Una forma de describir a Paranormal, debut tardío de Dennis Bartok (cuyo currículum incluye trabajo como programador de la Cinemateca de Los Angeles por más de una década, un paso breve por el Festival de Tribeca, algunos guiones y hasta periodismo), es como una película de terror cuyo mayor mérito radica en una factura prolija –aún cuando los recursos narrativos que utiliza puedan resultar anticuados— y en la eficacia para montar algún golpe de efecto bien dado, de esos que se ven venir a dos o tres planos de distancia, pero que aún así consiguen que el cuerpo se despegue del asiento. La otra es ir encontrándole una a una todas las costuras e hilos flojos, sobre todo en el guión, que parece más obra de un principiante (y ya se ha dicho que de alguna forma Bartok lo es) que de un director de 53 años, por más debutante que sea.
Esta dualidad tiene que ver con un primer acto (y un poquito más) que alienta a tener paciencia más allá de los lugares comunes. Es que en esos primeros 15 o 20 minutos aquella mentada prolijidad formal se superpone y consigue disimular el trazo grueso, generando la esperanza de que tal vez haya algo más en Paranormal de lo que finalmente resulta haber. Dana es una mujer vital y deportista que queda postrada en una cama de hospital luego de un accidente de tránsito en el que estuvo clínicamente muerta durante unos minutos. La decisión de construir la escena previa y el accidente mismo a través de las distintas cámaras de seguridad que Dana encuentra en el recorrido de su footing matinal, funciona como anuncio de que el recurso de utilizar dispositivos de registro que van más allá de lo tradicional tendrá un lugar importante en la estructura del relato.
En su convalecencia Dana comenzará a sentirse observada pero nadie le creerá. Un clásico. A partir de ahí, por culpa del guión, todo se viene abajo a una velocidad crucero de 24 cuadros por segundo. El marido de Dana es un imbécil que actúa con igual impericia el acto de sostener a su mujer como el de meterle los cuernos. El personaje del psicólogo es digno de una película filmada por adolescentes, apareciendo de la nada en la narración y con una actitud que genera dudas: no se sabe si en realidad es un fantasma, un hijo de puta o un pelotudo. Después de eso no sorprende que la directora del hospital sea una especie de señorita Rottenmeier… El único que zafa es Trevor, el enfermero precarizado que tiene su oficina en el sótano, que se gana el corazón proletario de todos con el bate de aluminio que usa para matar las ratas del nosocomio. Él será el único que creerá que la amenaza que siente Dana es real. La tensión entre ella, su marido, la hija y la amante, justo antes de que se desate la previsible carnicería, hace que sobre el final renazca la esperanza. Por un instante alguno creerá que el miedo puede ser metáfora de otra cosa, que el monstruo no es más que un McGuffin para ocultar una monstruosidad doméstica mayor. Pero no, la verdad es que no hay nada más.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
viernes, 29 de junio de 2018
jueves, 28 de junio de 2018
CINE - "Gringo, Se busca vivo o muerto", de Nash Edgerton: El cine canchero
Comedia de acción de pretensión irreverente y actitud canchera, la película Gringo, del australiano Nash Edgerton –a la que para su estreno en Latinoamérica se le agregó un aclaratorio tagline, una mala costumbre de la región–, apenas consigue alcanzar con lo justo esos dos objetivos que parecen motorizarla. En línea con algunos trabajos de los hermanos Coen (como Quémese después de leer, de 2008) o de Martin McDonagh (en particular Siete psicópatas, de 2012), el film de Edgerton también utiliza a la ironía, el sarcasmo y la incorrección política como herramientas para construir un fresco social despiadado al que se intenta hacer pasar por crítico. Una de esas historias que se esfuerzan para que ninguno de los personajes salga del todo bien parado, un poco para abonar a una sensación general de desquicio (aunque en el fondo se perciba que solo se trata de aleccionarlos y hacerles pagar por la maldad intrínseca a la que el guión los condena), y otro poco para dejarle a los espectadores una moraleja que les permita irse contentos a casa.
De forma un poco tosca y a riesgo de ser acusada de maniquea, Gringo divide al universo en mitades: de un lado la inocencia, del otro la desidia. En la primera está Harold Soyinka, el protagonista, un inmigrante nigeriano que ha conseguido un cargo gerencial en una empresa farmacéutica gracias a que Richard Rusk, uno de los dueños, es su amigo. En la otra todos los demás, que o bien son unos inescrupulosos, como el propio Richard y su socia Elaine; o bien oscilan entre el bien y el mal, pero con una marcada tendencia a errar siempre en las decisiones que toman. A Harold no le va del todo bien, aunque en teoría cuenta con los medios como para ser feliz. Está enamorado de su esposa, aunque la empresita de ella haya puesto los números familiares en rojo; tiene un buen trabajo pero puede perderlo, porque acaba de enterarse que la empresa se prepara para una fusión. Y Richard, su amigo, no solo se lo niega, sino que se mete en su área y decide viajar con él y con Elaine (quien lo desprecia), para controlar en persona la filial mexicana de la compañía.
De forma previsible, al cruzar la frontera el guion replica ese gran Otro que la cultura mexicana encarna para el imaginario estadounidense, en donde tampoco hay nada que rescatar. Elemental en su mirada del mundo y en su forma de retratar la realidad, incluso en los términos de una farsa, Gringo lleva su reduccionismo binario al extremo. No hay uno solo de los personajes que rodean a Harold que no lo lastime, pero él siempre se entera tarde, con excepción de una joven tan inocente como él, que está en México porque su novio fue a buscar droga y ella no lo sabe. Una subtrama molesta, no solo porque se vincula a la fuerza con el relato central, sino porque evidencia la intención del guion de crear caos a cualquier costo. Sobreactuada y excesiva por donde se la mire, Gringo no solo peca de guaranguería cinematográfica sino que incluso como comedia tampoco resulta demasiado graciosa.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
De forma un poco tosca y a riesgo de ser acusada de maniquea, Gringo divide al universo en mitades: de un lado la inocencia, del otro la desidia. En la primera está Harold Soyinka, el protagonista, un inmigrante nigeriano que ha conseguido un cargo gerencial en una empresa farmacéutica gracias a que Richard Rusk, uno de los dueños, es su amigo. En la otra todos los demás, que o bien son unos inescrupulosos, como el propio Richard y su socia Elaine; o bien oscilan entre el bien y el mal, pero con una marcada tendencia a errar siempre en las decisiones que toman. A Harold no le va del todo bien, aunque en teoría cuenta con los medios como para ser feliz. Está enamorado de su esposa, aunque la empresita de ella haya puesto los números familiares en rojo; tiene un buen trabajo pero puede perderlo, porque acaba de enterarse que la empresa se prepara para una fusión. Y Richard, su amigo, no solo se lo niega, sino que se mete en su área y decide viajar con él y con Elaine (quien lo desprecia), para controlar en persona la filial mexicana de la compañía.
