La gente dice que las personas crecemos hasta los 25 años y que después de eso tenemos que conformarnos con ser altos, petisos o con las condiciones que el dios de la genética nos haya impuesto por la fuerza. Dicen también que los libros que nos marcan son los que leemos antes de esa misma edad y que los demás se van apilando como sobre una mesa, pero adentro de uno. Habrá sido a eso de los 17 que se me ocurrió leer El Proceso. Es probable que haya sido porque había quedado deslumbrado con el artilugio fantástico que Kafka usa para contarnos un cuento acerca de un tipo que una mañana se despierta insecto, pero que así y todo se sigue llamando Gregorio. Para mi incomodidad, en este otro libro me costaba distinguir una puerta de entrada: ese mundo laberíntico en donde el protagonista es acusado y procesado pero nunca termina de saber bien ni de qué ni por qué, se me hizo pesado, tortuoso. Doloroso en el sentido más físico de la palabra. Muchos años después creí entender que el hombre no está hecho a imagen y semejanza de ningún dios sino que, tal vez, la humanidad no es más que un reflejo de aquel libro retorcido. Y que entonces Dios vendría a ser Kafka. Amén.
Columna publicada originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino
domingo, 31 de agosto de 2014
viernes, 29 de agosto de 2014
CINE - "El cazador" (The Rover), de David Michôd: Cuando la violencia arruga
Algunas películas tienen tras de sí historias que muchas veces son tan interesantes como la misma película. No es que El cazador, segundo film del australiano David Michôd, no ofrezca puntos de interés propios, pero esta vez conviene empezar por esa historia de fondo: la del grupo Blue-Tongue. Se trata de un colectivo de cineastas australianos que en 1996 se juntaron para poder rodar sus propios films, de los que suelen ser directores, actores, guionistas y productores. Los Blue-Tongue son, sobre todo, Kieran Darcy-Smith, los hermanos Joel y Nash Edgerton, Spencer Susser y, claro, David Michôd. Sus películas –la mitad no estrenadas en la Argentina ni en DVD- comparten una estética que puede definirse como realismo sucio (aún cuando se trate de una fantasía distópica, como en El cazador), atravesadas por una violencia que echa raíces en diversas problemáticas sociales. En ellas, el mundo es siempre un lugar inhóspito en el que la justicia sólo funciona como mecanismo individual, pero que a escala social no tiene lugar más que como una eventualidad. Todo eso puede aplicarse a El cazador.
Una línea de texto avisa que todo lo que se verá ocurrió diez años después del colapso y es un acierto que no se precise absolutamente nada más acerca de eso. Sólo se sabrá lo que la acción vaya mostrando: que tres delincuentes en fuga le roban al protagonista el auto que dejó al costado de la ruta y que este los perseguirá obsesivamente para recuperarlo, sin aclarar hasta el final el por qué de tanto empeño. El mundo es ahora un lugar casi deshabitado, en donde la tecnología se ha retraído a la era pre-digital y en donde la desintegración social ha convertido a la ley del más fuerte casi en la única regla. Tratándose de una película australiana que tiene como escenario esas rutas que atraviesan el desierto como venas secas, no es raro pensar en Mad Max, la saga que hizo famoso a Mel Gibson.
Pero El cazador está más cerca de La carretera, ardua adaptación que John Hillcoat hizo de la novela homónima de Cormack McCarthy. Con ella comparte una desesperanza que cada escena sostiene a rajatabla, aunque Michôd elige no sobrecargar su relato con el denso trasfondo cristiano que lastra a la otra. Merecen destacarse las actuaciones de Guy Pearce y Robert Pattinson, y la paciencia del director para construir los estallidos de violencia que eslabonan el relato, manipulándolos con el mismo cuidado con que un fabricante de bombas caseras trabaja para que sus artefactos no exploten antes de tiempo. En contra: la excedida pretensión simbólica y el humanismo involuntariamente cómico del final, que recuerda a las historias que Olmedo le contaba a Portales en el sketch de Borges y Álvarez, en las que un tipo al que le entran a robar a la casa, humillándolo a él y a toda su familia, sólo reacciona cuando uno de los chorros le moja un pancito en el huevo frito que se estaba por comer justo antes de que los malos entraran en acción.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
Una línea de texto avisa que todo lo que se verá ocurrió diez años después del colapso y es un acierto que no se precise absolutamente nada más acerca de eso. Sólo se sabrá lo que la acción vaya mostrando: que tres delincuentes en fuga le roban al protagonista el auto que dejó al costado de la ruta y que este los perseguirá obsesivamente para recuperarlo, sin aclarar hasta el final el por qué de tanto empeño. El mundo es ahora un lugar casi deshabitado, en donde la tecnología se ha retraído a la era pre-digital y en donde la desintegración social ha convertido a la ley del más fuerte casi en la única regla. Tratándose de una película australiana que tiene como escenario esas rutas que atraviesan el desierto como venas secas, no es raro pensar en Mad Max, la saga que hizo famoso a Mel Gibson.
Pero El cazador está más cerca de La carretera, ardua adaptación que John Hillcoat hizo de la novela homónima de Cormack McCarthy. Con ella comparte una desesperanza que cada escena sostiene a rajatabla, aunque Michôd elige no sobrecargar su relato con el denso trasfondo cristiano que lastra a la otra. Merecen destacarse las actuaciones de Guy Pearce y Robert Pattinson, y la paciencia del director para construir los estallidos de violencia que eslabonan el relato, manipulándolos con el mismo cuidado con que un fabricante de bombas caseras trabaja para que sus artefactos no exploten antes de tiempo. En contra: la excedida pretensión simbólica y el humanismo involuntariamente cómico del final, que recuerda a las historias que Olmedo le contaba a Portales en el sketch de Borges y Álvarez, en las que un tipo al que le entran a robar a la casa, humillándolo a él y a toda su familia, sólo reacciona cuando uno de los chorros le moja un pancito en el huevo frito que se estaba por comer justo antes de que los malos entraran en acción.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
jueves, 28 de agosto de 2014
CINE - "Los indestructibles 3" (The Expendables 3), de Patrick Hughes: Un pasito para adelante, dos para atrás
Si algo habían tenido de muy bueno las dos primeras películas de esta agradable saga de comedias de acción que es Los indestructibles, había sido justamente su capacidad para hacer equilibrio no en una, sino en varias cuerdas flojas a la vez. Capaz de caminar por la cornisa de la violencia sin caer al vacío de la apología tanto como de jugar con el humor sin convertirse en una payasada, esas dos primeras entregas, y sobre todo la segunda, hacían pie con mucha convicción en la autoconciencia. Una palabra (una idea) que se ha vuelto recurrente dentro del cine contemporáneo, como recurso para validar aquello que de otro modo sería inverosímil en pleno siglo XXI. De ese modo, los héroes anabolizados de la década de 1980, igual de invulnerables pero con la piel un poco más floja, regresaron 30 años después sin perder el nervio cinético e invirtiendo con inteligencia la carga ideológica, que en plena guerra fría solía restar más de lo que sumaba.
Con esa lección aprendida, estos Indestructibles modelo 2014 vuelven a mostrar algunas de las virtudes de las dos entregas anteriores y en esa insistencia está lo mejor de esta tercera parte. Sin embargo la película parece partida muy claramente en pedazos de calidad desigual. El comienzo es de lo mejor: diálogos filosos, chistes pavos que muestran a estos viejos musculosos como adolescentes chicaneándose en el recreo de la escuela, escenas de acción imposibles coreografiadas a ritmo de slapstick y el encanto de ver a actores como Jason Statham, Dolph Lundgren, Wesley Snipes y, sobre todo, Sylvester Stallone tomando a sus propios estereotipos en solfa. La aparición de Mel Gibson marca el punto más alto de este primer tramo, esbozando los primeros trazos de un villano a la altura del que había compuesto estupendamente Jean Claude van Damme en el film anterior: un tipo de maldad sin límites, pero con encanto cinematográfico de sobra como para ofrecer el contrapeso que todo héroe necesita para sostenerse con dignidad. La película parece encaminarse a cumplir lo que la saga promete.
