Dentro de la prolífica filmografía que convierte a Pablo Trapero en uno de los cineastas argentinos más reconocidos en el mundo, la llegada de La Quietud representa una marca visible. En muchos sentidos puede ser vista como un retorno a territorios conocidos, aunque también asoman algunos elementos novedosos. En primer lugar el abordaje de una saga familiar –espacio con el que el ya lidió en títulos anteriores como Familia rodante (2004) o El clan (2015), su trabajo previo– ofrece una recurrencia temática. Como en la última, acá el director aprovecha ese ámbito para tensionar lo íntimo con lo no dicho, aquello que es más que un secreto, lo innombrable, haciendo surgir lo siniestro de entre las grietas que produce dicha fricción.
En la misma línea, ambas películas también representan un cambio de paradigma social dentro de su obra, que hasta entonces se movía por territorios que van de la clase media caída en desgracia hacia abajo. En cambio, tanto La Quietud como El clan tienen como escenarios distintos espacios de las clases altas. Si la anterior se desplazaba sobre el imaginario de la burguesía que habita los barrios ricos al norte del conurbano, La Quietud asciende unos escalones más, metiéndose de lleno en la geografía de cierta aristocracia terrateniente y copetuda. En ese sentido, la enorme figura de Graciela Borges en el papel de una materfamilias dura y omnipresente, resulta ideal para garantizar el verosímil de la apuesta. Es ella quien sostiene con su aura la ilusión de pasar una temporada encerrados en una estancia señorial y la que lidera la buena labor del elenco. Y aunque las protagonistas son en realidad Bérénice Bejo y Martina Gusmán, es en torno de su estrella que gira el sistema solar de La Quietud.
Borges es Esmeralda (sí: como Mitre), la madre de Eugenia y Mía. La primera vive en Francia y regresa al país a partir de que su padre sufre un ACV. Mía en cambio vive acá y fue frente a ella, en la primera secuencia del relato, que su padre tuvo el ataque que lo mantendrá en coma toda la película. Esa escena tiene lugar durante un interrogatorio judicial. Ahí un fiscal intenta dilucidar la validez de las escrituras de propiedad de la estancia que da nombre a la película, introduciendo una primer aviso que como una flecha luminosa señala hacia la dictadura militar. Aunque, como ya se dijo, el relato gira como un huracán alrededor del personaje de la Borges, el mismo se desarrolla sobre el vínculo de las hermanas, sobre los códigos secretos de la adolescencia y la infancia que el reencuentro saca de la hibernación en la que los sumía la distancia. Ese carácter de cosa más oculta que secreta también habita en otros elementos del relato y es ahí donde se esconde la clave que acciona el mecanismo de la película.
Algo que La Quietud también comparte con El clan es cierto artificio narrativo, cierta obviedad en la forma en que el guion construye el relato que de algún modo se opone a la búsqueda de naturalismo que signaba a Elefante blanco (2012), Carancho (2010) y sobre todo Leonera (2008), los exitosos trabajos anteriores que lo transformaron en un cineasta convocante. Hay algo de artificial en la búsqueda evidente de convertir a la película en un melodrama erótico, en el esfuerzo por hacer que lo sexual aparezca como contraparte desbordada del silencio que pesa sobre los rincones oscuros de la historia familiar. Hay algo de artificial en la forma en que se va montando el conflicto entre Esmeralda y Mía, la hija menor que además es la favorita de ese padre puesto en stand by. El truco se revela cuando la acción de la palabra por fin aclara algunas cosas, desencadenando el último acto a partir de una serie de giros de guion que, sí, también resultan un poco artificiales.
En contra de eso, sobre el final del segundo acto, justo cuando la película comienza a dar giros extraños, La Quietud consigue un momento que representa su estado de gracia. Un momento en que la artificialidad es puesta al servicio de una serie situaciones que parecen dejar de tomarse en serio las torturadas existencias de sus protagonistas, alejando a la película del melodrama para dejarla más cerca de una sombría comedia de enredos. En su transcurso los elementos fluyen con una potencia que no tenían antes ni se repetirá después, y que hasta ayuda a aceptar algunos de los volantazos que Trapero necesita dar para que el guión vaya para donde él quiere.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 30 de agosto de 2018
CINE - "A la deriva" (Adrift), de Baltasar Kormákur:
Aunque los intereses que ha demostrado el director islandés Baltasar Kormákur a lo largo de su carrera son muy variados, una de las constantes que es posible encontrar en ella es su obsesión por las aventuras basadas en hechos reales que terminan en tragedia. A la deriva, su último trabajo, es un exponente de esa tendencia. De esta manera se suma a otros como Everest (2015), que narra la malograda experiencia de un guía de alpinistas que muere junto con algunos de sus guiados durante una subida al monte del título. O The Deep (2012), que como la que hoy se estrena aborda el desafío de sobrevivir en el mar luego de una tormenta.
En este caso se trata de la historia de Tami Oldham (alter ego de Tami Ashcraft, autora del libro autobiográfico en que se basa la película), una joven californiana que luego de vivir una vida de trotamundos recala en Tahití. Ahí conoce a Richard, un joven marino con el que empieza una historia de amor. Tras nueve meses de noviazgo, en lugar de un hijo la pareja recibe un encargo: llevar el yate de unos clientes de Richard desde la polinesia hasta San Diego, California. Además de la puerta de entrada a una aventura, la oferta representa una buena suma de dinero y la posibilidad para Tami de regresar a visitar a su familia.
Para complejizar la cosa Kormákur aborda la historia partiéndola en dos. La película comienza con la protagonista despertando en el yate a medio hundir, en algún lugar del Pacífico y sin rastros de Richard. De ahí en más irá narrando las mitades en paralelo, yendo de la historia de amor cada vez más rosa al cuento de supervivencia en el que Tami pasará más de 40 días a la deriva. No hay motivos de peso que justifiquen ese desdoblamiento más allá de una búsqueda de impacto prefabricada. Apenas la necesidad de que la secuencia en la que el yate se enfrenta el tifón tenga lugar sobre el final y no en medio, ya que esto último hubiera hecho que a partir de ahí media película transcurriera narrativamente cuesta arriba.
La alteración del orden, que más que un truco es pura truculencia, es acompañada por una vuelta de tuerca de esas que pondrá a más de uno en el incómodo lugar de desearle el mal al guionista. Un giro que tampoco es original. Quienes hayan visto Una aventura extraordinaria (2012) podrán sentirse en presencia de un dejá vú, aunque sin el costado maravilloso que le daba a la película de Ang Lee un sobrecargado aire de fábula oriental. A la deriva evidencia, además, las limitaciones de Kormákur como narrador a la hora de encarar su obsesión por las historias reales. No hay más explicación que la falta de ideas (o la pereza) para que el epílogo sea un calco del final de Everest, con las imágenes de los personajes reales recortadas sobre un fondo negro. Como si eso garantizara el vínculo de la película con la realidad. Como si ser espejo fiel de esa realidad fuera lo más importante a la hora de hacer cine.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
En este caso se trata de la historia de Tami Oldham (alter ego de Tami Ashcraft, autora del libro autobiográfico en que se basa la película), una joven californiana que luego de vivir una vida de trotamundos recala en Tahití. Ahí conoce a Richard, un joven marino con el que empieza una historia de amor. Tras nueve meses de noviazgo, en lugar de un hijo la pareja recibe un encargo: llevar el yate de unos clientes de Richard desde la polinesia hasta San Diego, California. Además de la puerta de entrada a una aventura, la oferta representa una buena suma de dinero y la posibilidad para Tami de regresar a visitar a su familia.
Para complejizar la cosa Kormákur aborda la historia partiéndola en dos. La película comienza con la protagonista despertando en el yate a medio hundir, en algún lugar del Pacífico y sin rastros de Richard. De ahí en más irá narrando las mitades en paralelo, yendo de la historia de amor cada vez más rosa al cuento de supervivencia en el que Tami pasará más de 40 días a la deriva. No hay motivos de peso que justifiquen ese desdoblamiento más allá de una búsqueda de impacto prefabricada. Apenas la necesidad de que la secuencia en la que el yate se enfrenta el tifón tenga lugar sobre el final y no en medio, ya que esto último hubiera hecho que a partir de ahí media película transcurriera narrativamente cuesta arriba.
