Al fin y al cabo el mundo no ha cambiado tanto. Acaso, sí, lo cubre una cáscara de circuitos integrados y pantallas LED que le dan un falso aire de Blade Runner, pero si algo está claro es que aquel futuro imaginado por tanto prócer de la ciencia ficción, aún no ha llegado, o no al menos en las formas asumidas en esos relatos típicos del siglo pasado. No hay androides al servicio del hombre ni la inteligencia artificial es capaz de revelarse contra sus creadores: por el contrario, las empleadas domésticas siguen siendo las mismas muchachas mal pagadas del conurbano y lo más cercano a la computadora de la película de Kubrick es la voz de la gallega que vive dentro de los GPS y se la pasa recalculando.
Pero no es necesario venir tan acá.
Quien haya leído La Ilíada sabe que troyanos y griegos no se comportaban en el campo de batalla muy diferente que los barrabravas actuales en un estadio. Y hasta puede hablarse de involución. Héctor y Aquiles sabían que no se puede ser héroe sin un rival digno: la existencia sostenida en la conciencia del otro. El “ser es ser percibido” que Bustos Domecq tomó de Berkeley. En cambio, las hinchadas se afirman en el solipsismo cartesiano, merced del cual sólo pretenden dar cuenta de sí mismas y desde ahí se la pasan cuestionando la existencia ajena a través del clásico “vos no existís”, pronunciado con ese en lugar de equis. Pero el mundo es el mismo.
Lo comprobé en un paso a nivel de espacio tan reducido que para que dos personas puedan pasar juntas, ambas deben ladearse sin que sea posible evitar el roce. Ahí, igual que en un diminuto puente medieval, donde los caballeros dirimían a punta de espada el derecho a pasar primeros, quedé frente a frente con una parejita enamorada que en la fusión de su abrazo ocupaba todo el ancho del corredor. Para poder avanzar y seguir, alguno debía correrse para dar lugar al otro (ellos) o bien retroceder (yo) y la lógica urbana indicaba que, por cortesía, ellos debían respetar la doble mano. Pero nadie se movió. Intenté convencerlos de que el amor continuaría habitando sus corazones, aún roto fugazmente su abrazo, pero cuando quise sumar argumentos reanudaron su marcha sin soltarse, obligándome a volver sobre mis pasos. Y se fueron sin siquiera una palabra. Como un caballero deshonrado, en lugar de cruzar el puente que ahora me ofrecía su senda generosamente disponible, me quedé envidiando sus espaldas cada vez más lejanas, reconociendo que tal vez no haya coraza más resistente que la del amor.
En efecto, nada cambió.
Pero no es necesario venir tan acá.
Quien haya leído La Ilíada sabe que troyanos y griegos no se comportaban en el campo de batalla muy diferente que los barrabravas actuales en un estadio. Y hasta puede hablarse de involución. Héctor y Aquiles sabían que no se puede ser héroe sin un rival digno: la existencia sostenida en la conciencia del otro. El “ser es ser percibido” que Bustos Domecq tomó de Berkeley. En cambio, las hinchadas se afirman en el solipsismo cartesiano, merced del cual sólo pretenden dar cuenta de sí mismas y desde ahí se la pasan cuestionando la existencia ajena a través del clásico “vos no existís”, pronunciado con ese en lugar de equis. Pero el mundo es el mismo.
Lo comprobé en un paso a nivel de espacio tan reducido que para que dos personas puedan pasar juntas, ambas deben ladearse sin que sea posible evitar el roce. Ahí, igual que en un diminuto puente medieval, donde los caballeros dirimían a punta de espada el derecho a pasar primeros, quedé frente a frente con una parejita enamorada que en la fusión de su abrazo ocupaba todo el ancho del corredor. Para poder avanzar y seguir, alguno debía correrse para dar lugar al otro (ellos) o bien retroceder (yo) y la lógica urbana indicaba que, por cortesía, ellos debían respetar la doble mano. Pero nadie se movió. Intenté convencerlos de que el amor continuaría habitando sus corazones, aún roto fugazmente su abrazo, pero cuando quise sumar argumentos reanudaron su marcha sin soltarse, obligándome a volver sobre mis pasos. Y se fueron sin siquiera una palabra. Como un caballero deshonrado, en lugar de cruzar el puente que ahora me ofrecía su senda generosamente disponible, me quedé envidiando sus espaldas cada vez más lejanas, reconociendo que tal vez no haya coraza más resistente que la del amor.
En efecto, nada cambió.
Para ver otras Columnas Torcidas, haga click acá.
Esta columna no hubiera sido posible sin una amable charla teléfónica con Dante Palma.
Columna publicada originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.
Esta columna no hubiera sido posible sin una amable charla teléfónica con Dante Palma.
Columna publicada originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.
"el triunfo del amor" ;)
ResponderBorrar¡Ay, mi prima! Siempre encontrando una mejor lectura que yo amis popios textos. Por vos le cambié el final. Sólo una palabra, pero fundamental. Gracias Fabi.
ResponderBorrar