Pero un giro de guión (¡ay!, los giros de guión...) hace que Barney Ross (Stallone) decida prescindir de la tropa de veteranos que lo acompañó hasta acá con una fidelidad literalmente a prueba de balas, para formar un nuevo equipo de mercenarios capaz de acertar donde el otro, por una vez, no pudo. El cambio de dirección resulta un paso en falso: hasta acá la saga ofrecía disfrutar viendo a una caterva de héroes old school rebuscándoselas a pesar de las arrugas, de los achaques y hasta de estar físicamente imposibilitados de tirar siquiera una patada al aire como dios manda (tal el caso del inmortal Chuck Norris en Los Indestructibles 2). Un retroceso para incorporar a media docena de jóvenes sin ningún carisma, y cuyo único punto a favor es haber conseguido que Antonio Banderas entregue su mejor personaje (dicho con absoluta convicción y sin ironías) desde el Gato con Botas de Shrek.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
Con esa lección aprendida, estos Indestructibles modelo 2014 vuelven a mostrar algunas de las virtudes de las dos entregas anteriores y en esa insistencia está lo mejor de esta tercera parte. Sin embargo la película parece partida muy claramente en pedazos de calidad desigual. El comienzo es de lo mejor: diálogos filosos, chistes pavos que muestran a estos viejos musculosos como adolescentes chicaneándose en el recreo de la escuela, escenas de acción imposibles coreografiadas a ritmo de slapstick y el encanto de ver a actores como Jason Statham, Dolph Lundgren, Wesley Snipes y, sobre todo, Sylvester Stallone tomando a sus propios estereotipos en solfa. La aparición de Mel Gibson marca el punto más alto de este primer tramo, esbozando los primeros trazos de un villano a la altura del que había compuesto estupendamente Jean Claude van Damme en el film anterior: un tipo de maldad sin límites, pero con encanto cinematográfico de sobra como para ofrecer el contrapeso que todo héroe necesita para sostenerse con dignidad. La película parece encaminarse a cumplir lo que la saga promete.
Pero un giro de guión (¡ay!, los giros de guión...) hace que Barney Ross (Stallone) decida prescindir de la tropa de veteranos que lo acompañó hasta acá con una fidelidad literalmente a prueba de balas, para formar un nuevo equipo de mercenarios capaz de acertar donde el otro, por una vez, no pudo. El cambio de dirección resulta un paso en falso: hasta acá la saga ofrecía disfrutar viendo a una caterva de héroes old school rebuscándoselas a pesar de las arrugas, de los achaques y hasta de estar físicamente imposibilitados de tirar siquiera una patada al aire como dios manda (tal el caso del inmortal Chuck Norris en Los Indestructibles 2). Un retroceso para incorporar a media docena de jóvenes sin ningún carisma, y cuyo único punto a favor es haber conseguido que Antonio Banderas entregue su mejor personaje (dicho con absoluta convicción y sin ironías) desde el Gato con Botas de Shrek.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
martes, 26 de agosto de 2014
LIBROS - Cortázar dibujado: Libros para leer y ver a Cortázar
Curioso destino tienen algunos escritores, cuyas obras, sin que ellos se lo propongan nunca, acaban convertidos en clásicos de la literatura infantil y juvenil. No se trata, claro, del fenómeno moderno de sagas monumentales urdidas desde su origen como un producto de mercado antes que como literatura, con el fin de atacar un segmento de consumidores entre los 6 y los 20 años, tendencia que terminó de consolidarse luego del éxito de dimensiones universales de las siete novelas escritas por la inglesa J. K. Rowling sobre un chico que es aprendiz de mago, a quien le tocará vivir una serie de aventuras intensas, a cual más increíble, con sus compañeritos de la escuela de magia. Se trata de autores a quienes nunca se les hubiera ocurrido siquiera soñar con que sus cuentos y novelas terminarían alimentando colecciones y colecciones de libros para chicos, simplemente porque ellos no escribieron para chicos: solamente escribieron y el resto es cosa de editores más o menos despiertos, que han sabido encontrar en los trabajos de esos autores oportunas puertas de entrada al mundo de la lectura. Al contrario de autores como Hans Christian Andersen, Lewis Carroll o Matthew Barrie, quienes escribieron a conciencia obras infantiles, otros como Robert L. Stevenson, Julio Verne, Edgar Allan Poe, Jonathan Swift, Jack London, Mark Twain y hasta Bram Stoker o Mary Shelley resultaron ser algunos de los más “beneficiados” por la tendencia de pensar en una biblioteca para chicos, que tiene su antecedente más notorio en la vieja colección Robin Hood. A caballo de esto, y aprovechando que justo hoy se cumple, al fin, el centenario de su nacimiento, parece interesante preguntarse si algo parecido no acabará ocurriendo tarde o temprano con buena parte de la obra de Julio Cortázar.
Como ocurría con la mayoría de los citados, Cortázar jamás escribió pensando en categorías de lectores, ni atendiendo a ningún tipo de fragmentación del público. Ya se ha dicho que ese tipo de trucos son herramientas editoriales más o menos modernas, que tienen como objetivo diversificar el mercado con la vista puesta en ampliar las ventas a través del recurso de ofrecer el mismo producto en diferentes envases, atendiendo a una determinada estratificación de los consumidores, clasificados ad hoc a partir de diversos estudios de mercadotecnia. Por eso que puede decirse que la literatura infantil se consolida como categoría editorial junto con el surgimiento del marketing, ahí nomás de la Revolución Industrial, a mediados del siglo XIX. Bueno, para volver a Cortázar y su literatura, no puede decirse que exista un vínculo consciente entre esta categoría y su trabajo como escritor. A no ser por (porque siempre hay una excepción a la regla) el relato conocido como “El discurso del oso”.
Una de las incontables curiosidades que incluye la edición de los cinco volúmenes de Cartas, que incluyen la correspondencia incompleta de Julio Cortázar es la no muy difundida buena relación que Julio Cortázar mantenía con los chicos y la infancia. Varias pruebas se acumulan en estas cartas, sobre todo en las que intercambió con la pareja integrada por el pintor Eduardo Jonquieres y María Rocchi. Algunas de ellas van directamente dirigidas a los niños de la familia, que cuando el escritor dejó Buenos Aires eran dos, Maricló y Albertito, y acabaron siendo cuatro. A ellos justamente les dedica por vía postal el “Discurso del oso”, cuento que luego y no por casualidad se haría conocido como parte de ese libro juguetón que es Historias de cronopios y de famas. Porque aunque no se trata de un libro infantil, no caben dudas de que los textos que lo componen conservan un tono y un espíritu propio que difícilmente pueda ser reconocido en cualquier otro de los libros de Cortázar, que tiene que ver con un nivel lúdico muy cercano a la infancia. Tampoco es casualidad que dos libros ilustrados y claramente pensados para chicos, hayan sido editados en los últimos años.
El discurso del oso propiamente dicho fue publicado de manera independiente por Libros del Zorro Rojo. Con ilustraciones del ilustrador español Emilio Urberuaga, este libro al fin concreta el destino original de este relato, que tal vez sea el único texto de Cortázar escrito para chicos. Una afirmación que es, sin embargo, por lo menos discutible. La propia Aurora Bernárdez, primera mujer de Cortázar, reconoció a los editores del libro que en el origen del relato hay algo que ya estaba presente en el cuento “Casa tomada”, tal vez el más famoso de los escritos por el autor: la curiosidad que le provocaban a Cortázar los ruidos en el interior de las paredes o al otro lado de ellas. Los dibujos de Urberuaga vuelcan decididamente el extraño relato de Cortázar del lado de lo infantil.
Lo mismo ocurre con el trabajo realizado por el artista argentino Elenio Pico, quien tuvo a su cargo la delicada tarea de darle un cuerpo a los Cronopios, los Famas y las Esperanzas, criaturas que animan los relatos incluidos en la versión ilustrada de Historias de cronopios y de famas, editada este mes por Alfaguara. No se trata de una versión completa de aquel libro editado originalmente en 1962, justo antes de que Cortázar se convirtiera en un escritor de renombre mundial luego de la publicación de Rayuela, ocurrida un año más tarde, sino que recoge todas las historias en la que estos indefinibles personajes son los protagonistas. El trabajo de Pico, lejos de permitirse el lujo de la innovación, utiliza las descripciones dadas por el propio autor en los textos –sobre todo en el caso de los cronopios- para dar forma a los personajes. Otro de los aciertos del libro consiste en incluir textos que no integraron aquel libro y que fueron recogidos más adelante en volúmenes y compilaciones. Esta versión de Historias de cronopios y de famas concreta lo que ya muchos pensaban: que no hay mejores lectores para esas alegorías de perfil surrealista que aquellos que todavía viven jugando.