La alteración del orden, que más que un truco es pura truculencia, es acompañada por una vuelta de tuerca de esas que pondrá a más de uno en el incómodo lugar de desearle el mal al guionista. Un giro que tampoco es original. Quienes hayan visto Una aventura extraordinaria (2012) podrán sentirse en presencia de un dejá vú, aunque sin el costado maravilloso que le daba a la película de Ang Lee un sobrecargado aire de fábula oriental. A la deriva evidencia, además, las limitaciones de Kormákur como narrador a la hora de encarar su obsesión por las historias reales. No hay más explicación que la falta de ideas (o la pereza) para que el epílogo sea un calco del final de Everest, con las imágenes de los personajes reales recortadas sobre un fondo negro. Como si eso garantizara el vínculo de la película con la realidad. Como si ser espejo fiel de esa realidad fuera lo más importante a la hora de hacer cine.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
domingo, 26 de agosto de 2018
LIBROS - La novela grafica el rock: Ramones y Metallica en cuadritos
Alguna vez el rock fue un género revulsivo, vinculado al espíritu agitado y las ansias de libertad que identifican a la adolescencia. Capaz de asustar a padres y madres, que se desvivían por alejar a sus chiquitos de tan nefasto influjo, el rock fue vinculado sucesivamente a la violencia, el sexo libre, las drogas, el suicido, el crimen e incluso al mismísimo Satán. En casi todos los casos, para qué negarlo, sobraban las razones. Pero el rock fue pasando de ser una expresión marginal a convertirse en niña mimada del mundo de los negocios. En la actualidad no hay género dentro de su universo al que no le hayan exorcizado sus demonios a través de la liturgia del mercado. Así fueron cayendo desde el rock and roll más tradicional, con las caderas endiabladas de Elvis como estandarte, el hard rock de finales de los '60, los juegos químicos de la psicodelia o la muerte joven del punk, hasta el violento heavy metal y su galaxia de subgéneros, uno más diabólico que el otro. Para cuando en 1992 Nirvana y el grunge provocaron la última revolución adolescente, el rock ya era parte del establishment de la cultura global. Algunos años más tarde hasta las abuelas, que antes se hacían la señal de la cruz con sólo escuchar los primeros acordes de "Jailhouse Rock", lloraron de pena cuando Kurt Cobain se voló su torturado flequillito rubio de un escopetazo.
Desde entonces dicen que el rock ha muerto. Que sólo lo escuchan los "viejos" de más de 40. Que definitivamente ha sido reemplazado en el oído juvenil por el hip-hop, el reggaetón o el dubstep, provocando el enojo de los rockeros, que ahora rezongan como lo hacían los tangueros más conservadores cuando arreciaba la beatlemanía. Pero de golpe aparece en las librerías una colección de historietas, que bajo el nombre de La novela gráfica del rock recorre las biografías de algunas de las bandas más populares del género a través del arte de los cuadritos entintados. Y parece que todavía no se ha perdido la última batalla. Editada por el sello español MaNonTroppo, la colección pone al alcance de los fanáticos sus dos primeros volúmenes dedicados nada menos que a los Ramones y a Metallica, bandas emblemáticas del punk y el heavy metal, los géneros que se encargan de custodiar lo más rebelde y combativo del rock. La elección de ambas es, de alguna manera, una forma de plantar la bandera en la parcela más dura del suelo rockero.
Escritos por el guionista y periodista de rock inglés Jim McCarthy y dibujados por Brian Williamson, los libros narran las carreras de ambos grupos intentando meterse en cada grieta de sus historias. De esa forma recorre los orígenes de cada uno: el de Ramones en el barrio de Queens, en Nueva York, y el de Metallica en la costa opuesta de Estados Unidos, en los suburbios de ciudades como Los Ángeles o la Bay Area de San Francisco. Pasan por los distintos paisajes emotivos que representa para ellos la salida de sus discos emblemáticos, los cambios de miembros, las peleas de sus líderes, los procesos de crecimiento o los períodos críticos, el éxito y las tentaciones, la resistencia en momentos de debilidad, el vínculo con otros artistas, con el público y los fans. Entre estos últimos se encuentra el público natural de estos libros, son ellos los que disfrutarán de ver a las duplas de James Hetfield y Lars Ulrich o Joey y Johnny Ramone convertidas en personajes de historieta.
Proveniente del mundo del comic, no llama la atención que McCarty haya trabajado en su momento como guionista de Judge Dredd, uno de los personajes favoritos de muchos rockeros. Junto con Williamson trabajaron en otros libros de historieta sobre figuras del mundo de la música, como Michael Jackson, Nirvana o Guns N' Roses, este último de próxima aparición en esta misma colección. Trabajados en un blanco y negro de alto contraste que da a las tiras un aire clásico, los libros de Metallica y Ramones tal vez no cuenten nada nuevo, pero sin dudas lo hacen de un modo distinto, agradable más allá de incomodidad inicial que puede provocar una traducción repleta de españolismos. Habrá quien los lea como un certificado de defunción del rock. Pero también quienes los vean como una prueba de que la bestia todavía respira y da pelea.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
Desde entonces dicen que el rock ha muerto. Que sólo lo escuchan los "viejos" de más de 40. Que definitivamente ha sido reemplazado en el oído juvenil por el hip-hop, el reggaetón o el dubstep, provocando el enojo de los rockeros, que ahora rezongan como lo hacían los tangueros más conservadores cuando arreciaba la beatlemanía. Pero de golpe aparece en las librerías una colección de historietas, que bajo el nombre de La novela gráfica del rock recorre las biografías de algunas de las bandas más populares del género a través del arte de los cuadritos entintados. Y parece que todavía no se ha perdido la última batalla. Editada por el sello español MaNonTroppo, la colección pone al alcance de los fanáticos sus dos primeros volúmenes dedicados nada menos que a los Ramones y a Metallica, bandas emblemáticas del punk y el heavy metal, los géneros que se encargan de custodiar lo más rebelde y combativo del rock. La elección de ambas es, de alguna manera, una forma de plantar la bandera en la parcela más dura del suelo rockero.
Escritos por el guionista y periodista de rock inglés Jim McCarthy y dibujados por Brian Williamson, los libros narran las carreras de ambos grupos intentando meterse en cada grieta de sus historias. De esa forma recorre los orígenes de cada uno: el de Ramones en el barrio de Queens, en Nueva York, y el de Metallica en la costa opuesta de Estados Unidos, en los suburbios de ciudades como Los Ángeles o la Bay Area de San Francisco. Pasan por los distintos paisajes emotivos que representa para ellos la salida de sus discos emblemáticos, los cambios de miembros, las peleas de sus líderes, los procesos de crecimiento o los períodos críticos, el éxito y las tentaciones, la resistencia en momentos de debilidad, el vínculo con otros artistas, con el público y los fans. Entre estos últimos se encuentra el público natural de estos libros, son ellos los que disfrutarán de ver a las duplas de James Hetfield y Lars Ulrich o Joey y Johnny Ramone convertidas en personajes de historieta.
Proveniente del mundo del comic, no llama la atención que McCarty haya trabajado en su momento como guionista de Judge Dredd, uno de los personajes favoritos de muchos rockeros. Junto con Williamson trabajaron en otros libros de historieta sobre figuras del mundo de la música, como Michael Jackson, Nirvana o Guns N' Roses, este último de próxima aparición en esta misma colección. Trabajados en un blanco y negro de alto contraste que da a las tiras un aire clásico, los libros de Metallica y Ramones tal vez no cuenten nada nuevo, pero sin dudas lo hacen de un modo distinto, agradable más allá de incomodidad inicial que puede provocar una traducción repleta de españolismos. Habrá quien los lea como un certificado de defunción del rock. Pero también quienes los vean como una prueba de que la bestia todavía respira y da pelea.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
jueves, 23 de agosto de 2018
CINE - "El justiciero 2" (The Equalizer 2), de Antoine Fuqua: Denzel recargado
La segunda aparición cinematográfica de El justiciero, personaje basado en una serie de televisión poco conocida en la Argentina, confirma muchos elementos que ya eran parte del film original, protagonizado como este por Denzel Washington y ambos dirigidos por Antoine Fuqua. Para empezar, la efectividad del combo, cuyo primer encuentro en Día de entrenamiento (2001) terminaría representando el primer Oscar que un actor negro consiguió por un rol protagónico. El tándem volvió a juntarse en 2014 para aquel episodio inicial de El justiciero, volviendo a dar buenos réditos, esta vez en las boleterías, y la siguió en el remake del western Los 7 magníficos (2016). Pero también confirma mucho de lo que hacía de la primera una película entretenida.
Robert McCall es un agente de inteligencia que fue dado por muerto en acción, quien lleva una vida anónima alejada de las misiones encubiertas. O al menos de las misiones oficiales: ahora es él quien elige sus propias misiones, en las cuales se dedica a ayudar a indefensos y desamparados. McCall es lo que el cine y la historieta llaman un vigilante nocturno, un ciudadano que toma la justicia en sus manos. Un punto interesante que explotaba el episodio original y que este retoma, es el carácter proletario del personaje, y si en aquella trabajaba en un home-depot ahora es chofer de Uber. Un remisero 2.0.
El detalle no es menor, ya que ese oficio no solo provee al guion de algunos de los mejores gags, sino que es entre sus pasajeros y vecinos del barrio donde McCall encuentra gente a la cual ayudar. Una chica abusada por un grupo de chicos ricos; un viejito sobreviviente de los campos de concentración; una nena secuestrada por su propio padre; un adolescente con talento para el dibujo pero con las amistades incorrectas. De todo eso se sirve Fuqua para mostrar su inquietud por ciertos problemas sociales que, aunque de forma ligera, suele aparecer en muchos de sus trabajos.
En paralelo, El Justiciero 2 desarrolla una segunda línea de acción, en la que McCall se ve obligado a retornar a su antigua vida a partir del asesinato de una ex compañera y amiga que, en la piel de la actriz Melissa Leo, ya había aparecido en la película anterior. Esta trama, más cercana al thriller geopolítico estilo Jason Bourne, es útil para que el director aborde su otra gran preocupación: la corrupción de las instituciones que deberían sostener el orden para que el sistema siga funcionando. Es ahí, en esa ausencia de un estado capaz de imponer una estructura ética y moral, donde la película hace el nido de su relato. Esto también da pie para tomar ciertos elementos del western, el género ideal para dirimir este tipo de cuestiones al margen de la ley. Ahí está la larga secuencia del final en la que McCall se “bate a duelo” con cuatro agentes corruptos, en un pueblo desierto y en medio de una tormenta.
Un detalle importante es el cambio operado en el protagonista entre una película y la otra. Si en la primera debía luchar consigo mismo para “aceptar” su nuevo rol, en El justiciero 2 McCall se siente a gusto con su papel y ya no queda nada de los (leves) arrestos de culpa que antes lo asaltaban. Algo similar a lo que le ocurría a David Dunn, el personaje interpretado por Bruce Willis en El protegido (2000), aquel film en el que M. Night Shyamalan supo releer con inteligencia el tema del superhéroe. La cita es oportuna, porque ya no caben dudas de que la saga El justiciero es una vuelta de tuerca sobre ese mismo tópico, que echa mano de recursos similares para traer lo superheróico al terreno de lo cotidiano. Una de las escenas que forma parte de la coda final se encarga de hacer explícita esa lectura que, por otra parte, ya se encontraba presente de forma elíptica, pero muy clara, en la primera película.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Robert McCall es un agente de inteligencia que fue dado por muerto en acción, quien lleva una vida anónima alejada de las misiones encubiertas. O al menos de las misiones oficiales: ahora es él quien elige sus propias misiones, en las cuales se dedica a ayudar a indefensos y desamparados. McCall es lo que el cine y la historieta llaman un vigilante nocturno, un ciudadano que toma la justicia en sus manos. Un punto interesante que explotaba el episodio original y que este retoma, es el carácter proletario del personaje, y si en aquella trabajaba en un home-depot ahora es chofer de Uber. Un remisero 2.0.
El detalle no es menor, ya que ese oficio no solo provee al guion de algunos de los mejores gags, sino que es entre sus pasajeros y vecinos del barrio donde McCall encuentra gente a la cual ayudar. Una chica abusada por un grupo de chicos ricos; un viejito sobreviviente de los campos de concentración; una nena secuestrada por su propio padre; un adolescente con talento para el dibujo pero con las amistades incorrectas. De todo eso se sirve Fuqua para mostrar su inquietud por ciertos problemas sociales que, aunque de forma ligera, suele aparecer en muchos de sus trabajos.
En paralelo, El Justiciero 2 desarrolla una segunda línea de acción, en la que McCall se ve obligado a retornar a su antigua vida a partir del asesinato de una ex compañera y amiga que, en la piel de la actriz Melissa Leo, ya había aparecido en la película anterior. Esta trama, más cercana al thriller geopolítico estilo Jason Bourne, es útil para que el director aborde su otra gran preocupación: la corrupción de las instituciones que deberían sostener el orden para que el sistema siga funcionando. Es ahí, en esa ausencia de un estado capaz de imponer una estructura ética y moral, donde la película hace el nido de su relato. Esto también da pie para tomar ciertos elementos del western, el género ideal para dirimir este tipo de cuestiones al margen de la ley. Ahí está la larga secuencia del final en la que McCall se “bate a duelo” con cuatro agentes corruptos, en un pueblo desierto y en medio de una tormenta.
Un detalle importante es el cambio operado en el protagonista entre una película y la otra. Si en la primera debía luchar consigo mismo para “aceptar” su nuevo rol, en El justiciero 2 McCall se siente a gusto con su papel y ya no queda nada de los (leves) arrestos de culpa que antes lo asaltaban. Algo similar a lo que le ocurría a David Dunn, el personaje interpretado por Bruce Willis en El protegido (2000), aquel film en el que M. Night Shyamalan supo releer con inteligencia el tema del superhéroe. La cita es oportuna, porque ya no caben dudas de que la saga El justiciero es una vuelta de tuerca sobre ese mismo tópico, que echa mano de recursos similares para traer lo superheróico al terreno de lo cotidiano. Una de las escenas que forma parte de la coda final se encarga de hacer explícita esa lectura que, por otra parte, ya se encontraba presente de forma elíptica, pero muy clara, en la primera película.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
CINE - "El repostero de Berlín" (The Cakemaker), de Ofir Raul Graizer: Desear el lugar del otro
El asunto del doble es uno de los más explotados desde siempre por las artes narrativas. Los ejemplos van de la mitología antigua hasta, por supuesto, el cine. Dentro de este tema existe una subcategoría en la que un personaje, a partir de los motivos más diversos, intenta occupar el lugar de otro y a veces lo consigue. Sobre ese terreno el director israelí Ofir Raul Graizer construye el relato de su ópera prima, El repostero de Berlín. A partir de los tiempos y los recursos con los que suele identificarse al llamado cine independiente, más preocupado por generar una sensación de realismo y explotar los paisajes emocionales que por la acción en el sentido clásico, el film cuenta una historia de dolores paralelos que al cruzarse tal vez consigan alcanzar algo parecido a la redención de culpas autoimpuestas.
El repostero del título es Thomas, un joven que maneja su propio café especializado en repostería en algún rincón encantador de la capital alemana. Hasta ahí llega Oren, un empresario israelí con el que empezará un romance. Pero Oren tiene una mujer y un hijo, una familia que lo espera en Jerusalem, y a Thomas no le queda más que conformarse con verlo una vez por mes y ocupar así el lugar clandestino del otro. La película no pierde tiempo y apenas le dedica poco menos de quince minutos a la construcción del vínculo amoroso entre los dos hombres. Suficientes para dejar claro que Oren no piensa dejar a su familia; que esto provoca celos en Thomas, aunque los mantenga más o menos ocultos tras una máscara de frialdad; y que la figura de Anat, la mujer de Oren, va adquiriendo una dimensión fantasmal que comienza a habitar entre ellos.
Pero una mañana Oren parte hacia Jerusalem, deja de responder los mensajes y ya no regresa a Berlín. Thomas se enterará varios meses después, a través de la empresa para la que Oren trabajaba, que aquel sufrió un accidente mortal en su ciudad. Conmovido, decide viajar a Israel. La película se sirve y saca ventaja de algunos lugares comunes, construyendo a su protagonista a partir de la sequedad emotiva con que se suele simplificar el carácter de los alemanes. El recurso es utilizado para convertir a Thomas en un laberinto emocional indescifrable. Eso es lo que es cuando se ofrece para trabajar en el café de Anat, sin revelar jamás a la viuda de su amante el vínculo que lo unía con este. De ese modo, lentamente, Thomas comienza a tener acceso a los rincones que Oren dejó vacíos en la vida de los demás y de forma casi natural se va acomodando en ellos.
El repostero de Berlín guarda algunas similitudes argumentales con Frantz, el film de 2016 del francés François Ozon. En aquella un joven parisino se presentaba ante una familia alemana como amigo de su hijo, un soldado muerto durante la Primera Guerra Mundial. De a poco y no sin culpa, el chico va tomando el lugar del otro, hasta revelar una verdad que aun estando oculta el relato permitía entrever. Así como en la película de Ozon la rivalidad franco-germana hacía más complejo y profundo aquel juego de ocultamientos y emociones en carne viva, acá es la clásica oposición entre lo alemán y lo hebreo lo que vuelve más áspero y al mismo tiempo más conmovedor el contacto entre Thomas y la familia del muerto. Otro lugar común que Graizer maneja con solvencia. Y si el director francés conseguía construir un sólido melodrama a partir de una atmósfera de tragedia romántica clásica, el israelí se sirve de la distancia emocional de la vida en el siglo XXI para darle forma a este drama íntimo y seco. Desde ese lugar tal vez les brinde a sus heridos protagonistas, siempre con mesura, una generosa segunda oportunidad.
