Dos onzas de bourbon, tres chorritos de Angostura, un terrón de azúcar y un poco de agua helada, más unas cascaritas de naranja. Y los que disfrutan de los detalles cinematográficos pueden agregar unas cerezas al maraschino. Preparar un Old Fashioned no tiene muchos secretos. Alcanza con mezclar los ingredientes de la receta en las medidas indicadas y listo: a disfrutar de un trago clásico que te hará quedar como una persona sofisticada. Igual que la mayor parte de las llamadas películas comerciales, lo que propone la francesa Amor a segunda vista también es una fórmula clásica a la que no le falta ni un solo elemento. Pero en el cine, igual que en la coctelería, el secreto no pasa por la matemática sino por la calidad de los ingredientes utilizados. Y, claro, por la mano del barman para darle a la preparación un toque personal. En ese sentido puede decirse que como cineasta, Hugo Gélin es un buen barman.
Es cierto que ese tipo de frases suelen utilizarse para menospreciar el trabajo de alguien, pero en este caso es más bien lo contrario. Porque el director (que también es uno de los guionistas) demuestra pericia para combinar elementos que ya fueron probados muchas veces, pero aún así logra dejarle al espectador un agradable sabor en la boca. La fórmula en este caso es un eficaz mecanismo de la comedia romántica con toques fantásticos, en la que el protagonista después de diez años en pareja y con la relación ya desgastada, se levanta un día en un mundo distinto. En esta nueva versión de su vida ya no es el exitoso escritor de una saga juvenil a lo Harry Potter, sino un simple profesor de literatura. Y el amor de su vida, cuyo talento en el piano quedó relegado por el éxito literario de su esposo, es ahora una famosa concertista que no tiene memoria de haber estado casada con él.
Como en otros casos de este subgénero, cuya mejor versión se vio en la fundacional Hechizo del tiempo (Harold Ramis, 1993), pero cuyo origen hay que rastrearlo en otra maravilla del cine como ¡Qué bello es vivir! (Frank Capra, 1946), Amor a segunda vista juega a descomponer la realidad para que el protagonista aprenda una lección. En este caso se trata de volver concreta y absoluta una pérdida que se venía dando de forma progresiva, haciendo que el amor adolescente del protagonista se deshilache por efecto de la vida cotidiana en el transcurso de una década. El mérito de Gélin se encuentra sino en renovar la alquimia de la fórmula, al menos en hacer que sus elementos vuelvan a encajar entre sí con cierta gracia y frescura. Algo que es fácil de decir, pero que no siempre ocurre. Sin ir más lejos, Netflix estrenó este mes Amor. Boda. Azar, una película británica mediocre basada en los mismos presupuestos, pero que casi nunca consigue aprovechar ni las posibilidades humorísticas, ni transmitir el peso dramático de lo que significa una segunda oportunidad. Objetivos que Amor a segunda vista alcanza, incluso a pesar de transitar por lugares comunes y de algún chiste clasista no del todo feliz.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 30 de abril de 2020
domingo, 26 de abril de 2020
CINE - Elogio del tiempo: Las películas más largas de la historia
El tiempo no existe. No es más que un patrón de medida inventado por el hombre, no muy distinto del sistema métrico. Sólo que en lugar de utilizarse para determinar el tamaño de las cosas o calcular la distancia que las separa, sirve para establecer el orden y la duración de una secuencia constante de actos sucesivos. Y así como se han creado los milímetros, centímetros y kilómetros, también hay minutos, días y años. Como todas las unidades de medida, las del tiempo son inmutables, de modo que cada uno de los minutos de la historia ha durado y durará lo mismo. Sin embargo, como todo lo humano, el tiempo está sujeto a las reglas de la percepción que, lejos de ser rígidas, cambian de persona a persona e incluso pueden sufrir alteraciones a lo largo de la vida de un mismo sujeto. Y aunque una semana de vacaciones dura lo mismo que una semana en cuarentena, es fácil sentir que una pasa mucho más rápido que la otra.
Uno de los efectos más notorios que ha provocado este aislamiento en las personas ha sido justamente la distorsión de los espacios temporales. Lo saben bien aquellos que han podido continuar con sus trabajos habituales de manera remota, por ejemplo, para quienes la frontera entre el tiempo laboral y el ocio se ha vuelto ingobernable. Así, un día puede convertirse en una carga eterna y el siguiente pasar como si nada, ligero como un fantasma. El tiempo se convirtió en plastilina.
Relatos sobre el tiempo
Entre las artes narrativas, el cine es aquella que se desarrolla sobre el tiempo y las películas sirven para comprobar el carácter relativo de su percepción. A tales efectos vale recordar que cuando a fines de 2019 se estrenó El irlandés, último trabajo de Martin Scorsese (puede verse por Netflix), no pocos espectadores juzgaron excesivas sus tres horas 29 minutos. Pero resulta que las más de tres horas de Avengers: Endgame, estrenada unos meses antes, se les pasaron volando a muchos de esos mismos espectadores. El ejemplo también funciona a la inversa.
Es cierto que la duración de una película produce un efecto aun antes de verla: nadie se predispone de la misma manera para ver una de 90 minutos, que otra de más de dos horas y media. Pero la duración no es un defecto ni un mérito en sí mismo y ni siquiera vale la pena discutir si tal director supo aprovechar el tiempo en favor del relato o si tal otro se dedicó a perderlo de forma irremediable. Lo que importa es la percepción, el vínculo que cada espectador consiga establecer (o no) con la obra. Ahí radica lo vital de cualquier película.
Pero ocurre que a veces la duración también puede llegar a convertirse en un desafío que llega incluso al orden de lo físico. Tal vez no en el caso de El irlandés, o de clásicos como Lo que el viento se llevó (1939) o Cleopatra (1963), que apenas acarician las cuatro horas. Nos referimos a películas largas de verdad, esas que cuando las vas a ver en el barrio te recomiendan llevar un fibrón para volver a marcar el lugar en el que alguna vez hubo una raya.
Películas más grandes que la vida
Hay directores que utilizaron el recurso de apoderarse del tiempo para abordar desde el documental historias larger than life. Es el caso de Shoah (1985, 9 horas, 26 minutos), en el que Claude Lanzmann retrató a los sobrevivientes de los campos de exterminio del nazismo. O el de Out 1, noli me tangere (1971, 12 horas, 9 minutos), donde el francés Jacques Rivette registra en directo junto a Suzane Schiffman los turbulentos acontecimientos del Mayo Francés. También integra esta categoría la francesa Cómo Yukong movió las montañas (1972, 12 horas, 43 minutos), de Joris y Marceline Ivens, quienes dan cuenta de los últimos días de la Revolución Cultural China. Y no puede dejar de mencionarse a The Journey (1987, 14 horas, 33 minutos), del británico Peter Watkins, una mirada sobre el impacto global de la carrera armamentista, realizado sobre el final de la Guerra Fría.
Narrar sin prisa
Al contrario de las salas comerciales, donde impera la lógica del mercado y la oferta se reduce (cada vez más) a las tres o cuatro películas que venden más entradas, los festivales son la plataforma ideal para que los espectadores se atrevan a experimentar con lo diferente. Y a la vez, un espacio seguro para que los artistas interesados en trabajar con formas infrecuentes del relato puedan explayarse a sus anchas, sin temor a que nadie les reclame a la salida la devolución del dinero. Las películas de largo aliento son frecuentes en este tipo de eventos y existen cineastas que han basado su obra en esa búsqueda.
Uno de los más aclamados en el circuito de festivales durante las primeras décadas del siglo XXI es el filipino Lav Díaz. En sus películas, siempre rodadas en blanco y negro, este director aborda la historia y la cultura de su país con relatos en los que lo mítico tiende a fundirse con lo real. Y para ello se toma su tiempo. Tanto, que rara vez sus películas duran menos de cuatro horas. Sus trabajos más extensos son Evolución de una familia filipina (2004, 10 horas, 25 minutos), Jeremías-Libro uno: la leyenda de la princesa lagarto (2006, 8 horas, 39 minutos) y Muerte en la tierra de Encantos (2007, 9 horas, 4 minutos).
Imposible no mencionar acá el nombre del argentino Mariano Llinás, quien en buena parte de su rica pero breve filmografía como director ha conseguido poner grandes extensiones de tiempo al servicio de la narración. Lo prueban su segunda película, Historias extraordinarias (2008, 4 horas, 5 minutos), y sobre todo la tercera, la épica La Flor (14 horas), ganadora del Bafici 2018. Pero sin dudas el maestro en el arte de abordar enormes superficies temporales en el cine es el documentalista chino Wang Bing. Gran observador de la realidad de su país, Bing no duda en prolongar sus películas hasta donde las historias que se propone registrar lo demanden. Sus trabajos más largos son Almas muertas (2018, 8 horas, 15 minutos), A Journal of Crude Oil (2008, 14 horas) y 15 horas (2017), documental de título explícito realizado en una sola toma, en la que registra el trabajo de 300 mil migrantes en una fábrica china.
Hechiceros del tiempo
Ver una película de 15 horas en un festival puede parecerse a un paseo cinematográfico cuando se entra en el territorio del cine experimental. Para sus cultores, el tiempo ya no es una unidad para medir la realidad, sino para deformarla. Es lo que ocurre cuando un espectador se atreve a exponerse a la experiencia de películas que superan las 24 horas. Eso dura The Clock (2010), de Peter Marklay, un collage con escenas de distintas películas que tienen en común la presencia de un reloj. Montaje mediante, Marklay ordenó esos recortes de modo tal que los relojes dan cuenta del paso de un día completo, desde las cero a las 24 horas. Una horas más demanda la proyección de **** (1967), film emblemático del mítico Andy Warhol.
Dos son los días que dura La película sin sentido más larga del mundo (1970, Vincent Patoulliard). Como su nombre lo indica, este film consiste en el montaje aleatorio de materiales de distinta procedencia recolectados por el director. Varios pasos más allá está La cura para el insomnio (1987, John Henry Timmis IV), cuya duración alcanza las 87 horas. Supuestamente creada para tratar el insomnio en pacientes psiquiátricos, esta película tiene como protagonista al poeta L. D. Groban, quien lee a cámara un poema propio de 4080 páginas. A dicho registro se le intercalan fragmentos de películas condicionadas y videoclips de heavy metal. Matrjoshcka (2006), de Karin Hoerler, es ocho horas más larga: casi cuatro días. Una película muda cuyas imágenes pasan tan lentas que los cambios son apenas perceptibles.
Semanas (y semanas) de película
En 2004 el artista chino disidente Ai Weiwei presentó Beijing 2003 (150 horas, casi una semana). Compuesta por imágenes tomadas desde un auto en movimiento, el film busca mostrar de manera objetiva a la gente y los espacios de la capital de su país. Por su lado, Modern Times Forever (2011), realizada por el grupo danés Superflex, registra el progresivo deterioro de la sede de la empresa papelera finesa Stora Enso, edificio emblemático de Helsinki. El film dura diez días (240 horas) y sólo fue proyectado una vez junto con la construcción que sus escenas retratan.
Se supone que a fin de este año el cineasta sueco Anders Weberg tendrá listo su último trabajo y opus magnum Ambiancé, cuya duración final será de un mes (720 horas). Para ir calmando la ansiedad de los fans, Weberg ya lanzó un teaser de 72 minutos y dos trailers: uno de 7 horas 20 minutos y otro de 72 horas. En ellos se muestra una escena rodada en la misma playa en la que Ingmar Bergman filmó el famoso partido de ajedrez entre la muerte y un caballero medieval en El séptimo sello (1957).
Pero la medalla de oro a la película más larga de la historia se la lleva Logistics (2012), de los también suecos Daniel Andersson y Erika Magnusson. Como ocurre en “Del rigor de la ciencia”, el cuento en el que Borges describe un mapa que tiene la misma extensión que el territorio que representa, este film registra, sin cortes ni elipsis, el tiempo real que insume el recorrido de un producto desde su manufactura en una fábrica china, hasta su venta en un negocio minorista de Estocolmo. Esto es: 857 horas (35 días y 17 horas). Para tener una idea de su colosal dimensión, podría pensarse que si se tratara de una película filmada en 35 milímetros, Logistics demandaría unos 2570 rollos de película, cuyas latas apiladas alcanzarían una altura de casi 130 metros. Algo así como dos obeliscos, uno arriba del otro.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
Uno de los efectos más notorios que ha provocado este aislamiento en las personas ha sido justamente la distorsión de los espacios temporales. Lo saben bien aquellos que han podido continuar con sus trabajos habituales de manera remota, por ejemplo, para quienes la frontera entre el tiempo laboral y el ocio se ha vuelto ingobernable. Así, un día puede convertirse en una carga eterna y el siguiente pasar como si nada, ligero como un fantasma. El tiempo se convirtió en plastilina.
Relatos sobre el tiempo
Entre las artes narrativas, el cine es aquella que se desarrolla sobre el tiempo y las películas sirven para comprobar el carácter relativo de su percepción. A tales efectos vale recordar que cuando a fines de 2019 se estrenó El irlandés, último trabajo de Martin Scorsese (puede verse por Netflix), no pocos espectadores juzgaron excesivas sus tres horas 29 minutos. Pero resulta que las más de tres horas de Avengers: Endgame, estrenada unos meses antes, se les pasaron volando a muchos de esos mismos espectadores. El ejemplo también funciona a la inversa.
Es cierto que la duración de una película produce un efecto aun antes de verla: nadie se predispone de la misma manera para ver una de 90 minutos, que otra de más de dos horas y media. Pero la duración no es un defecto ni un mérito en sí mismo y ni siquiera vale la pena discutir si tal director supo aprovechar el tiempo en favor del relato o si tal otro se dedicó a perderlo de forma irremediable. Lo que importa es la percepción, el vínculo que cada espectador consiga establecer (o no) con la obra. Ahí radica lo vital de cualquier película.