En busca de responder a una pregunta (¿Terminará convirtiéndose la obra de Cortázar en parte de futuras bibliotecas infanto- juveniles?), estos dos libros hacen surgir nuevas dudas. Por ejemplo: ¿Qué elementos definen a un libro como Infantil o juvenil? Porque es cierto que tanto en el caso de El discurso del oso de Libros del Zorro Rojo, como en el de Historias de cronopios y de famas de Alfaguara, lo único que cambia respecto de las versiones originales es que aquellos formaban parte de una obra mayor y que ninguno de ellos incluía ilustraciones. ¿Será que cualquier libro ilustrado se convierte en un libro para chicos o adolescentes? Por supuesto, la respuesta es no. Sin embargo cualquiera sabe que el hecho de tener “dibujitos” representa una buena excusa para que un chico, víctima de su propia curiosidad, se vea empujado a hojearlo. Entonces, si bien un libro ilustrado no es en sí mismo un libro infantil, puede decirse que cualquier libro ilustrado tiene el potencial de ser consumido por chico. Y si el autor es Cortázar, entonces la excusa es doble.
Dentro de la categoría de libros ilustrados basados en textos de Cortázar se destacan dos, también editados por Libros del Zorro Rojo. Se trata por un lado de “El perseguidor”, cuento originalmente incluido en Las armas secretas (1959) y de “Reunión”, perteneciente al libro Todos los fuegos el fuego (1966). Ambos libros incluyen los textos completos y han sido ilustrados por dos de los mejores artistas argentinos del género, José Muñoz y Enrique Breccia; los dos, curiosamente, de uno u otro modo, alumnos del enorme Alberto Breccia, un dato no menor. Tanto el trabajo de Muñoz como el de Breccia hijo tienen la impronta de los grandes trabajos del viejo Breccia. El juego de claroscuros con que ambos artistas encaran los textos resultan tal vez la mejor estética para intentar dibujar a Cortázar, y ambos libros representan dos objetos delicados de los que disfrutarán tanto los amantes de Cortázar como los del trabajo de estos dos maestros de la tinta china.
Ahora, si de dibujar a Cortázar se trata, el libro indicado es Una biografía rayuelística de Julio Florencio Cortázar, del artista Miguel Repiso, mejor conocido como Rep. Se trata de la adaptación editorial del mural que este reconocido dibujante realizara este año en el Salón del Libro de París, en donde la Argentina y Julio Cortázar fueron huéspedes de honor. Rep consigue con su trazo minimalista sintetizar los rasgos básicos del escritor, para luego ubicarlo en diferentes situaciones emblemáticas de su vida, prolijamente desordenas para el rayuelístico disfrute del lector. O tal vez sea más apropiado hablar de un orden distinto, aquel con el que Cortázar decidió organizar su obra más conocida. O aquel con que los nenes recorren las páginas de cualquier libro que tenga dibujos, sea para chicos o no.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
Como ocurría con la mayoría de los citados, Cortázar jamás escribió pensando en categorías de lectores, ni atendiendo a ningún tipo de fragmentación del público. Ya se ha dicho que ese tipo de trucos son herramientas editoriales más o menos modernas, que tienen como objetivo diversificar el mercado con la vista puesta en ampliar las ventas a través del recurso de ofrecer el mismo producto en diferentes envases, atendiendo a una determinada estratificación de los consumidores, clasificados ad hoc a partir de diversos estudios de mercadotecnia. Por eso que puede decirse que la literatura infantil se consolida como categoría editorial junto con el surgimiento del marketing, ahí nomás de la Revolución Industrial, a mediados del siglo XIX. Bueno, para volver a Cortázar y su literatura, no puede decirse que exista un vínculo consciente entre esta categoría y su trabajo como escritor. A no ser por (porque siempre hay una excepción a la regla) el relato conocido como “El discurso del oso”.
Una de las incontables curiosidades que incluye la edición de los cinco volúmenes de Cartas, que incluyen la correspondencia incompleta de Julio Cortázar es la no muy difundida buena relación que Julio Cortázar mantenía con los chicos y la infancia. Varias pruebas se acumulan en estas cartas, sobre todo en las que intercambió con la pareja integrada por el pintor Eduardo Jonquieres y María Rocchi. Algunas de ellas van directamente dirigidas a los niños de la familia, que cuando el escritor dejó Buenos Aires eran dos, Maricló y Albertito, y acabaron siendo cuatro. A ellos justamente les dedica por vía postal el “Discurso del oso”, cuento que luego y no por casualidad se haría conocido como parte de ese libro juguetón que es Historias de cronopios y de famas. Porque aunque no se trata de un libro infantil, no caben dudas de que los textos que lo componen conservan un tono y un espíritu propio que difícilmente pueda ser reconocido en cualquier otro de los libros de Cortázar, que tiene que ver con un nivel lúdico muy cercano a la infancia. Tampoco es casualidad que dos libros ilustrados y claramente pensados para chicos, hayan sido editados en los últimos años.
El discurso del oso propiamente dicho fue publicado de manera independiente por Libros del Zorro Rojo. Con ilustraciones del ilustrador español Emilio Urberuaga, este libro al fin concreta el destino original de este relato, que tal vez sea el único texto de Cortázar escrito para chicos. Una afirmación que es, sin embargo, por lo menos discutible. La propia Aurora Bernárdez, primera mujer de Cortázar, reconoció a los editores del libro que en el origen del relato hay algo que ya estaba presente en el cuento “Casa tomada”, tal vez el más famoso de los escritos por el autor: la curiosidad que le provocaban a Cortázar los ruidos en el interior de las paredes o al otro lado de ellas. Los dibujos de Urberuaga vuelcan decididamente el extraño relato de Cortázar del lado de lo infantil.
Lo mismo ocurre con el trabajo realizado por el artista argentino Elenio Pico, quien tuvo a su cargo la delicada tarea de darle un cuerpo a los Cronopios, los Famas y las Esperanzas, criaturas que animan los relatos incluidos en la versión ilustrada de Historias de cronopios y de famas, editada este mes por Alfaguara. No se trata de una versión completa de aquel libro editado originalmente en 1962, justo antes de que Cortázar se convirtiera en un escritor de renombre mundial luego de la publicación de Rayuela, ocurrida un año más tarde, sino que recoge todas las historias en la que estos indefinibles personajes son los protagonistas. El trabajo de Pico, lejos de permitirse el lujo de la innovación, utiliza las descripciones dadas por el propio autor en los textos –sobre todo en el caso de los cronopios- para dar forma a los personajes. Otro de los aciertos del libro consiste en incluir textos que no integraron aquel libro y que fueron recogidos más adelante en volúmenes y compilaciones. Esta versión de Historias de cronopios y de famas concreta lo que ya muchos pensaban: que no hay mejores lectores para esas alegorías de perfil surrealista que aquellos que todavía viven jugando.
En busca de responder a una pregunta (¿Terminará convirtiéndose la obra de Cortázar en parte de futuras bibliotecas infanto- juveniles?), estos dos libros hacen surgir nuevas dudas. Por ejemplo: ¿Qué elementos definen a un libro como Infantil o juvenil? Porque es cierto que tanto en el caso de El discurso del oso de Libros del Zorro Rojo, como en el de Historias de cronopios y de famas de Alfaguara, lo único que cambia respecto de las versiones originales es que aquellos formaban parte de una obra mayor y que ninguno de ellos incluía ilustraciones. ¿Será que cualquier libro ilustrado se convierte en un libro para chicos o adolescentes? Por supuesto, la respuesta es no. Sin embargo cualquiera sabe que el hecho de tener “dibujitos” representa una buena excusa para que un chico, víctima de su propia curiosidad, se vea empujado a hojearlo. Entonces, si bien un libro ilustrado no es en sí mismo un libro infantil, puede decirse que cualquier libro ilustrado tiene el potencial de ser consumido por chico. Y si el autor es Cortázar, entonces la excusa es doble.