Artículo pblicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
El repostero del título es Thomas, un joven que maneja su propio café especializado en repostería en algún rincón encantador de la capital alemana. Hasta ahí llega Oren, un empresario israelí con el que empezará un romance. Pero Oren tiene una mujer y un hijo, una familia que lo espera en Jerusalem, y a Thomas no le queda más que conformarse con verlo una vez por mes y ocupar así el lugar clandestino del otro. La película no pierde tiempo y apenas le dedica poco menos de quince minutos a la construcción del vínculo amoroso entre los dos hombres. Suficientes para dejar claro que Oren no piensa dejar a su familia; que esto provoca celos en Thomas, aunque los mantenga más o menos ocultos tras una máscara de frialdad; y que la figura de Anat, la mujer de Oren, va adquiriendo una dimensión fantasmal que comienza a habitar entre ellos.
Pero una mañana Oren parte hacia Jerusalem, deja de responder los mensajes y ya no regresa a Berlín. Thomas se enterará varios meses después, a través de la empresa para la que Oren trabajaba, que aquel sufrió un accidente mortal en su ciudad. Conmovido, decide viajar a Israel. La película se sirve y saca ventaja de algunos lugares comunes, construyendo a su protagonista a partir de la sequedad emotiva con que se suele simplificar el carácter de los alemanes. El recurso es utilizado para convertir a Thomas en un laberinto emocional indescifrable. Eso es lo que es cuando se ofrece para trabajar en el café de Anat, sin revelar jamás a la viuda de su amante el vínculo que lo unía con este. De ese modo, lentamente, Thomas comienza a tener acceso a los rincones que Oren dejó vacíos en la vida de los demás y de forma casi natural se va acomodando en ellos.
El repostero de Berlín guarda algunas similitudes argumentales con Frantz, el film de 2016 del francés François Ozon. En aquella un joven parisino se presentaba ante una familia alemana como amigo de su hijo, un soldado muerto durante la Primera Guerra Mundial. De a poco y no sin culpa, el chico va tomando el lugar del otro, hasta revelar una verdad que aun estando oculta el relato permitía entrever. Así como en la película de Ozon la rivalidad franco-germana hacía más complejo y profundo aquel juego de ocultamientos y emociones en carne viva, acá es la clásica oposición entre lo alemán y lo hebreo lo que vuelve más áspero y al mismo tiempo más conmovedor el contacto entre Thomas y la familia del muerto. Otro lugar común que Graizer maneja con solvencia. Y si el director francés conseguía construir un sólido melodrama a partir de una atmósfera de tragedia romántica clásica, el israelí se sirve de la distancia emocional de la vida en el siglo XXI para darle forma a este drama íntimo y seco. Desde ese lugar tal vez les brinde a sus heridos protagonistas, siempre con mesura, una generosa segunda oportunidad.
Artículo pblicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
domingo, 19 de agosto de 2018
DIBUJO - #LasFiguritasDelSenado: Colección para no olvidar.
El paso por el Congreso del proyecto para la legalización del aborto seguro y gratuito impactó en la opinión pública como pocos temas, generando una de las discusiones abiertas más ricas de la vida democrática argentina. Aprobado en diputados pero rechazado por los senadores, el fallido proyecto obligó a cada ciudadano a informarse para fundamentar una opinión propia. El debate terminó generando tribunas opuestas que defendieron con fervor sus puntos de vista, llegando en casos extremos hasta agredir a quienes pensaban distinto. Un clásico nacional. La diversidad de las iniciativas que surgieron en torno del tema prueba la profundidad que alcanzó.
Una de las más originales es la que llevó adelante un grupo de ilustradores, humoristas y artistas gráficos, que a través de Twitter se propusieron crear una colección de figuritas que reuniera a los 38 senadores que votaron en contra de la ley en la sesión del 8 de agosto. El padre de la criatura, bautizada con el hashtag #LasFiguritasDelSenado, fue artista rosarino El Niño Rodríguez, quien la mañana después reflexionaba en la red sobre el gran aporte que el debate en la cámara alta había hecho al oficio de los caricaturistas. “Para los dibujantes y humoristas, tenemos un montón de personajes nuevos para hacer”, escribía en su cuenta, celebrando que la sesión revelara los rostros hasta entonces anónimos de algunos senadores. Tres tuits más tarde anunciaba: “Bueno señoras y señores, después de anoche los dibujantes hicimos #LasFiguritasDelSenado, la colección de los 38 que votaron en contra como para no olvidarlos.” Y ahí mismo publicó la suya, un retrato de Federico Pinedo.
Rodríguez cuenta que una vez que la idea se asentó en su cabeza convocó a algunos colegas cercanos para que eligieran a uno de los 38 senadores y realizara su propia versión libre. Así comenzaron a sumarse artistas reconocidos como Langer, Liniers, Consthanzo, Erlich, Flor Balestra, Caro Chinaski, Alfredo Sabat. Sus trabajos sirvieron para que la propuesta se viralizara, empujando a otros dibujantes a hacer sus aportes. Los trabajos se destacan no solo por su calidad artística sino por la capacidad expresar una opinió propia, captando desde la ironía la esencia del pensamiento de algunos de los legisladores. Así CJ Camba dibujó un Rodolfo Urtubey caracterizado como zombi, Sebastián Domenech un Mario Fiad cavernícola, o Eliana Iñíguez una Inés Brizuela con un soretito emoji sobre su cabeza truncada. La iniciativa consiguió una gran difusión, demostrando no solo que una buena idea puede ser a veces el mejor combustible, sino que el humor es una de las herramientas más eficaces para resguardar la memoria.
Artículo publicado en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
Una de las más originales es la que llevó adelante un grupo de ilustradores, humoristas y artistas gráficos, que a través de Twitter se propusieron crear una colección de figuritas que reuniera a los 38 senadores que votaron en contra de la ley en la sesión del 8 de agosto. El padre de la criatura, bautizada con el hashtag #LasFiguritasDelSenado, fue artista rosarino El Niño Rodríguez, quien la mañana después reflexionaba en la red sobre el gran aporte que el debate en la cámara alta había hecho al oficio de los caricaturistas. “Para los dibujantes y humoristas, tenemos un montón de personajes nuevos para hacer”, escribía en su cuenta, celebrando que la sesión revelara los rostros hasta entonces anónimos de algunos senadores. Tres tuits más tarde anunciaba: “Bueno señoras y señores, después de anoche los dibujantes hicimos #LasFiguritasDelSenado, la colección de los 38 que votaron en contra como para no olvidarlos.” Y ahí mismo publicó la suya, un retrato de Federico Pinedo.
Rodríguez cuenta que una vez que la idea se asentó en su cabeza convocó a algunos colegas cercanos para que eligieran a uno de los 38 senadores y realizara su propia versión libre. Así comenzaron a sumarse artistas reconocidos como Langer, Liniers, Consthanzo, Erlich, Flor Balestra, Caro Chinaski, Alfredo Sabat. Sus trabajos sirvieron para que la propuesta se viralizara, empujando a otros dibujantes a hacer sus aportes. Los trabajos se destacan no solo por su calidad artística sino por la capacidad expresar una opinió propia, captando desde la ironía la esencia del pensamiento de algunos de los legisladores. Así CJ Camba dibujó un Rodolfo Urtubey caracterizado como zombi, Sebastián Domenech un Mario Fiad cavernícola, o Eliana Iñíguez una Inés Brizuela con un soretito emoji sobre su cabeza truncada. La iniciativa consiguió una gran difusión, demostrando no solo que una buena idea puede ser a veces el mejor combustible, sino que el humor es una de las herramientas más eficaces para resguardar la memoria.
Artículo publicado en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
viernes, 17 de agosto de 2018
CINE - "En el cuerpo", de Alberto Maslíah: El movimiento emotivo
“El cuerpo es el templo viviente de los sentimientos, quien no les dé lugar, aquel que niegue sus tesoros, quien quiera desentenderse de su existencia, no hará más que negarse la posibilidad de vivir.” La frase que sirve de apertura a la película En el cuerpo, de Alberto Maslíah, pertenece a Kazuo Ohno, prócer estético y espiritual del Butó, la tradicional danza japonesa. La misma expresa una suerte de manifiesto esencial de dicha disciplina que fácilmente puede aplicarse a otras muy diversas, incluido el cine, e incluso pensarse como una máxima para la vida misma. Con ese precepto como horizonte, la película de Maslíah retrata el trabajo de un cuerpo de danza contemporánea que incluye algunos bailarines con discapacidades motrices, mientras planifica y ejecuta una obra cuyos actos representan distintas situaciones vinculadas al proceso histórico de la última dictadura en la Argentina. Quizá no haya un protagonista más apropiado que este peculiar grupo de danza, ni una experiencia artística más oportuna, para representar ese carácter espiritual que Ohno le atribuye al cuerpo humano.