De forma previsible, al cruzar la frontera el guion replica ese gran Otro que la cultura mexicana encarna para el imaginario estadounidense, en donde tampoco hay nada que rescatar. Elemental en su mirada del mundo y en su forma de retratar la realidad, incluso en los términos de una farsa, Gringo lleva su reduccionismo binario al extremo. No hay uno solo de los personajes que rodean a Harold que no lo lastime, pero él siempre se entera tarde, con excepción de una joven tan inocente como él, que está en México porque su novio fue a buscar droga y ella no lo sabe. Una subtrama molesta, no solo porque se vincula a la fuerza con el relato central, sino porque evidencia la intención del guion de crear caos a cualquier costo. Sobreactuada y excesiva por donde se la mire, Gringo no solo peca de guaranguería cinematográfica sino que incluso como comedia tampoco resulta demasiado graciosa.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
domingo, 24 de junio de 2018
MUSICA - A 83 años de la trágica muerte de Carlos Gardel: Último vuelo del Zorzal
Era una tarde fría de lunes cuando la noticia empezó a esparcirse por toda Buenos Aires, saltando de boca en boca. Como ocurre con el huevo y la gallina, es imposible saber si fue la radio, que por entonces pasaba por una de sus épocas doradas, o si fueron las tapas de los diarios vespertinos las responsables de dar por primera vez la infausta novedad. Ahora toda la ciudad lloraba la más dolorosa e inesperada despedida, la de su hijo dilecto, aquel al que había adoptado sin preguntar ni su origen ni el linaje de su cuna. Algunas horas antes, exactamente a las 15:05, hora de Medellín, el trimotor Ford matrícula F-31 de la compañía aérea SACO (Servicio Aéreo Colombiano) en el que viajaba Carlos Gardel junto a su famoso letrista Alfredo Le Pera, algunos músicos de su orquesta, su secretario, su profesor de inglés y hasta un representante de los estudios de cine Paramount, se estrelló en la pista del aeropuerto de la ciudad colombiana con un avión de iguales características, pero de una empresa competidora, que aguardaba a un costado para efectuar su despegue. Ambas naves se prendieron fuego de inmediato y fue un horror. Un total de 17 personas murieron ahí: Gardel y otros siete pasajeros de su avión, más los siete del otro fallecieron en el acto. Otros dos acompañantes del cantante argentino murieron en las horas posteriores al accidente a casusa de las heridas. Apenas hubo tres sobrevivientes, todos ellos compañeros de vuelo del Zorzal Criollo. No fueron pocos los porteños que enseguida sacaron las cuentas y haciendo los cuernitos con lágrimas en los ojos le echaron la culpa al desgraciado número 13.
La muerte de Carlos Gardel, ocurrida en aquel accidente aéreo que tuvo lugar el 24 de junio de 1935, forma parte del inconsciente colectivo de los argentinos como pocas otras. Tal vez solo las de Eva y Juan Domingo Perón estén por encima de la del Morocho del Abasto si se las mide por el dolor masivo que causaron entre los argentinos. O tal vez no, porque la figura de Gardel siempre estuvo libre de las dicotomías políticas que polarizaban los sentimientos de la gente hacia la pareja presidencial más famosa de la historia argentina. En ese sentido, que Gardel canta cada día mejor fue y sigue siendo una verdad que casi nadie se atreve a negar.
Al momento del accidente Gardel ya había hecho méritos de sobra para alcanzar la estatura de mito viviente. Se lo consideraba la mayor estrella musical del continente americano, con alrededor de 770 discos grabados, unas 120 canciones compuestas y más de 20 películas (entre largos y cortometrajes), toda ellas rodadas en Buenos Aires, París y Nueva York. Tampoco era la primera vez que el cantante y su troupe se embarcaban en una gira como aquella en la que encontró la muerte, que por la cantidad de shows realizados haría empalidecer hasta la popularidad de los Rolling Stones. Sin embargo fue aquella muerte trágica la que lo volvió automáticamente inmortal.
Pero aquel hecho no sólo golpeó los corazones de sus compatriotas, sino que provocó una congoja que se extendió de norte a sur por toda América. Para probarlo alcanza con releer las crónicas periodísticas de la época, publicadas en los periódicos de las ciudades en las que los restos fueron haciendo escala a lo largo del interminable e insólito viaje de regreso al país tras un periplo continental de casi dos meses desde su exhumación hasta su llegada a Buenos Aires. Según las mismas los restos de Gardel fueron velados por más de una semana y con gran concurrencia de público en una casa funeraria de Nueva York, ciudad a la que habían llegado el 7 de enero de 1936 en una escala previa a ser embarcados en el vapor Pan América que lo traería hasta Buenos Aires, pasando antes por Rio de Janeiro y Montevideo. Según el diario The New York Times, el 5 de febrero de 1936 eran 20 mil los porteños que recibieron al cantante en el puerto de la ciudad. Una multitud en la que, según se indica, “se destacaba la concurrencia del elemento femenino, la mayor parte de las cuales ostentan ramos de flores para rendir así tributo" al artista venerado.
El cuerpo fue llevado en carroza hasta el Luna Park, por entonces el estadio cubierto más grande de Sudamérica, donde pasaron la noche antes de ser trasladados al cementerio de la Chacarita, aunque ese no sería su destino definitivo. Un año después las autoridades de la necrópolis decidieron darle la parcela doble que aún ocupa, en la que fue depositado el 7 de noviembre de 1937. Habían pasado casi dos años y medio desde el día del accidente en Medellín, del que hoy se cumplen 83 años.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
La muerte de Carlos Gardel, ocurrida en aquel accidente aéreo que tuvo lugar el 24 de junio de 1935, forma parte del inconsciente colectivo de los argentinos como pocas otras. Tal vez solo las de Eva y Juan Domingo Perón estén por encima de la del Morocho del Abasto si se las mide por el dolor masivo que causaron entre los argentinos. O tal vez no, porque la figura de Gardel siempre estuvo libre de las dicotomías políticas que polarizaban los sentimientos de la gente hacia la pareja presidencial más famosa de la historia argentina. En ese sentido, que Gardel canta cada día mejor fue y sigue siendo una verdad que casi nadie se atreve a negar.