Pero ocurre que a veces la duración también puede llegar a convertirse en un desafío que llega incluso al orden de lo físico. Tal vez no en el caso de El irlandés, o de clásicos como Lo que el viento se llevó (1939) o Cleopatra (1963), que apenas acarician las cuatro horas. Nos referimos a películas largas de verdad, esas que cuando las vas a ver en el barrio te recomiendan llevar un fibrón para volver a marcar el lugar en el que alguna vez hubo una raya.
Películas más grandes que la vida
Hay directores que utilizaron el recurso de apoderarse del tiempo para abordar desde el documental historias larger than life. Es el caso de Shoah (1985, 9 horas, 26 minutos), en el que Claude Lanzmann retrató a los sobrevivientes de los campos de exterminio del nazismo. O el de Out 1, noli me tangere (1971, 12 horas, 9 minutos), donde el francés Jacques Rivette registra en directo junto a Suzane Schiffman los turbulentos acontecimientos del Mayo Francés. También integra esta categoría la francesa Cómo Yukong movió las montañas (1972, 12 horas, 43 minutos), de Joris y Marceline Ivens, quienes dan cuenta de los últimos días de la Revolución Cultural China. Y no puede dejar de mencionarse a The Journey (1987, 14 horas, 33 minutos), del británico Peter Watkins, una mirada sobre el impacto global de la carrera armamentista, realizado sobre el final de la Guerra Fría.
Narrar sin prisa
Al contrario de las salas comerciales, donde impera la lógica del mercado y la oferta se reduce (cada vez más) a las tres o cuatro películas que venden más entradas, los festivales son la plataforma ideal para que los espectadores se atrevan a experimentar con lo diferente. Y a la vez, un espacio seguro para que los artistas interesados en trabajar con formas infrecuentes del relato puedan explayarse a sus anchas, sin temor a que nadie les reclame a la salida la devolución del dinero. Las películas de largo aliento son frecuentes en este tipo de eventos y existen cineastas que han basado su obra en esa búsqueda.
Uno de los más aclamados en el circuito de festivales durante las primeras décadas del siglo XXI es el filipino Lav Díaz. En sus películas, siempre rodadas en blanco y negro, este director aborda la historia y la cultura de su país con relatos en los que lo mítico tiende a fundirse con lo real. Y para ello se toma su tiempo. Tanto, que rara vez sus películas duran menos de cuatro horas. Sus trabajos más extensos son Evolución de una familia filipina (2004, 10 horas, 25 minutos), Jeremías-Libro uno: la leyenda de la princesa lagarto (2006, 8 horas, 39 minutos) y Muerte en la tierra de Encantos (2007, 9 horas, 4 minutos).
Imposible no mencionar acá el nombre del argentino Mariano Llinás, quien en buena parte de su rica pero breve filmografía como director ha conseguido poner grandes extensiones de tiempo al servicio de la narración. Lo prueban su segunda película, Historias extraordinarias (2008, 4 horas, 5 minutos), y sobre todo la tercera, la épica La Flor (14 horas), ganadora del Bafici 2018. Pero sin dudas el maestro en el arte de abordar enormes superficies temporales en el cine es el documentalista chino Wang Bing. Gran observador de la realidad de su país, Bing no duda en prolongar sus películas hasta donde las historias que se propone registrar lo demanden. Sus trabajos más largos son Almas muertas (2018, 8 horas, 15 minutos), A Journal of Crude Oil (2008, 14 horas) y 15 horas (2017), documental de título explícito realizado en una sola toma, en la que registra el trabajo de 300 mil migrantes en una fábrica china.
Hechiceros del tiempo
Ver una película de 15 horas en un festival puede parecerse a un paseo cinematográfico cuando se entra en el territorio del cine experimental. Para sus cultores, el tiempo ya no es una unidad para medir la realidad, sino para deformarla. Es lo que ocurre cuando un espectador se atreve a exponerse a la experiencia de películas que superan las 24 horas. Eso dura The Clock (2010), de Peter Marklay, un collage con escenas de distintas películas que tienen en común la presencia de un reloj. Montaje mediante, Marklay ordenó esos recortes de modo tal que los relojes dan cuenta del paso de un día completo, desde las cero a las 24 horas. Una horas más demanda la proyección de **** (1967), film emblemático del mítico Andy Warhol.
Dos son los días que dura La película sin sentido más larga del mundo (1970, Vincent Patoulliard). Como su nombre lo indica, este film consiste en el montaje aleatorio de materiales de distinta procedencia recolectados por el director. Varios pasos más allá está La cura para el insomnio (1987, John Henry Timmis IV), cuya duración alcanza las 87 horas. Supuestamente creada para tratar el insomnio en pacientes psiquiátricos, esta película tiene como protagonista al poeta L. D. Groban, quien lee a cámara un poema propio de 4080 páginas. A dicho registro se le intercalan fragmentos de películas condicionadas y videoclips de heavy metal. Matrjoshcka (2006), de Karin Hoerler, es ocho horas más larga: casi cuatro días. Una película muda cuyas imágenes pasan tan lentas que los cambios son apenas perceptibles.
Semanas (y semanas) de película
En 2004 el artista chino disidente Ai Weiwei presentó Beijing 2003 (150 horas, casi una semana). Compuesta por imágenes tomadas desde un auto en movimiento, el film busca mostrar de manera objetiva a la gente y los espacios de la capital de su país. Por su lado, Modern Times Forever (2011), realizada por el grupo danés Superflex, registra el progresivo deterioro de la sede de la empresa papelera finesa Stora Enso, edificio emblemático de Helsinki. El film dura diez días (240 horas) y sólo fue proyectado una vez junto con la construcción que sus escenas retratan.
Se supone que a fin de este año el cineasta sueco Anders Weberg tendrá listo su último trabajo y opus magnum Ambiancé, cuya duración final será de un mes (720 horas). Para ir calmando la ansiedad de los fans, Weberg ya lanzó un teaser de 72 minutos y dos trailers: uno de 7 horas 20 minutos y otro de 72 horas. En ellos se muestra una escena rodada en la misma playa en la que Ingmar Bergman filmó el famoso partido de ajedrez entre la muerte y un caballero medieval en El séptimo sello (1957).
Pero la medalla de oro a la película más larga de la historia se la lleva Logistics (2012), de los también suecos Daniel Andersson y Erika Magnusson. Como ocurre en “Del rigor de la ciencia”, el cuento en el que Borges describe un mapa que tiene la misma extensión que el territorio que representa, este film registra, sin cortes ni elipsis, el tiempo real que insume el recorrido de un producto desde su manufactura en una fábrica china, hasta su venta en un negocio minorista de Estocolmo. Esto es: 857 horas (35 días y 17 horas). Para tener una idea de su colosal dimensión, podría pensarse que si se tratara de una película filmada en 35 milímetros, Logistics demandaría unos 2570 rollos de película, cuyas latas apiladas alcanzarían una altura de casi 130 metros. Algo así como dos obeliscos, uno arriba del otro.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
viernes, 24 de abril de 2020
CINE - "Tres días en Quiberón" (3 Tage in Quiberon), de Emily Atef: Romy Schneider, claroscuros de un mito
El de Romy Schneider era uno de los nombres más famosos del mundo en los ’60 y ‘70. Una de las actrices más importantes del cine europeo, había mantenido un romance intenso con Alain Delon y tanto en Austria (donde había nacido) como en Alemania, donde comenzó su carrera, era venerada por su papel de Sissi, la emperatriz adolescente, en una trilogía que hizo furor a fines de la década de 1950. Pero también despertó el resentimiento de sus fanáticos germano parlantes al radicarse en Francia, donde desarrolló lo mejor de su obra. Trabajó a las órdenes de directores como Otto Preminger, Orson Welles, Luchino Visconti, Henri-George Clouzot, Claude Chabrol y Costa-Gavras entre otros. Y si bien parecía tenerlo todo, Schneider era en realidad una mujer frágil y torturada, a quien la esperaba un destino tristísimo. Sobre los claroscuros de su biografía trabaja la película Tres días en Quiberón, estrenada en la Berlinale 2018 y que retrata a la actriz durante su breve estadía en una clínica de desintoxicación en la Bretaña francesa.
Escrito y dirigido por la cineasta alemana Emily Atef, el film está basado en una extensa entrevista a Schneider que publicó la revista alemana Stern en 1981, justo un año antes de su muerte, realizada durante su estadía en el mencionado centro de salud. La actriz de La piscina (1969) se había recluido ahí para tratar de resolver su mala relación con el alcohol, los fármacos y, sobre todo, para hacerle frente a la tristeza. Estaba a punto de separarse de su segundo marido, con quien tenía una hija pequeña, y su hijo mayor, David, de 14 años, desde el suicidio de su padre prefería vivir con sus abuelos antes que con ella. Para exponer la endeble situación emocional de Schneider la película se vale del vínculo con una vieja amiga, que la visita durante su internación y en quién se apoya para acudir al encuentro con el periodista.
El nudo dramático se desarrolla durante la entrevista, un campo de batalla en donde el entrevistador no duda en manipular a la entrevistada, aprovechándose de sus debilidades. Atef consigue que el tironeo se convierta en un atractivo juego de ajedrez emocional y en un espacio catártico en el que la actriz acaba desbordando, abrumada por los dolorosos acontecimientos de su vida privada. Buena parte de esa efectividad radica en el trabajo de la alemana Marie Bräumer, de notable parecido físico con Schneider, quien interpreta con precisión la personalidad bipolar de la actriz durante esos días. La directora también acierta al escoger para su relato un blanco y negro que también se inspira en las fotos publicadas junto a aquella entrevista, tomadas por un fotógrafo con quién Schneider mantuvo una breve relación. Tres días en Quiberón logra mostrar el lado humano de un mito, pero también le apunta al corazón del espectador, quien sabe que los últimos planos de la película, que muestran a la protagonista feliz y en familia, son engañosos, ya que en la realidad inmediata no la aguardaba el mejor de los desenlaces.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Escrito y dirigido por la cineasta alemana Emily Atef, el film está basado en una extensa entrevista a Schneider que publicó la revista alemana Stern en 1981, justo un año antes de su muerte, realizada durante su estadía en el mencionado centro de salud. La actriz de La piscina (1969) se había recluido ahí para tratar de resolver su mala relación con el alcohol, los fármacos y, sobre todo, para hacerle frente a la tristeza. Estaba a punto de separarse de su segundo marido, con quien tenía una hija pequeña, y su hijo mayor, David, de 14 años, desde el suicidio de su padre prefería vivir con sus abuelos antes que con ella. Para exponer la endeble situación emocional de Schneider la película se vale del vínculo con una vieja amiga, que la visita durante su internación y en quién se apoya para acudir al encuentro con el periodista.
El nudo dramático se desarrolla durante la entrevista, un campo de batalla en donde el entrevistador no duda en manipular a la entrevistada, aprovechándose de sus debilidades. Atef consigue que el tironeo se convierta en un atractivo juego de ajedrez emocional y en un espacio catártico en el que la actriz acaba desbordando, abrumada por los dolorosos acontecimientos de su vida privada. Buena parte de esa efectividad radica en el trabajo de la alemana Marie Bräumer, de notable parecido físico con Schneider, quien interpreta con precisión la personalidad bipolar de la actriz durante esos días. La directora también acierta al escoger para su relato un blanco y negro que también se inspira en las fotos publicadas junto a aquella entrevista, tomadas por un fotógrafo con quién Schneider mantuvo una breve relación. Tres días en Quiberón logra mostrar el lado humano de un mito, pero también le apunta al corazón del espectador, quien sabe que los últimos planos de la película, que muestran a la protagonista feliz y en familia, son engañosos, ya que en la realidad inmediata no la aguardaba el mejor de los desenlaces.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
domingo, 19 de abril de 2020
ARTE - Cuadros de pogos para sobrevivir a la nostalgia del contacto físico
El punto de vista puede cambiar por completo la forma en que se valora una idea, se entiende una situación o se desarrollan los vínculos con los demás. Es la famosa “cuestión de perspectiva”. Un acantilado puede ser alto o profundo, según se lo mire desde arriba o desde abajo. Una persona a la que se respeta puede convertirse en infame; solo hace falta que abra la boca para decir algo inesperadamente desagradable. De la misma forma, la extrema cercanía con un centenar de cuerpos puede provocar rechazo o nostalgia, dependiendo de si uno está viajando en el transporte público en hora pico, o aislado en su propia casa desde hace un mes por culpa de una gripe patotera.
El encierro y el distanciamiento social han cambiado el punto de vista en muchas cuestiones, provocando que un gesto cotidiano como el contacto con los otros se vuelva de golpe un paraíso perdido. No importa si cuando todo esto termine, trenes, subtes y colectivos vuelven a convertirse en el infierno habitual: hoy estamos ávidos del roce con la gente y con gusto cambiaríamos diez días de encierro por meternos dos minutos en un scrum con los All Blacks. Pero no es la intención de este espacio darle manija a la cabeza de nadie. Más bien lo contrario: se trata de proponerle al lector un placebo. Y la obra del artista plástico estadounidense Dan Witz puede resultar oportuna para aplacar esa ansiedad de volver a sentirse pueblo.
Nacido en 1957, Witz se formó como street artista en su Chicago natal, durante los revulsivos años ’70. Fue en el agite del seminal movimiento punk donde comenzó a perfilar su mirada del mundo. Sería en ese mismo ecosistema juvenil donde, años después (muchos; más de 30), encontraría la inspiración para realizar una serie de cuadros en los que retrata escenas multitudinarias. Pero a Witz no le interesa cualquier multitud, sino que tiene sus obsesiones y a ellas ha regresado cuadro tras cuadro. Son las orgías, las pistas abarrotadas de las discotecas y sobre todo los pogos que tienen lugar en los recitales de la escena hardcore, los frondosos paisajes humanos que le dan forma a su obra.
