Igual que un asesino no puede evitar volver a visitar la escena de su crimen, como si se tratara de un santuario, los fantasmas regresan para habitar aquellos lugares en los que fueron felices durante el tiempo en que tuvieron un cuerpo y estuvieron vivos. Y mientras haya algo ahí que no se resignen a abandonar, permanecerán prisioneros de ese espacio al que pertenecieron. Esa es la ley que rige el universo de Historia de fantasmas, quinto trabajo del estadounidense David Lowery, quien a partir de recursos tan simples como efectivos consigue darle forma a un relato que aborda con sensibilidad infrecuente cuestiones como la muerte, el duelo y los complejos dispositivos emocionales que se activan con la pérdida.
C y M son una pareja joven unida por un amor intenso, aunque el vínculo parece no atravesar su mejor momento. Ella (Rooney Mara) siente la necesidad de llevar la relación un paso más allá, pero él (Casey Affleck) se empecina en aferrarse a ese bienestar en el que se siente cómodo. La casa que habitan es el campo de batalla de una disputa hecha de actitudes y gestos mínimos y evidentes. M necesita el desafío de dejarla atrás para conquistar nuevos espacios y crecer. Para C, en cambio, en la sola idea de cambiar de hogar se juega algo parecido al abandono, pero como sabe que lleva las de perder se dedica a demorar la charla definitiva. Lowery cuenta todo eso en solo 10 minutos, sin recurrir a diálogos explícitos y valiéndose de la capacidad de los actores para transmitir mundos internos enormes apenas con las miradas, con el cuerpo, con la respiración. El cineasta hace gala además de una extraordinaria habilidad en el uso de la elipsis y para crear cuadros que potencian visualmente lo que la acción representa.
Hasta que una mañana C muere en un accidente de tránsito justo en la esquina de la casa que se resistía a dejar. Luego de que M deja su cuerpo en el hospital, el fantasma de C se levanta para volver al hogar. Sin necesidad de alterar la intensidad ni los tiempos del relato, Lowery decide representar a ese espíritu de la forma más sencilla y clásica posible: escondiendo al actor debajo de una sábana blanca que le cubre el cuerpo por completo, con dos agujeros negros en el lugar en donde deben ir los ojos. Con ese recurso simple reafirma a partir de una decisión que es tanto estética como ética, el carácter romántico que la película ya había puesto en escena a partir de la representación intensa de las emociones.
El fantasma deambula por la casa como si estuviera encadenado a todo lo que tuvo lugar ahí, pero imposibilitado de todo contacto. Hay una escena que condensa la nueva realidad de los amantes malogrados. En la misma, ella come una tarta con bronca, como si quisiera tapar un agujero dentro de sí, mientras el fantasma la mira imperturbable desde la habitación contigua. No es hambre lo que obliga a M a empujar grandes bocados uno tras otro, sino la necesidad de tragarse la angustia. O de no dejarle lugar, aunque eso ya no sea posible, como lo confirma la presencia espectral.
En otra escena el fantasma apoya su mano por única vez sobre M y ella rompe en llanto, ilustrando el lazo que une a cada persona con sus muertos y que va más allá de los límites de la materia. Como si en esos momentos en los que uno llora a sus muertos ellos también estuvieran ahí, tratando de aliviar su propia pena. El fantasma es una figura poética que Lowery utiliza para darle un cuerpo al dolor de los deudos, a esa memoria acumulada que queda en los espacios vacíos que ha dejado el que partió. Lo bellamente triste de Historia de fantasmas es que esta vez el que sufre, quien debe encontrar un camino a través de su dolor, es el fantasma.
La película puede verse en la plataforma Netflix.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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