El principal problema (entre varios) de esta nueva versión de Los 4 Fantásticos son las comparaciones, porque en todas sale perdiendo. A veces la diferencia no es tanta, como ocurre al medirla contra las versiones anteriores de este equipo de superhéroes de Marvel Comics. Porque, es cierto, los dos episodios anteriores tampoco eran gran cosa, pero ofrecían una perspectiva más luminosa, carismática y más pop de sus personajes, lo cual volvía mucho más disfrutables a esas dos películas de 2005 y 2007. En esta nueva versión, más apagada y oscura en todo sentido, incluyendo lo fotográfico, sucede que, salvo en contados momentos en donde el humor consigue colarse con efectividad, todo es serio, tortuoso, indolente. Un carácter que podría pensarse deriva del hecho de que esta vez los héroes son poco más que adolescentes, con sus conflictos y dramas; pero no. Porque la adolescencia es más que esa apatía: hay un desborde lúdico y una pulsión festiva que estos cuatro personajes tienen inhibidos. Sin dudas las decisiones de casting tampoco ayudan a empatizar con ellos. No se trata de que los actores sean malos sino de a quién, por ejemplo, se le puede haber ocurrido que Jamie Bell, aquel encantador nenito bailarín de Billy Elliot, que no es ni alto ni corpulento, podría ser La Mole. Lo mismo pasa con algunos más, afectados por carencias de physique du rol.
Ahora, si la comparación es con otras películas de acción recientes, ya sean de superhéroes (Antman) o no (Misión: Imposible; Mad Max, Furia en el camino), la diferencia se vuelve abismo. En Los 4 Fantásticos la acción no sólo se demora debido a la excesiva construcción inicial de los personajes, sino que cuando llega parece desarrollarse casi de compromiso, como llenando un formulario. En el camino se lleva puesto al personaje del villano, el Doctor Doom, que parecía tener para decir cosas más interesantes que los cuatro héroes juntos. La película se libra de él y de sus buenas razones de modo burocrático y sumario, volviendo a poner aquello que incomoda del lado de la locura, aunque se trate de argumentos sólidos y atendibles.
También es interesante analizar el uso (el mal uso) que se hace de la corrección política. Un impulso que lleva a impostar un gesto de amplitud que, justamente por ser calculado, deja en evidencia su condición de mera pose. Porque incluir a un chico negro dentro del equipo representa una pluralidad étnica y cultural mal aplicada, que mete ruido en la línea y obliga a digresiones de compromiso para justificarla. Y termina siendo una muestra de cinismo, en tanto queda claro que dicha decisión no obedece a un orden ético o moral legítimo, sino a un prosaico mecanismo de marketing. Un mecanismo manipulador, porque detrás de su aparente torpeza parece haber un análisis minucioso de daños y beneficios posibles a la hora de ver con cuál de los personajes se perdía menos a la hora de pintarlo de negro.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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