Con la pandemia camino a convertirse en parte de la vida cotidiana y lo peor del ASPO y el DISPO aún fresco en la memoria, la edición 23 del Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires (Bafici) vuelve a presentar una Competencia Argentina que no discrimina entre largos y cortos. La lista incluye 14 largometrajes y casi no registra presencia de directores debutantes. A tres (o cuatro) de esos viejos conocidos pertenecen las tres películas presentadas en los primeros días de proyecciones. No se puede considerar de otra forma a Pablo Levy o a la pareja que integran Alejo Moguillansky y Luciana Acuña, mucho menos a Raúl Perrone. Todos han construido una historia propia dentro de este festival, en cuyas pantallas estrenaron gran parte de sus trabajos previos. En especial en el caso de Perrone: sus películas han formado parte de la programación de siete de las últimas diez ediciones y debe ser, por lejos, el cineasta con más presencias en los anales de Bafici.
Como viene haciendo desde P3ND3JO5 (2013, Bafici15), en Sean eternxs Perrone vuelve a filmar en blanco y negro y, como en aquella, sus protagonistas son los jóvenes de su natal Ituzaingó, al oeste del conurbano bonaerense. Pero si ambas películas registran estas y otras coincidencias, también es mucho lo que las separa. Lejos del juego con el cine mudo, esta vez los chicos de Ituzaingó tienen voz y la usan para contar sus historias. Relatos en primera persona, casi siempre en off, que tanto dan cuenta de una marginalidad que es producto de las décadas del olvido acumulado que reciben las clases bajas, como de un presente en el que la necesidad convive con el urgente impulso hedonista de disfrutar del aquí y el ahora.En Sean eternxs Perrone construye una mirada social no desde la mera denuncia, sino a partir del retrato de chicos que quieren ser felices a pesar de todo. Acá hay esperanza tanto como hay goce y los protagonistas deambulan por las calles, a pie o en motitos, con más alegría que la que manifiestan sus parientes cercanos del mumblecore, género que suele retratar a una juventud de clase media también en tránsito, pero llena de conflictos y traumas. Es posible que esa forma tierna de registrar la vida en los estratos sociales más bajos, universo que suele ser ajeno para quienes hacen cine, haga de Sean eternxs la película más pasoliniana de Perrone, una figura con la que el director ya venía jugando en algunos de sus trabajos previos, pero esta vez de un modo saludablemente más profundo.
A priori la película de Perrone parece no tener nada en común con La edad media, lo nuevo de Moguillansky, esta vez dirigiendo junto a su pareja en la vida real, la coreógrafa Acuña, presencia habitual en los elencos de sus trabajos previos. Más bien parece el registro de un universo paralelo, con otras reglas y problemas. Retrato de una familia de clase media, interpretada por los propios directores junto a su hija Cloe, puede decirse que se trata de una de las primeras películas sobre la vida en pandemia. Acá el confinamiento no es un comentario al margen o una nota al pie del relato, sino uno de los elementos que motorizan la acción. Pero siempre con ese tono de comedia absurda que identifica a la obra de Moguillansky.
Como en otros trabajos del director, los protagonistas vuelven a interpretar versiones más o menos ficcionales de sí mismos. Él y ella son artistas tratando de arreglárselas para seguir produciendo, no solo obras sino dinero, en un contexto de encierro, mientras su hija se aburre sin llegar a entender del todo las preocupaciones de sus padres. Ella, interpretada con gracia por la joven Moguillansky, solo quiere comprarse un telescopio y para ello recurre a una serie de prácticas non sanctas que sus progenitores descubren cuando ya es tarde. Con buenas dosis de pantomima y comedia física, La edad media se permite ser profunda a pesar de su aparente ligereza y consigue ir más allá del simple juego de citar Esperando a Godot, de Samuel Beckett. En el camino alcanza picos notables de humor, que están entre lo más cómico de la filmografía de la pareja.Típico exponente de cine de exposición familiar, en Julia no te cases Pablo Levy cuenta la historia de su madre, Julia Azar, a través de una serie de conversaciones con ella que el director grabó sin su consentimiento, tal como se aclara al comienzo de la película. Sobre esos audios clandestinos, en los que Julia aborda en detalle la relación con su exmarido (el padre de Levy) o la experiencia de ser mujer y madre, el director va construyendo un collage de imágenes que ilustran aquello que la involuntaria protagonista va revelando. Pero las fotografías, los videos y las filmaciones en súper 8 están lejos de ocupar el rol accesorio de brindar un marco gráfico para las palabras de Julia. Al contrario, a la luz de las revelaciones que va haciendo la narradora, aquellas imágenes, todas ellas registro de momentos de aparente felicidad, van desnudando una trama de dolor y frustración.
Legítimamente emotiva y no exenta de oportunos momentos de humor, Julia no te cases no hubiera sido posible sin la desprevenida elocuencia de Julia, quien desnuda ante su hijo detalles muy vívidos de su intimidad. A través de ellos la película también da cuenta de los cambios que han operado en el lugar social que ocupan las mujeres en general, y en determinados extractos sociales en particular. La voz en off de Julia es la de una mujer programada por un deber ser ajeno, pero que sin embargo supo construirse a sí misma en un mundo hostil. A pesar del engaño en el que se apoya el origen de la película, Levy realiza un bellísimo retrato de su madre, cuyo tercer acto muestra una dulzura que no elude la tristeza, pero que al mismo tiempo puede ser tan feliz como conmovedor.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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