La película comienza con un plano detalle del ano de Marcelo, mientras su voz recita poemas de Hilda Hilst. Un plano más amplio lo revelará tomando sol cabeza abajo, en lo que parece ser una complicada pose de yoga. Es difícil reconocer en La flor azul de Novalis la línea que separa lo documental de la ficción, en tanto es imposible saber cuánto hay de cierto y cuánto de invención en esos relatos en primera persona. En ellos, la familia aparece de forma recurrente como un enemigo a enfrentar y derrotar, un peso a quitarse de encima. Marcelo proyecta en sus memorias el origen de la propia existencia y personalidad. Y así como está orgulloso de haberse convertido en todo lo que su abuela temía, también le atribuye a su padre, un ex automovilista, una leve deficiencia auditiva causada por el ruido atronador de las carreras a las que lo llevaba cuando era un nene.
Marcelo volverá sobre ese núcleo íntimo para hablar de la frigidez de su abuela, a la que adora, y de otra figura masculina negativa: su abuelo, que durante 40 años mantuvo una familia paralela y a quien lo tranquilizaba la imposibilidad de su esposa para disfrutar del sexo, porque “las mujeres que sienten placer terminan engañando a sus maridos”. Especialista en rastrear la punta del ovillo de sus pulsiones en las ramas de su árbol genealógico, Marcelo asocia su sexualidad “con los deseos reprimidos de aquellas mujeres”. Esos relatos parecen responder a diferentes conceptos básicos de la teoría freudiana y ese eterno retorno a las traumáticas memorias familiares es una de ellas. En esa línea se ubican también los diálogos que mantiene con una voz en off que funciona como la de un psicoanalista, interviniendo para aportar preguntas o digresiones que promueven la continuidad del discurso. Lo mismo puede decirse de una serie de actos performáticos que funcionan como puesta en escena (y en abismo) de sus propios traumas. Es emblemático aquel en el que el protagonista, travestido, se enfrenta a un amenazante auto deportivo al que termina arrancándole a tirones diferentes partes del motor, como si en ese mismo acto le arrancara el corazón a su propio padre.
Como el dragón que se muerde la cola –figura simbólica que no puede ser más oportuna—, la escena final de La flor azul de Novalis remite a aquel plano anal que abre la película, llevándolo al extremo a través de un zoom in. Si alguna vez el francés Jean-Luc Godard definió al procedimiento del travelling como “una cuestión moral”, la decisión estética de avanzar de forma literal hacia el abismo de lo humano puede (y debe) ser entendida no solo como un gesto estético para “espantar a la burguesía” sino, sobre todo, como una declaración de principios. Una acción política que en el Brasil contemporáneo, en tiempos de un presidente reaccionario y homofóbico como Jair Bolsonaro, resulta tan oportuna como subversiva.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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