jueves, 28 de julio de 2011

CINE - El fin del Potemkin, de Misael Bustos: Dos hombres tan lejos, tan cerca

El estreno de El fin del Potemkin, más allá de posibles análisis, ofrece una chance de disfrute poco frecuente en el cine: la de acercarse a un relato donde historia e Historia se funden para entregar varios retratos de sugestiva duplicidad. Por un lado el íntimo y personal, el de Anatoli y, sobre todo, el de Viktor, dos marinos que llegan a la Argentina en 1991 a bordo de un buque soviético y a quienes la disolución de la URSS dejó varados en un mar ajeno. Por el otro el panorama macro, histórico, que muestra un mundo que por entonces parecía perder su carácter bipolar. En ese mismo punto, la Unión Soviética y la Argentina representan otra dualidad posible: la del gran imperio comunista desplomándose bajo el peso de un aparato estatal ya insostenible, que encuentra su correlato en una Argentina que comenzaba a adelgazar sus propias estructuras, abrazada ilusoriamente a los postulados del neoliberalismo que apenas necesitaron de una década para arruinarla. Es en la riqueza de esos opuestos complementarios donde reside la fortaleza de El fin del Potemkin, opera prima de Misael Bustos. Es desde allí que los emotivos detalles de las vidas de esos dos marinos sin patria y sin familia, son a la vez únicos y poderosamente universales.
Porque la vida de Viktor y Anatoli en la Argentina son un fresco en el que mejor pueden contemplarse los efectos de los tiempos de crisis, donde el hombre es el primer perjudicado y el último en recuperarse. Ellos llevan 20 años intentando reabsorver aquello que la Historia les quitó. No es casual que en la secuencia inicial se cuelen los detalles de otra relato inquietante, el del cosmonauta Sergei Krikalyov (que ya fue abordado por el director rumano Andrei Ujica en su película Out of the present), quien en la misma época quedó varado en la Estación MIR durante 10 meses, a la espera de saber quién se haría cargo de sus situación acá abajo. Así como Viktor y Anatoli también se ven privados de sustento, cuando Krikalyov regresa a la renacida Rusia, su salario de viajero espacial se había reducido al equivalente de dos dólares y medio.
Pero la película de Bustos no se queda en el perfil socio político del caso, sino que es capaz de enlazar Buenos Aires con Letonia o Bielorrusia con Mar del Plata en un plano de profunda humanidad, haciendo que las diferencias parezcan reflejos y los acuerdos, disidencias. Entre sus imágenes más elocuentes, un padre escucha la voz grabada de una hija a la que no oye hace más de veinte años y, frío como nieve soviética, llora sin que la cámara alcance a notar los fantasmas de sus lágrimas. El fin del Potemkin logra captar con delicadeza esa tensión entre el deseo de volver y la lucha contra la nostalgia.
El fin del Potemkin, documental de Misael Bustos, se proyecta en el cine Gaumont, Av. Rivadavia 1635, y en todos los Espacios INCAA de todo el país.


Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

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