jueves, 23 de septiembre de 2021

CINE - "Undine", de Christian Petzold: El encanto de una fábula bien contada

Un hombre y una mujer están sentados en un bar, la situación es incómoda. Ella mira a ninguna parte, como si buscara algo en su interior, mientras él la mira con pena, sin saber bien qué hacer. Johannes acaba de dejar a Undine y ambos lucen afectados. En ese momento él recibe un llamado que decide no atender y ella pregunta si era la otra. Johannes se levanta para irse y Undine le recuerda que prometió amarla para siempre: está dolida y solo le sale el reproche. De golpe los papeles se invierten. Ya sin lágrimas, Undine le avisa que si la deja tendrá que matarlo. Johannes se sienta otra vez, humillado. Ella le explica que ahora tiene que ir a trabajar, pero que él se va a quedar ahí sentado, esperando, y que cuando vuelva va a decirle que aún la ama. Ahora es Undine la que mira a los ojos y Johannes el que baja la mirada. Ella se va. Él se queda.

Extraño: ese es el adjetivo que mejor define al relato de Undine, noveno largometraje de Christian Petzold. Una extrañeza que el cineasta alemán va introduciendo en la película de forma dosificada, sin romper nunca la cáscara realista que la cubre, pero sin esconderla nunca. Como los buenos magos, acá el truco está hecho a la vista del auditorio, lo cual no quiere decir que todos los misterios que se plantean vayan a ser resueltos durante el desarrollo de la historia. 

A contramano de lo que pudiera pensarse a partir de aquella primera secuencia, en la que la violencia acaba ocupando el centro del drama, Undine es una película de amor. Un amor intenso, único, más grande que la vida y, por eso mismo, capaz de llegar al extremo. Alguno dirá, y tendrá razón, que no es amor aquello que se consigue bajo amenaza. No lo es, claro que no. Pero eso en este caso tiene una explicación sencilla: la verdadera historia de amor de Undine, película y protagonista, todavía está por empezar. Y cuando lo haga, será de un modo no menos extraño.

Undine regresa al bar después de su trabajo como guía en un museo urbanístico de la ciudad de Berlín, pero no encontrará a Johannes. En su lugar conocerá a Christoph, un buzo industrial que se presenta de forma tan torpe como inusual y, por accidente, ambos terminarán empapados por el agua de una enorme pecera que se rompe de forma casi sobrenatural. Mojados y en el suelo, ahí es donde el verdadero amor se revelará ante Undine. Pero Petzold lo hará avanzar a partir de situaciones siempre vinculadas con el agua, que de a poco irán abonando la aparición de un elemento fantástico de raíz folclórica: en la mitología del norte de Europa, Ondina (o Undine) es una joven que tras sufrir por amor fue convertida en una ninfa acuática. El cineasta logra conectar eso con el origen de Berlín, cuyo nombre proviene del eslavo y significa “pantano”.

banda de sonido resulta particularmente potente, usando una musicalización muy marcada, basada en piezas de piano que subrayan la atmósfera melancólica, pero que el director suele interrumpir de manera abrupta a caballo del montaje. A pesar de su radicalidad, el recurso fluye de forma natural, haciendo que sus quiebres, nunca obvios, vayan alimentando una creciente sensación de ruptura, que se hace más tangible a medida que la narración avanza. 

Por medio del montaje Petzold también entrega algunos hallazgos interesantes en el terreno visual. Ahí se destaca el inspirado fundido que reúne el plano detalle de una maqueta con el edificio real que esta representa. El truco, utilizado para que Undine imagine a Johannes esperando sentado en la mesa del bar del comienzo, funde realidad y representación, en lo que parece ser una nota al pie sobre el cine mismo, sus formas y el modo en que funciona en la mirada del espectador esa ilusión de estar viendo la vida misma en una pantalla. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

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