viernes, 27 de marzo de 2009
CINE - Impunidad, de Javier Torre: Viejos vícios en tiempos de nuevo cine.
Si se toma el estreno de Pizza, birra y faso en 1998 como piedra basal de lo que hoy se conoce como Nuevo Cine Argentino, puede decirse que en esos diez años el cine nacional se ha renovado por completo. Dentro de ese nuevo mapa, cohabitado por directores tan disímiles como el propio Caetano, junto a Trapero, Martel, Burman, Katz, Szifrón o el fallecido Bielinsky, entre otros, Impunidad, la nueva película de Javier Torre, resulta un anacronismo.
Gastón llega a un pueblito playero ganado por esa mezcla de letargo y siniestra melancolía que suele invadir los balnearios fuera de temporada. Con la excusa de cuidar durante el invierno un caserón desguazado, él dice estar ahí para observar, vigilar ese pueblo extraño. Las ruinas en las que vivirá, y que recorre durante los primeros diez minutos de película, parecen coincidir con el estado del pueblo entero y con el deterioro físico y espiritual en que se encuentra Julia, una chica del lugar que vive de cuidar a la hija de un violento kickboxer y de las sesiones de masoterapia que da a domicilio. Con ese pretexto la contacta Gastón. Algunas sesiones después, él intentará besarla y Julia opondrá una resistencia débil como su carácter: saldrá para buscar sus cosas y no regresará. Tras buscarla a los gritos por el barrio, cuando Gastón la encuentre un largo rato después en un galpón de la casa, la trama sufrirá un giro irreversible.
Planteada como thriller o policial dramático, a pesar de algunas arbitrariedades que el guión comienza a intercalar, hasta acá Impunidad es una película que el público podría seguir, en donde la cámara a veces parece espiar a los protagonistas y otras invadir su intimidad, generando un clima opresivo que aporta al despojo estructural de los escenarios elegidos. Pero a partir de la inflexión que provoca la entrada en escena de la muerte, la narración pierde por completo el rumbo, acumulando secuencias que van de lo innecesario a un sinsentido que se intuye azaroso, muchas veces prescindiendo de toda coherencia en el montaje. El asunto se vuelve una especie de caso María Soledad, en el que Gastón pasa a ser principal sospechoso de la policía y blanco inexplicable de la ira del luchador, que por ahí tiene una escena desconcertante que parece sacada de Rambo, en la cual corta su propio cabello con un cuchillo de monte en un descampado. Protegido por un grupo de gente “que sabe cosas”, Gastón se encuentra en medio de una conspiración de ocultos monjes negros, cuyos motivos nunca estarán claros y, a decir verdad, tampoco los de Gastón para seguir ahí. Todo esto invadido por una musiquita incidental omnipresente, capaz de desquiciar a cualquiera: el film habría ganado (poco) si alguien se hubiera decidido a ponerla cada tanto en pausa.
Ante un panorama tan confuso, Leticia Bredice y José Luis Alfonso sobresalen fácilmente de un elenco muy débil, aunque entre ambos no sumen en pantalla más de diez minutos. Estéticamente varado en lo menos deseable del cine argentino de los ’70, Impunidad deja poco espacio para dar con otro punto que merezca destacarse y sus intenciones éticas se ven silenciadas por su propia endeble construcción.
Artículo publicado originalmente en el diario Página 12.
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