Johnny es líder de una bandita de chicos ya no tan chicos y a los que bien se puede calificar de “bastante pelotudos” (el secreto está en la “t”, diría Fontanarrosa). Casi como un juego, él se dedica al negocio de las drogas apoyado por su papá. Con ínfulas de Tony Montana, Johnny maltrata a sus amigos sólo porque los demás se lo festejan, pero como no todos están dispuestos a humillarse, acaba enfrentado a Jake, quien le debe dinero, pero que lejos de posar de pandillero es en verdad peligroso. Una escalada de agresiones mutuas termina con Johnny y sus amigos secuestrando a Zack, hermano menor de Jake. Adolescentes al fin, el rapto acaba convertido en un juego hasta para el propio Zack -el único inocente-, quien accede a quedarse con sus captores creyendo que así ayuda a su hermano. El secuestro se convierte en una fiesta, pero el candor se ira desfigurando de a poco en un despertar brutal.
A partir del buen uso del suspenso, sobre todo en los tramos finales del film, Cassavetes consigue hacer un juicio crudo de cierta realidad. Pero también cae en un retrato excesivo, abundando en fiestas que son todo felicidad, drogas, alcohol y belleza americana, hasta casi rozar lo apologético, consiguiendo que crítica y objeto criticado acaben algo empastados. Como ya le sucediera en John Q, el director tampoco puede evitar poner la moraleja innecesaria en labios del cordero que marcha manso a la hecatombe, como si dudara de la elocuencia de todo lo anterior y necesitara hacerlo explícito. El elenco cumple bien su parte, destacándose el siempre natural Bruce Willis y el trabajo de los más jóvenes, entre ellos la estrella del pop Justin Timberlake.
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