Mi adolescencia empezó con la democracia: tuve suerte, lo reconozco. No puedo ni quiero imaginar cómo hubiera sido pasar en dictadura ese momento de la vida en que la libertad es una prerrogativa irrenunciable. En esos años también tuve mi primer contacto real con los sonidos del rock que, aunque no podía saberlo por entonces, marcarían mi educación sentimental. Y también política. Tras una infancia con exceso de Frank Sinatra y Tom Jones, de Serrat y Julio Iglesias, descubrir Pink Floyd fue como pegármela de frente contra una pared. Después me ganó la voracidad por ese aire fresco que me llegaba por los oídos y de a poco pude encontrar un lugar en donde había muchos que veían al mundo de una manera parecida a la que lo hacía yo. Primero fueron Los Violadores y al rato Todos Tus Muertos. Pero recién cuando apareció Invasión '88 y su selección de pendejos que eran a la vez agitados y agitadores, sentí que estaba en el lugar correcto. Después seguí abriendo puertas, avanzando por caminos todavía más propios, pero aquel disco (y aquel recital en Cemento) siguen siendo mi piedra fundamental. Mi casa rockera.
Columna publicada originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario