jueves, 26 de septiembre de 2019

CINE - "Pájaros de verano", de Ciro Guerra y Cristina Gallego: Los Corleone en el monte colombiano

Tras el éxito de su tercera película, El abrazo de la serpiente, entre cuyos numerosos premios se destacan los que recibió en los festivales de Cannes y Mar del Plata, así como su nominación en 2016 al Oscar como Mejor Película en Lengua Extranjera, llega a las pantallas argentinas Pájaros de verano, nuevo trabajo del cineasta colombiano Ciro Guerra. Codirigido junto a Cristina Gallego, quien ofició de productora en todos los trabajos anteriores de su compañero, aquí se vuelve a abordar un costado poco conocido de la historia colombiana, cuyos ecos trágicos se enlazan con el oscuro presente de la más septentrional de las repúblicas de América del Sur. Pero aunque los hechos narrados puedan ayudar a poner esa realidad en perspectiva, la intención de la película no parece ser ni explicativa ni didáctica sino simplemente, y nada menos, la de obtener un valor que surja de su propia condición de relato.
Pájaros de verano, como afirma un breve texto que prologa a la acción, está inspirada en hechos reales que tuvieron lugar entre las décadas de 1960 y 1980 en una región al norte de Colombia, La Guajira, territorio original de la tribu de los wayuu. Atados a sus tradiciones ancestrales, los wayuu viven en clanes familiares que se vinculan de manera muy similar a como lo hacían las grandes casas reales de Europa incluso en esa misma época: negociando entre sí los matrimonios de sus hijos dilectos. La película comienza con el ritual de entrada en la madurez de Zaida, primogénita de Úrsula –ambas heredaron el don de dialogar con los espíritus a través de los sueños entre la familia de los Pushaina—, quien en el mismo acto es ofrecida en matrimonio. Hasta ahí llegó Rapayet, miembro de los Abuchaibe Uliana, que aunque maneja con habilidad algunos negocios con los alijuna, como llaman a negros, europeos y demás pueblos no originarios, no se encuentra entre los miembros más respetados de su familia. Pero él es orgulloso y se siente capaz de cumplir con la cuantiosa dote que se le exige por la mano de Zaida.
Rapayet hace dinero vendiendo alcohol entre los clanes con su amigo, el mulato Moisés. Al menos hasta que se cruza con un curioso cuerpo de paz. El mismo está integrado por un montón de gringos pseudo hippies, quienes realizan acciones de infiltración anticomunista entre los nativos (la película comienza a finales de los ’60) y andan buscando a alguien que les consiga marihuana. Rapayet se ofrece a eso y le encargan 50 kilos. Hasta acá la película parecía perfilarse como un western étnico, presunción que sostenía en algunos detalles del contexto. Pero esos 50 kilos de porro encierran un punto de quiebre no solo para el relato cinematográfico que propone Pájaros de verano, sino también para el destino de los waynuu. Y por qué no también para la historia colombiana.
A partir de ahí la película se convertirá primero en el mito de origen de un gangster, para luego transformarse en un relato de narcos construido en forma de saga familiar que no tiene nada que envidiarle a la de los Corleone. Si se vuelve hacia atrás, no parece casual que ambas historias comiencen con una boda, un ritual de paso que tanto expone la fidelidad a una estricta tradición, como la ambición y el poder que se concentra en quienes manejan los destinos de los clanes. Guerra y Gallego aprovechan la mitología del relato mafioso y sus particularidades para releer este episodio de la historia de su país en clave épica. Pero también elegíaca, en tanto puede ser vista como retrato seminal del imperio de la muerte que aún hoy se pasea por Colombia. En el medio hay de todo: acuerdos y traiciones, veneración por los mandatos de la sangre y la certeza de que su derramamiento es el único camino para compensar toda pérdida. El origen de un camino hasta ahora sin retorno. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

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