Realizados bajo una estética híper realista, sus trabajos registran estas escenas con pretensión casi fotográfica, encapsulando en ellas la intensidad del instante. Con excepción de aquellos donde retrata orgías –en los que evita registrar las expresiones de los rostros para concentrarse en la trama humana que conforman los cuerpos amontonados—, sus cuadros buscan no solo transmitir la explosión de energía que tiene lugar en los pubs y locales bailables, sino plasmar el desborde emocional que ahí se produce, valiéndose de la elocuencia de los gestos. En una época signada por la imposición de la distancia física, vaciada de sus espacios de expresión colectiva, los cuadros de Witz se convirtieron de un día para otro en el inesperado registro de un pasado que en apenas 30 días ya se percibe distante.
El alto impacto de las imágenes radica en el carácter de verdad que les impone el extremo naturalismo con el que fueron pintadas al óleo por Witz. El trabajo con la luz es impecable pero con un aire artificial, como si las escenas realmente hubieran sido iluminadas con un golpe de flash fotográfico. Al mismo tiempo, quienes hayan participado alguna vez de un pogo (o mosh, como se conoce a esta danza salvaje en la mayor parte del mundo) podrán percibir la forma natural en la que el artista logra plasmar la convivencia extrañamente armoniosa que surge entre esas 30, 40 o 100 personas que se empujan, se tironean y se golpean con belicosa alegría. Aunque en el mundo real los pogos no siempre respetan la regla tácita de hermandad, Witz parece haber elegido para sus cuadros la mejor versión. Una donde todos se ven plenos, justamente porque están juntos y son libres: de saltar, de amontonarse, de estampar el propio cuerpo contra los demás, creando un caos físico donde lo que se anhela es entablar el contacto humano de la forma más visceral posible.
Todo eso está presente en los cuadros pintados por Witz, cuyas escenas fueron utilizadas por la firma francesa de alta costura Christian Dior para estampar las telas con las que se confeccionó su colección de moda 2017-2018. Las obras del artista pueden disfrutarse en su página personal, www.danwitz.com. Sugerencia: ideal para visitar escuchando de fondo algún disco de Cro-Mags, Agnostic Front o Minor Threat.
Y a no aflojar: ya volveremos y seremos pogo.
Artículo publicado en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
El encierro y el distanciamiento social han cambiado el punto de vista en muchas cuestiones, provocando que un gesto cotidiano como el contacto con los otros se vuelva de golpe un paraíso perdido. No importa si cuando todo esto termine, trenes, subtes y colectivos vuelven a convertirse en el infierno habitual: hoy estamos ávidos del roce con la gente y con gusto cambiaríamos diez días de encierro por meternos dos minutos en un scrum con los All Blacks. Pero no es la intención de este espacio darle manija a la cabeza de nadie. Más bien lo contrario: se trata de proponerle al lector un placebo. Y la obra del artista plástico estadounidense Dan Witz puede resultar oportuna para aplacar esa ansiedad de volver a sentirse pueblo.
Nacido en 1957, Witz se formó como street artista en su Chicago natal, durante los revulsivos años ’70. Fue en el agite del seminal movimiento punk donde comenzó a perfilar su mirada del mundo. Sería en ese mismo ecosistema juvenil donde, años después (muchos; más de 30), encontraría la inspiración para realizar una serie de cuadros en los que retrata escenas multitudinarias. Pero a Witz no le interesa cualquier multitud, sino que tiene sus obsesiones y a ellas ha regresado cuadro tras cuadro. Son las orgías, las pistas abarrotadas de las discotecas y sobre todo los pogos que tienen lugar en los recitales de la escena hardcore, los frondosos paisajes humanos que le dan forma a su obra.
Realizados bajo una estética híper realista, sus trabajos registran estas escenas con pretensión casi fotográfica, encapsulando en ellas la intensidad del instante. Con excepción de aquellos donde retrata orgías –en los que evita registrar las expresiones de los rostros para concentrarse en la trama humana que conforman los cuerpos amontonados—, sus cuadros buscan no solo transmitir la explosión de energía que tiene lugar en los pubs y locales bailables, sino plasmar el desborde emocional que ahí se produce, valiéndose de la elocuencia de los gestos. En una época signada por la imposición de la distancia física, vaciada de sus espacios de expresión colectiva, los cuadros de Witz se convirtieron de un día para otro en el inesperado registro de un pasado que en apenas 30 días ya se percibe distante.
El alto impacto de las imágenes radica en el carácter de verdad que les impone el extremo naturalismo con el que fueron pintadas al óleo por Witz. El trabajo con la luz es impecable pero con un aire artificial, como si las escenas realmente hubieran sido iluminadas con un golpe de flash fotográfico. Al mismo tiempo, quienes hayan participado alguna vez de un pogo (o mosh, como se conoce a esta danza salvaje en la mayor parte del mundo) podrán percibir la forma natural en la que el artista logra plasmar la convivencia extrañamente armoniosa que surge entre esas 30, 40 o 100 personas que se empujan, se tironean y se golpean con belicosa alegría. Aunque en el mundo real los pogos no siempre respetan la regla tácita de hermandad, Witz parece haber elegido para sus cuadros la mejor versión. Una donde todos se ven plenos, justamente porque están juntos y son libres: de saltar, de amontonarse, de estampar el propio cuerpo contra los demás, creando un caos físico donde lo que se anhela es entablar el contacto humano de la forma más visceral posible.
Todo eso está presente en los cuadros pintados por Witz, cuyas escenas fueron utilizadas por la firma francesa de alta costura Christian Dior para estampar las telas con las que se confeccionó su colección de moda 2017-2018. Las obras del artista pueden disfrutarse en su página personal, www.danwitz.com. Sugerencia: ideal para visitar escuchando de fondo algún disco de Cro-Mags, Agnostic Front o Minor Threat.
Y a no aflojar: ya volveremos y seremos pogo.
Artículo publicado en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
sábado, 18 de abril de 2020
SERIES - "ZeroZeroZero" en Amazon Prime Video: Entre mafiosos y narcos
Dentro de la oferta de novedades que trajo marzo en materia series se encuentra ZeroZeroZero (ZZZ), clásico exponente del realismo sucio y el narcopolicial que tuvo su estreno a través de la plataforma Amazon Prime Video. En sus ocho capítulos aborda, desde tres ángulos distintos, la ruta internacional de la cocaína y la turbia relación entre un cártel mexicano y la mafia calabresa. Exhibida por primera vez durante el último Festival de Venecia, ZZZ no escatima en crudeza ni en sordidez en busca de retratar con detalle ambos universos, consiguiendo un nivel de verosimilitud impactante que la convierte prácticamente en un cuento de terror social. Claro que en eso también tiene mucho que ver, todo sea dicho, el alto grado de explicitud presente en el relato, que tampoco se ahorra nada en materia de morbo y violencia gráfica
La serie está basada en la novela CeroCeroCero del bestseller napolitano Roberto Saviano, autor de trabajos emblemáticos en materia exponer el funcionamiento de las estructuras mafiosas en el sur de su país. Igual que ocurre con otros de sus libros, como Gomorra o La banda de los niños, los personajes de CeroCeroCero, publicada acá por Anagrama, también son ficticios. Aunque en su construcción incluye detalles que los vinculan a personajes reales.
Es por eso que, sin nombrarlos, los grupos delictivos que aparecen en la novela (y la serie) remiten a la ‘Ndrangheta, la sociedad secreta que controla el crimen organizado en Calabria, equivalente a las más famosas Cosa Nostra siciliana y la Camorra de Nápoles. Lo mismo ocurre con el Cártel de los Zetas, el más sanguinario de todos los que atormentan a la sociedad mexicana, cuya división dio lugar a la guerra de cárteles que tienen bajo fuego al estado de Nuevo León, al noroeste de ese país. Ambas líneas tienen como protagonistas a los líderes de las versiones ficticias de estas organizaciones.
El primer capítulo de ZZZ plantea el disparador del relato. Para mantener su poder y evitar una guerra interna, Don Minu, capo de la mafia calabresa, decide comprar cinco toneladas de cocaína para distribuir entre las famiglias y así recuperar la confianza de quienes se volvieron contra él. Al otro lado del Atlántico, el ejército mexicano sostiene su “guerra” contra el narco, pero el líder de su más eficiente grupo de élite es también informante del cártel.
La cosa se complica por partida doble. Por un lado el soldado y sus hombres deciden directamente cambiar de bando, para volverse el brazo más sanguinario del narco. Una referencia directa a la figura de Arturo Guzmán Decena, militar mexicano que a fines de los ‘90 se convirtió en uno de los líderes de Los Zetas y fue muerto en un enfrentamiento armado en 2002. Al mismo tiempo Stefano, nieto de Don Minu, decide traicionar a su nono, haciendo todo lo posible para que el cargamento de coca no llegue a Italia.
Ahí entra la tercera pata del relato. Los Lynwood son dueños de una compañía naviera estadounidense, quienes obtienen su principal ingreso de intermediar entre narcos y mafiosos. Sin ellos no hay negocio y es a partir del lugar que ocupan en la intriga que ZZZ se convierte también en un thriller global, cuyas ramificaciones exponen los alcances y el impacto que el tráfico de drogas, principalmente el de cocaína, tiene en la economía mundial.
El hombre detrás de ZZZ es el italiano Stefano Sollima, reconocido por otros proyectos vinculados a historias de mafia (las series Suburra (Netflix) o nuevamente Gomorra), o de narcos, como director de la película Sicario 2 (2018). Como en esta última, puede decirse que ZZZ por momentos cae en la estilización de la miseria y la violencia que se dan en las clases bajas, un clásico de los productos latinoamericanos for export. Algo que ocurre sobre todo en los primeros dos capítulos, dirigidos por el propio Sollima. Los seis restantes estuvieron a cargo del danés Janus Metz y de Pablo Trapero. El argentino dirigió los tres últimos, asumiendo la responsabilidad de cerrar la historia.
Es cierto que ZZZ no puede evitar lugares comunes, como filmar a México con esos naranjas saturados que son ideales para subrayar la sordidez. Pero también muestra buen pulso para mantener alta la tensión, además de un gran manejo de la acción y la violencia, aunque es en ese último terreno en donde a veces se excede en el grado de lo que se decide dejar en pantalla. El detalle inesperado: la banda sonora, compuesta por la banda escocesa de culto Mogwai, que siempre acierta en los tonos que permiten crear el clima propicio para cada secuencia.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
La serie está basada en la novela CeroCeroCero del bestseller napolitano Roberto Saviano, autor de trabajos emblemáticos en materia exponer el funcionamiento de las estructuras mafiosas en el sur de su país. Igual que ocurre con otros de sus libros, como Gomorra o La banda de los niños, los personajes de CeroCeroCero, publicada acá por Anagrama, también son ficticios. Aunque en su construcción incluye detalles que los vinculan a personajes reales.
Es por eso que, sin nombrarlos, los grupos delictivos que aparecen en la novela (y la serie) remiten a la ‘Ndrangheta, la sociedad secreta que controla el crimen organizado en Calabria, equivalente a las más famosas Cosa Nostra siciliana y la Camorra de Nápoles. Lo mismo ocurre con el Cártel de los Zetas, el más sanguinario de todos los que atormentan a la sociedad mexicana, cuya división dio lugar a la guerra de cárteles que tienen bajo fuego al estado de Nuevo León, al noroeste de ese país. Ambas líneas tienen como protagonistas a los líderes de las versiones ficticias de estas organizaciones.
El primer capítulo de ZZZ plantea el disparador del relato. Para mantener su poder y evitar una guerra interna, Don Minu, capo de la mafia calabresa, decide comprar cinco toneladas de cocaína para distribuir entre las famiglias y así recuperar la confianza de quienes se volvieron contra él. Al otro lado del Atlántico, el ejército mexicano sostiene su “guerra” contra el narco, pero el líder de su más eficiente grupo de élite es también informante del cártel.
La cosa se complica por partida doble. Por un lado el soldado y sus hombres deciden directamente cambiar de bando, para volverse el brazo más sanguinario del narco. Una referencia directa a la figura de Arturo Guzmán Decena, militar mexicano que a fines de los ‘90 se convirtió en uno de los líderes de Los Zetas y fue muerto en un enfrentamiento armado en 2002. Al mismo tiempo Stefano, nieto de Don Minu, decide traicionar a su nono, haciendo todo lo posible para que el cargamento de coca no llegue a Italia.
Ahí entra la tercera pata del relato. Los Lynwood son dueños de una compañía naviera estadounidense, quienes obtienen su principal ingreso de intermediar entre narcos y mafiosos. Sin ellos no hay negocio y es a partir del lugar que ocupan en la intriga que ZZZ se convierte también en un thriller global, cuyas ramificaciones exponen los alcances y el impacto que el tráfico de drogas, principalmente el de cocaína, tiene en la economía mundial.
El hombre detrás de ZZZ es el italiano Stefano Sollima, reconocido por otros proyectos vinculados a historias de mafia (las series Suburra (Netflix) o nuevamente Gomorra), o de narcos, como director de la película Sicario 2 (2018). Como en esta última, puede decirse que ZZZ por momentos cae en la estilización de la miseria y la violencia que se dan en las clases bajas, un clásico de los productos latinoamericanos for export. Algo que ocurre sobre todo en los primeros dos capítulos, dirigidos por el propio Sollima. Los seis restantes estuvieron a cargo del danés Janus Metz y de Pablo Trapero. El argentino dirigió los tres últimos, asumiendo la responsabilidad de cerrar la historia.
