jueves, 9 de agosto de 2012

CINE - Abraham Lincoln, cazador de vampiros (Abraham Lincoln, vampire hunter), de Timur Bekmambetov: Los vampiros somos los otros

Aunque resulte una obviedad, hay que empezar por decir que Abraham Lincoln, Cazador de vampiros, nuevo trabajo del director ruso Timur Bekmambetov, de ningún modo es un film histórico. Sin embargo se trata de un intento por reinterpretar, en clave fantástica, el cuentito que los chicos norteamericanos reciben de los manuales escolares sobre el más querido de los presidentes de su historia, filtrado a través de uno de los símbolos más poderosos del cine norteamericano: los vampiros. Si la idea de convertir a Lincoln en una suerte de Van Helsing karateca a priori suena descabellada, es justamente ese exceso de origen lo que también la vuelve atractiva. ¿La receta?: colocar dentro de una batidora a Blade (el vampiro cazador de vampiros, interpretado en el cine por Wesley Snipes) junto a Entrevista con el vampiro de Neil Jordan, y ya está. En líneas generales puede decirse que se trata de una película de acción efectiva y entretenida. El problema es que los norteamericanos son incorregibles y no se cansan de prender el ventilador apuntando siempre a la casa (y porque no a la caza) del vecino.
El argumento, tomado de la novela homónima de Seth Grahame-Smith que él mismo adaptó para el cine, imagina a un Lincoln joven y ávido por vengar el asesinato de su madre, sin sospechar que el hombre que la mató es en realidad un vampiro. Que, como se sabe, son muy difíciles de derrotar. Al final el bueno de Abraham será salvado de las garras del monstruo por Henry Sturges, un hombre misteriosamente poderoso, que le revelará la presencia de una comunidad chupasangre enquistada en la sociedad norteamericana, presente en América desde antes de su conquista. Y lo entrenará hasta convertirlo en una máquina de descoser vampiros. Pero antes le enseñará a prescindir de la venganza: “El verdadero poder no viene del odio, sino de la justicia”, dirá. Distintos personajes aportarán epigramas altruistas por el estilo, y la película resuelve así la forma en que este Lincoln de fantasía va construyendo su personalidad libertaria. Y bastará convertir a la estirpe vampira en terratenientes sureños que se alimentan de sus esclavos, para obtener la excusa perfecta para que un simple cazador de vampiros se convierta en el presidente que abolió la esclavitud.
Pero las imaginativas escenas de acción y las buenas secuencias bélicas no alcanzan para ocultar debilidades muy anteriores. Primero, se reduce la abolición de la esclavitud (y también a los negros) a mero recurso político dentro de una estrategia bélica para debilitar al enemigo: quitarle el alimento. Una lectura histórica políticamente incorrecta que sería meritoria si no fuera involuntaria. Porque además ubica a los esclavistas como monstruos por fuera de lo norteamericano: un “esos no somos nosotros” que equivale a no hacerse cargo del propio horror. En la misma línea, sobre el final el relato en off dirá que la victoria del Norte significó erradicar a los vampiros de Estados Unidos. Y que ellos se refugiaron en algunos países de Europa (¿serán los nazis y los comunistas?), Asia (¿los chinos, los árabes o los japoneses?) y América del Sur (¿serán Fidel y Chávez? ¿O seremos todos?). Si la película Tierra de los Padres de Nicolás Prividera se encargó hace poco de releer la historia argentina para encontrar el mal enquistado en el seno mismo de la patria, Abraham Lincoln, Cazador de vampiros vuelve a demostrar que para los norteamericanos los malos, los sucios y los feos siempre son los otros (y que los otros son todos los demás). Contra semejante estupidez no hay entretenimiento ni pochoclo que valga.

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