La gente dice que las personas crecemos hasta los 25 años y que después de eso tenemos que conformarnos con ser altos, petisos o con las condiciones que el dios de la genética nos haya impuesto por la fuerza. Dicen también que los libros que nos marcan son los que leemos antes de esa misma edad y que los demás se van apilando como sobre una mesa, pero adentro de uno. Habrá sido a eso de los 17 que se me ocurrió leer El Proceso. Es probable que haya sido porque había quedado deslumbrado con el artilugio fantástico que Kafka usa para contarnos un cuento acerca de un tipo que una mañana se despierta insecto, pero que así y todo se sigue llamando Gregorio. Para mi incomodidad, en este otro libro me costaba distinguir una puerta de entrada: ese mundo laberíntico en donde el protagonista es acusado y procesado pero nunca termina de saber bien ni de qué ni por qué, se me hizo pesado, tortuoso. Doloroso en el sentido más físico de la palabra. Muchos años después creí entender que el hombre no está hecho a imagen y semejanza de ningún dios sino que, tal vez, la humanidad no es más que un reflejo de aquel libro retorcido. Y que entonces Dios vendría a ser Kafka. Amén.
Columna publicada originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino
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