Es cierto que ZZZ no puede evitar lugares comunes, como filmar a México con esos naranjas saturados que son ideales para subrayar la sordidez. Pero también muestra buen pulso para mantener alta la tensión, además de un gran manejo de la acción y la violencia, aunque es en ese último terreno en donde a veces se excede en el grado de lo que se decide dejar en pantalla. El detalle inesperado: la banda sonora, compuesta por la banda escocesa de culto Mogwai, que siempre acierta en los tonos que permiten crear el clima propicio para cada secuencia.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 16 de abril de 2020
CINE - Murió el actor Brian Dennehy: Construcción de una cara inolvidable
Uno de los atributos más bellos del cine es su capacidad de convertir en familiares a rostros que de otro modo serían ajenos por completo. No personas, solo sus rostros, que por sus características y gestos se instalan para siempre a fuerza de haberlos visto muchas veces, aunque no siempre se recuerde dónde con exactitud. Suele ocurrir que esas caras estén más unidas al título de una película que a un nombre propio, pero eso no los vuelve menos próximos. En algunos casos vienen acompañados de un cuerpo, aunque solo se los recuerda porque parecen haber sido hechos para completar esos rostros imborrables. El actor Brian Dennehy, muerto hoy a los 81 años en Connecticut, la ciudad en la que nació en 1938, tenía una de esas caras. Su estampa se grabó en la memoria colectiva a fuerza de aparecer en una lista de películas icónicas, casi siempre encarnado personajes secundarios, a los que sin embargo conseguía dotar de una presencia escénica a la altura de los propios protagonistas. Un mérito del que no muchos actores se pueden enorgullecer. Para quienes recuerdan haber disfrutado de su trabajo en la pantalla será inevitable reconocer la moderada tristeza de saber que su muerte ha convertido en pasado a ese rincón de sus memorias.
La misma fue anunciada esta mañana por su hija Elizabeth a través de las redes sociales. Síntoma de los tiempos, en el texto publicado en Twitter la mujer consideró importante aclarar que el fallecimiento de su padre no está vinculado a la pandemia de Covid-19, sino que se debió a causas naturales. “Más grande que la vida, generoso, padre y abuelo orgulloso y devoto, su esposa Jennifer, su familia y muchos amigos lo extrañarán”, concluye el tuit que ofició al mismo tiempo de obituario y anuncio oficial. Atrás queda también una carrera de 43 años en el cine y la televisión de su país, a través de la cual Dennehy se construyó una reputación merecida. Un actor lo suficientemente versátil como para conseguir que sus gestos duros y su enorme metro noventa y uno de estatura pudieran ser puestos tanto al servicio de la creación de personajes nobles, como de otros, signados por la perfidia o la maldad.
Tal vez en el terreno popular su interpretación más emblemática sea la del Sheriff Teasle, el policía que acosa a un ex soldado traumatizado por la Guerra de Vietnam en Rambo (First Blood, 1982), película que le dio origen y representa el punto más alto de la exitosa saga protagonizada por Sylvester Stallone. Después de ese personaje despreciable y abusivo, motor absoluto de la furia del héroe, fue imposible olvidar a Dennehy. Pero el actor ya venía construyendo una carrera sólida desde 1977, trabajando en repartos conducidos por directores de renombre o prestigio, como Richard Lester (Los primeros golpes de Butch Cassidy y Sundance Kid, 1979), Blake Edwards (La chica 10, 1979), Norman Jewison (FIST, 1978), Collin Higgins (Juego Sucio, 1978) o Richard Brooks (Buscando a Mr. Goodbar, 1977). Películas que en varios casos recibieron la atención de alguna nominación a los Oscar, pero ninguna para él. Dennehy nunca integró las ternas de candidatos a los premios de la Academia, aunque en 2001 ganó un Globo de Oro en su única postulación a esos premios. Fue por su rol protagónico en el telefilm Muerte de un viajante, basada en la obra del dramaturgo Henry Miller.
Una relativa popularidad le llegó tras su papel en Rambo. A partir de ahí trabajó en algunas películas fundamentales de los ’80 y los’90. Entre ellas el thriller Gorky Park (1983), compartiendo pantalla con el legendario Lee Marvin, o la recordada Cocoon (Ron Howard, 1985). Fue parte del elenco estelar del western Silverado (1985); del clásico de la televisión ochentosa F/X: Efectos especiales (Robert Mandel, 1986); del policial Se presume inocente (Alan Pakula, 1990), o de Romeo+Julieta (1996), primera película del australiano Baz Luhrmann en Hollywood. Pero además de su sólida faceta como actor de reparto también tuvo un puñado de roles protagónicos, algunos incluso en el terreno del cine de autor. Es el caso de su trabajo en El vientre del arquitecto (1987), de Peter Greenaway. Ya en el siglo XXI se dedicó sobre todo a la televisión, aunque en 2007 tuvo un papel en la animada Ratatouille, uno de los trabajos más exquisitos de los estudios Pixar, donde interpreta a Django, el corpulento padre del ratón cocinero que protagoniza la película. Y en 2015 fue convocado por Terrence Malick para el film Rey de copas. Lo que se dice un modesto y eficaz todo terreno, al que no pocos van a extrañar.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
La misma fue anunciada esta mañana por su hija Elizabeth a través de las redes sociales. Síntoma de los tiempos, en el texto publicado en Twitter la mujer consideró importante aclarar que el fallecimiento de su padre no está vinculado a la pandemia de Covid-19, sino que se debió a causas naturales. “Más grande que la vida, generoso, padre y abuelo orgulloso y devoto, su esposa Jennifer, su familia y muchos amigos lo extrañarán”, concluye el tuit que ofició al mismo tiempo de obituario y anuncio oficial. Atrás queda también una carrera de 43 años en el cine y la televisión de su país, a través de la cual Dennehy se construyó una reputación merecida. Un actor lo suficientemente versátil como para conseguir que sus gestos duros y su enorme metro noventa y uno de estatura pudieran ser puestos tanto al servicio de la creación de personajes nobles, como de otros, signados por la perfidia o la maldad.
Tal vez en el terreno popular su interpretación más emblemática sea la del Sheriff Teasle, el policía que acosa a un ex soldado traumatizado por la Guerra de Vietnam en Rambo (First Blood, 1982), película que le dio origen y representa el punto más alto de la exitosa saga protagonizada por Sylvester Stallone. Después de ese personaje despreciable y abusivo, motor absoluto de la furia del héroe, fue imposible olvidar a Dennehy. Pero el actor ya venía construyendo una carrera sólida desde 1977, trabajando en repartos conducidos por directores de renombre o prestigio, como Richard Lester (Los primeros golpes de Butch Cassidy y Sundance Kid, 1979), Blake Edwards (La chica 10, 1979), Norman Jewison (FIST, 1978), Collin Higgins (Juego Sucio, 1978) o Richard Brooks (Buscando a Mr. Goodbar, 1977). Películas que en varios casos recibieron la atención de alguna nominación a los Oscar, pero ninguna para él. Dennehy nunca integró las ternas de candidatos a los premios de la Academia, aunque en 2001 ganó un Globo de Oro en su única postulación a esos premios. Fue por su rol protagónico en el telefilm Muerte de un viajante, basada en la obra del dramaturgo Henry Miller.
Una relativa popularidad le llegó tras su papel en Rambo. A partir de ahí trabajó en algunas películas fundamentales de los ’80 y los’90. Entre ellas el thriller Gorky Park (1983), compartiendo pantalla con el legendario Lee Marvin, o la recordada Cocoon (Ron Howard, 1985). Fue parte del elenco estelar del western Silverado (1985); del clásico de la televisión ochentosa F/X: Efectos especiales (Robert Mandel, 1986); del policial Se presume inocente (Alan Pakula, 1990), o de Romeo+Julieta (1996), primera película del australiano Baz Luhrmann en Hollywood. Pero además de su sólida faceta como actor de reparto también tuvo un puñado de roles protagónicos, algunos incluso en el terreno del cine de autor. Es el caso de su trabajo en El vientre del arquitecto (1987), de Peter Greenaway. Ya en el siglo XXI se dedicó sobre todo a la televisión, aunque en 2007 tuvo un papel en la animada Ratatouille, uno de los trabajos más exquisitos de los estudios Pixar, donde interpreta a Django, el corpulento padre del ratón cocinero que protagoniza la película. Y en 2015 fue convocado por Terrence Malick para el film Rey de copas. Lo que se dice un modesto y eficaz todo terreno, al que no pocos van a extrañar.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
CINE - "The Grand Bizarre", de Jodie Mack: Una poética textil
La disyuntiva acerca de si el cine es un arte narrativo o un arte plástica, puramente visual, es vieja y puede decirse que, a esta altura, irrelevante. Sin embargo sigue produciendo discusiones apasionadas. “Claro que el cine es un arte visual, pero un arte visual si no tiene una cohesión que produzca un sentido termina siendo Jackson Pollock. Y Jackson Pollock es muy fácil”, le dijo alguna vez a este diario el cineasta mexicano Arturo Ripstein, al ser consultado al respecto. En el rincón opuesto, el galés Peter Greenaway afirmó en otra oportunidad que “la narrativa no existe en el mundo, si no que es creada por el hombre” y que es la mirada la que “tiene que ser entrenada para aprender a encontrarla”. Lo cierto es que el cine puede ser ambas cosas, a veces al mismo tiempo, y en ese punto cada película se plantea a sí misma como un dilema a ser resuelto. La buena noticia es que el cine no es matemática y cada espectador puede encontrar sus propias soluciones a los enigmas que plantea cada proyección. El estreno en la plataforma de streaming Mubi del film experimental The Grand Bizarre, de la directora estadounidense Jodie Mack, se presenta como una buena oportunidad para que cada quién halle por sí mismo un camino a través de una sucesión de imágenes que, en apariencia, no tienen entre sí más que una cohesión basada en lo estrictamente plástico.
Es cierto que hay un punto cero en esa acumulación de imágenes, que en su gran mayoría registran una serie de telas que parece no tener fin. A través sobre todo de la animación cuadro por cuadro, Mack va exponiendo en la pantalla una sucesión de tramas coloridas, a veces a través de planos detalle, que al sucederse a gran velocidad generan un efecto lisérgico que recuerda a los experimentos visuales de la psicodelia. Pero ese recurso también es utilizado sobre diferentes medios de transporte, y así las telas animadas a veces viajan en tren, otras en barco, en el espejo retrovisor de una motito o junto a la escotilla de un avión, a miles de metros sobre la tierra. En otras ocasiones esas escenas tienen lugar utilizando como fondo distintos paisajes que el espectador podrá reconocer como típicos de la India, China, el sudeste asiático o distintas ciudades portuarias occidentales.
Pero las telas viajeras no están solas: muchas veces la directora intercala dentro de su collage en movimiento algunas imágenes que corresponden a otras series. Entre ellas aparecen mapas y globos terráqueos, pentagramas, textos escritos en distintos idiomas y alfabetos, gráficos de manuales de instrucciones e ilustraciones que representan distintas formas de comunicación simbólica. La variedad hace que al principio parezca imposible encontrar aquel sentido del que habla Ripstein y quizás esta vez el único camino para conseguirlo sea permitir que la mirada se encargue de crearlo, como sugiere Greenaway. Así, The Grand Bizarre se abre como un desafío a la capacidad del espectador para apartarse de la necesidad de un patrón narrativo clásico, permitiéndose la libertad de realizar una lectura poética de esa cinemática ruleta de imágenes y texturas.
Esa combinación vertiginosa de productos textiles, medios de transportes, mercados y puertos de todo el mundo permite imaginar una metáfora acerca del comercio y su rol como forma de conectar distintas culturas. La inclusión de los detalles cartográficos subraya esa idea de interconexión global. Al mismo tiempo, el uso de imágenes de distintas lenguas, de las escritas a las sonoras (como la música, a través de los pentagramas), parece recuperar el sentido del comercio como medio de comunicación e incluso como lenguaje con sus propias reglas y símbolos. ¿Y acaso el título de la película, The Grand Bizarre, no remite de forma directa la idea de Gran Bazar, esos enormes mercados de Medio Oriente que de alguna manera representan el origen histórico del comercio?
The Grand Bizarre reafirma además el carácter vital del montaje en la construcción de la identidad del cine como arte con reglas propias, más allá del peso que tengan en él lo narrativo o lo visual. Y es gracias a un destacado trabajo de edición que la película ofrece otras metáforas. Entre ellas la idea de que el cine es siempre un viaje en sí mismo, capaz de llevar consigo al público de paseo por el mundo sin importar ni el tiempo ni las distancias.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Es cierto que hay un punto cero en esa acumulación de imágenes, que en su gran mayoría registran una serie de telas que parece no tener fin. A través sobre todo de la animación cuadro por cuadro, Mack va exponiendo en la pantalla una sucesión de tramas coloridas, a veces a través de planos detalle, que al sucederse a gran velocidad generan un efecto lisérgico que recuerda a los experimentos visuales de la psicodelia. Pero ese recurso también es utilizado sobre diferentes medios de transporte, y así las telas animadas a veces viajan en tren, otras en barco, en el espejo retrovisor de una motito o junto a la escotilla de un avión, a miles de metros sobre la tierra. En otras ocasiones esas escenas tienen lugar utilizando como fondo distintos paisajes que el espectador podrá reconocer como típicos de la India, China, el sudeste asiático o distintas ciudades portuarias occidentales.
Pero las telas viajeras no están solas: muchas veces la directora intercala dentro de su collage en movimiento algunas imágenes que corresponden a otras series. Entre ellas aparecen mapas y globos terráqueos, pentagramas, textos escritos en distintos idiomas y alfabetos, gráficos de manuales de instrucciones e ilustraciones que representan distintas formas de comunicación simbólica. La variedad hace que al principio parezca imposible encontrar aquel sentido del que habla Ripstein y quizás esta vez el único camino para conseguirlo sea permitir que la mirada se encargue de crearlo, como sugiere Greenaway. Así, The Grand Bizarre se abre como un desafío a la capacidad del espectador para apartarse de la necesidad de un patrón narrativo clásico, permitiéndose la libertad de realizar una lectura poética de esa cinemática ruleta de imágenes y texturas.