Al momento del accidente Gardel ya había hecho méritos de sobra para alcanzar la estatura de mito viviente. Se lo consideraba la mayor estrella musical del continente americano, con alrededor de 770 discos grabados, unas 120 canciones compuestas y más de 20 películas (entre largos y cortometrajes), toda ellas rodadas en Buenos Aires, París y Nueva York. Tampoco era la primera vez que el cantante y su troupe se embarcaban en una gira como aquella en la que encontró la muerte, que por la cantidad de shows realizados haría empalidecer hasta la popularidad de los Rolling Stones. Sin embargo fue aquella muerte trágica la que lo volvió automáticamente inmortal.
Pero aquel hecho no sólo golpeó los corazones de sus compatriotas, sino que provocó una congoja que se extendió de norte a sur por toda América. Para probarlo alcanza con releer las crónicas periodísticas de la época, publicadas en los periódicos de las ciudades en las que los restos fueron haciendo escala a lo largo del interminable e insólito viaje de regreso al país tras un periplo continental de casi dos meses desde su exhumación hasta su llegada a Buenos Aires. Según las mismas los restos de Gardel fueron velados por más de una semana y con gran concurrencia de público en una casa funeraria de Nueva York, ciudad a la que habían llegado el 7 de enero de 1936 en una escala previa a ser embarcados en el vapor Pan América que lo traería hasta Buenos Aires, pasando antes por Rio de Janeiro y Montevideo. Según el diario The New York Times, el 5 de febrero de 1936 eran 20 mil los porteños que recibieron al cantante en el puerto de la ciudad. Una multitud en la que, según se indica, “se destacaba la concurrencia del elemento femenino, la mayor parte de las cuales ostentan ramos de flores para rendir así tributo" al artista venerado.
El cuerpo fue llevado en carroza hasta el Luna Park, por entonces el estadio cubierto más grande de Sudamérica, donde pasaron la noche antes de ser trasladados al cementerio de la Chacarita, aunque ese no sería su destino definitivo. Un año después las autoridades de la necrópolis decidieron darle la parcela doble que aún ocupa, en la que fue depositado el 7 de noviembre de 1937. Habían pasado casi dos años y medio desde el día del accidente en Medellín, del que hoy se cumplen 83 años.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
TELEVISION - "Limbo", de Fabián Forte: Solos en el ciberespacio
Signo de los tiempos que corren, en la actualidad el verbo vivir se ha convertido en un concepto cada vez más difícil de definir. Como si se tratara de un plano inclinado en el que un líquido corre indefectiblemente en el sentido que le impone la pendiente, así la vida en el siglo XXI parece estar desplazándose progresivamente del terreno de lo concreto hacia el ámbito ilusorio de la llamada vida virtual. Ya no es necesario citarse en una esquina para encontrarse con alguien, sino que alcanza con tipear una contraseña en la pantalla de inicio de alguna red social, para acceder a una conversación que excede por mucho los cuatro o cinco asientos de las mesas de café donde hasta no hace mucho la gente se juntaba a charlar. Facebook, Twitter, Whatsapp, Skype, Instagram, Pinterest, Youtube, Renren, Tinder, Grinder, Soundcloud, Badoo y un etcétera que puede abarcar varias líneas, se han convertido en universos paralelos que nada tienen que envidiarle a la ciencia ficción. En ellos cada quién puede jugar a ser su propio Dios, reconstruyéndose a imagen y semejanza de lo que se le ocurra. Ante esta migración de lo real a lo virtual, no es extraño que de a poco también comiencen a aparecer narraciones que busquen dar cuenta del fenómeno, utilizando los recursos propios de esos espacios. La microserie Limbo, que se estrena el lunes 25 de junio en Playz, la plataforma de contenidos online de la RTVE (Radio y Televisión Española), es un ejemplo de cómo aprovechar todos estos recursos con ingenio y de forma visualmente novedosa.
Coproducida por la RTVE y el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA), con dirección del cineasta argentino Fabián Forte, Limbo utiliza el formato de las series web para contar una historia que transcurre íntegramente en el reducido marco digital de las pantallas que los protagonistas utilizan para comunicarse entre sí. A partir de esa idea y combinando elementos del drama, el thriller y el terror, la serie pone en escena el romance a distancia que mantienen Lidia y Wally. Ella es una joven actriz española que ha comprado una casa ubicada en un pueblito ibérico que perteneció a la familia de él, un montajista argentino que vive en una ciudad de la Patagonia.
Como en las viejas novelas románticas en las que los protagonistas podían enamorarse por carta, conociendo del otro apenas su prosa y su caligrafía, Lidia y Wally comienzan a atraerse a través de los videochats que mantienen para que él le revele algunos de los secretos del viejo caserón en el que ahora habita ella. Así se irán seduciendo, entre charlas, bromas y confesiones, mientras el espectador ve las imágenes en las pantallas de sus computadoras, una dentro de la otra. Pero al mismo tiempo que este romance virtual va tomando forma, un segundo relato misterioso comienza a crecer a través de indicios (ella cree escuchar voces dentro de la casa misma) y de a poco va adueñándose de la narración a medida que los capítulos avanzan. Algo que ocurre con rapidez, ya la serie es breve, compuesta sólo por ocho capítulos que son aún más cortos, con una duración promedio de entre siete y ocho minutos.
La forma progresiva en que esa segunda línea va ensombreciendo la luminosa e inocente historia de amor de Lidia y Wally tiene un correlato formal. Mientras los rostros de los protagonistas ocupan casi la totalidad de sus pantallas de chat, será en el territorio de las capas posteriores de planos generalmente fijos (aunque a veces Lidia se traslada llevando su notebook por los diferentes ambientes de la casa) donde comenzarán a tener lugar extraños movimientos y apariciones fugaces. Forte aprovecha el guión de Nicolás Britos, rico en detalles que se sirven tanto de lo sonoro como de la profundidad y del fuera de campo, para generar intriga y entrelazar ambas historias, usando a la primera, la más evidente por ocurrir en primer plano, como una distracción para los movimientos importantes que tienen lugar de fondo. Metáfora del mundo real, este dispositivo bien podría ser leído como una declaración de principios. “La vida es aquello que nos pasa por detrás mientras respondemos mensajes en Facebook”, parece ser la conclusión.
Actuada sólidamente por el argentino Demián Salomón y los españoles Ingrid García Jonsson y Eloy Azorín, ya desde el título la serie parece aludir a ese espacio ambiguo entre realidad y ficción que es el universo digital. Un medio que genera una engañosa sensación de proximidad, cuya fantasía se vuelve tangible cuando empiezan a mandar las reglas de la vida real. En la serie esto se volverá evidente en el momento en que uno de los personajes necesite de la presencia física del otro, pero la realidad les imponga por la fuerza esos 12 mil kilómetros que los separan. Forte confirma que “una de las claves de Limbo se encuentra en sostener esa imposibilidad de Wally de poder ayudar a Lidia”, cuando dos circunstancias (una sobrenatural y la otra muy concreta) se convierten en una amenaza para ella. Una distancia que “comienza a tener más peso a lo largo de los capítulos”. “Apostamos a crear esa angustia”, sostiene el director. Es que más allá de las historias que se cruzan, Limbo pone en evidencia ese engaño que provocan las redes sociales y los canales de la comunicación digital. Curiosamente el verdadero terror, ese que como espectador se siente más real, surge de la repentina revelación de que tal proximidad es una ficción y que él otro nunca estuvo tan lejos como cuando se revela la necesidad de su presencia.
