuarta pero con un irresistible encanto británico, que se encarga de hacer que la burbuja que Florence ha creado a su alrededor no se pinche, organizando tertulias y pequeñas presentaciones cuyo público es estrictamente seleccionado por él, para asegurarse de que su mujer siga creyendo, feliz, que en efecto puede cantar Mozart y Verdi.
El de Foster Jenkins es un personaje atractivo para el cine. De hecho, el año pasado se estrenó Marguerite, otro film basado en su vida, dirigido por el francés Xavier Giannoli. Y también es evidente que sería muy fácil contar la historia de la protagonista desde la burla, habida cuenta de que tal vez se trata de la peor cantante que alguna vez haya pisado un escenario. Igual de sencillo sería retratar a su marido como un vividor que se aprovecha de la candidez de ella para asegurarse una vida de lujos a expensas de la fortuna personal de Florence. Lejos de eso, Frears elige contar una historia de amor con gracia pero sin resignar el sentido trágico. Y sin ocultar lo inocultable, porque resultaría difícil que un personaje así fuera registrado sin que aparecieran el costado ridículo de esta mujer por completo inconsciente de sus limitaciones, ni los malabares que su esposo realiza para sostener esa endeble fantasía. Gran parte del éxito de la empresa descansa en la extraordinaria versatilidad de dos grandes actores como Meryl Streep y Hugh Grant para balancearse sobre el filo que separa a la comedia de la tragedia, manejando de manera equilibrada el carácter a la vez farsesco y patético de sus personajes.
Entre los tres, más el aporte de Simon Helberg, le dan forma a una fábula acerca del valor de las mentiras piadosas. Desde ese lugar se puede decir que Florence no es otra cosa que una canción de amor a la ilusión como herramienta para construir la realidad, un tema que no es ajeno a la obra de Frears.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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