jueves, 20 de mayo de 2021

CINE - "Cuentakilómetros" (Meel Patthar), de Ivan Ayr: El engranaje más delicado de una máquina

La primera imagen que se ve tras los títulos de Cuentakilómetros, segunda película del cineasta indio Iván Ayr, aparece a través de un truco visual muy sencillo. Es el propio protagonista, Ghalib, un camionero que trabaja en la ciudad de Nueva Dehli, quien destapa la cámara para dar comienzo a la narración. Lo que la cubre es en realidad la lona que cierra el acoplado del vehículo de Ghalib, que parado en el centro del mismo la va quitando hasta dejar abierta la parte superior del habitáculo. Pero esa acción parece revelar más que el espacio en el que transcurrirá la escena y el universo en el cual se inscribe la película completa, sino que también puede ser interpretado como la caída del velo que esconde una realidad oculta para el espectador. En ese sentido, aquel plano en el que Ghalib destapa la cámara es un gesto que tal vez deba ser interpretado como la promesa de un viaje hacia un universo desconocido. Y quien mejor para guiar una travesía como esa que un camionero experimentado.

La escena es además el comienzo de un largo plano secuencia de casi cinco minutos, en el que de manera eficiente se va presentando información que será muy valiosa a lo largo del relato. Que Ghalib aún no es viejo, pero que tampoco es joven. Que la vida y el oficio parecen haberle pasado por encima y quizá por eso sus colegas ven en él un ejemplo de dedicación. Que tiene la espalda tan destrozada por el esfuerzo cotidiano que apenas puede ayudar a cargar su propio camión. Pero también que hay algo estoico en su actitud que justifica el mudo respeto que genera, incluso en sus patrones. La cámara sigue a Ghalib mientras recorre distintos espacios del dock de carga en el que la escena tiene lugar. Los movimientos de la cámara son tan naturales que el virtuosismo del dispositivo puede llegar a pasar desapercibido. Esa sencillez es una de las marcas estéticas que definen la identidad de Cuentakilómetros

Ghalib también es viudo y su familia política (unos campesinos humildes de la India profunda) le reclama una compensación por la muerte de su mujer. Al mismo tiempo, la empresa de transporte para la cual trabaja pone a su cargo a un joven aprendiz para que le vaya enseñando el métier. Pero también acaban de despedir a su mejor amigo, el otro chofer experimentado de la flota, y él no puede evitar ver un augurio funesto en la combinación de ambos hechos. Pero si Ghalib parece a punto de colapsar, el mundo que lo rodea no luce menos endeble. Los peones de carga están en huelga reclamando una mejora en sus magros jornales; los camioneros son acosados por policías corruptos; y todo el tiempo se menciona la existencia de saqueadores en la ruta que atemorizan a los choferes. Ayr mantiene a la mayoría de estos conflictos deliberadamente fuera de campo, evitando que tengan un desarrollo propio. De esta forma, todo su peso dramático se traslada también sobre la dolorida espalda del protagonista, que como un verdadero mártir parece llevar la carga del mundo entero.

Lejos del estereotipo kitsch del cine indio, identificado con una estética que oscila entre el costumbrismo “exótico” y los números musicales barrocos, Cuentakilómetros se desarrolla en un plano de realismo radical. Y su director se mueve en ese territorio con la misma soltura que demuestra en el plano secuencia del comienzo. También es cierto que, igual que su protagonista, la película acaba sobrecargada por su propia gravedad, por la explicita voluntad de ser a toda costa un drama humano no exento de cierta poesía y moraleja. Pero a pesar de eso, Ayr consigue presentar con eficiencia su mirada política de un mundo moderno e impiadoso, en el que las personas, como las máquinas, también tienen una vida útil después de la cual pueden ser descartadas. Cuentakilómetros se propone retratar el dolor que produce el funcionamiento de esa maquinaria pesada en sus engranajes más delicados.

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

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