Policial negro con casi todo en regla, Sin dejar huellas, del francés Erick Zonca, tiene para ofrecer un espectáculo familiar. No tanto porque se trate de un retrato de lo cotidiano, sino porque nada de lo que en ella tendrá lugar resultará novedoso. Por supuesto que eso tiene un costado negativo (la falta de sorpresa, la reiteración, la ausencia de riesgos), pero también puede ofrecer para muchos espectadores algunas ventajas, como la presencia de un código en común que permita un acceso cómodo al relato. Es cierto que la comodidad no suele ser una virtud a la hora de hablar de cine, pero cuando una película cuenta con los intérpretes correctos existe la posibilidad de que la experiencia de todos modos resulte satisfactoria. Cada una de esas consideraciones son oportunas a la hora de hablar de Sin dejar huellas.
El primer elemento reconocible de la película es su protagonista, François, un detective fracasado en todos los niveles imaginables de su vida, quien está a cargo de la investigación por la desaparición de un adolescente. Interpretado por Vincent Cassel, François es algo así como un cliché noir. Alcohólico; padre desastroso cuyo hijo también adolescente tiene una bandita de nenes de clase media que le venden hachís a los vecinitos del barrio; su última pareja lo abandonó y desde entonces la odia y la ama a la vez. También es un policía eficiente que se obsesionará con el caso, con la madre del desaparecido y con un profesor al que este asistía. Se trata de los elementos correctos para hacer de él un perfecto antihéroe de serie negra, al cual Cassel compone con gran pulso.
Pero si por un lado el trabajo de Cassel y la trama (en especial los dos tercios iniciales) hacen que Sin dejar huellas resulte una aceptable historia de intriga, otros ingredientes de la fórmula harán que también vaya perdiendo potencia a medida que avanza. Entre estos elementos que conspiran contra la propia película se destaca sobre todo el personaje del profesor, interpretado por Romain Duris, otro gran actor francés que esta vez parece haberle pifiado al tono. Porque si en la torturada y ruinosa presencia de François se concentra el espíritu oscuro de la película, el profesor de Duris se encarga de aligerarlo a partir de una composición cuyo tono está más cerca de la farsa. Al mismo tiempo la película instala una especie de McGuffin mal jugado, que se parece más a una trampa que a una distracción.
Sin dudas lo más atractivo del film es François, quien verá en el dolor de la madre del chico desaparecido un espejo de su propio fracaso como padre. La obsesión por acercarse a ella y aliviarla se convierte de algún modo en una forma de pagar por su propia ineptitud, intentando que su profesión ayude a solucionar problemas ajenos que él es incapaz de resolver en su propia vida. Cassel consigue que todos esos matices estén presentes en el personaje, convirtiendo a François en el salvavidas de la película.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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