Articulada en dos mitades bien delimitadas tanto desde lo estético como desde lo narrativo, En el cuerpo presenta al mismo tiempo los ensayos que realizan los bailarines como la puesta en escena de las diferentes coreografías que integran la obra. Una suerte de película que incluye su propio making-of. Las secuencias correspondientes al primer grupo están realizadas en blanco y negro y ligadas a partir de un montaje que busca traducir visualmente ese carácter de obra en construcción. Las que pertenecen al segundo grupo están realizadas en color, utilizando como escenario distintas locaciones del Parque de la Memoria, y fueron editadas con la lógica del cine clásico, buscando hilar un relato de cierta linealidad. En ambos casos la fotografía de Mariana Russo resulta fundamental para garantizar el éxito de las propuestas.
Es cierto que en esta ambición de representar las dos mitades de la puesta en escena, para mostrar las dificultades del proceso tanto como el resultado final, En el cuerpo por momentos se convierte en un producto híbrido que no termina de concretar una identidad definida. Sin embargo también consigue varios méritos, en especial en el terreno de lo visual. El mayor de ellos reside en la potencia del trabajo que el director realiza sobre los rostros y su gestualidad, en su forma de retratar a los cuerpos como maquinarias que motorizan la acción, sirviéndose tanto de sus capacidades como, sobre todo, de sus incapacidades. Es ahí donde encarna el espíritu de lo cinematográfico del relato. Además la película traza un recorrido que va creciendo a medida que avanza, alimentado por coreografías cada vez más lúcidas y emotivas. Ese hacerle honor a la frase de Ohno representa quizá el mayor logro del documental de Maslíah.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Articulada en dos mitades bien delimitadas tanto desde lo estético como desde lo narrativo, En el cuerpo presenta al mismo tiempo los ensayos que realizan los bailarines como la puesta en escena de las diferentes coreografías que integran la obra. Una suerte de película que incluye su propio making-of. Las secuencias correspondientes al primer grupo están realizadas en blanco y negro y ligadas a partir de un montaje que busca traducir visualmente ese carácter de obra en construcción. Las que pertenecen al segundo grupo están realizadas en color, utilizando como escenario distintas locaciones del Parque de la Memoria, y fueron editadas con la lógica del cine clásico, buscando hilar un relato de cierta linealidad. En ambos casos la fotografía de Mariana Russo resulta fundamental para garantizar el éxito de las propuestas.
Es cierto que en esta ambición de representar las dos mitades de la puesta en escena, para mostrar las dificultades del proceso tanto como el resultado final, En el cuerpo por momentos se convierte en un producto híbrido que no termina de concretar una identidad definida. Sin embargo también consigue varios méritos, en especial en el terreno de lo visual. El mayor de ellos reside en la potencia del trabajo que el director realiza sobre los rostros y su gestualidad, en su forma de retratar a los cuerpos como maquinarias que motorizan la acción, sirviéndose tanto de sus capacidades como, sobre todo, de sus incapacidades. Es ahí donde encarna el espíritu de lo cinematográfico del relato. Además la película traza un recorrido que va creciendo a medida que avanza, alimentado por coreografías cada vez más lúcidas y emotivas. Ese hacerle honor a la frase de Ohno representa quizá el mayor logro del documental de Maslíah.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
martes, 14 de agosto de 2018
LIBROS - Los 100 años de "Los cuentos de la selva", de Horacio Quiroga: Un siglo salvaje
A veces las noticias se construyen a partir de la oportunidad o de la mera coincidencia. Ambas circunstancias se complotan en estos días previos a una nueva celebración del Día del Niño para volver a hablar de los célebres Cuentos de la selva, de Horacio Quiroga, de cuya publicación se cumplen 100 años en 2018. Un libro que sin dudas se encuentran entre los más leídos de la historia en la Argentina, en virtud del carácter hereditario que los ocho cuentos que lo componen han ido adquiriendo desde que el autor uruguayo los compilara en aquella primera edición, hoy centenaria. Cuentos que los padres les cuentan a sus hijos y que estos volverán a compartir con los suyos cuando ellos mismos se conviertan en padres y madres del futuro. Títulos como “Las medias de los flamencos”, “La guerra de los yacarés”, “El paso del Yabebirí”, “La tortuga gigante”, “El loro pelado”, “La abeja haragana”, “La gama ciega” e “Historia de dos cachorros de coatí y dos cachorros de hombre”, son en la actualidad parte del imaginario colectivo de casi todas las familias del país. Es por eso que Los cuentos de la selva están condenados a sobrevivir, tal vez para siempre, en esa permanente reencarnación del boca en boca. Felizmente condenados.
Pero la historia de estos cuentos para que los padres les cuenten a sus chicos no empieza hace un siglo, sino algunos años antes. Se dice que Quiroga los escribió justamente para entretener a sus propios hijos, Eglé y Darío, quienes habían nacido ahí mismo, en la selva de la provincia de Misiones que también es el escenario de los cuentos. Hasta allá se fueron a vivir el escritor y su primera esposa, Ana María Cires, una adolescente que antes había sido su alumna. Pero si hay una constante en la vida de Quiroga –además de su facilidad para enamorarse de adolescentes, inclinación que hoy le depararía no pocos problemas—, es la tragedia. Ana María se suicida en 1915 y el escritor debe entonces volver a Buenos Aires con sus hijitos de 4 y 3 años. Ese fue el caldo de cultivo del cual surgieron sus dos libros más emblemáticos, ya que en 1917 publicó Cuentos de amor de locura y de muerte, una colección de relatos pesadillescos que dan buena cuenta de la mitad oscura del alma de Quiroga.
En paralelo a la aparición de aquel, en el que se destacan historias terribles como “El almohadón de plumas”, “A la deriva” o “La gallina degollada”, Quiroga fue publicando en distintas revistas los ocho cuentos dedicados a Eglé y Darío, bajo el rótulo de “Cuentos de mis hijos”. Sería recién en 1918 cuando tomaría la decisión de publicarlos reunidos en un único volumen, al que bautizó con el famoso nombre con el que aún se los conoce. Los cuentos de la selva se convirtió en un éxito desde su publicación, llegando a ser considerado un clásico de la literatura infantil en América latina. Sus relatos presentan la estructura clásica de las historias para chicos, caracterizando a los animales de la selva como criaturas capaces de hablar (al menos entre sí) y en cuya conclusión se revela una enseñanza, al modo de las moralejas en las fábulas. Pero más allá de eso, son muchas y variadas las lecturas que se han hecho del libro. Miradas que a veces llegan a ser contradictorias entre sí, dejando en evidencia la riqueza de su contenido.
En la actualidad, por ejemplo, hay voces que señalan que el contenido de algunos de sus cuentos comienza a volverse anacrónico, sobre todo respecto de las miradas ecologistas del mundo que articulan el sentido común del siglo XXI. En un artículo firmado por Matías Castro en el diario El Observador de Uruguay, el autor considera que un cuento como “Historia de dos cachorros de coatí y dos cachorros de hombre” presenta un “enfoque de la domesticación que indignaría a cualquier animalista de la actualidad”. Por el contrario Diego Fabián Arévalo Viveros, de la Universidad de los Andes, Colombia, considera que los relatos del libro pueden ser leídos sin ningún problema desde una posición ecologista moderna. En su ensayo El cuento es la selva: lectura crítica-ecológica de Los cuentos de la selva, Arévalo Rivero afirma que en el libro de Quiroga “Los animales hablan, pero no como humanos”. El autor afirma que en el libro las criaturas salvajes “usan las palabras, pero éstas, más que servir en la discusión de problemas históricamente relevantes para la humanidad (el alma, la razón, etc.), reflejan el suceder de la naturaleza”. Para el académico colombiano “las palabras funcionan como un ecosistema. Los diálogos de tigres y boas, las expresiones de los tucanes, etc., están determinados por una preocupación particular: la selva como acontecimiento”. Y concluye: “En tal caso, podríamos afirmar que Quiroga imagina la selva creando personajes capaces de ‘hablar el verde’ y ‘dialogar el hábitat’.”