El puntal que sostiene la tensión del relato es el uso del suspenso, dosificado capítulo a capítulo a través de escenas clave ubicadas estratégicamente dentro del esquema narrativo de cada uno. Para Forte, director de películas como La corporación (2012), El muerto cuenta su historia (2016) o ¡Malditos sean! (2011, codirigida junto a Demián Rugna, montajista de Limbo), es ahí donde se encuentra el otro secreto de la eficacia de la serie. “El trabajo con el suspenso ya estaba establecido por Brito en el guion de manera inteligente, no sólo como idea sino a través de una estructura creativa de producción”, dice. El director cree además que esa idea de “contar la relación entre Lidia y Wally desde las cámaras de sus notebooks o de sus celulares, sin mentiras de montaje ni música que acompañe el clima dramático o el suspenso”, convierten a la serie una experiencia más intensa. Versión novedosa del género del found footage, muy popular en el cine de terror, Forte afirma que “la idea estética fue tratar de ser crudos y realistas, como si extrajésemos las videollamadas reales de dos personas que se conocen vía Skype”. Más allá del elemento fantástico, esa ilusión de estar viendo la realidad provoca una sensación de voyeurismo que no es frecuente ni en el cine ni en la televisión.
Los ocho capítulos de Limbo, que recibió el 1º Premio en el Concurso Nacional de Producción de Series Web de Ficción del INCAA, estarán disponibles de forma gratuita a partir del lunes 25 de junio en Playz.es, la plataforma online de contenidos digitales que RTVE lanzó en octubre pasado y ya tiene más de 25 millones de visualizaciones en todo el mundo.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Coproducida por la RTVE y el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA), con dirección del cineasta argentino Fabián Forte, Limbo utiliza el formato de las series web para contar una historia que transcurre íntegramente en el reducido marco digital de las pantallas que los protagonistas utilizan para comunicarse entre sí. A partir de esa idea y combinando elementos del drama, el thriller y el terror, la serie pone en escena el romance a distancia que mantienen Lidia y Wally. Ella es una joven actriz española que ha comprado una casa ubicada en un pueblito ibérico que perteneció a la familia de él, un montajista argentino que vive en una ciudad de la Patagonia.
Como en las viejas novelas románticas en las que los protagonistas podían enamorarse por carta, conociendo del otro apenas su prosa y su caligrafía, Lidia y Wally comienzan a atraerse a través de los videochats que mantienen para que él le revele algunos de los secretos del viejo caserón en el que ahora habita ella. Así se irán seduciendo, entre charlas, bromas y confesiones, mientras el espectador ve las imágenes en las pantallas de sus computadoras, una dentro de la otra. Pero al mismo tiempo que este romance virtual va tomando forma, un segundo relato misterioso comienza a crecer a través de indicios (ella cree escuchar voces dentro de la casa misma) y de a poco va adueñándose de la narración a medida que los capítulos avanzan. Algo que ocurre con rapidez, ya la serie es breve, compuesta sólo por ocho capítulos que son aún más cortos, con una duración promedio de entre siete y ocho minutos.
La forma progresiva en que esa segunda línea va ensombreciendo la luminosa e inocente historia de amor de Lidia y Wally tiene un correlato formal. Mientras los rostros de los protagonistas ocupan casi la totalidad de sus pantallas de chat, será en el territorio de las capas posteriores de planos generalmente fijos (aunque a veces Lidia se traslada llevando su notebook por los diferentes ambientes de la casa) donde comenzarán a tener lugar extraños movimientos y apariciones fugaces. Forte aprovecha el guión de Nicolás Britos, rico en detalles que se sirven tanto de lo sonoro como de la profundidad y del fuera de campo, para generar intriga y entrelazar ambas historias, usando a la primera, la más evidente por ocurrir en primer plano, como una distracción para los movimientos importantes que tienen lugar de fondo. Metáfora del mundo real, este dispositivo bien podría ser leído como una declaración de principios. “La vida es aquello que nos pasa por detrás mientras respondemos mensajes en Facebook”, parece ser la conclusión.
Actuada sólidamente por el argentino Demián Salomón y los españoles Ingrid García Jonsson y Eloy Azorín, ya desde el título la serie parece aludir a ese espacio ambiguo entre realidad y ficción que es el universo digital. Un medio que genera una engañosa sensación de proximidad, cuya fantasía se vuelve tangible cuando empiezan a mandar las reglas de la vida real. En la serie esto se volverá evidente en el momento en que uno de los personajes necesite de la presencia física del otro, pero la realidad les imponga por la fuerza esos 12 mil kilómetros que los separan. Forte confirma que “una de las claves de Limbo se encuentra en sostener esa imposibilidad de Wally de poder ayudar a Lidia”, cuando dos circunstancias (una sobrenatural y la otra muy concreta) se convierten en una amenaza para ella. Una distancia que “comienza a tener más peso a lo largo de los capítulos”. “Apostamos a crear esa angustia”, sostiene el director. Es que más allá de las historias que se cruzan, Limbo pone en evidencia ese engaño que provocan las redes sociales y los canales de la comunicación digital. Curiosamente el verdadero terror, ese que como espectador se siente más real, surge de la repentina revelación de que tal proximidad es una ficción y que él otro nunca estuvo tan lejos como cuando se revela la necesidad de su presencia.
El puntal que sostiene la tensión del relato es el uso del suspenso, dosificado capítulo a capítulo a través de escenas clave ubicadas estratégicamente dentro del esquema narrativo de cada uno. Para Forte, director de películas como La corporación (2012), El muerto cuenta su historia (2016) o ¡Malditos sean! (2011, codirigida junto a Demián Rugna, montajista de Limbo), es ahí donde se encuentra el otro secreto de la eficacia de la serie. “El trabajo con el suspenso ya estaba establecido por Brito en el guion de manera inteligente, no sólo como idea sino a través de una estructura creativa de producción”, dice. El director cree además que esa idea de “contar la relación entre Lidia y Wally desde las cámaras de sus notebooks o de sus celulares, sin mentiras de montaje ni música que acompañe el clima dramático o el suspenso”, convierten a la serie una experiencia más intensa. Versión novedosa del género del found footage, muy popular en el cine de terror, Forte afirma que “la idea estética fue tratar de ser crudos y realistas, como si extrajésemos las videollamadas reales de dos personas que se conocen vía Skype”. Más allá del elemento fantástico, esa ilusión de estar viendo la realidad provoca una sensación de voyeurismo que no es frecuente ni en el cine ni en la televisión.
