De igual forma, su protagonista podría ser una versión remasterizada del taxista Travis Brickle, del cura agobiado por la culpa de la película de 2017 e incluso del propio Jesús de Nazareth, combinando elementos comunes a todos ellos. Acá se trata de William Tell (sí, Guillermo Tell), un exsoldado que se desempeñó en una de las cárceles que el ejército de Estados Unidos tiene en Medio Oriente. Ahí aprendió y practicó atroces técnicas de interrogatorio, que al salir a la luz a través de fotografías filtradas que los propios soldados tomaban mientras torturaban a los detenidos, terminaron por llevarlo a prisión casi 10 años. Sin embargo, Will no vive su paso por la cárcel como un trauma, sino como una instancia de necesaria expiación y aprendizaje, tanto en el plano moral como en el práctico. Actitud en la que es imposible no reconocer un carácter religioso.
En esa década de encierro Will tuvo mucho tiempo libre y lo usó para leer y jugar al poker. Así desarrolló la habilidad de contar cartas, técnica en la que a partir de los naipes que se encuentran sobre la mesa se puede reducir estadísticamente la incertidumbre de aquellos que todavía se encuentran en el mazo. Una técnica que los casinos y las casas de juego consideran una forma de fraude. Pero Will no la utiliza para hacerse rico, sino que elige hacerlo modestamente. Para sobrevivir. A pesar de esa sobria forma de reinserción social, el protagonista no está libre de traumas.
La forma en que cubre con sábanas todos los muebles de cada habitación de hotel por la que pasa, convirtiéndolas prácticamente en un claustro monástico, remite por un lado a su necesidad de mantener un ascetismo casto, pero también al intento de reconstruir el ambiente estéril de una celda. La llegada más o menos inesperada de dos personajes a su vida alterará el orden compulsivo que Will le imprime a su existencia, obligándolo a entrar en contacto con sentimientos que aprendió a mantener bajo control. Ambos personajes servirán para que Schrader vuelva a poner a su protagonista en un dilema moral con mucho de cristiano, en el que la inmolación por los otros resulta ser la forma suprema del amor.
Pero para el director y guionista el mundo es un lugar sombrío en el que, de manera murphyana, las fuerzas oscuras se confabulan para hacer que las situaciones decanten hacia la peor de las opciones. Aunque Will parece llevar su pasado en el frente mejor que Travis, como en Taxi Driver la violencia termina siendo el único camino para tratar de darle solución a aquel dilema irresoluble. Con lo cual nada se soluciona, aunque Schrader elija un final romántico e idealista, en el que vuelve a haber un cordero y un sacrificio. A diferencia de, por ejemplo, El secreto de sus ojos, donde el protagonista acaba traicionando su propia ética, Will actúa conociendo las consecuencias de sus actos y se entrega a ellas con estoicismo religioso.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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