Dentro de la categoría de libros ilustrados basados en textos de Cortázar se destacan dos, también editados por Libros del Zorro Rojo. Se trata por un lado de “El perseguidor”, cuento originalmente incluido en Las armas secretas (1959) y de “Reunión”, perteneciente al libro Todos los fuegos el fuego (1966). Ambos libros incluyen los textos completos y han sido ilustrados por dos de los mejores artistas argentinos del género, José Muñoz y Enrique Breccia; los dos, curiosamente, de uno u otro modo, alumnos del enorme Alberto Breccia, un dato no menor. Tanto el trabajo de Muñoz como el de Breccia hijo tienen la impronta de los grandes trabajos del viejo Breccia. El juego de claroscuros con que ambos artistas encaran los textos resultan tal vez la mejor estética para intentar dibujar a Cortázar, y ambos libros representan dos objetos delicados de los que disfrutarán tanto los amantes de Cortázar como los del trabajo de estos dos maestros de la tinta china.
Ahora, si de dibujar a Cortázar se trata, el libro indicado es Una biografía rayuelística de Julio Florencio Cortázar, del artista Miguel Repiso, mejor conocido como Rep. Se trata de la adaptación editorial del mural que este reconocido dibujante realizara este año en el Salón del Libro de París, en donde la Argentina y Julio Cortázar fueron huéspedes de honor. Rep consigue con su trazo minimalista sintetizar los rasgos básicos del escritor, para luego ubicarlo en diferentes situaciones emblemáticas de su vida, prolijamente desordenas para el rayuelístico disfrute del lector. O tal vez sea más apropiado hablar de un orden distinto, aquel con el que Cortázar decidió organizar su obra más conocida. O aquel con que los nenes recorren las páginas de cualquier libro que tenga dibujos, sea para chicos o no.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
domingo, 17 de agosto de 2014
DISCOS - "Plastic Surgery Disasters", de Dead Kennedys: Estrellas que eligen reventar.
Como pasa con el cielo de verdad, en donde las estrellas más luminosas impiden ver otras, más distantes, pequeñas o simplemente más oscuras, así es el mundo del espectáculo. Grandes astros dispuestos a cualquier cosa para acaparar esos flashes que son como reflejos en miniatura de su propia luz; lo que sea con tal de ser tapa en revistas que multiplicarán sus figuritas en tiradas de escala mundial. Sacerdotes de un culto a la imagen (hueca pero lustrosa) que dejan en el cono de su sombra a galaxias enteras que no cuentan con recursos para competir con tanto ego. O que prefieren no hecerlo. Es la guerra sucia del negocio contra los artistas. Pero, ya se sabe, el arte siempre tuvo su Résistance, su guerra de guerrillas, y en ese ejército de descastados los Dead Kennedys son el Vietcong. Y Jello Biafra el General Giáp, el mismo diablo, uno de los artistas más revulsivos y coherentes que hayan dado los Estados Unidos. La tapa de su disco debut, Desastres de la cirugía plástica, que muestra en primer plano una mano blanca sosteniendo la manito reseca y negra de un nenito muerto de hambre, es una prueba de por qué para algunos nunca habrá flashes ni tapas de revista disponibles. Estrellas que eligen reventar en lugar de andar brillando.
Columna publicada originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.
Columna publicada originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.
sábado, 16 de agosto de 2014
CINE - Versiones contradictorias por la reapertura de la sala Lugones: Algunos dicen que sí, algunos dicen que ni
A fines de 2013, el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires anunció que la sala Leopoldo Lugones, espacio de cine del Teatro General San Martín, sería cerrada temporalmente para realizar una serie de demoradas y muy necesarias refacciones. La iniciativa se encuadraba dentro de un plan de puesta en valor del Teatro San Martín, en vista del 70º aniversario del complejo, que se celebra este año. En consecuencia, la tradicional sala porteña fue cerrada por restauraciones en febrero pasado, con la promesa de una renovada reapertura a finales de junio. Sin embargo, un mes y medio después de vencido ese plazo, la Lugones, nombre de entrecasa con el que se la conoce, no sólo sigue cerrada, sino que los planes de obra ni siquiera han comenzado. O casi: hasta el día de ayer los únicos trabajos realizados eran el desmonte de la pantalla y la cabina de proyección, dos detalles que trasladados a un ejemplo doméstico equivalen a descolgar los cuadros del comedor cuando alguien decide que es hora pintar la casa.
Una nota del diario Página/12 publicada el domingo pasado reveló los detalles del caso, recibiendo también la negativa a hacer declaraciones por parte de los funcionarios de mayor rango del área responsable de la Lugones, el Ministerio de Cultura de la Ciudad, a cargo de Hernán Lombardi. A partir de ahí, una serie de iniciativas llevadas adelante por grupos particulares, entre los que se incluyen intelectuales, directores de cine, actores, críticos, periodistas, espectadores y otras especies habituales del cine y la cultura, reclamaron directamente a Lombardi, exigiendo una explicación detallada acerca del estado de la Lugones y un cronograma preciso de los pasos a seguir, así como la reapertura de la sala a la brevedad posible. Entre ellas se destacan el petitorio digital en el portal www.change.org, otro similar lanzado desde Facebook y el comunicado de FIPRESCI Argentina, filial local de la reconocida Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica.
Sin embargo, ninguna de las autoridades responsables recogió el guante y hasta ayer no había novedades al respecto. Tiempo Argentino consiguió comunicarse con la Dirección General del Teatro San Martín, y aunque el director general de la institución, Alberto Ligaluppi, no tuvo oportunidad de hacerlo personalmente, funcionarios directamente a su cargo transmitieron en su nombre la versión oficial: las obras empezaron ayer mismo y estarán concluidas antes de fin de año, pudiendo asegurar que las actividades de la sala comenzarán a desarrollarse nuevamente en plenitud durante enero de 2015. Una información que tiene carácter de primicia, en tanto que el propio Ligaluppi recién la hará pública formalmente el día martes próximo a través de un comunicado.
Sin embargo, un par de horas más tarde el propio ministro Lombardi accedió a dialogar con este medio, negándose a confirmar una fecha de reapertura, pero afirmando que a partir de octubre la Lugones tendrá un espacio provisorio en las salas del Centro Cultural San Martín, ubicadas a la vuelta del teatro e inauguradas hace un par de años (ver recuadro más abajo).
Cuando se consultó acerca de los motivos de una demora tan prolongada, la Dirección General remitió a las declaraciones ya realizadas por Sergio Levit, vocero del ministro de Desarrollo Urbano de la ciudad, Daniel Chaín, departamento responsable de las obras. Levit había dicho la semana pasada que "se llamó a una licitación, como corresponde" en estos casos, pero que se seleccionó a "una empresa que tenía muy buen precio, pero cuyos avales no eran suficientes. Por lo tanto, se optó por la segunda empresa, que va a empezar a trabajar en cuanto firme el contrato." Es decir: en el momento de ser cerrada la sala para dar inicio a las obras, en febrero, no había nadie a quien se las hubieran asignado. Seis meses después nada había cambiado mucho: la Lugones continuó cerrada sin nadie que pudiera poner manos a la obra.
Sin embargo quedaba lugar para un inesperado paso de comedia. Durante el mediodía de ayer, un fotógrafo de Tiempo Argentino se acercó hasta el décimo piso del teatro, para documentar el estado actual de la Lugones. En los cuarenta segundos que tuvo para hacer libremente su trabajo se encontró con lo anunciado: la sala vacía y sin pantalla. Inútil. El único detalle inesperado eran los dos obreros que descansaban tras haber levantado la alfombra del hall. Pero enseguida apareció un hombre corpulento y con barba, quien sin identificarse en ningún momento exigió saber qué hacía ahí el fotógrafo. "¿Así que vos querés sacar fotos?", dijo al recibir la explicación solicitada y acto seguido les pidió a los dos obreros que se acercaran y comenzaran a hacer algo. "Ahí tenés una foto para sacar", concluyó el barbudo, muy satisfecho con su ingeniosa salida. No podía haber habido un mejor escenario que la Lugones, en el décimo piso del Teatro San Martín, para una escena de farsa semejante, digna de algún clásico de los Hermanos Marx.