Los ocho capítulos de Limbo, que recibió el 1º Premio en el Concurso Nacional de Producción de Series Web de Ficción del INCAA, estarán disponibles de forma gratuita a partir del lunes 25 de junio en Playz.es, la plataforma online de contenidos digitales que RTVE lanzó en octubre pasado y ya tiene más de 25 millones de visualizaciones en todo el mundo.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 21 de junio de 2018
CINE - "El señor de los dinosaurios", de Luciano Zito: El crimen, una puerta al arte
Las primeras imágenes resultan misteriosas: en la oscuridad de la noche, recortadas contra la luz artificial de unos reflectores, en un parque se distinguen con claridad las siluetas de los dinosaurios. La música cavernosa –apenas unas notas graves que se extienden en el tiempo multiplicadas por los efectos de un delay–, crea la atmósfera ideal para que los bramidos de las bestias resuenen con potencia. En las escenas que siguen la luz del día revela las estatuas de tamaño real que forman parte de un parque temático sobre la vida prehistórica ubicado en la ciudad de Castex, en la provincia de La Pampa. Esta obra entre kistch y naif, aunque monumental a su manera, es la puerta de entrada oportuna que encontró el director y guionista Luciano Zito para contar la historia de su creador, el artista Jorge Fortunsky. Él es ese Señor de los dinosaurios al que se alude desde el título de este documental que, a imagen y semejanza del trabajo de Fortunsky, puede ser un poco tosco y hasta cándido, pero en el que se destaca la calidez con que intenta retratar la dura e increíble historia de vida de su protagonista.
Hijo de una familia de clase obrera, durante su adolescencia pueblerina a fines de los años ‘80 Fortunsky comenzó a sentir que su trabajo en el taller mecánico nunca iba a resolver las necesidades básicas de su familia, ni le iba a permitir cumplir ninguno de sus deseos. Esos sentimientos marcaron su entrada a la delincuencia: un poco por desilusión y otro poco por bronca comenzó a cometer pequeños robos que pronto dieron paso a otros más graves. Zito utiliza animaciones para recrear aquel pasado oscuro, mientras que en el presente acompaña a Fortunsky en sus actividades diarias, donde se destaca el trabajo en el taller donde realiza esculturas con materiales como arcilla, hierro o madera, mientras su voz en off recorre su biografía. El director se muestra eficiente a la hora de construir momentos emotivos, como cuando Fortunsky le pide a su madre que lo ayude a recordar el día en que lo liberaron de su primera condena por robo. En cambio su labor es más rudimentaria en materia de puesta en escena y a veces no consigue evitar un tono marcadamente artificial en el registro de lo cotidiano.
Aunque se trata de un retrato de vida, El señor de los dinosaurios es también una exploración que a través de su protagonista intenta dar respuesta, de manera siempre muy sencilla, a preguntas que orbitan en torno de la esencia de lo humano. El crimen y el arte, encarnaciones de lo malo y lo bueno, son los ejes axiales sobre los que se mueve el relato, y también los catalizadores que le permiten al protagonista expresar una sabiduría que no por simple deja de ser profunda. Como cuando afirma que las personas son como las obras de arte, cuya forma final no depende de ellas, sino de un entorno que las modela.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Hijo de una familia de clase obrera, durante su adolescencia pueblerina a fines de los años ‘80 Fortunsky comenzó a sentir que su trabajo en el taller mecánico nunca iba a resolver las necesidades básicas de su familia, ni le iba a permitir cumplir ninguno de sus deseos. Esos sentimientos marcaron su entrada a la delincuencia: un poco por desilusión y otro poco por bronca comenzó a cometer pequeños robos que pronto dieron paso a otros más graves. Zito utiliza animaciones para recrear aquel pasado oscuro, mientras que en el presente acompaña a Fortunsky en sus actividades diarias, donde se destaca el trabajo en el taller donde realiza esculturas con materiales como arcilla, hierro o madera, mientras su voz en off recorre su biografía. El director se muestra eficiente a la hora de construir momentos emotivos, como cuando Fortunsky le pide a su madre que lo ayude a recordar el día en que lo liberaron de su primera condena por robo. En cambio su labor es más rudimentaria en materia de puesta en escena y a veces no consigue evitar un tono marcadamente artificial en el registro de lo cotidiano.
Aunque se trata de un retrato de vida, El señor de los dinosaurios es también una exploración que a través de su protagonista intenta dar respuesta, de manera siempre muy sencilla, a preguntas que orbitan en torno de la esencia de lo humano. El crimen y el arte, encarnaciones de lo malo y lo bueno, son los ejes axiales sobre los que se mueve el relato, y también los catalizadores que le permiten al protagonista expresar una sabiduría que no por simple deja de ser profunda. Como cuando afirma que las personas son como las obras de arte, cuya forma final no depende de ellas, sino de un entorno que las modela.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
domingo, 17 de junio de 2018
CINE y LIBROS - 200 años de "Frankenstein", de Mary Shelley: Historia de una paternidad disfuncional
Es cierto que puede haber algo de paradójico en el hecho de publicar una nota sobre Frankenstein el mismo domingo en que se celebra el día del padre. También es cierto que tal vez no haya nada más oportuno. ¿O acaso hay una mejor forma de leer la novela que volvió inmortal a Mary Shelley que en clave de conflicto entre padre e hijo en el marco de una familia disfuncional? Es obvio que en la superficie de una primera lectura Frankenstein es una historia de miedo, un cuento de monstruos. Así es como nació en aquellas vacaciones a orillas de un lago suizo que el matrimonio feliz que integraban Mary y su marido poeta, Percy Shelley, compartieron con el refinado lord George Byron y su médico personal (y escritor aficionado) John William Polidori. Transcurría el verano de 1816 y según dice la leyenda todos se hospedaron en un viejo castillo alquilado por Byron, la Villa Diodati. Fue él quien durante una de esas noches, a la que no cuesta nada imaginar tormentosa, propuso una desafío competencia en la que cada uno debía escribir una historia macabra.