Esa combinación vertiginosa de productos textiles, medios de transportes, mercados y puertos de todo el mundo permite imaginar una metáfora acerca del comercio y su rol como forma de conectar distintas culturas. La inclusión de los detalles cartográficos subraya esa idea de interconexión global. Al mismo tiempo, el uso de imágenes de distintas lenguas, de las escritas a las sonoras (como la música, a través de los pentagramas), parece recuperar el sentido del comercio como medio de comunicación e incluso como lenguaje con sus propias reglas y símbolos. ¿Y acaso el título de la película, The Grand Bizarre, no remite de forma directa la idea de Gran Bazar, esos enormes mercados de Medio Oriente que de alguna manera representan el origen histórico del comercio?
The Grand Bizarre reafirma además el carácter vital del montaje en la construcción de la identidad del cine como arte con reglas propias, más allá del peso que tengan en él lo narrativo o lo visual. Y es gracias a un destacado trabajo de edición que la película ofrece otras metáforas. Entre ellas la idea de que el cine es siempre un viaje en sí mismo, capaz de llevar consigo al público de paseo por el mundo sin importar ni el tiempo ni las distancias.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
CINE - "Lo habrás imaginado", de Victoria Chaya Miranda: Entre el misterio y la confusión
El recurso de usar al cine para darle visibilidad a distintas problemáticas de orden social no es nuevo. Las películas tienen la capacidad de llegar a mucha gente al mismo tiempo y eso las convierte en una valiosa herramienta de comunicación. Pero se trata de una herramienta de alta complejidad, de precisión, y como tal su uso exitoso demanda de una gran pericia y habilidad para hacer que el mensaje surja de la puesta en escena del relato que lo contiene. Algunos de los problemas que surgen cuando ese ciclo no se cumple de forma virtuosa son los que empantanan las intenciones de Lo habrás imaginado, de la directora Victoria Chaya Miranda, un policial que intenta exponer el drama de la trata y el abuso infantil.
El primer escollo que encuentra la película radica en su dificultad para manejar los elementos básicos del policial, cuya fórmula consiste en mostrar los elementos del relato de un modo oblícuo, de forma tal que algo permanezca oculto para la mirada del espectador, haciendo surgir el misterio. Pero si esos elementos no se muestran con claridad, en lugar de misterio lo que aparece es confusión. Algo de eso lastra las buenas intenciones de Lo habrás imaginado, que se toma más de un tercio de su duración para que el panorama quede planteado, y aún así no pueda evitar varios tornillos flojos en la estructura narrativa.
La trama se centra en algún tipo de organización paraestatal, que se intuye parte de los servicios de inteligencia, con poderosas conexiones con el Poder Judicial. Sus miembros investigan los posibles vínculos entre un candidato a presidente y una fundación de asistencia infantil con sede en la ciudad de Chicago y filiales en Buenos Aires, Paraguay y Bolivia, sospechada de tráficar niños. El director de la fundación a su vez tiene una relación turbia con su sobrina, una mujer insensibilizada que es amiga del líder del grupo de investigaciones. En el medio aparecen fiscales y buchones, femicidios y conflictos sindicales, escenas eróticas y velados emergentes de distintos tipos de violencia, que van sumando a la trama más confusión que complejidad.
Al mismo tiempo se busca dotar a los diálogos del algo parecido al argot de los “servicios”, en su intento fallido por generar una atmósfera de realismo sucio que se desliza hacia lo inverosímil a partir de su propia exageración. Del mismo modo, no son pocas las veces que el guión intenta rellenar los huecos informativos que va dejando la acción, con parlamentos explicativos que también restan en el plano dramático. Poco es lo que puede hacer con eso un elenco de probada experiencia, quedando siempre expuesto a los peligros de un texto excesivamente artificial. En el haber, la banda sonora compuesta por Lula Bertoldi, que trata de aportar a los climas de cada escena siempre desde un lugar inesperado. A veces lo consigue, otras no tanto, pero la audacia merece ser reconocida.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
El primer escollo que encuentra la película radica en su dificultad para manejar los elementos básicos del policial, cuya fórmula consiste en mostrar los elementos del relato de un modo oblícuo, de forma tal que algo permanezca oculto para la mirada del espectador, haciendo surgir el misterio. Pero si esos elementos no se muestran con claridad, en lugar de misterio lo que aparece es confusión. Algo de eso lastra las buenas intenciones de Lo habrás imaginado, que se toma más de un tercio de su duración para que el panorama quede planteado, y aún así no pueda evitar varios tornillos flojos en la estructura narrativa.
La trama se centra en algún tipo de organización paraestatal, que se intuye parte de los servicios de inteligencia, con poderosas conexiones con el Poder Judicial. Sus miembros investigan los posibles vínculos entre un candidato a presidente y una fundación de asistencia infantil con sede en la ciudad de Chicago y filiales en Buenos Aires, Paraguay y Bolivia, sospechada de tráficar niños. El director de la fundación a su vez tiene una relación turbia con su sobrina, una mujer insensibilizada que es amiga del líder del grupo de investigaciones. En el medio aparecen fiscales y buchones, femicidios y conflictos sindicales, escenas eróticas y velados emergentes de distintos tipos de violencia, que van sumando a la trama más confusión que complejidad.
Al mismo tiempo se busca dotar a los diálogos del algo parecido al argot de los “servicios”, en su intento fallido por generar una atmósfera de realismo sucio que se desliza hacia lo inverosímil a partir de su propia exageración. Del mismo modo, no son pocas las veces que el guión intenta rellenar los huecos informativos que va dejando la acción, con parlamentos explicativos que también restan en el plano dramático. Poco es lo que puede hacer con eso un elenco de probada experiencia, quedando siempre expuesto a los peligros de un texto excesivamente artificial. En el haber, la banda sonora compuesta por Lula Bertoldi, que trata de aportar a los climas de cada escena siempre desde un lugar inesperado. A veces lo consigue, otras no tanto, pero la audacia merece ser reconocida.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
domingo, 12 de abril de 2020
DISCOS - Canciones del rock nacional que se entienden mejor en cuarentena
Como aquel personaje de Peter Capussoto para quien todos los temas hablaban de faso, acá una lista de títulos emblemáticos que abordan el encierro, reinterpretados desde el aislamiento.
El mundo se ha vuelto monotemático, un círculo vicioso que empieza y termina siempre en la misma palabra: coronavirus. Todos los canales, las radios y los diarios (incluido este) no hablan de otra cosa, como si ya no importara nada más y el resto de los temas se hubieran convertido en superfluos en menos de lo que contagia un virus. Artículos, entrevistas, memes, videollamadas: todo sobre el coronavirus. Pero no será desde esta página que se tire la primera piedra. Después de todo acá también tenemos lista nuestra propia nota sobre… algo que tenga que ver con el boom del coronavirus. Por ejemplo: canciones de rock nacional que hablen de la experiencia del encierro y puedan servir como espejos, en las que cada uno pueda reconocer el propio hastío ante el confinamiento que todos los ciudadanos están obligados a respetar.
En el ejercicio de encontrar canciones que hablen del encierro, el hombre de los medios pasa por varias etapas. La primera es la desesperanza: no son muchos los títulos que vienen a la mente una vez planteado el eje temático. Apenas algunos versos sueltos, a los que el cronista se aferra como náufrago a La balsa de Litto y Tanguito. Después de todo, aquella canción hablaba de un tipo que estaba “solo y triste acá en este mundo abandonado”, pero invadido por la fantasía de viajar. Por desgracia para él, también está claro que no puede irse caminando (seguramente porque no cuenta con un permiso de circulación) y entonces decide juntar madera para construir una balsa. En ella se irá a navegar solo. Por suerte, no como aquele inconsciente que se subió al Buquebús y contagió a todo el mundo.
Lo anterior nos lleva a la segunda etapa: la pansignificación. Libre de la prisión de los significantes rígidos, el periodista ahora se siente como aquel personaje de Peter Capusotto para quien todas las canciones hablaban de faso, y cree encontrar inequívocas referencias al encierro y al coronavirus en cualquier lado. Fíjense sino en el caso de Helenita, la chica que se cayó en un pozo ciego por caminar por la calle con su novio en lugar de respetar la cuarentena. O el de Pierre, el vitricida, un gordo que se rajó rompiendo el vidrio y ahora anda tosiéndole a la gente y cagándose de risa por ahí, seguramente sin respetar ningún tipo de distanciamiento social. La canción de los Redondos nunca aclara si el gordo Pierre se tapa la boca con el pliegue del codo cada vez que tose.
Así se llega a una etapa final de equilibrio, en la que el reportero por fin encuentra algunas canciones en donde la mención a distintos tipos de encierro es más clara. Como en Ana no duerme, en la que Spinetta y sus compañeros de Almendra cuentan la historia de una joven insomne que, encerrada en su habitación, mira las luces nocturnas de la ciudad mientras fantasea con lo que ocurrirá al llegar el día. La amplitud de la poesía spinettiana permite imaginar que tal vez ese encierro esté vinculado con algún estado de locura. Posibilidad que se vuelve explícita en la canción En el hospicio, escrita por Pastoral, en donde una persona internada en un manicomio añora la posibilidad de ir más allá de las paredes que lo encierran. Una prisión que también es la de un lenguaje atornillado a lo concreto, en el que al protagonista se le niega hasta la libertad de la metáfora, tal como lo expresan aquellos versos en el los que “el perro es perro y nada más”.
De otro tipo de encierro habla Fito Páez en Sofi fue una nena de papá, en la que una joven está presa, tal vez por haber asesinado a un padre abusador. La letra describe la vida carcelaria e incluye algunos flashbacks que dejan entrever los crímenes del pasado. Y opone el encierro físico de la cárcel a un encierro aún peor: aquel que la mantenía encadenada a la violencia del deseo ajeno.
El caso de Charly García es excepcional, porque su cancionero parece abarcar todos los temas. En especial el del encierro, al que abordó en algunas de sus canciones más famosas, como Estoy verde (no me dejan salir), que casi podría ser un himno en tiempos de aislamiento social. Y aunque el encierro del que habla su estribillo parece ser sobre todo emocional, también expresa la opresión de estar obligado a permanecer en un lugar que se desea abandonar. Lo mismo puede decirse de Yendo de la cama al living, título que hoy por hoy resume con precisión las actividades diarias de 40 millones de argentinos.
Pero no hay obligación de quedarse con esta visión de la rutina como prisión. Tal vez por eso, y ante la certeza de que la cuarentena durará más de lo esperado, lo mejor sea recurrir a los versos finales que Gustavo Cerati escribió en Té para tres. Ahí nos recuerda que, sobre todo en momentos de angustia, “no hay nada mejor que casa”.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
El mundo se ha vuelto monotemático, un círculo vicioso que empieza y termina siempre en la misma palabra: coronavirus. Todos los canales, las radios y los diarios (incluido este) no hablan de otra cosa, como si ya no importara nada más y el resto de los temas se hubieran convertido en superfluos en menos de lo que contagia un virus. Artículos, entrevistas, memes, videollamadas: todo sobre el coronavirus. Pero no será desde esta página que se tire la primera piedra. Después de todo acá también tenemos lista nuestra propia nota sobre… algo que tenga que ver con el boom del coronavirus. Por ejemplo: canciones de rock nacional que hablen de la experiencia del encierro y puedan servir como espejos, en las que cada uno pueda reconocer el propio hastío ante el confinamiento que todos los ciudadanos están obligados a respetar.
En el ejercicio de encontrar canciones que hablen del encierro, el hombre de los medios pasa por varias etapas. La primera es la desesperanza: no son muchos los títulos que vienen a la mente una vez planteado el eje temático. Apenas algunos versos sueltos, a los que el cronista se aferra como náufrago a La balsa de Litto y Tanguito. Después de todo, aquella canción hablaba de un tipo que estaba “solo y triste acá en este mundo abandonado”, pero invadido por la fantasía de viajar. Por desgracia para él, también está claro que no puede irse caminando (seguramente porque no cuenta con un permiso de circulación) y entonces decide juntar madera para construir una balsa. En ella se irá a navegar solo. Por suerte, no como aquele inconsciente que se subió al Buquebús y contagió a todo el mundo.
Lo anterior nos lleva a la segunda etapa: la pansignificación. Libre de la prisión de los significantes rígidos, el periodista ahora se siente como aquel personaje de Peter Capusotto para quien todas las canciones hablaban de faso, y cree encontrar inequívocas referencias al encierro y al coronavirus en cualquier lado. Fíjense sino en el caso de Helenita, la chica que se cayó en un pozo ciego por caminar por la calle con su novio en lugar de respetar la cuarentena. O el de Pierre, el vitricida, un gordo que se rajó rompiendo el vidrio y ahora anda tosiéndole a la gente y cagándose de risa por ahí, seguramente sin respetar ningún tipo de distanciamiento social. La canción de los Redondos nunca aclara si el gordo Pierre se tapa la boca con el pliegue del codo cada vez que tose.
Así se llega a una etapa final de equilibrio, en la que el reportero por fin encuentra algunas canciones en donde la mención a distintos tipos de encierro es más clara. Como en Ana no duerme, en la que Spinetta y sus compañeros de Almendra cuentan la historia de una joven insomne que, encerrada en su habitación, mira las luces nocturnas de la ciudad mientras fantasea con lo que ocurrirá al llegar el día. La amplitud de la poesía spinettiana permite imaginar que tal vez ese encierro esté vinculado con algún estado de locura. Posibilidad que se vuelve explícita en la canción En el hospicio, escrita por Pastoral, en donde una persona internada en un manicomio añora la posibilidad de ir más allá de las paredes que lo encierran. Una prisión que también es la de un lenguaje atornillado a lo concreto, en el que al protagonista se le niega hasta la libertad de la metáfora, tal como lo expresan aquellos versos en el los que “el perro es perro y nada más”.
