jueves, 11 de octubre de 2007

CINE - El niño de barro, de Jorge Algora: La víctima sigue siendo la misma

A fines del siglo XIX, con las grandes ciudades de Europa convertidas en enormes asentamientos de pobreza y enfermedad merced del auge del positivismo industrial, la emigración se volvió una válvula oportuna para que los viejos estados aliviaran su crítica situación. Fue allí que cobró fuerza el mito del paraíso americano. Millones de europeos eligieron cambiar penuria por esperanza, iniciando con su llegada sociedades multiculturales inéditas hasta entonces, en las que orígenes y razas se entrecruzaron hasta forjar nuevas identidades colectivas. Sucedió en los Estados Unidos, en México y Brasil, sin embargo es en la Argentina y sobre todo en Buenos Aires, donde este aluvión se convirtió en uno de los hechos fundacionales de una nación. Pero junto a lo sueños de esos hombres viajaron aquellas miserias, que desde las puertas abiertas de Europa, como peste, también se mudaron aquí. Esa ciudad, en 1912, es el escenario urgente de esta historia.

Mateo tiene 10 años. Es hijo de Estela, una española que se gana la vida como costurera, y desde que fue atacado en una quermese por un desconocido, sufre pesadillas en las que es testigo impotente de las humillaciones a las que son sometidos otros chicos, siempre en el escenario para él aterrador de esa feria que su memoria no puede abandonar. Cuando esas imágenes empiezan a agobiarlo durante la vigilia y los rostros de los chicos abusados se vuelven familiares, Mateo pide ayuda y por medio del policía que es concubino de su madre, consultan al doctor Soria, el forense. Allí se enterarán de que las sesiones de tortura y los muertos que Mateo ve entre sueños son reales. Al principio, con reglamentaria lógica policial, el comisario Petrie se niega a creer que el chico pueda estar ligado a los crímenes a través de sus pesadillas, pero terminará aceptando que tal vez en esa conexión esté la clave para detener al asesino.

El niño de barro, opera prima del español Jorge Algora, cuenta la historia del Petiso Orejudo, triste consecuencia de aquella inmigración desesperada, una de las leyendas negras más terribles de Buenos Aires que extrañamente no había llegado al cine. Dentro de un marco histórico que es central para que la reconstrucción del verdadero protagonista de la película sea lo más justa y completa posible, Algora acierta al inclinarse por la ficción antes que por la exactitud documental, atando la mirada del espectador a las pesadillas del único sobreviviente y velando la figura del mítico criminal. Y aprovecha los detalles no para estigmatizarlo, sino para mostrar que el victimario, en tanto niño, ha sido primero víctima. Aunque tal vez se exceda en símbolos sicoanalíticos demasiado explícitos. Dentro de un elenco de parejas actuaciones, reconforta la de Daniel Freire, cuya estampa encaja perfectamente en el physique du rol del atormentado comisario; Chete Lera, Maribel Verdú y Sergio Boris confirman su oficio; sorprende el pequeño Juan Ciancio, quien con mucho por mejorar compone a Mateo con dignidad. Pero sobre todo impacta Abel Ayala: en su Cayetano revive la esencia del Frankenstein de Boris Karloff, en la escena de la nena y las margaritas; en ambos, ni la inocencia perturbada ni todas sus limitaciones alcanzan para contener esa involuntaria naturaleza de monstruo.

(Artículo publicado originalmente en Página 12)

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