De ese juego nacieron las dos grandes leyendas de la novela gótica que el siglo XX volvería inmortales. Por un lado El vampiro, la nouvelle del doctor Polidori que resultó una influencia fundamental para que 80 años más tarde Bram Stoker defina para siempre el mito vampírico en Drácula. Por el otro la historia de Víctor Frankenstein, el científico que consigue insuflarle vida al cuerpo de un hombre muerto, escrita por la joven Shelley, que entonces no tenía más de 18 años. Hay una película que recrea aquella noche impregnándola de un halo pesadillesco: se trata de Gothic (1986), del cineasta inglés Ken Russell, en la que Gabriel Byrne interpreta a Lord Byron y Miranda Richardson a Mary Shelley. Frankenstein o el moderno Prometeo, título completo de la novela, se publicó un par de años después, en 1818, hace exactamente dos siglos.
Pero la historia de monstruos no alcanza para explicar la persistencia de esta novela que el cine terminó de instalar en la memoria colectiva, incluyendo menciones directas o indirectas a sus personajes en más de doscientas películas. En sus páginas hay algo más que le ha permitido atravesar estos 200 años con excelente salud. Aquí debe mencionarse su valor como ficción acerca de la avidez creadora del hombre, sobre su ambición por alcanzar ese lugar que las tradiciones religiosas le reservan a Dios. Y más aún, porque la novela de Shelley funciona a la vez como relato mítico cercano a la historia de Babel, pero también como espejo de su tiempo.
Frankenstein se publica en los albores de la Revolución Industrial, al comienzo de una era que estaba a punto de cambiar el mundo radicalmente. En la asombrosa percepción de ese salto tecnológico que estaba por darse se encuentra el núcleo de la novela. De forma primitiva, claro, expresada a través de las herramientas de la literatura fantástica, que más o menos a partir de ahí también empieza a convertirse en el gran oráculo del futuro. No es descabellado pensar en la novela de Shelley como una fantasía científica que, aunque de forma tangencial y lejana, se adelanta a la medicina genética y las técnicas de reproducción asistida, que es lo más lejos que el hombre ha llegado a intervenir en los procesos de la creación de la vida. De ahí a hablar de paternidad hay un pasito.
Porque Frankenstein no es más que el relato de una paternidad traumática y alcanza con una breve sinopsis para comprobarlo. El doctor Frankenstein logra darle vida a un homúnculo formado por restos cadavéricos de diferentes cuerpos. Inicialmente intenta educarlo, pero cuando se da cuenta de la naturaleza contrahecha de su creación, la rechaza y la abandona. La criatura, que si bien no tiene nombre se la conoce con el apellido de su creador (que es lo mismo que ocurre en las sociedades patriarcales en la que los hijos llevan el nombre del padre), debe aprender a sobrevivir en el mundo por sí misma. Y cuando logra entender la forma en que funciona el mundo concluye, acertadamente, que la culpa de sus desgracias la tiene su creador, es decir su padre, y al él va a reclamarle. Le pide una compañera y Víctor al principio acepta dársela, lo cual vuelve al asunto un poco incestuoso. Pero al notar lo doblemente monstruoso de aquello, el doctor termina matando a esta nueva hija, enfureciendo al hijo que a su vez mata a la esposa del padre, quien a partir de ahí se dedica a perseguir a su criatura para vengarse.
Para quien aún no haya entendido de qué va la cosa, Frankenstein no es más que un novelón familiar de olorcito dickensiano –aunque en 1818 Charles Dickens tenía apenas 6 años–. La historia de un huérfano caprichoso que en una escenita de celos se carga a su madrastra, desatando la ira de un padre que, como corresponde, lo corre por todas partes para castigarlo, mientras el hijo huye hacia el Polo Norte como haría cualquier chico para escapar de esos chirlos que se tiene bien ganados. Fácil, ¿o no?
En este punto también es necesario destacar que se trata de una historia de paternidad en la que no participa una mujer. Víctor Frankenstein es un hombre que consigue engendrar vida por sí mismo, reproduciendo el modelo del padre creador de casi todos los relatos religiosos. Pero Shelley se encarga de marcar con firmeza la diferencia entre aquella creación divina y esta paternidad autoengendrada, una concepción a la que la ausencia de la mujer vuelve monstruosa. Doscientos años después, a pocos extraña que un chico tenga dos madres o dos padres. Un futuro que, más allá de su frondosa fantasía, Shelley no vio venir.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
De ese juego nacieron las dos grandes leyendas de la novela gótica que el siglo XX volvería inmortales. Por un lado El vampiro, la nouvelle del doctor Polidori que resultó una influencia fundamental para que 80 años más tarde Bram Stoker defina para siempre el mito vampírico en Drácula. Por el otro la historia de Víctor Frankenstein, el científico que consigue insuflarle vida al cuerpo de un hombre muerto, escrita por la joven Shelley, que entonces no tenía más de 18 años. Hay una película que recrea aquella noche impregnándola de un halo pesadillesco: se trata de Gothic (1986), del cineasta inglés Ken Russell, en la que Gabriel Byrne interpreta a Lord Byron y Miranda Richardson a Mary Shelley. Frankenstein o el moderno Prometeo, título completo de la novela, se publicó un par de años después, en 1818, hace exactamente dos siglos.
Pero la historia de monstruos no alcanza para explicar la persistencia de esta novela que el cine terminó de instalar en la memoria colectiva, incluyendo menciones directas o indirectas a sus personajes en más de doscientas películas. En sus páginas hay algo más que le ha permitido atravesar estos 200 años con excelente salud. Aquí debe mencionarse su valor como ficción acerca de la avidez creadora del hombre, sobre su ambición por alcanzar ese lugar que las tradiciones religiosas le reservan a Dios. Y más aún, porque la novela de Shelley funciona a la vez como relato mítico cercano a la historia de Babel, pero también como espejo de su tiempo.
Frankenstein se publica en los albores de la Revolución Industrial, al comienzo de una era que estaba a punto de cambiar el mundo radicalmente. En la asombrosa percepción de ese salto tecnológico que estaba por darse se encuentra el núcleo de la novela. De forma primitiva, claro, expresada a través de las herramientas de la literatura fantástica, que más o menos a partir de ahí también empieza a convertirse en el gran oráculo del futuro. No es descabellado pensar en la novela de Shelley como una fantasía científica que, aunque de forma tangencial y lejana, se adelanta a la medicina genética y las técnicas de reproducción asistida, que es lo más lejos que el hombre ha llegado a intervenir en los procesos de la creación de la vida. De ahí a hablar de paternidad hay un pasito.
