jueves, 11 de octubre de 2007

CINE - Juegos prohibidos (Alpha dog), de Nick Cassavetes: El enemigo interior

“Podés decir que se trata de drogas o de armas; de la juventud enajenada o de lo que se te ocurra. Pero en realidad se trata de los padres, se trata de cuidar a los hijos. Vos te ocupás de los tuyos y yo de los míos”. Nick Cassavetes, director y guionista, lo dice todo en las primeras líneas de la película: de eso se trata Juegos Prohibidos. Y quien no este atento a esa premisa, se perderá lo mejor de la película. Porque aunque pueda ser vista como un policial o un thriller, es ante todo una crítica feroz a la Norte América blanca y rica; a su devaluada institución familiar y a una inmoral escala de valores. Por allí desfilarán los vicios y enfermedades de un grupo social sumido en la indiferencia de su propia comodidad, en el sopor de un hedonismo sin conciencia; adolescentes fuera de control cuyas únicas motivaciones son los placeres vividos de manera irresponsable: las drogas, el sexo, la tecnología y la violencia como lenguajes de una conversación de sordos. Detrás, padres que apañan los horrores, débiles y desarticulados, que no consiguen imponer a sus hijos el límite entre lo posible y lo intolerable. O peor aun, padres que en el fondo comparten las aspiraciones a esos mismos placeres automáticos de los que está hecha la peor cara del sueño americano.
Johnny es líder de una bandita de chicos ya no tan chicos y a los que bien se puede calificar de “bastante pelotudos” (el secreto está en la “t”, diría Fontanarrosa). Casi como un juego, él se dedica al negocio de las drogas apoyado por su papá. Con ínfulas de Tony Montana, Johnny maltrata a sus amigos sólo porque los demás se lo festejan, pero como no todos están dispuestos a humillarse, acaba enfrentado a Jake, quien le debe dinero, pero que lejos de posar de pandillero es en verdad peligroso. Una escalada de agresiones mutuas termina con Johnny y sus amigos secuestrando a Zack, hermano menor de Jake. Adolescentes al fin, el rapto acaba convertido en un juego hasta para el propio Zack -el único inocente-, quien accede a quedarse con sus captores creyendo que así ayuda a su hermano. El secuestro se convierte en una fiesta, pero el candor se ira desfigurando de a poco en un despertar brutal. 
A partir del buen uso del suspenso, sobre todo en los tramos finales del film, Cassavetes consigue hacer un juicio crudo de cierta realidad. Pero también cae en un retrato excesivo, abundando en fiestas que son todo felicidad, drogas, alcohol y belleza americana, hasta casi rozar lo apologético, consiguiendo que crítica y objeto criticado acaben algo empastados. Como ya le sucediera en John Q, el director tampoco puede evitar poner la moraleja innecesaria en labios del cordero que marcha manso a la hecatombe, como si dudara de la elocuencia de todo lo anterior y necesitara hacerlo explícito. El elenco cumple bien su parte, destacándose el siempre natural Bruce Willis y el trabajo de los más jóvenes, entre ellos la estrella del pop Justin Timberlake.

(Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y espectáculos de Página 12)

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