Buenos Aires, la grande, la que se niega a aceptar el cinturón gástrico de la General Paz y va clavando sus barrios en el hervor de la tierra conurbana, es una ciudad llena de lugares ocultos. Como cajitas chinas, como matrioskas rusas, esos lugares esconden tiempos que guardan para sí retazos de memoria, olvidos que se fueron quedando así, mosquitos dentro del ámbar. Hasta esos fondos sólo llegan los que todavía no han sido prostituidos por kilómetros de colas bancarias, por los trámites del amor burocrático, por la desidia de otro balotaje. Una raza de elegidos que el propio tiempo, que los recibe en su pecho abierto, se encargará de diezmar con esa plaga que es el fin de la adolescencia. Mientras tanto, aquel tiempo de aquella Buenos Aires derramada era el lugar ideal para estar solos.
Uniendo con lápiz los destinos que urgentes mudanzas fueron plantando sobre la Guía Filcar, con mis hermanos conseguimos tramar un mapa que ligaba esos puntos íntimos y poderosos. Porque ahí donde llegábamos, sin excepción, nos esperaba un nuevo Aleph, que era la continuidad de tantos otros que la vida nómade nos hacía dejar atrás. Una encrucijada de vías en Moreno; un edificio ritual que unía Ramos Mejía con Quilmes nada más subiendo al ascensor; un pasaje en Morón, donde era posible jugar a la pelota o conjurar los demonios familiares (y lo más terrible: que ellos se presentaran). La oscuridad de afuera teñía en silencio lo que nosotros callábamos puertas adentro.
Siguiendo ese mapa y empujados por los años (una vez más el tiempo, que como una mascarita vanidosa gusta de travestirse en infinitas unidades de medida), seguimos enhebrando espacios litúrgicos. Más grandes, ahora podíamos intuirlos entre el ruido de la calle que nos guiaba allá afuera. Casas abandonadas que violábamos con ardor; el osario de un edificio en construcción; terrenos baldíos donde construíamos bunkers subterráneos con chapas, cajones de verdura y carritos de supermercado robados del Hogar Obrero. ¿A qué tanta huida? ¿De qué conflagración nos escondíamos? Por años pensé que nada más eran juegos. Las calles de Buenos Aires la grande, que supieron vomitar horror, fueron también un escondite que vaya a saber dentro de qué mamushka se perdió.
Siguiendo ese mapa y empujados por los años (una vez más el tiempo, que como una mascarita vanidosa gusta de travestirse en infinitas unidades de medida), seguimos enhebrando espacios litúrgicos. Más grandes, ahora podíamos intuirlos entre el ruido de la calle que nos guiaba allá afuera. Casas abandonadas que violábamos con ardor; el osario de un edificio en construcción; terrenos baldíos donde construíamos bunkers subterráneos con chapas, cajones de verdura y carritos de supermercado robados del Hogar Obrero. ¿A qué tanta huida? ¿De qué conflagración nos escondíamos? Por años pensé que nada más eran juegos. Las calles de Buenos Aires la grande, que supieron vomitar horror, fueron también un escondite que vaya a saber dentro de qué mamushka se perdió.
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Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.
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