Porque Frankenstein no es más que el relato de una paternidad traumática y alcanza con una breve sinopsis para comprobarlo. El doctor Frankenstein logra darle vida a un homúnculo formado por restos cadavéricos de diferentes cuerpos. Inicialmente intenta educarlo, pero cuando se da cuenta de la naturaleza contrahecha de su creación, la rechaza y la abandona. La criatura, que si bien no tiene nombre se la conoce con el apellido de su creador (que es lo mismo que ocurre en las sociedades patriarcales en la que los hijos llevan el nombre del padre), debe aprender a sobrevivir en el mundo por sí misma. Y cuando logra entender la forma en que funciona el mundo concluye, acertadamente, que la culpa de sus desgracias la tiene su creador, es decir su padre, y al él va a reclamarle. Le pide una compañera y Víctor al principio acepta dársela, lo cual vuelve al asunto un poco incestuoso. Pero al notar lo doblemente monstruoso de aquello, el doctor termina matando a esta nueva hija, enfureciendo al hijo que a su vez mata a la esposa del padre, quien a partir de ahí se dedica a perseguir a su criatura para vengarse.
Para quien aún no haya entendido de qué va la cosa, Frankenstein no es más que un novelón familiar de olorcito dickensiano –aunque en 1818 Charles Dickens tenía apenas 6 años–. La historia de un huérfano caprichoso que en una escenita de celos se carga a su madrastra, desatando la ira de un padre que, como corresponde, lo corre por todas partes para castigarlo, mientras el hijo huye hacia el Polo Norte como haría cualquier chico para escapar de esos chirlos que se tiene bien ganados. Fácil, ¿o no?
En este punto también es necesario destacar que se trata de una historia de paternidad en la que no participa una mujer. Víctor Frankenstein es un hombre que consigue engendrar vida por sí mismo, reproduciendo el modelo del padre creador de casi todos los relatos religiosos. Pero Shelley se encarga de marcar con firmeza la diferencia entre aquella creación divina y esta paternidad autoengendrada, una concepción a la que la ausencia de la mujer vuelve monstruosa. Doscientos años después, a pocos extraña que un chico tenga dos madres o dos padres. Un futuro que, más allá de su frondosa fantasía, Shelley no vio venir.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
jueves, 14 de junio de 2018
CINE - "Sin filtros" (Sin rodeos), de Santiago Segura: Todas locas
Una reacción de remakes en cadena: así nació Sin filtros, nueva película como director del comediante español Santiago Segura, “inspirada” en Sin filtro, del chileno Nicolás López, que en 2016 metió casi un millón trescientos mil espectadores, suficientes para convertirse en la segunda más vista en la historia del cine de su país. La noticia no tendría mayor relevancia fuera de Chile si la película, o más precisamente su guión, no se hubiera transformado en un fenómeno de exportación, una bola de nieve que empezó a rodar en México. Ahí, bajo el título de Una mujer sin filtro, fue la segunda más vista de 2017 entre las películas dirigidas por mexicanos, sólo superada por La forma del agua, de Guillermo del Toro. Luego vino la española protagonizada por Maribel Verdú que acá se estrena hoy, unas semanas antes de Re loca, la versión argentina con Natalia Oreiro en el rol principal, que llegará a los cines el 5 de julio. Y el propio López ha alardeado de que hasta Hollywood tendrá su propia Sin filtro con Eva Longoria al frente del elenco, pero eso está por verse.
Desde que sale de su casa a la mañana a Paz (Verdú) le pasa de todo. Vive con un chanta que se hace el artista pero es un vago y tiene un hijo adolescente insoportable; trabaja en una agencia de publicidad, donde el jefe le pone de compañera a una youtuber/ influencer que no entiende nada; su mejor amiga no la escucha y en la calle la maltratan hasta otras mujeres al volante. De algún modo la película la ha puesto en el mismo tour de force que Michael Douglas recorría en Un día de furia (Joel Schumacher, 1993), en la que un tipo tenía un día tan malo que decidía volver a su casa a pie, cargándose todo lo que se le ponía delante. En el caso de Paz, una poción que le suministra un gurú supuestamente indio la libera de su corrección y comienza a decirle a todos lo que hasta ahora callaba para no confrontar. El resultado es que en lugar de empeorar, las cosas comienzan a encausarse.
Resulta difícil evaluar qué distancia hay entre el original chileno y su versión española sin haber visto el primero, aunque en la redes no son pocos los que hablan de clonación, mencionando como única diferencia la letra S agregada al final título. Más allá de eso, de Sin filtros puede decirse que es una película sencilla que trabaja sobre arquetipos rígidos y que, por lo tanto, resultará más efectiva cuanto más conservador sea el público. Porque aunque juegue con el imaginario de la mujer liberada (su título en inglés es Empowered, empoderada), no hay liberación alguna en el cambio de actitud de Paz. De hecho sus reacciones son comparables a las de ese viejo chiste gráfico en los que una mujer persigue al marido con la sartén, “como una loca”, pero que todos saben que si hubiera una próxima viñeta, esta volvería a tener el mismo final. Paz no se gana el respeto de sus iguales, sino el temor de los que la creen (otra) loca: ahí está el título de la versión argentina como prueba irrefutable. No es que la película debiera ser otra cosa, pero el sayo de la “liberación” que pretende calzarse le queda un poco holgado.
El artículo se publicó originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Desde que sale de su casa a la mañana a Paz (Verdú) le pasa de todo. Vive con un chanta que se hace el artista pero es un vago y tiene un hijo adolescente insoportable; trabaja en una agencia de publicidad, donde el jefe le pone de compañera a una youtuber/ influencer que no entiende nada; su mejor amiga no la escucha y en la calle la maltratan hasta otras mujeres al volante. De algún modo la película la ha puesto en el mismo tour de force que Michael Douglas recorría en Un día de furia (Joel Schumacher, 1993), en la que un tipo tenía un día tan malo que decidía volver a su casa a pie, cargándose todo lo que se le ponía delante. En el caso de Paz, una poción que le suministra un gurú supuestamente indio la libera de su corrección y comienza a decirle a todos lo que hasta ahora callaba para no confrontar. El resultado es que en lugar de empeorar, las cosas comienzan a encausarse.
Resulta difícil evaluar qué distancia hay entre el original chileno y su versión española sin haber visto el primero, aunque en la redes no son pocos los que hablan de clonación, mencionando como única diferencia la letra S agregada al final título. Más allá de eso, de Sin filtros puede decirse que es una película sencilla que trabaja sobre arquetipos rígidos y que, por lo tanto, resultará más efectiva cuanto más conservador sea el público. Porque aunque juegue con el imaginario de la mujer liberada (su título en inglés es Empowered, empoderada), no hay liberación alguna en el cambio de actitud de Paz. De hecho sus reacciones son comparables a las de ese viejo chiste gráfico en los que una mujer persigue al marido con la sartén, “como una loca”, pero que todos saben que si hubiera una próxima viñeta, esta volvería a tener el mismo final. Paz no se gana el respeto de sus iguales, sino el temor de los que la creen (otra) loca: ahí está el título de la versión argentina como prueba irrefutable. No es que la película debiera ser otra cosa, pero el sayo de la “liberación” que pretende calzarse le queda un poco holgado.
