Desde que en 2013 encontrara un rumbo nuevo dentro de su vital filmografía con la extraordinaria P3nd3jo5, Raul Perrone se ha dedicado a tratar de explorar cada uno de los recodos y desvíos que ese camino le ofrece. Un itinerario que ya lleva cuatro títulos, incluyendo Favula y Ragazzi, que se estrenan conjuntamente esta semana en Malba y en la Sala Lugones del Teatro General San Martín, y su último trabajo, Samuray S, que integró la Competencia Latinoamericana de la reciente edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Es ese núcleo estético en común –básicamente la apropiación y reinterpretación de las formas y recursos propios del cine mudo— lo que permite ver con claridad a estás cuatro películas, aún con sus diferencias, como un subconjunto dentro de la obra de un director siempre curioso como Perrone. Esa unidad permite que cada una de estas películas pueda ser vista como una pieza independiente y cerrada en sí misma, pero también como partes indivisibles de un sistema que las excede en su individualidad.
Favula toma distancia de P3nd3jo5 ya desde su estructura. Ahí donde esta última tendía a una desmesura operística –que se confirmaba en un estupendo (y barroco) uso de la música y la banda sonora-, la primera se inclina por formas narrativas más simples, aunque no menos potentes. En un sentido estricto Favula es, en efecto, una fábula. Pero también podría ser un cuento de hadas, una parábola, una leyenda o una alegoría, todos ellos géneros de menor complejidad formal si se las compara con la grandilocuencia de la ópera. Es esa misma distancia la que separa a P3nd3jo5 de Favula pero también de Ragazzi, cuya estructura en dos movimientos sin embargo vuelve a remitir al universo de lo musical, como si se tratara de una pequeña pieza de cámara.
Aunque los detalles del vestuario señalan al presente de modo directo, Favula es una historia fuera del tiempo. La elección de un escenario selvático, que se aparta de los espacios urbanos que suelen ocupar un lugar central en los trabajos del director, representa un hábitat natural que ayuda a crear una atmósfera que coloca a la película en un lugar extraño, casi único dentro de su filmografía. Perrone aprovecha la novedad para trabajar el diseño de cada cuadro con sutileza pictórica, a partir de patrones de simetría más bien clásicos que tampoco son habituales en su cine. Y consigue que la acción no sólo sea consecuencia de un trabajo de rodaje, sino que además logra “componerla” durante el montaje a partir de un gran ejercicio de superposición de planos e imágenes. Un recurso que con importantes variaciones vuelve a utilizar en Ragazzi, para crear impactantes colages animados que son pura belleza cinética.
Centrada otra vez en las dinámicas y los vínculos de dos grupos de adolescentes que se mueven en el territorio de lo suburbano, Ragazzi resulta algo más cercana a P3nd3jo5 (de hecho ambos títulos significan más o menos lo mismo, uno en italiano y el otro en castellano vulgar). Pero esta vez esa estética barrial se encuentra atravesada por una cierta fantasmagoría que Perrone aprovecha para poner en escena, en el primero de los dos movimientos que componen la película, una versión libre de la historia del joven que acompañaba a Pier Paolo Pasolini la noche en que fue asesinado.
Debe decirse que ni Fávula ni Ragazzi son meras copias del cine mudo; el tratamiento musical y sonoro que Perrone realiza en cada una es la mejor prueba de ello. En ningún caso se trata de limitar a la banda de sonido al papel de reparto de lo incidental, como simple remedo de las bandas en vivo que solían acompañar aquellas proyecciones. Por el contrario, se trata de un elemento diseñado para traccionar narrativamente como parte esencial del relato, un complemento para enriquecer y multiplicar sus sentidos.
A diferencia de lo que ocurre con Favula, donde el uso de subtítulos es reducido al mínimo para obtener de ellos su máximo potencial, en Ragazzi se convierten en vehículo de una poesía ostentosa, con la que se busca apuntalar una poética del cine que Perrone ya maneja con solvencia y sin necesidad de ese subrayado de intención literaria. Pero ese no es el mayor de los problemas de los textos de Ragazzi: hay en ellos un descuido formal (de sintaxis, de ortografía, de puntuación) que sorprenden en un director tan atento al buen uso de las herramientas del lenguaje cinematográfico. Sea como fuere el detalle merece mencionarse, porque en tanto película muda los títulos son un recurso importante que el director decide utilizar y lo cierto es que nunca queda clara la intención de esa forma particular en la que están escritos. Si bien podría tratarse de un intento de vulnerar las convenciones del lenguaje escrito, lo cierto es que pueden llegar a convertirse, sobre todo en la segunda mitad del film, en un obstáculo para permanecer dentro de la película, porque sus irregularidades distraen de la acción y de la notable construcción que Perrone consigue en lo estrictamente cinematográfico.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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