No es sencillo describir la importancia de la Sala Lugones sin caer, de una u otra manera, en una injusticia. Suele decirse que se trata de uno de los espacios más emblemáticos y tradicionales de la cinefilia nacional, pero ya en el hecho de utilizar esa palabra, cinefilia –que muchas veces es usada como un cerco para meter dentro o dejar fuera determinado tipo de películas (a veces unas, a veces otras); como si categorías tan amplias como películas, directores y público también pudieran dividirse en castas–, hace que eso sea decir poco. La Lugones es sin lugar a dudas una institución que desde su nacimiento en octubre del año 1967 sostiene la difusión de obras y ciclos cinematográficos que no suelen tener espacio en las pantallas comerciales. Además de esta tarea de por sí invaluable, en la última década su grilla comenzó a incluir de manera frecuente el estreno de trabajos de cineastas argentinos jóvenes o independientes, una misión que colabora literalmente con la supervivencia del cine nacional, habida cuenta la falta de salas disponibles y la cuota cada vez más limitada que los complejos multipantallas reservan para las producciones locales. Ante motivos de un peso semejante, está claro que el costo cultural de tener la Lugones inactiva un año entero es altísimo. Por eso es de esperar que las nuevas promesas esta vez sean cumplidas y que la sala pueda entrar nuevamente en funciones en el plazo convenido. Y, si se puede, claro, incluso antes.
Entrevista con el ministro de Cultura de la ciudad Hernán Lombardi
"Desde los años sesenta no se había hecho una inversión como esta para poner en valor el Teatro San Martín como el lugar que queremos los porteños y los argentinos", dijo a Tiempo Argentino Hernán Lombardi, ministro de Cultura porteño. "Eso implicaba dificultades, pero era imprescindible hacerla, sobre todo en la Lugones, a la que vamos a refaccionar a nuevo", completó.
–Lo que se reclama desde distintos ámbitos de la cultura es que la sala se cerró en febrero con la promesa de reabrirla en julio, y al día de ayer las obras no habían comenzado.
–La demora es evidente porque se trata de una obra muy compleja. Pero no sólo la de la Lugones: toda la obra del Teatro San Martín. La demora existe, pero las obras se están haciendo.
–Pero lo preocupante es que en estos casi siete meses que lleva cerrada no se ha realizado ninguna obra en la sala. La pérdida en este caso es el tiempo en que se impidió que la sala continuara con su tarea. ¿Cómo se evalúa ese costo cultural?
–Hay que pensar que la obra no es sólo en la Lugones, sino en el conjunto del teatro. Y eran necesarias. El trabajo que estamos haciendo no tiene precedentes y por eso algunas críticas me parecen injustas.
–Tengo que insistir en que la cuestión central sigue siendo que la sala haya permanecido cerrada todo este tiempo con una promesa de apertura incumplida y sin que se hiciera ninguna obra.
–No. Las obras comenzaron: no llegaron a la Lugones, pero comenzaron. Todo el teatro está en obra porque es un conjunto edilicio. Igual reconozco la demora y preferiríamos que no fuera así.
–¿Hay previsto algún nuevo plazo para entregar la sala en condiciones de retomar sus actividades?
–Puedo confirmar que los nuevos ciclos de la Lugones a partir de octubre se realizarán en las salas que inauguramos hace algunos años en el Centro Cultural San Martín, a pocos metros del Teatro. Esa es una gran noticia.
–Está bien, pero esas salas también desarrollan actividades propias. Estaría bueno tener una precisión de cuándo la Lugones va estar en condiciones de volver a su propia casa.
–Nosotros no llevamos la dirección de las obras, pero estamos trabajando para que sea en el menor tiempo posible.
–¿No es posible dar una fecha concreta para la reapertura de la Lugones?
–Lo antes posible, pero con seriedad. Y aunque algunas críticas me parecen injustas, comparto la preocupación de abrir cuanto antes.
Movida a favor de la Lugones
Durante la semana varias iniciativas exigieron al ministro Hernán Lombardi aclarar la situación de la sala Lugones. Un petitorio digital en el portal www .change.org consiguió reunir 1500 firmas, mientras que otro similar exige que "Reabran la Lugones" desde Facebook y convocó por ese medio a casi 300 adherentes.
Por último, FIPRESCI Argentina, filial local de la Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica, emitió un comunicado desde su sitio fipresciar .tumblr.com manifestando su preocupación por el caso y exigiendo presiciones al gobierno de la ciudad.
Iniciativas necesarias en busca de una solución satisfactoria.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
Una nota del diario Página/12 publicada el domingo pasado reveló los detalles del caso, recibiendo también la negativa a hacer declaraciones por parte de los funcionarios de mayor rango del área responsable de la Lugones, el Ministerio de Cultura de la Ciudad, a cargo de Hernán Lombardi. A partir de ahí, una serie de iniciativas llevadas adelante por grupos particulares, entre los que se incluyen intelectuales, directores de cine, actores, críticos, periodistas, espectadores y otras especies habituales del cine y la cultura, reclamaron directamente a Lombardi, exigiendo una explicación detallada acerca del estado de la Lugones y un cronograma preciso de los pasos a seguir, así como la reapertura de la sala a la brevedad posible. Entre ellas se destacan el petitorio digital en el portal www.change.org, otro similar lanzado desde Facebook y el comunicado de FIPRESCI Argentina, filial local de la reconocida Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica.
"Desde los años sesenta no se había hecho una inversión como esta para poner en valor el Teatro San Martín como el lugar que queremos los porteños y los argentinos", dijo a Tiempo Argentino Hernán Lombardi, ministro de Cultura porteño. "Eso implicaba dificultades, pero era imprescindible hacerla, sobre todo en la Lugones, a la que vamos a refaccionar a nuevo", completó.
–Lo que se reclama desde distintos ámbitos de la cultura es que la sala se cerró en febrero con la promesa de reabrirla en julio, y al día de ayer las obras no habían comenzado.
–La demora es evidente porque se trata de una obra muy compleja. Pero no sólo la de la Lugones: toda la obra del Teatro San Martín. La demora existe, pero las obras se están haciendo.
–Pero lo preocupante es que en estos casi siete meses que lleva cerrada no se ha realizado ninguna obra en la sala. La pérdida en este caso es el tiempo en que se impidió que la sala continuara con su tarea. ¿Cómo se evalúa ese costo cultural?
–Hay que pensar que la obra no es sólo en la Lugones, sino en el conjunto del teatro. Y eran necesarias. El trabajo que estamos haciendo no tiene precedentes y por eso algunas críticas me parecen injustas.
–Tengo que insistir en que la cuestión central sigue siendo que la sala haya permanecido cerrada todo este tiempo con una promesa de apertura incumplida y sin que se hiciera ninguna obra.
–No. Las obras comenzaron: no llegaron a la Lugones, pero comenzaron. Todo el teatro está en obra porque es un conjunto edilicio. Igual reconozco la demora y preferiríamos que no fuera así.
–¿Hay previsto algún nuevo plazo para entregar la sala en condiciones de retomar sus actividades?
–Puedo confirmar que los nuevos ciclos de la Lugones a partir de octubre se realizarán en las salas que inauguramos hace algunos años en el Centro Cultural San Martín, a pocos metros del Teatro. Esa es una gran noticia.
–Está bien, pero esas salas también desarrollan actividades propias. Estaría bueno tener una precisión de cuándo la Lugones va estar en condiciones de volver a su propia casa.
–Nosotros no llevamos la dirección de las obras, pero estamos trabajando para que sea en el menor tiempo posible.
–¿No es posible dar una fecha concreta para la reapertura de la Lugones?
–Lo antes posible, pero con seriedad. Y aunque algunas críticas me parecen injustas, comparto la preocupación de abrir cuanto antes.
Movida a favor de la Lugones
Durante la semana varias iniciativas exigieron al ministro Hernán Lombardi aclarar la situación de la sala Lugones. Un petitorio digital en el portal www .change.org consiguió reunir 1500 firmas, mientras que otro similar exige que "Reabran la Lugones" desde Facebook y convocó por ese medio a casi 300 adherentes.
viernes, 15 de agosto de 2014
CINE - "Escuela de sordos", de Ada Frontini: Hablar sin palabras
No es necesaria una epifanía para saber que uno de los valores agregados más grande que tiene el cine es la capacidad de permitirle al público el acceso a otras realidades. Esto vale tanto para el documental como para la ficción, porque ambas categorías nunca se cierran sobre sí mismas. Entonces, así como es posible encontrar realidades en potencia dentro de la ficción, también es lícito pararse (aunque sentarse es más apropiado cuando se habla de cine) frente al documental como ante un relato cualquiera, sin la conciencia permanente de estar frente a un avatar de lo verdadero. En ambos casos, sea como retrato o como hipótesis, el cine amplía en el espectador el espectro de lo real. Ciertamente, Escuela de sordos, documental de la cordobesa Ada Frontini, puede ser abordado de ambas maneras, para entenderlo o bien como un documento acerca de las experiencias de Alejandra, una maestra para chicos sordos e hipoacúsicos, o bien como un relato que permite imaginar –de modo muy tangencial- cómo sería el mundo si se tuviera que prescindir de un concepto fundamental de la construcción humana, como es el sonido. Y eso sólo para empezar a hablar.
