The Colour Room aborda un momento puntual en la vida de Clarice Cliff, una joven emprendedora y decidida que consiguió convertirse en una reputada diseñadora y ceramista en la Inglaterra de la década de 1920. Su trabajo diseñando una revolucionaria colección de vajilla de líneas ultra modernas, a tono con lo que vanguardias como el cubismo o el futurismo venían haciendo en el arte, le valió un éxito impensado. No solo por su condición de mujer en un ecosistema dominado por hombres, sino porque consiguió hacerlo en el seno de la sociedad británica, regida por valores tradicionalistas y conservadores incluso en el terreno de la estética. El éxito de Cliff radicó, justamente, en el hecho de convencer a los empresarios de que las mujeres también son sujetos de consumo y que, por lo tanto, apuntar a sus deseos podía ser muy redituable. Cualquier analogía con lo mencionado en el primer párrafo no es, entonces, mera coincidencia.
Si bien pone en escena una reconocible fábula feminista, en la que el empeño de una mujer consigue si no torcer, al menos abrir una brecha en un dominio masculino que recién comenzaba a cuestionarse a sí mismo, The Colour Room no puede evitar recaer en el uso de recursos clásicos del cine romántico. Eso le permite a la película presentarse cubierta con una pátina que la hace parecer menos combativa de lo que su historia es en realidad. En esa decisión, en la que algunos podrán ver un apego al relato histórico, otros tal vez encuentren una concesión, una debilidad. Lo cierto es que, de forma extraña, la película adopta un tono deliberadamente naif para contar de manera conservadora la historia de esta mujer, que se dedicó nada menos que a combatir aquellos valores que la sociedad de su tiempo pretendía hacer pasar por inmutables.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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