En términos históricos Los cuentos de la selva han recibido el mismo trato polarizado que le corresponde al conjunto de la obra de su autor, quien tiene sus amantes y detractores. Entre estos últimos se encuentra Jorge Luis Borges, quien solía repetir que todos los cuentos de Quiroga ya habían sido escritos antes y mejor por Edgar Allan Poe y Rudyard Kipling (escritor inglés autor del famoso El libro de la selva), según se tratara de sus relatos más oscuros en el primer caso, o de los ambientados en la selva en el segundo. Torpe, mediocre y pobre son algunos adjetivos que Borges utilizó alguna vez para describir la literatura y la imaginación de Quiroga. En la vereda de enfrente son muchos los colegas que señalan a su trabajo como un recuerdo inspirador. Desde Antonio Di Benedetto a Julio Cortázar, pasando por Abelardo Castillo, grandes escritores rescatan el trabajo del uruguayo. Con motivo de un homenaje celebrado en Madrid en 1987 por el aniversario número 50 de su muerte, su colega y compatriota Juan Carlos Onetti realizó una defensa pública de su labor como cuentista, afirmando que la misma está construida a partir de “cuentos tremendos escritos sin tremendismo” y “cuentos para niños inteligentes que delatan una escondida y rebelde ternura”. Sin dudas esa mirada generosa es la que más justicia le hace al trabajo de Quiroga.
A 100 años de su publicación y a cinco de que toda la obra de Quiroga entrara en el dominio público, las ediciones de Los cuentos de la selva se cuentan de a decenas. Los hay en el formato clásico, ilustrados con diferentes técnicas y estéticas o convertidos en historieta. Sea como sea y en vistas del Día del Niño, Los cuentos de la selva siguen siendo una oportuna elección para sorprender a esos chicos inteligentes pero también curiosos que mencionaba Onetti. Ellos serán los que dentro de algunos años volverán a leerle a sus propios hijos, una vez más, los inmortales cuentos selváticos imaginados por Horacio Quiroga.
Artículo publicado originalmente en el portal de noticias www.tiempoar.com.ar.
Pero la historia de estos cuentos para que los padres les cuenten a sus chicos no empieza hace un siglo, sino algunos años antes. Se dice que Quiroga los escribió justamente para entretener a sus propios hijos, Eglé y Darío, quienes habían nacido ahí mismo, en la selva de la provincia de Misiones que también es el escenario de los cuentos. Hasta allá se fueron a vivir el escritor y su primera esposa, Ana María Cires, una adolescente que antes había sido su alumna. Pero si hay una constante en la vida de Quiroga –además de su facilidad para enamorarse de adolescentes, inclinación que hoy le depararía no pocos problemas—, es la tragedia. Ana María se suicida en 1915 y el escritor debe entonces volver a Buenos Aires con sus hijitos de 4 y 3 años. Ese fue el caldo de cultivo del cual surgieron sus dos libros más emblemáticos, ya que en 1917 publicó Cuentos de amor de locura y de muerte, una colección de relatos pesadillescos que dan buena cuenta de la mitad oscura del alma de Quiroga.
En paralelo a la aparición de aquel, en el que se destacan historias terribles como “El almohadón de plumas”, “A la deriva” o “La gallina degollada”, Quiroga fue publicando en distintas revistas los ocho cuentos dedicados a Eglé y Darío, bajo el rótulo de “Cuentos de mis hijos”. Sería recién en 1918 cuando tomaría la decisión de publicarlos reunidos en un único volumen, al que bautizó con el famoso nombre con el que aún se los conoce. Los cuentos de la selva se convirtió en un éxito desde su publicación, llegando a ser considerado un clásico de la literatura infantil en América latina. Sus relatos presentan la estructura clásica de las historias para chicos, caracterizando a los animales de la selva como criaturas capaces de hablar (al menos entre sí) y en cuya conclusión se revela una enseñanza, al modo de las moralejas en las fábulas. Pero más allá de eso, son muchas y variadas las lecturas que se han hecho del libro. Miradas que a veces llegan a ser contradictorias entre sí, dejando en evidencia la riqueza de su contenido.
En la actualidad, por ejemplo, hay voces que señalan que el contenido de algunos de sus cuentos comienza a volverse anacrónico, sobre todo respecto de las miradas ecologistas del mundo que articulan el sentido común del siglo XXI. En un artículo firmado por Matías Castro en el diario El Observador de Uruguay, el autor considera que un cuento como “Historia de dos cachorros de coatí y dos cachorros de hombre” presenta un “enfoque de la domesticación que indignaría a cualquier animalista de la actualidad”. Por el contrario Diego Fabián Arévalo Viveros, de la Universidad de los Andes, Colombia, considera que los relatos del libro pueden ser leídos sin ningún problema desde una posición ecologista moderna. En su ensayo El cuento es la selva: lectura crítica-ecológica de Los cuentos de la selva, Arévalo Rivero afirma que en el libro de Quiroga “Los animales hablan, pero no como humanos”. El autor afirma que en el libro las criaturas salvajes “usan las palabras, pero éstas, más que servir en la discusión de problemas históricamente relevantes para la humanidad (el alma, la razón, etc.), reflejan el suceder de la naturaleza”. Para el académico colombiano “las palabras funcionan como un ecosistema. Los diálogos de tigres y boas, las expresiones de los tucanes, etc., están determinados por una preocupación particular: la selva como acontecimiento”. Y concluye: “En tal caso, podríamos afirmar que Quiroga imagina la selva creando personajes capaces de ‘hablar el verde’ y ‘dialogar el hábitat’.”
En términos históricos Los cuentos de la selva han recibido el mismo trato polarizado que le corresponde al conjunto de la obra de su autor, quien tiene sus amantes y detractores. Entre estos últimos se encuentra Jorge Luis Borges, quien solía repetir que todos los cuentos de Quiroga ya habían sido escritos antes y mejor por Edgar Allan Poe y Rudyard Kipling (escritor inglés autor del famoso El libro de la selva), según se tratara de sus relatos más oscuros en el primer caso, o de los ambientados en la selva en el segundo. Torpe, mediocre y pobre son algunos adjetivos que Borges utilizó alguna vez para describir la literatura y la imaginación de Quiroga. En la vereda de enfrente son muchos los colegas que señalan a su trabajo como un recuerdo inspirador. Desde Antonio Di Benedetto a Julio Cortázar, pasando por Abelardo Castillo, grandes escritores rescatan el trabajo del uruguayo. Con motivo de un homenaje celebrado en Madrid en 1987 por el aniversario número 50 de su muerte, su colega y compatriota Juan Carlos Onetti realizó una defensa pública de su labor como cuentista, afirmando que la misma está construida a partir de “cuentos tremendos escritos sin tremendismo” y “cuentos para niños inteligentes que delatan una escondida y rebelde ternura”. Sin dudas esa mirada generosa es la que más justicia le hace al trabajo de Quiroga.
A 100 años de su publicación y a cinco de que toda la obra de Quiroga entrara en el dominio público, las ediciones de Los cuentos de la selva se cuentan de a decenas. Los hay en el formato clásico, ilustrados con diferentes técnicas y estéticas o convertidos en historieta. Sea como sea y en vistas del Día del Niño, Los cuentos de la selva siguen siendo una oportuna elección para sorprender a esos chicos inteligentes pero también curiosos que mencionaba Onetti. Ellos serán los que dentro de algunos años volverán a leerle a sus propios hijos, una vez más, los inmortales cuentos selváticos imaginados por Horacio Quiroga.
Artículo publicado originalmente en el portal de noticias www.tiempoar.com.ar.
jueves, 9 de agosto de 2018
CINE - "De tal madre tal hija" (Telle mère, telle fille), de Noémie Saglio: Embarazo de ciencia ficción
Hasta hace no mucho hablar de comedia francesa equivalía a imaginar un relato inteligente, de humor ácido y filoso, que manejaba con igual pericia la inocencia y el sarcasmo sin necesidad de abusar de golpes de efecto y con un timing extraordinario para aplicar con precisión las estocadas de risa. Nada de eso aparece en las comedias francesas que llegaron a las pantallas locales en los últimos tiempos y De tal madre tal hija, de Noémie Saglio, de ninguna manera es la excepción. No importa que en los afiches aparezca bien grande el nombre de Juliette Binoche, porque ni ella, que usualmente recibe nada más que elogios por sus actuaciones, se salva en esta muestra de cine mediocre hecho a partir de un sentido del humor chato y elemental.
La película basa su estrategia humorística en una inversión de la lógica para tratar de generar una atmósfera absurda. El truco consiste en tomar a las protagonistas, una madre de 47 años y su hija de 30, para hacer que la primera se comporte como si tuviera 15, mientras que es la segunda la que parece rondar los 50. La secuencia inicial lo deja claro. Avril, la hija, limpia el cuarto de la madre en el que reina un descontrol típicamente adolescente. En paralelo, Mado (Binoche) llega a la casa con su scooter rosa, pero como está un poquito borracha intenta ir a su cuarto sin ser notada. Por supuesto, Avril la descubre y la sermonea. Como Mado no tiene trabajo su hija la mantiene, hecho que se vuelve un problema porque Avril está embarazada y necesita que su madre empiece a valerse por sí misma. Pero Mado también queda embarazada, justo el día que se entera que va a ser abuela.