De otro tipo de encierro habla Fito Páez en Sofi fue una nena de papá, en la que una joven está presa, tal vez por haber asesinado a un padre abusador. La letra describe la vida carcelaria e incluye algunos flashbacks que dejan entrever los crímenes del pasado. Y opone el encierro físico de la cárcel a un encierro aún peor: aquel que la mantenía encadenada a la violencia del deseo ajeno.
El caso de Charly García es excepcional, porque su cancionero parece abarcar todos los temas. En especial el del encierro, al que abordó en algunas de sus canciones más famosas, como Estoy verde (no me dejan salir), que casi podría ser un himno en tiempos de aislamiento social. Y aunque el encierro del que habla su estribillo parece ser sobre todo emocional, también expresa la opresión de estar obligado a permanecer en un lugar que se desea abandonar. Lo mismo puede decirse de Yendo de la cama al living, título que hoy por hoy resume con precisión las actividades diarias de 40 millones de argentinos.
Pero no hay obligación de quedarse con esta visión de la rutina como prisión. Tal vez por eso, y ante la certeza de que la cuarentena durará más de lo esperado, lo mejor sea recurrir a los versos finales que Gustavo Cerati escribió en Té para tres. Ahí nos recuerda que, sobre todo en momentos de angustia, “no hay nada mejor que casa”.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
sábado, 11 de abril de 2020
CINE - "Punto impropio", de Albertina Carri: Tras el genoma del trazo materno
El límite entre lo biográfico y la obra de algunos artistas es un espacio difuso, un estuario barroso en el que las aguas de lo uno y la otra se amalgaman de forma tal, que es imposible discernir con claridad qué es comienzo y qué es final. Integrante de esa categoría, la cineasta Albertina Carri ha construido la suya como un recipiente para su propia historia, convirtiendo a sus películas, muestras e instalaciones en un territorio catártico. Un paradójico campo de batalla emocional, a la vez desbordado y bajo control, que ella utiliza para compartir con el público algunas reflexiones sobre sus experiencias y búsquedas personales. Una vez más, todo eso queda expresado de modo cabal en su videoinstalación Punto impropio, que a partir de esta noche a las 23:45 se puede ver por el canal de YouTube del Parque de la Memoria (www.youtube.com/watch?v=hlnmVc8Ms94).
Pero esa decisión nunca se queda en la superficie del desnudo gratuito, del mero exhibicionismo, sino que detrás de ella también hay un ejercicio autoconsciente y profundo que busca interpelar al auditorio. Como ningún otro director argentino, Carri vuelve una y otra vez sobre el pasado, convirtiendo a su trabajo en un espejo doble, capaz de mostrar su propio reflejo y, al mismo tiempo, otro que también incluye a cada espectador. El cine de Carri –toda su obra— es a la vez un retrato personal y colectivo que, a partir de determinados elementos de su biografía, consigue poner en escena relatos que abordan también distintos intereses comunes, como la construcción de la memoria, las identidades o un mundo menos injusto. Como en algunas de sus películas, sobre todo Los rubios (2003) o Cuatreros (2017), en Punto impropio la directora vuelve sobre la figura de sus padres, Ana María Caruso y Roberto Carri, ambos secuestrados en el Centro Clandestino de Detención Sheraton, posteriormente asesinados y aún hoy desaparecidos. En particular al vínculo epistolar que durante un breve período su madre mantuvo con ella y sus hermanas desde el cautiverio.
La puesta en escena de Punto impropio –que tiene su origen en la muestra Operación fracaso y el sonido recobrado, que Carri presentó en 2015 también en el Parque de la Memoria— es simple desde el diseño, pero sumamente compleja en lo que respecta al contenido. Sobre una pantalla negra se leen los dos nombres de su madre, Ana María, escritos con letras blancas y tipografía gigante. Entre ambos, separando a uno de otro, una proyección circular muestra una serie de imágenes de apariencia abstracta, que por momentos parece la ampliación macro de los trazos de un tatuaje sobre la piel. Se trata en realidad de aquellas cartas escritas por su madre, sobre cuya caligrafía la cámara realiza un travelling a través del lente de un microscopio. Sobre esas imágenes, la voz de la propia directora va leyendo esos mismos textos que, junto a sus hermanas, escuchó por primera vez cuando tenía apenas cuatro años. Lejos de cualquier efectismo, la voz de Carri avanza con la lectura de forma impersonal, casi telegráfica, citando incluso, de forma literal, cada signo de puntuación. El efecto que se produce entre el contenido íntimo de las cartas y su lectura mecánica es de inmediato extrañamiento. Como si el recuerdo de una madre se hubiera convertido en un trámite de la burocracia emocional o la automatización de su ausencia.
“Una de las decisiones radicales que tomé cuando filmé Los rubios fue la de no mostrar fotos de mis padres, para que la película rondara alrededor de un hueco. Consideraba que si exponía sus fotos construía un vínculo falso entre los espectadores y esos jóvenes asesinados. Que esas fotos que a mí me criaron con la ansiedad de la ausencia, para las personas que no los conocieron, que no los necesitaron, significarían algo de sosiego ante la narración de esa falta. ‘¡Ah! Al menos les vimos las caras, ahora sabemos quiénes son’. No: el desafío de esa película era exponer la ausencia”, afirma Carri, en busca de trazar la genealogía de Punto impropio dentro de su obra. “Y tampoco incluí las cartas que Ana María nos enviaba a mis hermanas y a mí desde su secuestro”, agrega la directora, quien considera que esa obliteración “no fue una estrategia narrativa”, sino algo más profundo: “una estrategia emocional”. “Entonces no sabía cómo abordar ese material, porque es de una intimidad brutal y provoca unas corrientes de emoción desgarradoras. Pero también vitales, algo que descubriría con el paso del tiempo”, confiesa. “Esas cartas se pueden leer como un tratado sobre la pasión de vivir. Un tratado sobre los modos de vida, escrito en lenguaje cotidiano e impregnado de desesperación”, concluye Carri.
-Está claro que los textos de Punto impropio son los de esas cartas de su madre. ¿Pero por qué decidió acompañar la lectura con esas imágenes?
-Porque creo que también hubiese sido un despropósito que las cartas se lean bajo la influencia de un rostro. Un rostro que para mí significa todas las cosas lindas del mundo y que para los demás no sería más que la cara de una muerta, de una víctima. Pero también me resultaban injustas otras imágenes, porque las imágenes del mundo no dan cuenta de todo lo que mamá intentaba dejarnos con cada una de sus comas, de sus puntos y de la compresión del tiempo maternal, todo derramado en un párrafo.
-¿Y cómo elaboró esa particular puesta en escena de los textos?
-El trabajo con las cartas fue arduo. Pero también lo fue el trabajo con Isidro Velazquez, formas pre-revolucionarias de la violencia, primer libro que escribió papá y con el que estuve años intentando hacer una película y que luego convertí en obra audiovisual (una de las que integran Operación fracaso), y que terminaría siendo Cuatreros, otra película que habla de ausentes por acá y por allá sin mostrar ni una foto. Cuatreros fue realizada con material de archivo y solo tiene dos planos realizados por mí. Uno de ellos es un retazo de la obra Punto impropio, la imagen microscópica de las hojas en las que mamá escribía sus consejos de madre.
-Resulta imposible no asociar esas imágenes microscópicas con el trabajo que hace el Equipo de Antropología Forense, buscando las huellas genéticas que le permitirán reconstruir una identidad perdida a partir de los restos. Como si en el trazo de las cartas usted también buscara descifrar el genoma de los sentimientos de su madre.
-Mientras te respondía sobre las imágenes que faltan, las palabras escritas que quedaron y cómo esos significantes se imprimen en la obra, me vino a la cabeza otro documental: El silencio es un cuerpo que cae, de Agustina Comedi, una de las mejores películas argentinas que he visto. Pensé en ella porque trabaja con el archivo familiar que le quedó de su padre ausente, es decir: la operación contraria a la de casi toda mi obra. Sin embargo, a partir de la abundancia de imágenes y testimonios expone la ausencia con la misma convicción. Creo que hay una búsqueda similar en el recorrido de la desaparición de los seres queridos a través de los restos arqueológicos que nos quedaron de ellos. Y se me ocurre que tal vez por eso Comedi estudió letras y yo estudié cine. Las formas de abordar las ausencias son infinitas, incansables, y el silencio es otro archivo que también se lleva en el cuerpo.
-Las lecturas que usted hace de las cartas parecen querer reconstruir la escritura, incluyendo hasta la puntuación. ¿Piensa que ese vínculo escrito con su madre de algún modo también ha definido su trabajo?
-Me gusta más escribir que hablar y creo que en la escritura se representan mejor mis pensamientos. En general cuando hablo me enredo, no encuentro las palabras correctas. Y para mí el cine también es una forma de escritura, nunca me creí mucho el cuento de las imágenes. Quiero decir que si bien hago cine, me llevo mejor con las palabras escritas. Las imágenes me abruman, soy lenta para comprenderlas cuando me conmueven, me lleva tiempo digerirlas. Una de las maldiciones a las que nos condena el capitalismo es la absorción de imágenes de forma banal. Las series son su expresión más clara: son un dispositivo siniestro, tan adictivo como la heroína. No digo que ninguna tenga valor, porque no soy tan soberbia. Lo que critico es su dispositivo de consumo.
-Es cierto que en su obra la palabra ocupa un lugar vital, ¿pero no cree que elegir al cine como lengua también fue una forma de dejarle el campo de la escritura a las cartas de su madre y a los libros de su padre, como si fuera un territorio sagrado que no quiso invadir?
-Pero en realidad escribo más de lo que filmo. Para hacer una película escribo varias versiones de un mismo guión, además de los cientos de textos para cada una de las presentaciones de esos proyectos. Esas escrituras son las que después me ayudan a organizar el texto audiovisual. Antes del guión y después del guión hay cientos de textos literarios que hacen a la película final. También están todos los guiones escritos, pero nunca filmados. Por otro lado escribo cosas que no se si algún día serán algo o solamente un montón de textos breves desordenamos. Escribo porque sí y tal vez un día me decida a publicar algo. Pero es cierto que hasta ahora no he logrado darle a lo que escribo una forma que no sea cinematográfica, o que no sea un apéndice de ese lenguaje.
-Hablando de esos textos, me gusta algo del que escribió para la gacetilla de Punto impropio, donde habla de la forma en que convertirse en madre resignificó el punto de vista respecto de su propia niñez y de qué significa ser niño. ¿Qué cree que esta particular puesta en escena de las cartas de su madre representa en ese sentido?
-Cuando recibí las cartas por primera vez todavía no sabía leer, así que seguramente me las leyeron mis hermanas, recortando las partes que le correspondían a mi edad. Luego volví a leerlas muchas veces, buscando datos de distintos tipos, pero casi nunca podía llegar al final, porque las lágrimas lo empañaban todo. Durante años fue muy difícil leerlas, muy difícil correrse del dolor que me provocaba su ausencia y poder encontrar en ellas a esa joven mujer que sabe que la van a matar, y escribe con letra rápida y puntuación imperfecta lo que considera que será importante para nosotras.
-Esas relecturas y sus propias experiencias también deben haber modificado o ampliado sus puntos de vista respecto de las cartas.
-Me pasó que solo pude leer las cartas en términos poéticos recién después de ser madre. Cuando el vínculo con ese niño que acababa de parir se convirtió en una reunión de afectos que me habían habitado, pero que habían sido acallados por la experiencia violenta del asesinato de mis padres y el efecto traumático que tuvo sobre los que me rodeaban. Creo que los signos de puntuación urgentes de Ana en esas cartas representan ese afecto desconcertante y apasionado que descubrí al ser madre y supongo que es un efecto consolador sobre la posibilidad de escribir.
-Usted suele trabajar sobre la memoria. ¿Cree que hay diferencia entre lo personal y lo colectivo cuando se trata de una memoria histórica?
-Personalmente nunca pude leer textos históricos y sin embargo me interesa especialmente la historia. Pero la única forma que tuve de absorber esos conocimientos fue a través de la ficción. No soporto ver películas de guerra, la representación de la guerra en imágenes siempre me expulsa, me resulta pornográfica, una espectacularización del horror que no puedo atravesar. Excepto en Apocalipsis Now, de Coppola, pero en ese caso no sé si es una película de guerra o si la película es una guerra en sí misma. Sin embargo leo mucho sobre las guerras mundiales, sus resabios y la pandemia capitalista que dejaron como herencia. Todo eso está descripto en la obra de W. G. Sebald, en la de Sigfried Lenz, en Los recuerdos de infancia de Walter Benjamin, en La lengua absuelta de Elías Canetti. No puedo pensar que esas memorias son personales. Y si lo son, al leerlas se vuelven colectivas y yo soy parte de esa historia, aunque no la haya vivido. Esa es la potencia de la expresión artística. Nadie representó con tanta contundencia el horror de la guerra civil española como Federico García Lorca, que nos lo metió en el cuerpo. Tal vez el Guernica de Picasso también sea responsable de esa sensación de pueblo ante el horror. Y voy un poco más allá, porque me interesan las imágenes como profecías: ¿no serán los cuadros de Goya los que estaban anunciando la catástrofe que se estaba cocinando en esa sociedad? Y siguiendo esa línea: ¿a caso la obra de Mondongo no viene anunciando la pandemia (palabra que viene del griego: reunión del pueblo) en la que estamos en este mismo momento?
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Pero esa decisión nunca se queda en la superficie del desnudo gratuito, del mero exhibicionismo, sino que detrás de ella también hay un ejercicio autoconsciente y profundo que busca interpelar al auditorio. Como ningún otro director argentino, Carri vuelve una y otra vez sobre el pasado, convirtiendo a su trabajo en un espejo doble, capaz de mostrar su propio reflejo y, al mismo tiempo, otro que también incluye a cada espectador. El cine de Carri –toda su obra— es a la vez un retrato personal y colectivo que, a partir de determinados elementos de su biografía, consigue poner en escena relatos que abordan también distintos intereses comunes, como la construcción de la memoria, las identidades o un mundo menos injusto. Como en algunas de sus películas, sobre todo Los rubios (2003) o Cuatreros (2017), en Punto impropio la directora vuelve sobre la figura de sus padres, Ana María Caruso y Roberto Carri, ambos secuestrados en el Centro Clandestino de Detención Sheraton, posteriormente asesinados y aún hoy desaparecidos. En particular al vínculo epistolar que durante un breve período su madre mantuvo con ella y sus hermanas desde el cautiverio.
