El comienzo de Instintos ocultos reúne al mito del Arca de Noé con el de Moises guiando a los judíos a la Tierra prometida. La nave llevará a un grupo de adolescentes que han sido engendrados utilizando el material genético de los hombres y mujeres más destacados del mundo. Todos han sido criados desde su nacimiento en un entorno que replica las condiciones que tendrá la misión a su cargo. La nave también transporta todo lo necesario para recrear a este planeta agonizante en aquel nuevo paraíso.
Junto a ellos viaja Richard, el único adulto con el que los chicos han tenido contacto, quien estará a cargo de liderar el primer tramo del viaje, que transcurre sin conflictos, aunque en un clima tan apacible como frío. Esa estructura comenzará a tambalear cuando un par de chicos descubran que muchos de sus impulsos naturales están siendo contenidos de forma artificial, con el objeto de mantener una estabilidad que facilite el trayecto. La alegoría política en este punto es muy fácil de identificar.
Sabiendo que hay un mundo de sensaciones por descubrir, ambos jóvenes deciden rebelarse en secreto. Pero el despertar de deseos y emociones desconocidos pronto se volverá difícil contener. Será ahí cuando los chicos tomarán caminos separados, liderando las dos facciones en las que se separará el grupo. Unos devendrán defensores de la libertad individual y el hedonismo; los otros buscarán sostener un orden colectivo que garantice el éxito de la misión. ¿Una metáfora espacial de “La Grieta”?
Es en este punto, Instintos ocultos se apropia de la trama que el británico William Golding imaginó en su obra magna, la novela El señor de las moscas. Los bandos se disputarán el poder, los espacios de la nave y hasta habrá una presencia oculta imponiendo algunos límites. El paquete incluye la discusión sobre de la maldad o bondad natural de la condición humana. Al inicio, los ingredientes de Instintos ocultos mantienen un moderado equilibrio. Sin embargo, como un coctel demasiado agitado, a medida que las cuestiones van sumándole complejidad al asunto, también se va haciendo más evidente la superficialidad con que algunas de ellas son tratadas. El final, por supuesto, es tan cristalino como una botella de agua mineral Perrier.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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