Entre las películas que integran la citada competencia hay dos que, a pesar de sus notorias diferencias, comparten la intención de satirizar esa compleja entelequia llamada cine argentino. Pero mientras que una lo hace en tiempo rabiosamente presente, la otra se vale de la versatilidad del vehículo cinematográfico para pegarse una vuelta por un pasado más o menos próximo en lo cronológico, pero bien distante en términos estéticos y formales de los estándares de calidad alcanzado por el cine local en las últimas dos décadas.
La primera es el nuevo episodio de la saga UPA! (Una Película Argentina), creada hace casi 15 años sin intención de continuidad por Camila Toker, Tamae Garateguy y Santiago Giralt. Solo que para esta entrega, que junto a UPA! (2007) y UPA! 2 (2015) completan una trilogía espontánea, la misma muta en Una Pandemia Argentina, adaptando de forma oportuna el acrónimo de su título a la nueva normalidad. A pesar del tiempo transcurrido, el universo creado por este trío de cineastas, guionistas e intérpretes consigue sostener su capacidad para reírse del micromundo del cine argentino más independiente. La fórmula: retorcer algunos de sus arquetipos reconocibles, aunque sin ir nunca mucho más allá de la caricatura de trazo grueso. Como un espejo, Una Pandemia Argentina se permite reírse de la pose cool, de la omnipresencia de la corrección política, del cine militante, de la cuota de hipocresía necesaria para poder filmar una película en un ambiente en el cual los recursos son cada vez más escasos. Y hasta del propio Bafici. En cuanto a las casi tres horas que abarcan el Lado A y el Lado B en que se divide esta UPA! 3, es cómodo pensar que se trata de un exceso. Pero tal vez sea oportuno hallar ahí un nuevo dardo satírico, uno que le apunta a la megalomanía de algunos directores (¿o será solo uno?), empecinados en hacer de sus películas experiencias más interminables que inagotables. El chiste de la placa del intervalo al promediar la proyección parece confirmarlo.
Los visionadores es lo nuevo de Néstor Frenkel, en donde el director de El gran simulador (2013) vuelve a mostrar una capacidad inagotable para encontrar temas de los cuales reírse. A caballo de un sarcasmo cargado de acidez, acá Frenkel realiza un recorrido por la forma en que el cine nacional se acercó a cuestiones vinculadas con la marginalidad entre las décadas de 1960 y 1990, antes del salto que representó el Nuevo Cine Argentino. Se trata de una pieza de montaje, un collage que reúne de modo intencionado fragmentos de unas cuantas decenas de películas que abordan, siempre de manera inverosímil, tópicos como las drogas, la violencia social, la prostitución y otras formas de corrupción usualmente reducidas al lugar común de “flagelos”. Con ellos arma un itinerario en el que juega a poner en paralelo las adicciones y la forma obsesiva con que cierta cinefilia pop se construyó en los años ’80 al amparo del formato VHS y el auge de los videoclubes. El cine de explotación; Graciela Borges desesperada por un porro; un Ricardo Darín joven que se parece a Luis Suárez; Ova Sabatini convertido en linyera; Silvia Peyrou cortando un pene en primer plano; Baby Etchecopar en pose de héroe de acción. Y Rodolfo Ranni, mucho Rodolfo Ranni, le dan forma al descontrolado paseo que Frenkel propone en Los visionadores (juego de palabras con Los viciosos, película de Enrique Carreras de 1962), que sin dudas se encuentra entre los puntos más altos de esta competencia.
En Una casa sin cortinas, Julián Troksberg va detrás de la fantasmal figura de la expresidente María Estela Martínez de Perón, Isabelita, última jefa de Estado antes del golpe militar de 1976. Retrato en ausencia de un personaje evitado, este documental ofrece no pocos méritos y hallazgos. Entre ellos es posible enumerar la amplitud de los testimonios reunidos, que van desde figuras políticas relevantes, como Nilda Garré, Carlos Corach, Oraldo Britos, Carlos Ruckauf o la artista plástica Marcia Schvartz. Pero también personajes desconocidos, a los que el destino convirtió en testigos cercanos del recorrido de Isabelita, como la mujer que la alojó en su casa durante la gira que realizó en 1965 en representación de Perón, o el vecino de la casa que la pareja habitó a su regreso. No falta entre los testimonios quien critica la decisión del director al elegir al personaje, como si el papel trágico que le tocó interpretar a la viuda del hombre más importante de la historia argentina del siglo XX no fuera relevante. Como si se tratara de una figura insignificante y vergonzosa a la que sería mejor olvidar, cuando justamente ahí radica el valor de su elección. Una casa sin cortinas es la puesta en escena de una de las llagas que permanecen abiertas, precisamente por haberlas tapado en lugar de apretarlas para hacerlas supurar. Resolver el enigma de Isabelita es una de las grandes cuentas pendientes del peronismo, que 45 años después del golpe de estado más trágico sigue sin saber qué hacer con ella. Y Troksberg exhibe esa incapacidad de manera abrumadora.
También documental pero de estructura más clásica y menos compleja, Taranto, de Víctor Cruz, visibiliza el drama ecológico que desde hace 60 años padece la ciudad del título, ubicada sobre el Mediterráneo, en el ángulo superior que forma el taco de la bota itálica. Ahí se instaló en la década de 1960 uno de los complejos industriales más grandes de Europa, cuyos desperdicios tóxicos causaron desde entonces la muerte de miles de vecinos, afectados por cánceres provocados por los niveles cada vez más altos de polución. El trabajo de Cruz, que puede resultar valioso como documento de denuncia, se presenta limitado desde lo cinematográfico, intercalando el uso del archivo con testimonios en primera persona, pero sin asumir demasiados riesgos estéticos.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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