La puesta en escena de Punto impropio –que tiene su origen en la muestra Operación fracaso y el sonido recobrado, que Carri presentó en 2015 también en el Parque de la Memoria— es simple desde el diseño, pero sumamente compleja en lo que respecta al contenido. Sobre una pantalla negra se leen los dos nombres de su madre, Ana María, escritos con letras blancas y tipografía gigante. Entre ambos, separando a uno de otro, una proyección circular muestra una serie de imágenes de apariencia abstracta, que por momentos parece la ampliación macro de los trazos de un tatuaje sobre la piel. Se trata en realidad de aquellas cartas escritas por su madre, sobre cuya caligrafía la cámara realiza un travelling a través del lente de un microscopio. Sobre esas imágenes, la voz de la propia directora va leyendo esos mismos textos que, junto a sus hermanas, escuchó por primera vez cuando tenía apenas cuatro años. Lejos de cualquier efectismo, la voz de Carri avanza con la lectura de forma impersonal, casi telegráfica, citando incluso, de forma literal, cada signo de puntuación. El efecto que se produce entre el contenido íntimo de las cartas y su lectura mecánica es de inmediato extrañamiento. Como si el recuerdo de una madre se hubiera convertido en un trámite de la burocracia emocional o la automatización de su ausencia.
“Una de las decisiones radicales que tomé cuando filmé Los rubios fue la de no mostrar fotos de mis padres, para que la película rondara alrededor de un hueco. Consideraba que si exponía sus fotos construía un vínculo falso entre los espectadores y esos jóvenes asesinados. Que esas fotos que a mí me criaron con la ansiedad de la ausencia, para las personas que no los conocieron, que no los necesitaron, significarían algo de sosiego ante la narración de esa falta. ‘¡Ah! Al menos les vimos las caras, ahora sabemos quiénes son’. No: el desafío de esa película era exponer la ausencia”, afirma Carri, en busca de trazar la genealogía de Punto impropio dentro de su obra. “Y tampoco incluí las cartas que Ana María nos enviaba a mis hermanas y a mí desde su secuestro”, agrega la directora, quien considera que esa obliteración “no fue una estrategia narrativa”, sino algo más profundo: “una estrategia emocional”. “Entonces no sabía cómo abordar ese material, porque es de una intimidad brutal y provoca unas corrientes de emoción desgarradoras. Pero también vitales, algo que descubriría con el paso del tiempo”, confiesa. “Esas cartas se pueden leer como un tratado sobre la pasión de vivir. Un tratado sobre los modos de vida, escrito en lenguaje cotidiano e impregnado de desesperación”, concluye Carri.
-Está claro que los textos de Punto impropio son los de esas cartas de su madre. ¿Pero por qué decidió acompañar la lectura con esas imágenes?
-Porque creo que también hubiese sido un despropósito que las cartas se lean bajo la influencia de un rostro. Un rostro que para mí significa todas las cosas lindas del mundo y que para los demás no sería más que la cara de una muerta, de una víctima. Pero también me resultaban injustas otras imágenes, porque las imágenes del mundo no dan cuenta de todo lo que mamá intentaba dejarnos con cada una de sus comas, de sus puntos y de la compresión del tiempo maternal, todo derramado en un párrafo.
-¿Y cómo elaboró esa particular puesta en escena de los textos?
-El trabajo con las cartas fue arduo. Pero también lo fue el trabajo con Isidro Velazquez, formas pre-revolucionarias de la violencia, primer libro que escribió papá y con el que estuve años intentando hacer una película y que luego convertí en obra audiovisual (una de las que integran Operación fracaso), y que terminaría siendo Cuatreros, otra película que habla de ausentes por acá y por allá sin mostrar ni una foto. Cuatreros fue realizada con material de archivo y solo tiene dos planos realizados por mí. Uno de ellos es un retazo de la obra Punto impropio, la imagen microscópica de las hojas en las que mamá escribía sus consejos de madre.
-Resulta imposible no asociar esas imágenes microscópicas con el trabajo que hace el Equipo de Antropología Forense, buscando las huellas genéticas que le permitirán reconstruir una identidad perdida a partir de los restos. Como si en el trazo de las cartas usted también buscara descifrar el genoma de los sentimientos de su madre.
-Mientras te respondía sobre las imágenes que faltan, las palabras escritas que quedaron y cómo esos significantes se imprimen en la obra, me vino a la cabeza otro documental: El silencio es un cuerpo que cae, de Agustina Comedi, una de las mejores películas argentinas que he visto. Pensé en ella porque trabaja con el archivo familiar que le quedó de su padre ausente, es decir: la operación contraria a la de casi toda mi obra. Sin embargo, a partir de la abundancia de imágenes y testimonios expone la ausencia con la misma convicción. Creo que hay una búsqueda similar en el recorrido de la desaparición de los seres queridos a través de los restos arqueológicos que nos quedaron de ellos. Y se me ocurre que tal vez por eso Comedi estudió letras y yo estudié cine. Las formas de abordar las ausencias son infinitas, incansables, y el silencio es otro archivo que también se lleva en el cuerpo.
-Las lecturas que usted hace de las cartas parecen querer reconstruir la escritura, incluyendo hasta la puntuación. ¿Piensa que ese vínculo escrito con su madre de algún modo también ha definido su trabajo?
-Me gusta más escribir que hablar y creo que en la escritura se representan mejor mis pensamientos. En general cuando hablo me enredo, no encuentro las palabras correctas. Y para mí el cine también es una forma de escritura, nunca me creí mucho el cuento de las imágenes. Quiero decir que si bien hago cine, me llevo mejor con las palabras escritas. Las imágenes me abruman, soy lenta para comprenderlas cuando me conmueven, me lleva tiempo digerirlas. Una de las maldiciones a las que nos condena el capitalismo es la absorción de imágenes de forma banal. Las series son su expresión más clara: son un dispositivo siniestro, tan adictivo como la heroína. No digo que ninguna tenga valor, porque no soy tan soberbia. Lo que critico es su dispositivo de consumo.
-Es cierto que en su obra la palabra ocupa un lugar vital, ¿pero no cree que elegir al cine como lengua también fue una forma de dejarle el campo de la escritura a las cartas de su madre y a los libros de su padre, como si fuera un territorio sagrado que no quiso invadir?
-Pero en realidad escribo más de lo que filmo. Para hacer una película escribo varias versiones de un mismo guión, además de los cientos de textos para cada una de las presentaciones de esos proyectos. Esas escrituras son las que después me ayudan a organizar el texto audiovisual. Antes del guión y después del guión hay cientos de textos literarios que hacen a la película final. También están todos los guiones escritos, pero nunca filmados. Por otro lado escribo cosas que no se si algún día serán algo o solamente un montón de textos breves desordenamos. Escribo porque sí y tal vez un día me decida a publicar algo. Pero es cierto que hasta ahora no he logrado darle a lo que escribo una forma que no sea cinematográfica, o que no sea un apéndice de ese lenguaje.
-Hablando de esos textos, me gusta algo del que escribió para la gacetilla de Punto impropio, donde habla de la forma en que convertirse en madre resignificó el punto de vista respecto de su propia niñez y de qué significa ser niño. ¿Qué cree que esta particular puesta en escena de las cartas de su madre representa en ese sentido?
-Cuando recibí las cartas por primera vez todavía no sabía leer, así que seguramente me las leyeron mis hermanas, recortando las partes que le correspondían a mi edad. Luego volví a leerlas muchas veces, buscando datos de distintos tipos, pero casi nunca podía llegar al final, porque las lágrimas lo empañaban todo. Durante años fue muy difícil leerlas, muy difícil correrse del dolor que me provocaba su ausencia y poder encontrar en ellas a esa joven mujer que sabe que la van a matar, y escribe con letra rápida y puntuación imperfecta lo que considera que será importante para nosotras.
-Esas relecturas y sus propias experiencias también deben haber modificado o ampliado sus puntos de vista respecto de las cartas.
-Me pasó que solo pude leer las cartas en términos poéticos recién después de ser madre. Cuando el vínculo con ese niño que acababa de parir se convirtió en una reunión de afectos que me habían habitado, pero que habían sido acallados por la experiencia violenta del asesinato de mis padres y el efecto traumático que tuvo sobre los que me rodeaban. Creo que los signos de puntuación urgentes de Ana en esas cartas representan ese afecto desconcertante y apasionado que descubrí al ser madre y supongo que es un efecto consolador sobre la posibilidad de escribir.
-Usted suele trabajar sobre la memoria. ¿Cree que hay diferencia entre lo personal y lo colectivo cuando se trata de una memoria histórica?
-Personalmente nunca pude leer textos históricos y sin embargo me interesa especialmente la historia. Pero la única forma que tuve de absorber esos conocimientos fue a través de la ficción. No soporto ver películas de guerra, la representación de la guerra en imágenes siempre me expulsa, me resulta pornográfica, una espectacularización del horror que no puedo atravesar. Excepto en Apocalipsis Now, de Coppola, pero en ese caso no sé si es una película de guerra o si la película es una guerra en sí misma. Sin embargo leo mucho sobre las guerras mundiales, sus resabios y la pandemia capitalista que dejaron como herencia. Todo eso está descripto en la obra de W. G. Sebald, en la de Sigfried Lenz, en Los recuerdos de infancia de Walter Benjamin, en La lengua absuelta de Elías Canetti. No puedo pensar que esas memorias son personales. Y si lo son, al leerlas se vuelven colectivas y yo soy parte de esa historia, aunque no la haya vivido. Esa es la potencia de la expresión artística. Nadie representó con tanta contundencia el horror de la guerra civil española como Federico García Lorca, que nos lo metió en el cuerpo. Tal vez el Guernica de Picasso también sea responsable de esa sensación de pueblo ante el horror. Y voy un poco más allá, porque me interesan las imágenes como profecías: ¿no serán los cuadros de Goya los que estaban anunciando la catástrofe que se estaba cocinando en esa sociedad? Y siguiendo esa línea: ¿a caso la obra de Mondongo no viene anunciando la pandemia (palabra que viene del griego: reunión del pueblo) en la que estamos en este mismo momento?
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 9 de abril de 2020
CINE - "Un sueño hermoso", de Tomás de Leone: Reconstrucción de un misterio
A pesar de una estructura narrativa clásica y por momentos rígida, el documental Un sueño hermoso, escrito y dirigido por Tomás de Leone, incluye un elemento que condensa su valor cinematográfico: una buena historia para contar. Una historia que además recupera un episodio prácticamente olvidado del cine argentino de finales del siglo XX. Se trata de cómo Alejandra Podestá, una adolescente sin ninguna experiencia como actriz, llegó a convertirse en la protagonista de De eso no se habla (1993), de María Luisa Bemberg. Una película emblemática no solo por tratarse del último trabajo de las directoras más importantes del cine argentino, sino porque es la única producción nacional que contó en el elenco con el gran actor italiano Marcello Mastroianni. Aunque la importancia de la cineasta y el actor podrían haber hecho que el relato de Un sueño hermoso girara en torno a ellos, De Leone elige enfocarse en la figura de Podestá.
Son varias las razones convierten al caso de Podestá en intrigante. Su nula experiencia actoral es uno de ellos. Pero sobre todo su condición de enana y el hecho infrecuente de que una persona de talla baja se encontrara al frente del elenco en una producción de semejante nivel internacional. Alcanza con recordar que De eso no se habla fue parte de la competencia oficial del Festival de Venecia para graficar la relevancia que tuvo la película. Y también el final violento y triste que tuvo la vida de la actriz, asesinada a puñaladas en su propia casa en 2011, en un caso policial que aún continúa sin ser resuelto. La sumatoria de esos elementos hacen que el film de De Leone mantenga al espectador siempre atento a pesar de su simpleza cinematográfica.
Uno de los caminos que el director elige es aprovechar el relato para destacar el carácter disruptivo que la película significó en su momento, para marcar similitudes y diferencias con el presente. Por un lado la condición de mosca blanca de una mujer como Bemberg (quién sin dudas se merece un documental propio que reivindique su lugar en el cine argentino), declarándose feminista en las décadas de 1980 y 1990, hecho que expone los avances que la sociedad ha construido en la ampliación de derechos. Por el otro, el femicidio de Podestá revela que tampoco se ha llegado muy lejos y que es mucho lo que falta. Sin subrayarlo, De Leone consigue que todo eso quede claro, usando con inteligencia y precisión el material de archivo.
En medio está la historia del rodaje, el modo en que Bemberg se fascinó con Podestá, convirtiendo a esta joven de menos de 20 años en una estrella fugaz que se apagó tras el estreno. En ese punto Un sueño hermoso aborda a su protagonista casi de forma psicoanalítica, poniendo en paralelo la historia del personaje con la de la propia actriz. Por ese camino consigue que ficción y realidad se trencen en una red compleja y misteriosa. Y aunque también cae en excesos de puesta en escena, con eso le alcanza para capturar la atención.
Artículo punblicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Son varias las razones convierten al caso de Podestá en intrigante. Su nula experiencia actoral es uno de ellos. Pero sobre todo su condición de enana y el hecho infrecuente de que una persona de talla baja se encontrara al frente del elenco en una producción de semejante nivel internacional. Alcanza con recordar que De eso no se habla fue parte de la competencia oficial del Festival de Venecia para graficar la relevancia que tuvo la película. Y también el final violento y triste que tuvo la vida de la actriz, asesinada a puñaladas en su propia casa en 2011, en un caso policial que aún continúa sin ser resuelto. La sumatoria de esos elementos hacen que el film de De Leone mantenga al espectador siempre atento a pesar de su simpleza cinematográfica.
