viernes, 27 de marzo de 2009

CINE - Aaltra, de Benoît Delépine y Gustave Kervern: Una negra visión de humor incorregible.


Cuando una película consigue superar las fórmulas en donde la repetición suple la labor creadora, provocando al espectador hasta desencajarlo, literalmente “sacarlo de caja”, generando en él la sensación de que está ante lo nunca visto, entonces el cine vuelve a ser, como en sus comienzos, una fabulosa máquina atrapasueños y no muchas pueden arrogarse un éxito semejante. Aaltra, debut en el cine de los franceses Benoît Delépine y Gustave Kervern, la emprende contra ese público pronto a dejarse remover de las estructuras recurrentes, filmando una historia tan simple en su sinopsis como compleja en sus imbricaciones y alcances; tan austera en sus recursos técnicos como notables sus méritos estéticos; y de un poder subversivo para el cine moderno capaz de dinamitarlo todo, desde las convenciones de la industria al remilgo flácido de lo políticamente correcto.

Dos hombres viven a uno y otro lado de un camino en un pueblito de campiña al norte de Francia: uno es peón agrícola, dormilón, tosco y desaliñado; el otro –empleado de una firma con sede en París, a media hora de allí–, está infelizmente casado y es fanático del motocross. Que dos vecinos se odien incluso sin ninguna razón por cierto no tiene nada de novedoso y éstos son de los que no pueden ni verse. Hasta la excusa más bizantina es una oportunidad para chicanearse: si a uno se le ocurre dar vueltas por el barrio con su moto a la hora en que el otro duerme la siesta, éste se la cobrará saliendo con su tractor a ocupar todo el camino de mano única cuando aquél esté apurado por ir a trabajar. Como todo odio visceral, es más lo que en él se esconde que lo que muestra de modo abierto y en ambos casos se percibe cierta sombra doméstica, el perfil apenas trazado de alguna tragedia familiar. Es la inercia de un dolor sordo lo que empuja a uno contra otro. Pero los directores, que además son los dos protagonistas de la historia, hacen gala de una delicadeza en la que el exceso es utilizado con inteligencia sólo para destrozar límites y no para sobreabundar en detalles explicativos o en información innecesaria. Cuando la realidad se presente como una fuente insalvable de frustración, cada uno será para el otro un ubicuo chivo expiatorio. La fatalidad hará su entrada en forma de accidente: a las trompadas en medio del campo y en su afán de lastimarse, ambos quedarán atrapados por una máquina agrícola defectuosa y juntos irán a dar al sanatorio.

Allí compartirán habitación y aunque no se dirijan la palabra ni una vez, pronto no tendrán más alternativa que admitir –con lágrimas, sin palabras– su primera coincidencia involuntaria: la pérdida de sus piernas. Esta mueca amarga significa un punto de quiebre definitivo no sólo para la vida de los protagonistas, sino para la película; la imagen del paso de las ambulancias que los devuelve inválidos a sus casas por delante del cementerio, es definitiva en ese sentido. A partir de aquí el humor se pintará de negro, negrísimo. Solos y paralíticos, mientras uno intente suicidarse en su ley, el otro le dará escopetazos a la máquina que le quitó sus piernas: en la carrocería puede leerse “Aaltra - Finlandia”.

Como si el accidente hubiera cambiado la polaridad de los opuestos, aquello que se repelía parece comenzar a hacer contacto: el encuentro será en una estación de tren, con cada uno a punto de iniciar un viaje en su silla de ruedas. Aaltra descubre así su convicción de excéntrica road movie sólo equiparable a la también exquisita Una historia sencilla del gran David Lynch, pero con un tremendo sentido del humor, entre Von Trier y Kaurismäki. Aunque con destinos diversos, será otra vez la fatalidad, permanente y recargada, la que los vaya arrimando a ambos en una misma dirección. Tras perderlo todo en un recital de Hardcore, seguirán a gamba hasta Finlandia (aunque a rueda sería más exacto), en busca de alguna compensación que quizá no sea económica. Borges solía seriar La Odisea, La Eneida y La Divina Comedia, tres de sus libros favoritos, afirmando que no eran sino reescrituras de un mismo argumento. Aaltra podría ser eso también: una pormenorizada travesía iniciática, en la que los héroes soportarán la furia del medio en la misma medida en que otros los padecerán a ellos, lisiados abusivos, miserables y tan urgidos de vida.

Filmada en un saturado blanco y negro de grano grueso, Delépine, Kervern y sus actores conforman un reparto de notables desconocidos, entre quienes se destaca el director finés Aki Kaurismäki en un breve y determinante papel sobre el final. Allí Aaltra se permitirá una relectura del suceso que mancó a los vecinos: en esta segunda y definitiva versión no hay accidente posible, sino un destino de cumplimiento ineludible, fruto de un mundo antes caótico que sistemático, que no mide más consecuencias que las inmediatas. Dentro de esa lógica, el hombre no es sino el deshecho detrás de la máquina.


Artículo publicado originalmente en el diario Página 12.

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