A juzgar por lo que se ha visto hasta ahora, no es desacertado afirmar que la cosecha de películas animadas de 2014 viene con la bendición de los dioses de la abundancia. Si el año empezó bien con Frozen, el tradicional cuento de invierno (boreal) de los estudios Disney que apuesta por los mejores valores cinematográficos de la casa madre del género, la cosa siguió mejor con la inesperadamente notable La gran aventura Lego, que destroza a base de creatividad cualquier suspicacia acerca de un posible origen espurio (léase publicitario) que hacía temer una película hecha sólo para promocionar a la conocida marca de bloquecitos para armar. Un poco más abajo Dos pavos en apuros, film notoriamente más chico y menos efectivo pero para nada indigno, redondea un panorama positivo. Para levantar todavía más el promedio llega Las aventuras de Peabody y Sherman, gran nueva apuesta de los estudios Dreamworks que consigue uno de sus mejores trabajos. A la altura de la primera Shrek o la fantástica Madagascar 3, todas ellas son buenos ejemplos de películas rigurosamente infantiles, pero que jamás se permiten olvidar que quienes pagan las entradas son el señor y la señora que se sientan en la butaca de al lado de los chicos.
Pero estas Aventuras de Peabody y Sherman son además un buen exponente de un subgénero que ha dado grandes películas a lo largo de la historia del cine: el de los viajeros del tiempo. De clásicos como la adaptación de La máquina del tiempo de H. G. Wells, protagonizada por Rod Taylor, a Los aventureros del tiempo, de Terry Gilliam, pasando por Déjà vu, de Tony Scott, o la inigualable Hechizo del tiempo, en donde el personaje de Bill Murray manifiesta la capacidad involuntaria de ser pasajero y vehículo de forma simultánea, el cine ha sabido hacer de ese artificio una vía interesante para exponer la paradoja temporal de la historia. La experiencia del presente como clave para solucionar los problemas del pasado o prevenir los del futuro, mecanismo impracticable en la realidad, pero cuya validez sostienen el cine y la literatura. En el caso de esta película de Rob Minkoff, quien se hizo conocido y prestigioso por dirigir El rey león, los viajes en el tiempo son una herramienta para crear y fortalecer vínculos y al mismo tiempo reírse justamente con la historia, que no es lo mismo que reírse de la historia.
La premisa básica es simple. El señor Peabody es un perro, pero uno tan inteligente que su naturaleza canina no representa un obstáculo para su condición de señor. De hecho, es un destacado ciudadano, científico y el primer perro en adoptar un chico como hijo: ese es Sherman. Entre los logros del señor Peabody consta una secreta máquina del tiempo que usa para instruir al niño en historia. Tanto es así que cuando empiece la escuela ya será un experto en la materia. Lo cual causará la ira de la pequeña Penny, hasta ese momento la sabihonda de la clase, que por supuesto hostigará a Sherman hasta hacerlo reaccionar. El incidente escolar pondrá en riesgo el vínculo familiar de perro y niño, haciéndolo depender de la aprobación de una siniestra asistente social. El inteligente señor Peabody invitará a cenar a los padres de Penny para zanjar las diferencias, pero en el medio la pequeña manipulará a Sherman, haciendo que éste revele el secreto de la máquina del tiempo y lo convenza para ir a dar una vuelta por la historia.
Poniendo en práctica su experiencia como director de películas infantiles, Minkoff da forma, continuidad y cohesión al relato, al punto de que apenas es posible darse cuenta de que gran parte de su estructura consiste en una serie de episodios sueltos (las diferentes paradas de un itinerario histórico), reunidos por una excusa mínima. El mérito del guión está en proponer una cantidad de situaciones y gags que van del slapstick más básico (pero efectivo) a otros de mayor complejidad, ligados a las cuestiones de orden histórico. Otro aporte de interés está dado por la presencia de detalles de una cinefilia popular, en donde se cuelan referencias que incluyen desde Sofia Coppola a Stanley Kubrick, burlándose en el medio del culto a la cámara lenta y el olor a bolas de películas épicas al estilo 300. Sin pretensiones didácticas, que de haber existido habrían atentado contra su salud narrativa, Las aventuras de Peabody y Sherman utilizan a la historia como vehículo para contar un cuento de padres e hijos, de aceptación de las diferencias y de vínculos que se construyen a pesar de y por encima de los contratiempos.
Artículo publicado originalmente por la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
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