El relato de Frontini tiene en Alejandra a su protagonista excluyente. Ella forma parte del 99 por ciento de las escenas en las que hay personas integrando la composición de los planos y es evidente que no habría película sin su figura. No al menos con el enfoque que Frontini ha elegido para llevarla adelante. Porque no se trata de un ensayo acerca de la sordera o de la integración de aquellos que sufren de esta discapacidad a una sociedad que sigue sin estar preparada para aceptarlos, aunque ambas cuestiones formen parte de la estructura de la película. Ya desde antes de entrar a la sala de proyecciones, desde el afiche mismo se anuncia que habrá que prestar atención a dos variables: por un lado a los sordos, claro, pero también a la escuela. Pero no sólo a la acepción primaria de la palabra, al desarrollo del vínculo escolar entre Alejandra y sus alumnos, sino también a sus connotaciones más amplias.
Vale la pena atender al detalle etimológico de la palabra “escuela”: la misma tiene un doble origen y mientras para el latín significaba Lección, para el griego está vinculada al concepto de Tiempo Libre. Con ambas cosas tiene que ver Escuela de sordos, en tanto lo que se retrata es un espacio de aprendizaje que va mucho más allá de los límites arquitectónicos del edificio en donde funciona la institución en la que trabaja la protagonista. Para Alejandra el aprendizaje trasciende lo estrictamente escolar, llevando su esfuerzo por mejorar las condiciones de comunicación de sus alumnos a paseos por la plaza, días de campo, asados los fines de semana y otros proyectos paralelos que vinculan el acto educativo con la vida cotidiana. La idea que subyace en los métodos de Alejandra es que todo espacio es una oportunidad para aprender, incluso cuando se trata de su propio aprendizaje como profesional. El momento en que cena en su casa con un amigo sordo es muy ilustrativa respecto de sus deseos y de la necesidad de no encasillarse en el rol de quien enseña, sino de mantenerse abierta a la experiencia de seguir aprendiendo.
Porque lo que Frontini parece proponerse es llevar el concepto de “Escuela” más allá de su definición clásica, para llegar hasta la idea de comunicación, centro esencial de la cuestión humana. Si la posibilidad de comunicarse tiene que ver con la dignidad de las personas, el trabajo de Alejandra consiste dignificar a sus alumnos, aportándoles más y mejores herramientas para la comunicación, incluso ante la imposibilidad de la palabra. Por eso la larga escena final en la que ella enseña a uno de sus alumnos adultos a mandar mensajes con su celular, resulta un broche perfecto para Escuela de sordos. Una alegoría muy sencilla (y por eso tan despojádamente poderosa) que cierra a la película con una circularidad bellísima, como afirmando: “Sí: al fin hemos establecido contacto”. Pero sin palabras, por medio de un silencio confortable en el que el lenguaje no necesita pronunciarse para ser tan efectivo como siempre a la hora de representar una realidad posible.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
El relato de Frontini tiene en Alejandra a su protagonista excluyente. Ella forma parte del 99 por ciento de las escenas en las que hay personas integrando la composición de los planos y es evidente que no habría película sin su figura. No al menos con el enfoque que Frontini ha elegido para llevarla adelante. Porque no se trata de un ensayo acerca de la sordera o de la integración de aquellos que sufren de esta discapacidad a una sociedad que sigue sin estar preparada para aceptarlos, aunque ambas cuestiones formen parte de la estructura de la película. Ya desde antes de entrar a la sala de proyecciones, desde el afiche mismo se anuncia que habrá que prestar atención a dos variables: por un lado a los sordos, claro, pero también a la escuela. Pero no sólo a la acepción primaria de la palabra, al desarrollo del vínculo escolar entre Alejandra y sus alumnos, sino también a sus connotaciones más amplias.
Vale la pena atender al detalle etimológico de la palabra “escuela”: la misma tiene un doble origen y mientras para el latín significaba Lección, para el griego está vinculada al concepto de Tiempo Libre. Con ambas cosas tiene que ver Escuela de sordos, en tanto lo que se retrata es un espacio de aprendizaje que va mucho más allá de los límites arquitectónicos del edificio en donde funciona la institución en la que trabaja la protagonista. Para Alejandra el aprendizaje trasciende lo estrictamente escolar, llevando su esfuerzo por mejorar las condiciones de comunicación de sus alumnos a paseos por la plaza, días de campo, asados los fines de semana y otros proyectos paralelos que vinculan el acto educativo con la vida cotidiana. La idea que subyace en los métodos de Alejandra es que todo espacio es una oportunidad para aprender, incluso cuando se trata de su propio aprendizaje como profesional. El momento en que cena en su casa con un amigo sordo es muy ilustrativa respecto de sus deseos y de la necesidad de no encasillarse en el rol de quien enseña, sino de mantenerse abierta a la experiencia de seguir aprendiendo.
Porque lo que Frontini parece proponerse es llevar el concepto de “Escuela” más allá de su definición clásica, para llegar hasta la idea de comunicación, centro esencial de la cuestión humana. Si la posibilidad de comunicarse tiene que ver con la dignidad de las personas, el trabajo de Alejandra consiste dignificar a sus alumnos, aportándoles más y mejores herramientas para la comunicación, incluso ante la imposibilidad de la palabra. Por eso la larga escena final en la que ella enseña a uno de sus alumnos adultos a mandar mensajes con su celular, resulta un broche perfecto para Escuela de sordos. Una alegoría muy sencilla (y por eso tan despojádamente poderosa) que cierra a la película con una circularidad bellísima, como afirmando: “Sí: al fin hemos establecido contacto”. Pero sin palabras, por medio de un silencio confortable en el que el lenguaje no necesita pronunciarse para ser tan efectivo como siempre a la hora de representar una realidad posible.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
lunes, 11 de agosto de 2014
LIBROS - Hans Christian Andersen y la Sirenita: El cuerpo partido al medio
Si mañana nos ganara el capricho de ir a pasear una tardecita a Copenhague, capital de Dinamarca, y el medio de transporte elegido fuera un barco, seguramente lo primero que se vería al tocar tierra sería la imagen entre melancólica y soñadora de una sirenita bronceada que, sentada de costado, descansa encima de una roca que se alza sobre el agua muy cerca de la costa y que no puede evitar mirar fijamente mar adentro, como esperando que alguien venga a buscarla montado a las olas del Báltico. Si uno además es hombre, no tendrá forma de contradecir toneladas de literatura mitológica escrita al respecto y de inmediato quedará cautivado, deseando ser aquel por quien aguarda en silencio esa mujercita inmóvil y delicada, de pantorrillas y pies escamosos que parecen adheridos blandamente, casi fundidos a la piedra. Esa sirenita, que en dos semanas cumplirá 101 años, no es otra que “La sirenita”. Sí: la del famoso cuento publicado en 1837 por el danés Hans Christian Andersen, el mismo que inspiró infinidad de adaptaciones en todas partes del mundo.
La más célebre de todas ellas es esta de bronce que custodia la entrada del puerto de Copenhague, obra del escultor Edvard Eriksen y símbolo más reconocido de la ciudad. Pero en el cine también están la pelirroja Ariel, protagonista de la película estrenada por Disney hace ya 25 años, y la mucho más libre y exquisita Ponyo en el acantilado, último trabajo cinematográfico estrenado en el país del más grande maestro vivo del animé, el japonés Hayao Miyazaki. Sin dejar de mencionar la enorme cantidad de versiones ilustradas del cuento, como la que acaba de publicar la editorial UnaLuna, cuyas exquisitas imágenes, realizadas por el artista plástico mexicano Luis Gabriel Pacheco, son una obra de arte en sí mismas.
