La segunda aparición cinematográfica de El justiciero, personaje basado en una serie de televisión poco conocida en la Argentina, confirma muchos elementos que ya eran parte del film original, protagonizado como este por Denzel Washington y ambos dirigidos por Antoine Fuqua. Para empezar, la efectividad del combo, cuyo primer encuentro en Día de entrenamiento (2001) terminaría representando el primer Oscar que un actor negro consiguió por un rol protagónico. El tándem volvió a juntarse en 2014 para aquel episodio inicial de El justiciero, volviendo a dar buenos réditos, esta vez en las boleterías, y la siguió en el remake del western Los 7 magníficos (2016). Pero también confirma mucho de lo que hacía de la primera una película entretenida.
Robert McCall es un agente de inteligencia que fue dado por muerto en acción, quien lleva una vida anónima alejada de las misiones encubiertas. O al menos de las misiones oficiales: ahora es él quien elige sus propias misiones, en las cuales se dedica a ayudar a indefensos y desamparados. McCall es lo que el cine y la historieta llaman un vigilante nocturno, un ciudadano que toma la justicia en sus manos. Un punto interesante que explotaba el episodio original y que este retoma, es el carácter proletario del personaje, y si en aquella trabajaba en un home-depot ahora es chofer de Uber. Un remisero 2.0.
El detalle no es menor, ya que ese oficio no solo provee al guion de algunos de los mejores gags, sino que es entre sus pasajeros y vecinos del barrio donde McCall encuentra gente a la cual ayudar. Una chica abusada por un grupo de chicos ricos; un viejito sobreviviente de los campos de concentración; una nena secuestrada por su propio padre; un adolescente con talento para el dibujo pero con las amistades incorrectas. De todo eso se sirve Fuqua para mostrar su inquietud por ciertos problemas sociales que, aunque de forma ligera, suele aparecer en muchos de sus trabajos.
En paralelo, El Justiciero 2 desarrolla una segunda línea de acción, en la que McCall se ve obligado a retornar a su antigua vida a partir del asesinato de una ex compañera y amiga que, en la piel de la actriz Melissa Leo, ya había aparecido en la película anterior. Esta trama, más cercana al thriller geopolítico estilo Jason Bourne, es útil para que el director aborde su otra gran preocupación: la corrupción de las instituciones que deberían sostener el orden para que el sistema siga funcionando. Es ahí, en esa ausencia de un estado capaz de imponer una estructura ética y moral, donde la película hace el nido de su relato. Esto también da pie para tomar ciertos elementos del western, el género ideal para dirimir este tipo de cuestiones al margen de la ley. Ahí está la larga secuencia del final en la que McCall se “bate a duelo” con cuatro agentes corruptos, en un pueblo desierto y en medio de una tormenta.
Un detalle importante es el cambio operado en el protagonista entre una película y la otra. Si en la primera debía luchar consigo mismo para “aceptar” su nuevo rol, en El justiciero 2 McCall se siente a gusto con su papel y ya no queda nada de los (leves) arrestos de culpa que antes lo asaltaban. Algo similar a lo que le ocurría a David Dunn, el personaje interpretado por Bruce Willis en El protegido (2000), aquel film en el que M. Night Shyamalan supo releer con inteligencia el tema del superhéroe. La cita es oportuna, porque ya no caben dudas de que la saga El justiciero es una vuelta de tuerca sobre ese mismo tópico, que echa mano de recursos similares para traer lo superheróico al terreno de lo cotidiano. Una de las escenas que forma parte de la coda final se encarga de hacer explícita esa lectura que, por otra parte, ya se encontraba presente de forma elíptica, pero muy clara, en la primera película.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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