La idea de Acorralados, film de Julio Bove, es de lo más sencilla y ya desde su título propone un juego de palabras (no muy brillante) que deja el asunto bastante claro. Ambientada justo antes de la Navidad de 2001, en ese Acorralados se funden las millones de víctimas que padecieron la retención de sus ahorros con el Corralito -gentileza del inolvidable dúo conformado por el ex ministro de economía Domingo Cavallo y el ex presidente de la República Fernando De La Rúa-, y un grupo de personas más reducido que a partir de aquella circunstancia, voluntaria o involuntariamente, se ven envueltos en una situación sin salida.
El centro de la historia lo ocupa Don Antonio, un anciano que en la primera escena le confiesa a la tumba de su mujer que, después de intentarlo todo ha tomado una decisión. Y enseguida se pone una pistola en la cabeza. Lejos de aceptar su propio juego de comenzar el relato con una escena de tan alta carga dramática, el intento de suicidio de Antonio se ve frustrado por dos pibes chorros que le roban los zapatos, el cinturón y la boina y se van corriendo. De manera inverosímil, todo eso ocurre dentro de un cementerio parque: en sólo dos escenas, Acorralados comienza a mostrar los hilos de sus debilidades argumentales. Como ocurre con otras producciones nacionales estrenadas recientemente, esta está construida desde una idea de cine avejentada, que ni en su mejor época produjo buenas películas. Montada torpemente y musicalizada de modo explícito, la trama comienza a acumular golpes de efecto, en busca de sensibilizar al espectador. Antonio llega al banco que retiene sus ahorros y, granada en mano, exige que se los entreguen. Para ese momento ya sabemos que además de viejo, viudo y estafado, el tipo también es insulinodependiente. Y entre los rehenes que toma hay una pareja con un hijito de cuatro años sordo, un joven noble y suicida, cuya novia enferma se mató unas semanas antes para no ser una carga, y los empleados del banco, que son más cándidos que aquel de Voltaire (lo cual es mucho). Ante un panorama semejante, no es extraño que los deus ex machina se vayan acumulando para inventar un insólito final feliz, allí donde en la Historia no lo hubo.
La idea de jugar con los hechos a la vez trágicos y traumáticos de un pasado reciente, en principio no tiene nada de malo y las dificultades de Acorralados no surgen de allí. Su problema es la absoluta falta de recursos (o la mala selección de ellos) para contar el cuento elegido de una manera convincente. La elección del elenco no ayuda en ningún momento a definir el tono narrativo del film. Mientras Federico Luppi entrega una de sus clásicas actuaciones realistas -y hay que reconocer que hace hasta donde el guión se lo permite-, Esther Goris se maneja en un registro farsesco y el comisario de Gustavo Garzón parece salido de un policial de esos que mezclan comedia con intrigas. Es decir, tres películas distintas según el personaje que ocupe la pantalla. Vale subrayar que no se trata de un film que se dedica a cruzar géneros para causar un efecto narrativo determinado, sino de una que no sabe cómo quiere contar su historia. Y cuando una cosa semejante sucede, el resultado es que no hay película.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
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