Pero si todos estos datos y fechas no alcanzaran para justificar este artículo sobre Andersen y su criatura más famosa, bastará con recordar que hace una semana exacta se cumplieron 139 años de la muerte del escritor, el más notable autor de cuentos infantiles de la historia. O por lo menos, de muchos de los que en pleno siglo XXI todavía se mantienen entre los más populares. Claro que primero debería dirimir la cuestión batiéndose a duelo con los prolíficos hermanos Grimm, pero ese ya sería tema para otra nota.
Además de su reconocida sirenita, Andersen es autor de otros grandes relatos. “El traje nuevo del emperador”, “El patito feo”, “El soldadito de plomo”, “La princesa y la arveja” o “El ruiseñor” son sólo algunos de ellos y dan fe de la importancia y trascendencia que su obra sigue teniendo. Pero como ocurre con otros escritores recordados sobre todo por una exitosa obra infantil, como el inglés Lewis Carroll, autor de Alicia en el país de las maravillas, o el escocés James Matthew Barrie, autor de Peter Pan, no puede decirse que Andersen haya sido afortunado en el amor. El autor de “Las zapatillas rojas” cargó con una vida sentimental complicada, dicen, de amores no correspondidos y una bisexualidad reprimida e insatisfecha, y tal vez, como ocurría con Carroll y Barrie, sus cuentos fueron un bálsamo para su corazón dolido. Un espacio de felicidad entre una multitud de desengaños. Quizá por eso también el sufrimiento y la renuncia tienen una presencia destacada en muchos de sus trabajos y “La sirenita” no es ajena a la regla.
La historia de esa criatura del océano que por amor a un hombre acepta renunciar a su naturaleza marina, es también una declaración de principios y una revelación. Porque más allá de la alegoría acerca las renuncias que el propio autor estaba dispuesto a hacer por amor, “La sirenita” además pone en evidencia la doble naturaleza de un deseo que, como le ocurría al personaje, también a él le partían el cuerpo en dos. Un bellísimo ejemplo de lo que el dolor puede provocar en un artista. Y cuando ese artista tiene la talla de Andersen, el más grande escritor de cuentos infantiles de la historia (porque, volviendo al tema, admitamos que los Grimm fueron más recopiladores que autores), entonces el arte deviene en una maravilla capaz de volverse universal y eterna.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino
La más célebre de todas ellas es esta de bronce que custodia la entrada del puerto de Copenhague, obra del escultor Edvard Eriksen y símbolo más reconocido de la ciudad. Pero en el cine también están la pelirroja Ariel, protagonista de la película estrenada por Disney hace ya 25 años, y la mucho más libre y exquisita Ponyo en el acantilado, último trabajo cinematográfico estrenado en el país del más grande maestro vivo del animé, el japonés Hayao Miyazaki. Sin dejar de mencionar la enorme cantidad de versiones ilustradas del cuento, como la que acaba de publicar la editorial UnaLuna, cuyas exquisitas imágenes, realizadas por el artista plástico mexicano Luis Gabriel Pacheco, son una obra de arte en sí mismas.
Pero si todos estos datos y fechas no alcanzaran para justificar este artículo sobre Andersen y su criatura más famosa, bastará con recordar que hace una semana exacta se cumplieron 139 años de la muerte del escritor, el más notable autor de cuentos infantiles de la historia. O por lo menos, de muchos de los que en pleno siglo XXI todavía se mantienen entre los más populares. Claro que primero debería dirimir la cuestión batiéndose a duelo con los prolíficos hermanos Grimm, pero ese ya sería tema para otra nota.
Además de su reconocida sirenita, Andersen es autor de otros grandes relatos. “El traje nuevo del emperador”, “El patito feo”, “El soldadito de plomo”, “La princesa y la arveja” o “El ruiseñor” son sólo algunos de ellos y dan fe de la importancia y trascendencia que su obra sigue teniendo. Pero como ocurre con otros escritores recordados sobre todo por una exitosa obra infantil, como el inglés Lewis Carroll, autor de Alicia en el país de las maravillas, o el escocés James Matthew Barrie, autor de Peter Pan, no puede decirse que Andersen haya sido afortunado en el amor. El autor de “Las zapatillas rojas” cargó con una vida sentimental complicada, dicen, de amores no correspondidos y una bisexualidad reprimida e insatisfecha, y tal vez, como ocurría con Carroll y Barrie, sus cuentos fueron un bálsamo para su corazón dolido. Un espacio de felicidad entre una multitud de desengaños. Quizá por eso también el sufrimiento y la renuncia tienen una presencia destacada en muchos de sus trabajos y “La sirenita” no es ajena a la regla.
La historia de esa criatura del océano que por amor a un hombre acepta renunciar a su naturaleza marina, es también una declaración de principios y una revelación. Porque más allá de la alegoría acerca las renuncias que el propio autor estaba dispuesto a hacer por amor, “La sirenita” además pone en evidencia la doble naturaleza de un deseo que, como le ocurría al personaje, también a él le partían el cuerpo en dos. Un bellísimo ejemplo de lo que el dolor puede provocar en un artista. Y cuando ese artista tiene la talla de Andersen, el más grande escritor de cuentos infantiles de la historia (porque, volviendo al tema, admitamos que los Grimm fueron más recopiladores que autores), entonces el arte deviene en una maravilla capaz de volverse universal y eterna.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino
domingo, 10 de agosto de 2014
LA COLUMNA TORCIDA - Cientocatorce
Desde chico supe que los números eran importantes, pero al mismo tiempo descubrí que jamás serían mis amigos. Al contrario de las palabras, con las que aprendí a jugar en cuanto me enseñaron a escribirlas, los números siempre me intimidaron como un padre severo cargado de reglas estrictas y normas que es imposible dejar de cumplir. Será por eso que sigo teniendo un respeto sumiso frente al sagrado mandato de sus símbolos y cuando un número adquiere para mí un significado, el mismo se vuelve definitivo y ya no hay forma de quitarle ese peso de encima. Entonces 1 es siempre un tango; 4 son mi hermanos; 10 es dios y 66 una ruta; 1945 es la bomba, del mismo modo en que 1982 es la guerra o 2000, Nostradamus mediante, el eterno fin del mundo. Hay números con los que tengo una relación ambigua, sobre todo aquellos que han quedado asociados a algunas fechas, y otros que evocan en mí recuerdos queridos, como el año de nacimiento de mis hijos o el número de teléfono que tenía mi amigo Daniel cuando éramos dos adolescentes muy crotos y que no sé por qué se me ha quedado pegado en la memoria.
Otro hecho relacionado con los números y la memoria que también marcó mi adolescencia tiene que ver otra vez con lo telefónico. Cualquiera que haya atravesado los ‘80 viviendo en la Argentina sabrá que si algo no andaba bien durante esos años, ese algo eran los teléfonos. No había semana en que las líneas, todavía analógicamente precarias, no colapsaran, enmudeciendo a media ciudad de Buenos Aires con una regularidad que no dejaba de asombrar. Claro que aquel mundo era muy distinto de este futuro digitalizado y por entonces nadie entraba en pánico por quedarse incomunicado un par de días, pero el hecho activaba el repetido protocolo de llamar al servicio de reparaciones. A fuerza de discar una y otra vez sus tres cifras, el 114 acabó por ocupar un lugar importante dentro de la constelación matemática de mi memoria, convirtiéndose en el número de las reparaciones. Desde entonces no son pocas las veces que fantaseo con discarlo (aunque ya no haya dónde discar) y reparar así de fácil un montón de cosas que me duelen pero no tienen arreglo. Por eso no me sorprendió para nada que cuando Estela de Carlotto anunció que por fin había encontrado a su nieto, el 114 anduviera por ahí haciendo de las suyas.
Para ver otras Columnas Torcidas, haga click acá.
