A pesar de los méritos técnicos y de la buena labor del elenco, tanto de sus primeras figuras como Jazmín Stuart, Esteban Lamothe y Gustavo Garzón, como del reparto de secundarios y de su protagonista, Luciana Grasso, la película de a poco comienza a mostrar inconsistencias. Para empezar, la atmósfera de terror sobrenatural que alimentaba la escena inicial arriba descripta se va esfumando de a poco, sin ninguna referencia ni explicación al respecto. En su lugar, comienza a instalarse una tensión surgida de un combo que reúne diversos miedos vinculados a lo social, que irá cercando a Sol a partir de diferentes formas de violencia. De ese modo, la chica será víctima y testigo de una serie de abusos que van de lo privado a lo público y que el cuerpo social asimila con indiferencia, dejándola sola.
En ese contexto, el guion introduce un elemento fantástico que, de un modo similar a lo que ocurría en Carrie, clásico de Brian De Palma basado en la novela de Stephen King, se convertirá en la fuerza que Sol necesita para enfrentar y traspasar la violencia que la encierra. Sin embargo, a medida que el relato avanza, aquella tensión que la película construyó en su primera mitad comienza a perder fuerza camino al desenlace, en tanto el origen y la presencia de ese elemento que viene a impartir justicia (real y poética) se va volviendo cada vez más arbitrario. De igual modo, las transformaciones que operan en algunos de los personajes tampoco resultan convincentes y parecen más una operación discursiva que el producto de un desarrollo dramático. Así, la metáfora se va volviendo cada vez más obvia, con todas sus flechas apuntando al manual de lo políticamente correcto. El asunto no sería un problema si Las noches son de los monstruos consiguiera llegar a esas mismas conclusiones a través de la acción y el drama, sin necesidad de mensajes explícitos.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Pägina/12.
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