Veinte años pueden ser muchas cosas. Para el tango no son nada, pero para un chico nacido a finales de la década de 1990 representan prácticamente toda su vida. A la hora de hablar de Adolfo Bioy Casares veinte años puede ser una unidad de tiempo. Dos décadas. 240 meses. 7305 días. El instante de eternidad que separa al presente de la muerte de quien es uno de los más grandes escritores de la historia literaria argentina, ocurrida el 8 de marzo de 1999.
Nacido el 15 de septiembre de 1914, esos casi 85 años resultaron tiempo suficiente para que Bioy Casares acumulara una obra que incluye más de treinta libros. Entre ellos ocho novelas, nueve volúmenes de cuentos, dos antologías deliciosamente indiscretas basadas en sus diarios personales y seis títulos de su obra temprana que, con pudor, se encargó de repudiar en vida. A ellos se les deberían sumar otros seis, escritos en colaboración con otros autores: su propia esposa, Silvina Ocampo, y sobre todo su gran amigo Jorge Luis Borges. Dos nombres que fueron fundamentales en su vida, tanto en lo cotidiano como en lo literario. Al punto de que es muy difícil referirse a Bioy Casares, su vida y obra, sin mencionar irremediablemente a los otros dos. En especial a Borges, con quien llegaron a conformar un dúo tan inseparable como El Gordo y El Flaco, Gardel y Le Pera u Ortega y Gasset.
Es cierto que la influencia de Borges fue fundamental para ayudar a que Bioy Casares encontrara su yo literario definitivo a partir de la publicación de La invención de Morel, ocurrida en 1940. Aquella novela le valió el reconocimiento de sus pares y una trascendencia que poco a poco se volvió global. No menos cierto es que la figura de Bioy Casares resultó benéfica para la prosa del otro: el mismo Borges confesó más de una vez que la mirada de su amigo fue fundamental para aceptar que la sencillez es un atributo literario tan escaso como valioso. De hecho, si hubiera que elegir tres virtudes para definir la literatura casareana, una de ellas sin dudas sería la sencillez. Y las otras dos las vamos viendo: podrían ser el ingenio y la elegancia, pero también la gracia y la originalidad. Y así unos cuantos pares más.
A partir de ese libro Bioy Casares construiría una obra sólida que coincide con la de Borges en una notable destreza para moverse dentro del formato del cuento. Pero que en su caso consigue ir más allá, escribiendo con igual maestría en el espacio de la novela, territorio inexplorado por la literatura borgeana. Igual que aquel, los cuentos y novelas de Bioy Casares encuentran su hábitat natural en los géneros policial y fantástico, aunque a diferencia del autor de Ficciones algunos de sus trabajos llegan a contener claros elementos de ciencia ficción. Tanto La invención de Morel como La trama celeste (1948), su primer libro de cuentos, son ejemplos perfecto de ello.
El volumen de cuentos Historia Prodigiosa (1956) resulta una buena medida para ingresar en la obra de Bioy Casares. En los seis relatos que lo integran se halla el compendio de sus virtudes, entre las que sobresale su frondosa imaginación. Como ejemplo alcanza el cuento que da nombre al libro, en el que un aristócrata intelectual afecto a la adoración de viejos dioses paganos acaba batiéndose a duelo, en una noche de carnaval y a causa de una discusión teológica, con un enmascarado que resulta ser el Diablo. O aquel otro, “La sierva ajena”, donde una mujer es presa de los caprichos de un aventurero alemán que ha sido reducido, de cuerpo completo, por una tribu de pigmeos africanos, quien la tiene más o menos recluida en una quinta del Tigre.
Además de probar la inclinación de Bioy Casares por los argumentos fantásticos, Historia Prodigiosa exhibe también una gracia que recorre toda su obra. Un humor finísimo y delicado, pero no exento de cierta picardía y malicia, que de alguna manera lo coloca como un eslabón más en la cadena de autores que han cultivado el sarcasmo y la ironía a lo largo del siglo XX: Ambrose Bierce, Saki, Chesterton y, por qué no, el mismo Borges.
Es fácil criticar a Bioy Casares desde una mirada clasista. Él mismo nunca ocultó su condición de nene bien, de dandy, de aristócrata decadente. A quienes así lo hagan, sin embargo, les costará mucho demostrar que esas características personales se extienden también a su obra. Alcanza con leer novelas como Diario de la guerra del cerdo (1969) o Dormir al sol (1973) para reconocer que su sensibilidad literaria va mucho más allá de una simple cuestión de clase.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
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