Artículo publicado originalmente en la contratapa del suplemento Cultura de Tiempo Argentino.
miércoles, 6 de agosto de 2014
LIBROS - Un fantasma polaco en Buenos Aires: I Congreso Internacional Witold Gombrowicz
El mundo literario argentino del siglo XX encaja casi a la perfección dentro de aquella definición que Borges diera informalmente alguna vez acerca de la tradición literaria argentina, a la que consideraba una raza mestiza heredera de la literatura universal. La literatura nacional de ese período excede largamente lo producido por autores argentinos, categoría en la que se incluye a quienes, como Julio Cortázar, les tocó nacer fortuitamente en otra parte, pero cuya sangre es de naturaleza indudablemente nativa. Queda claro que una cosa es la literatura argentina del siglo XX, entendiendo esto como el conjunto de obras producidas por esos autores, y otra muy distinta el mundo literario que sirvió de caldo de cultivo ineludible para que estas obras al fin surgieran. Un ecosistema vastísimo que tanto incluye a extranjeros que escribieron lo mejor de su obra en el país; a argentinos que escribieron gran parte de su obra en el extranjero (Cortázar mismo) o directamente en otro idioma. Y también a extranjeros que sin haber escrito una sola palabra en español, de todas formas llegaron a constituirse en figuras fundamentales de uno de los universos literarios más ricos del siglo pasado.
Si no fuera así, ¿en donde metemos a Horacio Quiroga, uruguayo, sí, pero cuyo trabajo es muy difícil de obviar cuando se habla de la literatura producida a este lado del Río de la Plata? ¿A dónde ponemos a J. Rodolfo Wilcock, poeta y narrador que escribió seis libros de poesía en español antes de mudarse a Italia, donde escribió el grueso de su obra en prosa en la lengua del Dante? Y, por fin, ¿qué tenemos que hacer con Witold Gombrowicz, ese polaco mítico que habiendo vivido 24 años en Buenos Aires sin escribir ni una sola página de su obra originalmente en castellano, de todas formas acabó por convertirse en uno de los personajes más influyentes dentro de constitución del panorama literario argentino de la época? Uno de los movimientos sutiles que se intuyen detrás del Primer Congreso Internacional Witold Gombrowicz, que se realizará a partir de mañana y hasta el próximo domingo en las instalaciones de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno, es justamente un acto de sinceramiento, el intento definitivo de la literatura argentina para apoderarse de don Witold. Tal vez no de su obra, que como se ha dicho fue escrita por completo en su lengua nativa, pero sí de su figura; de los pasos con los que deambuló por las veredas porteñas durante casi un cuarto de siglo, seguido por un cortejo de fervientes discípulos que lo adoraban; de lo que su aura de influencia le ha dejado de vital a buena parte de las letras nacionales. Una tarea tan demorada y resistida como necesaria.
Buena muestra de ello representan la participación en el congreso de importantes nombres como los de los escritores Martín Kohan, Fernanda García Lao, Guillermo Martínez y María Rosa Lojo, junto al crítico teatral Jorge Dubatti y medio centenar de intelectuales de dieciséis países dispuestos a dar fe de la importancia e influencia de Gombrowicz y su obra en Polonia y en la Argentina. Es decir: en sus países. No por nada los organizadores eligieron que este primer Congreso Internacional Witold Gombrowicz en honor del escritor coincidiera con el 75 aniversario de su llegada al país.
El mismo estará centrado en la vida y obra del excéntrico y genial escritor, que vivió exiliado en Argentina desde 1939 hasta 1964, año en que regresó a Europa para consagrarse definitivamente. Allá recibió en 1967 el premio Formentor, el mismo que había catapultado a escala global a la figura y la obra de Jorge Luis Borges. Además de los expositores, quienes participarán de diversas charlas y conferencias, el Congreso Internacional Witold Gombrowicz incluirá un ciclo de teatro, una película propia (Forastero en todas partes, un documental que se presentará en carácter de película en construcción), visitas guiadas y una muestra con trabajos de cuarenta ilustradores que se inspiraron en sus textos y que va a estar montada en la Biblioteca Nacional durante los cuatro días de actividades. Una vez concluido el Congreso, la idea es reunir esas cuarenta imágenes en un libro de arte de calidad, ideal para fetichistas, coleccionistas y amantes del estilo juguetón, rebelde y provocador de Gombrowicz.
Entre los fundamentos que motivan este Congreso Gombrowicz, sus organizadores mencionan la necesidad de darle a la obra del escritor la "difusión, resonancia y reconocimiento que merece" y proponen este espacio "como una excusa para volver a pensar a Gombrowicz desde diferentes perspectivas". Pero no se quedan en eso: este congreso pretende además "convertirse en un espacio de discusión" sobre la obra de Gombrowicz, "pero también de disfrute". Porque si algo intentó aquel polaco travieso durante sus duros pero productivos años en la Argentina, fue transmitir la idea de que la literatura es arte, pero también juego.
Para recordar
El I Congreso Internacional Witold Gombrowicz se realizará del 7 al 10 de agosto en la Biblioteca Nacional, Agüero 2502. Para consultar la grilla completa de actividades, consultar en: www.congresogombrowicz.com.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
Si no fuera así, ¿en donde metemos a Horacio Quiroga, uruguayo, sí, pero cuyo trabajo es muy difícil de obviar cuando se habla de la literatura producida a este lado del Río de la Plata? ¿A dónde ponemos a J. Rodolfo Wilcock, poeta y narrador que escribió seis libros de poesía en español antes de mudarse a Italia, donde escribió el grueso de su obra en prosa en la lengua del Dante? Y, por fin, ¿qué tenemos que hacer con Witold Gombrowicz, ese polaco mítico que habiendo vivido 24 años en Buenos Aires sin escribir ni una sola página de su obra originalmente en castellano, de todas formas acabó por convertirse en uno de los personajes más influyentes dentro de constitución del panorama literario argentino de la época? Uno de los movimientos sutiles que se intuyen detrás del Primer Congreso Internacional Witold Gombrowicz, que se realizará a partir de mañana y hasta el próximo domingo en las instalaciones de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno, es justamente un acto de sinceramiento, el intento definitivo de la literatura argentina para apoderarse de don Witold. Tal vez no de su obra, que como se ha dicho fue escrita por completo en su lengua nativa, pero sí de su figura; de los pasos con los que deambuló por las veredas porteñas durante casi un cuarto de siglo, seguido por un cortejo de fervientes discípulos que lo adoraban; de lo que su aura de influencia le ha dejado de vital a buena parte de las letras nacionales. Una tarea tan demorada y resistida como necesaria.
Buena muestra de ello representan la participación en el congreso de importantes nombres como los de los escritores Martín Kohan, Fernanda García Lao, Guillermo Martínez y María Rosa Lojo, junto al crítico teatral Jorge Dubatti y medio centenar de intelectuales de dieciséis países dispuestos a dar fe de la importancia e influencia de Gombrowicz y su obra en Polonia y en la Argentina. Es decir: en sus países. No por nada los organizadores eligieron que este primer Congreso Internacional Witold Gombrowicz en honor del escritor coincidiera con el 75 aniversario de su llegada al país.
El mismo estará centrado en la vida y obra del excéntrico y genial escritor, que vivió exiliado en Argentina desde 1939 hasta 1964, año en que regresó a Europa para consagrarse definitivamente. Allá recibió en 1967 el premio Formentor, el mismo que había catapultado a escala global a la figura y la obra de Jorge Luis Borges. Además de los expositores, quienes participarán de diversas charlas y conferencias, el Congreso Internacional Witold Gombrowicz incluirá un ciclo de teatro, una película propia (Forastero en todas partes, un documental que se presentará en carácter de película en construcción), visitas guiadas y una muestra con trabajos de cuarenta ilustradores que se inspiraron en sus textos y que va a estar montada en la Biblioteca Nacional durante los cuatro días de actividades. Una vez concluido el Congreso, la idea es reunir esas cuarenta imágenes en un libro de arte de calidad, ideal para fetichistas, coleccionistas y amantes del estilo juguetón, rebelde y provocador de Gombrowicz.
Entre los fundamentos que motivan este Congreso Gombrowicz, sus organizadores mencionan la necesidad de darle a la obra del escritor la "difusión, resonancia y reconocimiento que merece" y proponen este espacio "como una excusa para volver a pensar a Gombrowicz desde diferentes perspectivas". Pero no se quedan en eso: este congreso pretende además "convertirse en un espacio de discusión" sobre la obra de Gombrowicz, "pero también de disfrute". Porque si algo intentó aquel polaco travieso durante sus duros pero productivos años en la Argentina, fue transmitir la idea de que la literatura es arte, pero también juego.
Para recordar
El I Congreso Internacional Witold Gombrowicz se realizará del 7 al 10 de agosto en la Biblioteca Nacional, Agüero 2502. Para consultar la grilla completa de actividades, consultar en: www.congresogombrowicz.com.