Uno de los caminos que el director elige es aprovechar el relato para destacar el carácter disruptivo que la película significó en su momento, para marcar similitudes y diferencias con el presente. Por un lado la condición de mosca blanca de una mujer como Bemberg (quién sin dudas se merece un documental propio que reivindique su lugar en el cine argentino), declarándose feminista en las décadas de 1980 y 1990, hecho que expone los avances que la sociedad ha construido en la ampliación de derechos. Por el otro, el femicidio de Podestá revela que tampoco se ha llegado muy lejos y que es mucho lo que falta. Sin subrayarlo, De Leone consigue que todo eso quede claro, usando con inteligencia y precisión el material de archivo.
En medio está la historia del rodaje, el modo en que Bemberg se fascinó con Podestá, convirtiendo a esta joven de menos de 20 años en una estrella fugaz que se apagó tras el estreno. En ese punto Un sueño hermoso aborda a su protagonista casi de forma psicoanalítica, poniendo en paralelo la historia del personaje con la de la propia actriz. Por ese camino consigue que ficción y realidad se trencen en una red compleja y misteriosa. Y aunque también cae en excesos de puesta en escena, con eso le alcanza para capturar la atención.
Artículo punblicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
domingo, 5 de abril de 2020
DISCOS - Tapas de álbumes clásicos para ilustrar el concepto de distancia social
Es cierto que la pandemia Covid-19 ha servido para certificar las miserias de algunos personajes, cuya peligrosidad terminó de quedar expuesta. Los casos de los tristemente caricaturescos Jair Bolsonaro y Donald Trump son muy ilustrativos. Pero si algo ha sido reafirmado es que las situaciones extremas también son capaces de estimular sentimientos y actitudes más nobles, como la solidaridad o la empatía. Y en el caso de los artistas, la creatividad. Es el caso de dos diseñadores, el español Paco Conde y el brasileño Beto Fernández, quienes desde la agencia Activista LA encontraron en el humor la herramienta para dar un mensaje positivo. Se trata del proyecto Six Feet Covers, una expresión que podría traducirse como Tapas o Portadas de los dos metros, en referencia a la distancia que las personas deben mantener entre sí en los espacios públicos, una de las reglas para evitar la transmisión de la enfermedad.
El mismo consiste en una serie de tapas de discos emblemáticos de rock y pop, pero intervenidas a partir del concepto del distanciamiento social. El mejor ejemplo es la tapa de Abbey Road, el famoso disco de los Beatles. Ahí se ve a los cuatro miembros de la banda cruzando en fila por la senda peatonal de la calle que da nombre al álbum, separados entre sí por apenas medio metro, espacio hoy considerado de riesgo. Lo que Conde y Fernández hicieron es recortar digitalmente a los músicos para colocarlos a una distancia segura.
La gracia aparece al sacar a cada tapa del contexto original en el que fueron diseñadas, para releerlas desde la perspectiva de un presente en el que el contacto humano en espacios públicos se ha convertido en un riesgo. Por ese camino llegan incluso hasta el absurdo. Así ocurre con la portada del disco Straight Outta Compton, editado a finales de los ’80 por la agrupación de hip-hop N.W.A., una de las más políticas del género en esa época. A través de un plano contrapicado, se ve a sus miembros reunidos en un círculo, mientras uno de ellos apunta con un arma a la cámara. En la imagen, la banda tiene un edificio a sus espaldas, cuyas ventanas ahora los diseñadores aprovecharon para hacer que los músicos se asomen, bien lejos unos de otros.
Desde su agencia Activista, donde han trabajado para clientes como la cadena de comida rápida Burger King o la marca de vodka Absolut, Conde y Fernández quisieron hacer su aporte en materia de comunicación. La inquietud surgió cuando notaron que en la cola del supermercado la gente no respetaba el pedido de distanciamiento social. "Pensamos que sería útil y fácil de entender para todos si usábamos algo de la cultura pop, y finalmente decidimos que las portadas de los discos serían una solución visual simple", afirmaron. Y tienen razón.
La serie incluye tapas de discos de Ramones, Rolling Stones, The Clash, Run DMC, Kiss, Beach Boys, Kraftwerk, Pearl Jam, Queen, Pet Shop Boys, U2, Oasis, Green Day, AC DC, Blondie, Fleetwood Mac o Duran Duran, entre otros. Todas pueden verse junto a los originales ACÁ..
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
El mismo consiste en una serie de tapas de discos emblemáticos de rock y pop, pero intervenidas a partir del concepto del distanciamiento social. El mejor ejemplo es la tapa de Abbey Road, el famoso disco de los Beatles. Ahí se ve a los cuatro miembros de la banda cruzando en fila por la senda peatonal de la calle que da nombre al álbum, separados entre sí por apenas medio metro, espacio hoy considerado de riesgo. Lo que Conde y Fernández hicieron es recortar digitalmente a los músicos para colocarlos a una distancia segura.
La gracia aparece al sacar a cada tapa del contexto original en el que fueron diseñadas, para releerlas desde la perspectiva de un presente en el que el contacto humano en espacios públicos se ha convertido en un riesgo. Por ese camino llegan incluso hasta el absurdo. Así ocurre con la portada del disco Straight Outta Compton, editado a finales de los ’80 por la agrupación de hip-hop N.W.A., una de las más políticas del género en esa época. A través de un plano contrapicado, se ve a sus miembros reunidos en un círculo, mientras uno de ellos apunta con un arma a la cámara. En la imagen, la banda tiene un edificio a sus espaldas, cuyas ventanas ahora los diseñadores aprovecharon para hacer que los músicos se asomen, bien lejos unos de otros.
Desde su agencia Activista, donde han trabajado para clientes como la cadena de comida rápida Burger King o la marca de vodka Absolut, Conde y Fernández quisieron hacer su aporte en materia de comunicación. La inquietud surgió cuando notaron que en la cola del supermercado la gente no respetaba el pedido de distanciamiento social. "Pensamos que sería útil y fácil de entender para todos si usábamos algo de la cultura pop, y finalmente decidimos que las portadas de los discos serían una solución visual simple", afirmaron. Y tienen razón.
La serie incluye tapas de discos de Ramones, Rolling Stones, The Clash, Run DMC, Kiss, Beach Boys, Kraftwerk, Pearl Jam, Queen, Pet Shop Boys, U2, Oasis, Green Day, AC DC, Blondie, Fleetwood Mac o Duran Duran, entre otros. Todas pueden verse junto a los originales ACÁ.
jueves, 2 de abril de 2020
CINE - "Perturbada" (Unsane), de Steven Soderbergh: Paranoia en un sistema perverso
En los últimos meses el nombre del prolífico cineasta Steven Soderbergh se volvió infrecuentemente popular en todo el mundo, aunque no se debió al estreno de un nuevo trabajo. Ocurre que a partir del estado de alerta sanitaria global declarado tras la expansión del coronavirus, su película Contagio (2011) se volvió profética en muchos sentidos y, al mismo tiempo, casi un manual de buenas prácticas frente a la pandemia. Salvo los detalles derivados de la letalidad del virus ficticio Mev-1, mucho más contagioso y mortal que su pariente real Cov-2, el resto de la historia –incluido el origen de la enfermedad en los mercados de la China profunda, las medidas sanitarias de aislamiento, el distanciamiento social, las precauciones que las personas deben tener para evitar propagarla y hasta las Fake News— parecen un retrato del mundo en tiempo presente. La realidad hizo que Contagio, que hasta hace tres meses podía ser vista como un relato paranoico, se convirtiera en la mirada lúcida de alguien que supo interpretar y proyectar las experiencias que dejaron brotes previos, como el SARS o la Gripe A. La palabra paranoia vuelve a ser oportuna para hablar sobre Perturbada (Unsane), una de las últimas películas de Soderbergh, recién estrenada a través de la plataforma de streaming Amazon Prime Video, sin haber pasado por las salas argentinas.
Presentada en la edición 2018 del Festival de Cine de Berlín, Perturbada cuenta la historia de Sawyer Valentini, una joven adicta al trabajo con una evidente dificultad para vincularse con los hombres, derivada de una situación de acoso vivida algunos años antes. Abrumada por su trauma, la chica, recurre a un centro de salud mental para consultar a una profesional. Ahí acaba firmando un formulario que le presentan como mera rutina administrativa, pero que resulta ser su consentimiento para permanecer 24 horas internada. Todo se complica cuando ella reconoce a su acosador entre los empleados de la clínica y tiene un violento ataque de histeria, dándole a los médicos una excusa para extender su internación por siete días más.
La película tiene al menos tres puntos de abordaje que la vuelven interesante. En primer lugar el de la mera ficción, que narra esa historia en la que la realidad se confunde con el punto de vista subjetivo, haciendo que sea difícil determinar si los hechos que se relatan tienen lugar en el plano real o solo dentro de la cabeza de Sawyer. En este punto Perturbada vuelve a poner en evidencia la capacidad de Soderbergh para percibir y poner en escena el espíritu de una época, filmando la historia de una mujer acosada que es tratada como una loca, en el preciso momento en el que explotaba la bomba del caso Harvey Weinstein. Pero además puede ser vista como el calvario de un individuo ante un sistema de salud perverso, más preocupado por el aspecto mercantil que por lo humano. Es desde ahí que también se lo puede pensar como un film que aprovecha la ficción para denunciar un estado de injusticia que tiene lugar en el mundo real. Un elemento que tampoco es ajeno al cine de Soderbergh, como lo prueban otros de sus trabajos, entre ellos la oscarizada Erin Brokovich (2000) o Efectos colaterales (2013), en la que entrecruza los intereses de la industria farmacéutica con el mundo de las finanzas, en otra historia paranoica con mucho en común con Perturbada.
Un detalle que hace de esta una película única es el hecho de haber sido filmada de manera íntegra con las cámaras de los iPhone 7 Plus. Soderbergh aprovecha los lentes angulares de estos teléfonos para crear una proximidad física invasiva con los personajes, generando a partir de eso una atmósfera asfixiante e irreal, muy oportuna para acentuar esa sensación de encierro que por momentos llega hasta la frontera de la claustrofobia. La propuesta estética se completa con una paleta cromática saturada que termina de convertir a la película en una experiencia sensorial infrecuente, tanto por tensa como por intensa. Se trata además del primer rol protagónico de Claire Foy en el cine después de la notoriedad que le diera interpretar a la reina Isabel II de Inglaterra, en las dos primeras temporadas de la exitosa serie de Netflix, The Crown. La actriz británica consigue dotar a Sawyer de cierta fragilidad, sin que esto le impida seguir siendo una mujer fuerte. En esta dualidad del carácter de la protagonista se apoya también el director, para proveer al relato de una ambigüedad que garantiza la efectividad de Perturbada.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectgáculos de Página/12.
Presentada en la edición 2018 del Festival de Cine de Berlín, Perturbada cuenta la historia de Sawyer Valentini, una joven adicta al trabajo con una evidente dificultad para vincularse con los hombres, derivada de una situación de acoso vivida algunos años antes. Abrumada por su trauma, la chica, recurre a un centro de salud mental para consultar a una profesional. Ahí acaba firmando un formulario que le presentan como mera rutina administrativa, pero que resulta ser su consentimiento para permanecer 24 horas internada. Todo se complica cuando ella reconoce a su acosador entre los empleados de la clínica y tiene un violento ataque de histeria, dándole a los médicos una excusa para extender su internación por siete días más.
La película tiene al menos tres puntos de abordaje que la vuelven interesante. En primer lugar el de la mera ficción, que narra esa historia en la que la realidad se confunde con el punto de vista subjetivo, haciendo que sea difícil determinar si los hechos que se relatan tienen lugar en el plano real o solo dentro de la cabeza de Sawyer. En este punto Perturbada vuelve a poner en evidencia la capacidad de Soderbergh para percibir y poner en escena el espíritu de una época, filmando la historia de una mujer acosada que es tratada como una loca, en el preciso momento en el que explotaba la bomba del caso Harvey Weinstein. Pero además puede ser vista como el calvario de un individuo ante un sistema de salud perverso, más preocupado por el aspecto mercantil que por lo humano. Es desde ahí que también se lo puede pensar como un film que aprovecha la ficción para denunciar un estado de injusticia que tiene lugar en el mundo real. Un elemento que tampoco es ajeno al cine de Soderbergh, como lo prueban otros de sus trabajos, entre ellos la oscarizada Erin Brokovich (2000) o Efectos colaterales (2013), en la que entrecruza los intereses de la industria farmacéutica con el mundo de las finanzas, en otra historia paranoica con mucho en común con Perturbada.
Un detalle que hace de esta una película única es el hecho de haber sido filmada de manera íntegra con las cámaras de los iPhone 7 Plus. Soderbergh aprovecha los lentes angulares de estos teléfonos para crear una proximidad física invasiva con los personajes, generando a partir de eso una atmósfera asfixiante e irreal, muy oportuna para acentuar esa sensación de encierro que por momentos llega hasta la frontera de la claustrofobia. La propuesta estética se completa con una paleta cromática saturada que termina de convertir a la película en una experiencia sensorial infrecuente, tanto por tensa como por intensa. Se trata además del primer rol protagónico de Claire Foy en el cine después de la notoriedad que le diera interpretar a la reina Isabel II de Inglaterra, en las dos primeras temporadas de la exitosa serie de Netflix, The Crown. La actriz británica consigue dotar a Sawyer de cierta fragilidad, sin que esto le impida seguir siendo una mujer fuerte. En esta dualidad del carácter de la protagonista se apoya también el director, para proveer al relato de una ambigüedad que garantiza la efectividad de Perturbada.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectgáculos de Página/12.