Se cierra así una versión inusual del Bafici, signada por la omnipresente pandemia que obligó a sus responsables, justo un año después del comienzo del desastre sanitario global, a abrazar un formato híbrido que amenaza con abandonar su carácter excepcional para convertirse en norma. De esta forma, las funciones tradicionales (gran parte de las cuales realizaron sus proyecciones en espacios no tradicionales) se vieron obligadas a convivir con una versión online, que incluyó la grilla completa de forma gratuita. Todavía es difícil saber si el cine en general y el festival en particular se beneficiarán con el cambio. Todo indica que los defensores de la experiencia de la sala oscura y del cine como ritual comunitario solo verán una pérdida, ahí donde los exégetas del advenimiento de la nueva cultura digital hallarán un inevitable (y bienvenido) signo de los tiempos. Como suele ocurrir, la realidad tal vez se encuentre en esa hibridez de la mitad del camino.
Es inevitable marcar que el formato pandémico trajo dificultades, entre las cuales se destaca la decisión de unificar las competencias de largometrajes y cortos en una única sección sino inabarcable, sin dudas agotadora. En particular, esa determinación convirtió a la Competencia Argentina en un gigante de 36 títulos, repartidos de dos mitades exactas de 18 largos y 18 cortos. Es posible que esa concentración en lugar de jerarquizar a los cortos, históricamente considerados un formato menor frente a la mayor relevancia de los largos, haya terminado por invisibilizarlos de forma involuntaria, merced la anulación del espacio de una competencia propia. Ojalá el año que viene el Bafici evalúe la posibilidad de devolver el esquema competitivo a su lógica anterior.
La idea que motoriza a Implosión, ganadora del Gran Premio y tercer largo del también actor y guionista Javier Van de Couter, es inusual. La película aborda la masacre escolar ocurrida en septiembre de 2004 en la secundaria "Islas Malvinas" de Carmen de Patagones, donde un alumno de 15 años mató a tiros a tres de sus compañeros, hiriendo de gravedad a otros cinco. Pero lo hace desde la ficción y a partir de un dispositivo notable: dos de los sobrevivientes, Pablo Saldías y Rodrigo Torres se interpretan a sí mismos yendo en busca de su agresor, a quién no ven desde que fuera declarado inimputable e internado en una institución mental. A partir de eso, el cruce entre realidad y ficción alcanza niveles impensados, permitiendo momentos reveladores y otros de gran intensidad dramática. Sorprende también la destacada labor de los protagonistas, no solo por el buen nivel de su trabajo actoral, sino por su capacidad para poner su experiencia emotiva al servicio del film.
Escrita por Van de Couter junto a la cineasta Anahí Berneri, Implosión encuentra a Rodrigo y a Pablo ya adultos, llevando una vida en apariencia normal, dando charlas sobre violencia escolar en los colegios, donde cosechan el desinterés de los alumnos. Pero tras una noche de cacería con amigos, en la que los códigos de la violencia masculina siguen rigiendo el tono de los vínculos, los dos hombres salen en busca de su victimario. Pero lo hacen sin convicción, chicaneándose uno a otro, como si necesitaran aligerar el peso enorme de la decisión. En ese camino que no le escapa a los códigos de las road movies, Van de Couter logra exhibir no solo cierto carácter autodestructivo en la conducta de Pablo y Rodrigo, sino que también revela su necesidad de volver a conectar con el espíritu lúdico de la adolescencia que, más que arrebatarles, la tragedia parece haber puesto en pausa. Implosión sostiene esa intensidad y la tensión de un relato complejo que consigue meterse en el cuerpo del espectador.
El trabajo cinematográfico de Jonathan Perel, que acumula cuatro largometrajes en diez años, está signado por un formalismo extremo. Su objetivo: exponer el accionar del aparato represivo montado durante la última dictadura con el fin de aplastar no solo a la subversión armada, sino a toda manifestación política que no resultara funcional a modelo político y económico ultraliberal que se buscó implantar. Como sus films anteriores, en Responsabilidad empresarial Perel vuelve trabajar a partir de un dispositivo audiovisual tan simple como rígido. El mismo consiste en una serie de planos fijos que registran la fachada de las sedes y plantas industriales de tres decenas de empresas, cuya complicidad con el régimen militar está probada. La idea es la misma que el director utilizó en 17 monumentos (2012), donde retrataba los memoriales levantados frente a edificios utilizados como centros clandestinos de detención.
Pero a diferencia de aquella, acá el ganador del premio a la Mejor Dirección incorpora un elemento que modifica sustancialmente el registro: la lectura en off de textos extraídos del libro Responsabilidad empresarial en delitos de lesa humanidad, editado en 2015 por el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación. Los mismos ilustran en detalle la participación activa de estas empresas en el secuestro, tortura, asesinato y desaparición de sus propios trabajadores. Si 17 monumentos tenía su punto débil en la ausencia de información que revelara la historia detrás de la imagen silenciosa, esta vez Perel potencia sus postales vivas (casi todas ellas de un extraordinario trabajo de encuadre y composición) con un inventario de horrores al que el tono neutro de su lectura no consigue restarle espanto. Aún así, Responsabilidad empresarial sigue siendo una experiencia cinematográfica capaz de desafiar la paciencia de casi cualquier espectador.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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