Es cierto que Binoche puede ser una actriz extraordinaria, sin embargo sus incursiones en la comedia no suelen encontrarse entre sus mejores trabajos. Su composición de Mado es un festival de sobreactuación, al que un guión empecinado en hacerla pasar por una adolescente caprichosa no le hace ningún favor. El problema fundamental es que tanto ella como Saglio, que también es autora del guion, nunca consiguen ir más allá de lo superficial en la construcción del personaje. Como si creyeran que alcanza con hacer que Mado use remeras de Metallica o Iron Maiden y mastique chicles con la boca abierta para emular la conducta adolescente. El resultado siempre está más cerca del ridículo que de la risa.
Saglio parece haber querido meter todo dentro de su película. Desde el humor más inocente a través de un cachorrito que mira perritas en una tablet, hasta un empleado de hospital que se encarga de hacerle espacio al humor negro. En este caso los extremos se tocan en el fracaso: ninguno de estos recursos consigue estimular la gracia. También hay un problema de casting que afecta al verosímil, porque tanto Binoche como Camille Cottin (Avril) tienen casi 10 años más que sus personajes y el detalle no es menor. Ver a Binoche embarazada casi a los 55 más que comedia es ciencia ficción.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
La película basa su estrategia humorística en una inversión de la lógica para tratar de generar una atmósfera absurda. El truco consiste en tomar a las protagonistas, una madre de 47 años y su hija de 30, para hacer que la primera se comporte como si tuviera 15, mientras que es la segunda la que parece rondar los 50. La secuencia inicial lo deja claro. Avril, la hija, limpia el cuarto de la madre en el que reina un descontrol típicamente adolescente. En paralelo, Mado (Binoche) llega a la casa con su scooter rosa, pero como está un poquito borracha intenta ir a su cuarto sin ser notada. Por supuesto, Avril la descubre y la sermonea. Como Mado no tiene trabajo su hija la mantiene, hecho que se vuelve un problema porque Avril está embarazada y necesita que su madre empiece a valerse por sí misma. Pero Mado también queda embarazada, justo el día que se entera que va a ser abuela.
Es cierto que Binoche puede ser una actriz extraordinaria, sin embargo sus incursiones en la comedia no suelen encontrarse entre sus mejores trabajos. Su composición de Mado es un festival de sobreactuación, al que un guión empecinado en hacerla pasar por una adolescente caprichosa no le hace ningún favor. El problema fundamental es que tanto ella como Saglio, que también es autora del guion, nunca consiguen ir más allá de lo superficial en la construcción del personaje. Como si creyeran que alcanza con hacer que Mado use remeras de Metallica o Iron Maiden y mastique chicles con la boca abierta para emular la conducta adolescente. El resultado siempre está más cerca del ridículo que de la risa.
Saglio parece haber querido meter todo dentro de su película. Desde el humor más inocente a través de un cachorrito que mira perritas en una tablet, hasta un empleado de hospital que se encarga de hacerle espacio al humor negro. En este caso los extremos se tocan en el fracaso: ninguno de estos recursos consigue estimular la gracia. También hay un problema de casting que afecta al verosímil, porque tanto Binoche como Camille Cottin (Avril) tienen casi 10 años más que sus personajes y el detalle no es menor. Ver a Binoche embarazada casi a los 55 más que comedia es ciencia ficción.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
viernes, 3 de agosto de 2018
CINE - "Ata tu arado a una estrella", de Carmen Guarini: El fantasma de Birri
El hombre, de barba casi blanca y muy larga, recoge algunas cosas antes de dejar la casa. Luego sale y cierra la puerta con llave, aunque reconoce que se trata de una costumbre innecesaria. “Solamente tengo libros y nadie roba libros. Ojalá los robaran”, dice. Enseguida cuenta la historia de un hombre que olvidó tres diccionarios en la puerta de su casa y que al volver apurado, temiendo que alguien pudiera habérselos llevado, encontró cuatro diccionarios en lugar de tres. El chiste disfrazado de anécdota con el que Carmen Guarini decide abrir su documental Ata tu arado a una estrella, cumple además con el objetivo de funcionar como carta de presentación perfecta para el utopista empedernido que protagoniza la película. Se trata de Fernando Birri, cineasta argentino, al cual se considera virtual padre del Nuevo Cine Latinoamericano, fundador de la escuela de cine de Santa Fe y de la prestigiosa escuela de cine de San Antonio de los Baños, en Cuba.
La primera mitad de Ata tu arado a una estrella está construida con material de archivo. Una especie de “detrás de cámara” que la propia Guarini rodo en 1998 siguiendo a Birri, quien entonces filmaba un documental para la televisión de Leipzig, en el que intentaba mensurar el estado de las utopías a 30 años de la muerte del Ché Guevara. En esas imágenes se ve a un Birri ya grande pero de espíritu todavía joven, dialogando sobre el tema con figuras de la talla de Ernesto Sabato, León Ferrari, Eduardo Galeano y Osvaldo Bayer. Algunos de esos diálogos, reproducidos de forma muy parcial en la película, consiguen de todas formas ser significativos, en tanto tuvieron lugar en una Argentina que marchaba con decisión a la mayor crisis de su Historia moderna, la que comenzó en diciembre de 2001. “Hoy palabras como utopía, amor, revolución o solidaridad son completamente demodé, están fuera de onda”, dice Birri en alguna de esas charlas y su voz suena profética.
El recorrido que traza el relato de Guarini hace una parada intermedia en la escuela de San Antonio de los Baños, donde Birri es venerado. En ese itinerario por las instalaciones, la directora se detiene un rato largo ante la vista que le entrega la ventana de la que fuera la oficina de Birri durante su gestión al frente de la institución. En off, una voz femenina con acento cubano sostiene que esa hermosa escena rural a la vera de un arroyo explica por qué un hombre ya grande como Birri había insistido en montar su oficina en el cuarto piso. Lo que esa mujer no tiene forma de saber es que ese paisaje tranquilamente podría ser una postal santafecina, de su querido pueblo de Rincón, donde 20 años antes el propio Birri imaginó para sí mismo un sepelio festivo y surrealista, en el que sus amigos y una murga acompañarían sus cenizas hasta el río Uguajay. Una conexión que el propio cineasta parece confirmar cuando en una escena rodada poco antes de su muerte, ocurrida el 27 de diciembre de 2017, hable de sus exilios y del dolor de estar lejos.
El tramo final de la película transcurre en Roma, ciudad donde Birri pasó sus últimos años: ahí Guarini tiene la última charla con el protagonista de su película. “Soy una fantasmagoría y ustedes me están reconstruyendo”, dice Birri. “Me alegra que crean que estoy con ustedes, pero cuando se vayan me encierro en mi cuarto y desaparezco”. Justo antes el viejo director jugaba en escena con el muñeco mecánico de un fantasmita bailarín: son detalles como ese los que confirman el buen ojo de Guarini. Esa idea en torno de la ausencia se complementa con las imágenes que el propio Birri toma de su casa con una camarita GoPro que le deja Guarini. En ellas muestra los objetos, los muebles y las plantas que ocupan cada espacio pero él, más allá de algún dedo fantasmal que cada tanto se cuela en el cuadro, jamás aparece.
Solo al final, en unas escenas captadas desde un extremo contrapicado, Birri se filma a sí mismo deambulando por la casa, como un espíritu que revisa que todo haya quedado en orden justo antes de partir. Y después la película termina. Curiosamente la muerte de Birri ocurrió apenas un mes después de que Ata tu arado a una estrella tuviera su estreno mundial casi en simultaneo en los festivales de cine de Mar del Plata y La Havana. En el recorrido que la película traza, Guarini consigue darle forma a este modesto pero emotivo retrato de un hombre obsesionado con las utopías, que soñaba con un mundo en el que la gente ojalá robara libros.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
La primera mitad de Ata tu arado a una estrella está construida con material de archivo. Una especie de “detrás de cámara” que la propia Guarini rodo en 1998 siguiendo a Birri, quien entonces filmaba un documental para la televisión de Leipzig, en el que intentaba mensurar el estado de las utopías a 30 años de la muerte del Ché Guevara. En esas imágenes se ve a un Birri ya grande pero de espíritu todavía joven, dialogando sobre el tema con figuras de la talla de Ernesto Sabato, León Ferrari, Eduardo Galeano y Osvaldo Bayer. Algunos de esos diálogos, reproducidos de forma muy parcial en la película, consiguen de todas formas ser significativos, en tanto tuvieron lugar en una Argentina que marchaba con decisión a la mayor crisis de su Historia moderna, la que comenzó en diciembre de 2001. “Hoy palabras como utopía, amor, revolución o solidaridad son completamente demodé, están fuera de onda”, dice Birri en alguna de esas charlas y su voz suena profética.
El recorrido que traza el relato de Guarini hace una parada intermedia en la escuela de San Antonio de los Baños, donde Birri es venerado. En ese itinerario por las instalaciones, la directora se detiene un rato largo ante la vista que le entrega la ventana de la que fuera la oficina de Birri durante su gestión al frente de la institución. En off, una voz femenina con acento cubano sostiene que esa hermosa escena rural a la vera de un arroyo explica por qué un hombre ya grande como Birri había insistido en montar su oficina en el cuarto piso. Lo que esa mujer no tiene forma de saber es que ese paisaje tranquilamente podría ser una postal santafecina, de su querido pueblo de Rincón, donde 20 años antes el propio Birri imaginó para sí mismo un sepelio festivo y surrealista, en el que sus amigos y una murga acompañarían sus cenizas hasta el río Uguajay. Una conexión que el propio cineasta parece confirmar cuando en una escena rodada poco antes de su muerte, ocurrida el 27 de diciembre de 2017, hable de sus exilios y del dolor de estar lejos.
El tramo final de la película transcurre en Roma, ciudad donde Birri pasó sus últimos años: ahí Guarini tiene la última charla con el protagonista de su película. “Soy una fantasmagoría y ustedes me están reconstruyendo”, dice Birri. “Me alegra que crean que estoy con ustedes, pero cuando se vayan me encierro en mi cuarto y desaparezco”. Justo antes el viejo director jugaba en escena con el muñeco mecánico de un fantasmita bailarín: son detalles como ese los que confirman el buen ojo de Guarini. Esa idea en torno de la ausencia se complementa con las imágenes que el propio Birri toma de su casa con una camarita GoPro que le deja Guarini. En ellas muestra los objetos, los muebles y las plantas que ocupan cada espacio pero él, más allá de algún dedo fantasmal que cada tanto se cuela en el cuadro, jamás aparece.
Solo al final, en unas escenas captadas desde un extremo contrapicado, Birri se filma a sí mismo deambulando por la casa, como un espíritu que revisa que todo haya quedado en orden justo antes de partir. Y después la película termina. Curiosamente la muerte de Birri ocurrió apenas un mes después de que Ata tu arado a una estrella tuviera su estreno mundial casi en simultaneo en los festivales de cine de Mar del Plata y La Havana. En el recorrido que la película traza, Guarini consigue darle forma a este modesto pero emotivo retrato de un hombre obsesionado con las utopías, que soñaba con un mundo en el que la gente ojalá robara libros.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 2 de agosto de 2018
CINE - "Los hambrientos" (Les affamés), de Robin Aubert: Canadá de los muertos
Si se la evaluara por la cantidad de premios y nominaciones que recibió en su país, podría concluirse que Los hambrientos, de Robin Aubert, es una de las mejores películas canadienses de 2017. O la mejor, si lo que se tuviera en cuenta fuera la parcialidad francoparlante del enorme país norteamericano. Y aunque a veces los premios pueden generar desconfianza, en esta oportunidad le hacen justicia a esta interesante reversión del mito zombi, creado por George A. Romero en La noche de los muertos vivos (1968) y ambientado para la ocasión en las afueras de un pueblito rural del Canadá profundo. Es cierto que es cada vez más difícil obtener una forma novedosa del molde del zombi, que en tantas ocasiones ha sido aprovechado con fines meramente xerográficos, pero que también ha tenido no pocas relecturas y rescrituras inteligentes. Los hambrientos es una de estas últimas.
Sin embargo, en su punto de partida la película no se aparta de las convenciones del género. Alguna causa que permanecerá inexplicada ha esparcido una epidemia que devuelve los muertos a la vida, infundiéndoles al mismo tiempo una voracidad que solo puede ser saciada con carne humana. En ese contexto un grupo de vecinos de un pueblo de campo quedan aislados y tratan de sobrevivir. Se trata de un encierro a cielo abierto, ya que la distancia que los separa de los centros urbanos es grande. Esa amplitud espacial podría ser una ventaja si los zombis de Los hambrientos se apegaran al modelo romeriano, de andar lento y dificultoso. Pero a diferencia de eso, acá los muertos son capaces de correr, volviendo a achicar los espacios hasta convertir al campo en una caja de la que no es fácil salir.
Pero esa no es la única diferencia entre los zombis de Romero y los de Aubert. Uno de los elementos que la hacen particular es que lejos de la inconsciencia absoluta o de la conducta meramente pulsional, en Los hambrientos los muertos vivientes manifiestan algunos rasgos de inteligencia. No se trata de una inteligencia regresiva, en la que el zombi es capaz de recuperar parte de la tradición cultural que perdió al morir junto con la condición humana, como ocurría con Bub, el zombi inteligente de El día de los muertos (1985, también de Romero). Se trata de una forma particular de inteligencia ligada a su nuevo estado, que les permite a los zombis generar una proto-organización. Dicha inteligencia zombi se manifiesta por un lado en una especie de estrategia para cazar humanos. Por el otro, en una novedosa capacidad para construir una serie de estructuras en forma de extrañas torres, reutilizando objetos que han pasado a ser inútiles para ellos, como sillas o juguetes. En torno de estas los muertos vivos se reúnen en silencio e inmóviles, generando una atmósfera que evoca a la de los ritos religiosos.
En cuanto al tratamiento narrativo y cinematográfico, Los hambrientos tampoco se conforma con acumular despanzurramientos, voladuras de cabezas, persecuciones o escenas de encierro en las que los humanos se atrincheran para rechazar a ese otro colectivo. Aubert echa mano a recursos como el humor, al que le adjudica un valor de resistencia, un último recurso en el que lo humano también se atrinchera para ponerse a salvo del ataque de lo alienante. Al mismo tiempo aprovecha los momentos rituales en los que los zombis se reúnen en torno de sus tótems, o las largas caminatas de los sobrevivientes a campo traviesa para generar un clima que, sin dejar de ser tenso, le aporta a la película unos cuantos momentos contemplativos que la acercan a cierta estética de cine independiente. Es cierto que no es la primera película en proponer estos movimientos, pero los realiza de forma eficiente.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Sin embargo, en su punto de partida la película no se aparta de las convenciones del género. Alguna causa que permanecerá inexplicada ha esparcido una epidemia que devuelve los muertos a la vida, infundiéndoles al mismo tiempo una voracidad que solo puede ser saciada con carne humana. En ese contexto un grupo de vecinos de un pueblo de campo quedan aislados y tratan de sobrevivir. Se trata de un encierro a cielo abierto, ya que la distancia que los separa de los centros urbanos es grande. Esa amplitud espacial podría ser una ventaja si los zombis de Los hambrientos se apegaran al modelo romeriano, de andar lento y dificultoso. Pero a diferencia de eso, acá los muertos son capaces de correr, volviendo a achicar los espacios hasta convertir al campo en una caja de la que no es fácil salir.
Pero esa no es la única diferencia entre los zombis de Romero y los de Aubert. Uno de los elementos que la hacen particular es que lejos de la inconsciencia absoluta o de la conducta meramente pulsional, en Los hambrientos los muertos vivientes manifiestan algunos rasgos de inteligencia. No se trata de una inteligencia regresiva, en la que el zombi es capaz de recuperar parte de la tradición cultural que perdió al morir junto con la condición humana, como ocurría con Bub, el zombi inteligente de El día de los muertos (1985, también de Romero). Se trata de una forma particular de inteligencia ligada a su nuevo estado, que les permite a los zombis generar una proto-organización. Dicha inteligencia zombi se manifiesta por un lado en una especie de estrategia para cazar humanos. Por el otro, en una novedosa capacidad para construir una serie de estructuras en forma de extrañas torres, reutilizando objetos que han pasado a ser inútiles para ellos, como sillas o juguetes. En torno de estas los muertos vivos se reúnen en silencio e inmóviles, generando una atmósfera que evoca a la de los ritos religiosos.
En cuanto al tratamiento narrativo y cinematográfico, Los hambrientos tampoco se conforma con acumular despanzurramientos, voladuras de cabezas, persecuciones o escenas de encierro en las que los humanos se atrincheran para rechazar a ese otro colectivo. Aubert echa mano a recursos como el humor, al que le adjudica un valor de resistencia, un último recurso en el que lo humano también se atrinchera para ponerse a salvo del ataque de lo alienante. Al mismo tiempo aprovecha los momentos rituales en los que los zombis se reúnen en torno de sus tótems, o las largas caminatas de los sobrevivientes a campo traviesa para generar un clima que, sin dejar de ser tenso, le aporta a la película unos cuantos momentos contemplativos que la acercan a cierta estética de cine independiente. Es cierto que no es la primera película en proponer estos movimientos, pero los realiza de forma eficiente.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.