El artículo se publicó originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 7 de junio de 2018
CINE - "El legado del Diablo" (Hereditary), de Ari Aster: Acechados por el Ello
“Es raro ver tantas caras desconocidas hoy acá. Sé que mi madre se hubiera sentido conmovida por eso, aunque probablemente también le hubiera resultado un poco sospechoso”. La que habla es Annie, una mujer de cuarenta y tantos, esposa y madre de dos adolescentes, y los extraños a los que se refiere son las personas que asisten al sepelio de su madre recién muerta. Además de su marido y sus dos chicos, en la sala hay más de una docena de hombres y mujeres que la miran con desinterés. En su discurso de despedida Annie apela al humor ácido y el sarcasmo para aflojar la tensión del ambiente, pero en lugar de eso revela la impostación de su dolor. Mientras tanto, su hija Charlie, una preadolescente con una discapacidad visible pero incierta, dibuja en su libreta algunas escenas de lo que ve ahí. Entre ellas hay un retrato del cadáver de su abuela en el féretro y otro, revelador, en el que su madre tiene un gesto de enojo que contradice la pose superada con la que habla desde el púlpito. Toda la primera mitad de El legado del Diablo –abusivo título local de Hereditary (Hereditario), ópera prima de Ari Aster– está llena de este tipo de escenas ambiguas, en las que las verdaderas emociones de los protagonistas se esconden tras distintas máscaras. Mientras tanto una serie de hechos van preparando el camino para la aparición de lo imposible: una tumba profanada, los siniestros pasatiempos de Charlie, un accidente atroz, puertas cerradas con llave que aparecen abiertas de par en par.
Antes de eso, la película había comenzado recorriendo una habitación llena de maquetas que en su interior reproducen ambientes domésticos. La cámara acaba metiéndose en una de ellas justo cuando Steve, el marido de Annie (Gabriel Byrne), entra al cuarto de Peter, el hijo mayor, y lo despierta para ir al velorio de la abuela. Lejos de ser una muestra gratuita de virtuosismo, el truco de cámara tiene varias razones que lo justifican. Por un lado, presentar el trabajo de Annie, a quien la actriz australiana Toni Collette le presta su impresionante arsenal de recursos dramáticos. Annie construye miniaturas realistas de diferentes escenas cotidianas, usando algunas de ellas para recrear momentos traumáticos de su propia vida. Como si se tratara de constelaciones terapéuticas, en esas escenas aparecen conflictos irresueltos que la familia arrastra y a la vez funcionan narrativamente como flashbacks que entregan pistas sobre el origen de la crisis que los envuelve.
La consecuencia de esto es un escenario de dos caras, una de las cuales se mantendrá inicialmente fuera de campo, para comenzar a revelarse de manera lenta pero firme a lo largo de la segunda mitad. El uso oportuno y disrruptivo de “Both Sides Now”, canción de Joni Mitchell pero en la hermosa versión original que grabó la cantante Judy Collins en 1967, resulta una forma simpática de subrayar esa dualidad de lo real. Si en la primera parte el relato se concentra en el duelo y en los modos en que los miembros de la familia resuelven su forma de convivir con los huecos que la muerte deja a su paso, la segunda se volverá catártica. Por esa vía la familia le irá poniendo palabras a los conflictos que hasta ahí se mantenían sotto voce, pero también abrirá una puerta para que aquello que acecha pueda finalmente penetrar y vampirizar el núcleo familiar. Como aquellos extraños que invadían de forma pasiva la tensa intimidad del velorio, del mismo modo Annie y los suyos comienzan a ser rodeados por lo ajeno, lo otro. Un ello en muchos sentidos freudiano que se va metiendo entre las grietas de la disfuncionalidad para hacer estallar una estructura familiar que ya se encontraba internamente destazada.
Deudora de la paranoia conspirativa de cierto cine de terror que tuvo su momento durante la década del ‘70 (imposible mencionar títulos sin caer en el pecado del spoiler), El legado del Diablo está condenada a convertirse en clásico. La solidez con que Aster maneja los recursos dramáticos, técnicos, visuales, sonoros y narrativos, sumado el timming con que pasa del drama a la tragedia o de lo sugerente al gore, convierten a su debut en un punto alto del cine de género independiente. Un lugar que el año pasado ocupó ¡Huye!, de Jordan Peele, que de forma tan sorpresiva como merecida se metió entre las candidatas al Oscar. Ambas estrenadas en el Festival de Sundance, las películas tienen varios nexos estéticos. El derrumbe del armazón que sostienen la cordura, la eficiencia en el juego con lo inesperado y lo cotidiano convertido en amenaza son algunas de esas coincidencias.
Artículo publidaco originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Antes de eso, la película había comenzado recorriendo una habitación llena de maquetas que en su interior reproducen ambientes domésticos. La cámara acaba metiéndose en una de ellas justo cuando Steve, el marido de Annie (Gabriel Byrne), entra al cuarto de Peter, el hijo mayor, y lo despierta para ir al velorio de la abuela. Lejos de ser una muestra gratuita de virtuosismo, el truco de cámara tiene varias razones que lo justifican. Por un lado, presentar el trabajo de Annie, a quien la actriz australiana Toni Collette le presta su impresionante arsenal de recursos dramáticos. Annie construye miniaturas realistas de diferentes escenas cotidianas, usando algunas de ellas para recrear momentos traumáticos de su propia vida. Como si se tratara de constelaciones terapéuticas, en esas escenas aparecen conflictos irresueltos que la familia arrastra y a la vez funcionan narrativamente como flashbacks que entregan pistas sobre el origen de la crisis que los envuelve.
La consecuencia de esto es un escenario de dos caras, una de las cuales se mantendrá inicialmente fuera de campo, para comenzar a revelarse de manera lenta pero firme a lo largo de la segunda mitad. El uso oportuno y disrruptivo de “Both Sides Now”, canción de Joni Mitchell pero en la hermosa versión original que grabó la cantante Judy Collins en 1967, resulta una forma simpática de subrayar esa dualidad de lo real. Si en la primera parte el relato se concentra en el duelo y en los modos en que los miembros de la familia resuelven su forma de convivir con los huecos que la muerte deja a su paso, la segunda se volverá catártica. Por esa vía la familia le irá poniendo palabras a los conflictos que hasta ahí se mantenían sotto voce, pero también abrirá una puerta para que aquello que acecha pueda finalmente penetrar y vampirizar el núcleo familiar. Como aquellos extraños que invadían de forma pasiva la tensa intimidad del velorio, del mismo modo Annie y los suyos comienzan a ser rodeados por lo ajeno, lo otro. Un ello en muchos sentidos freudiano que se va metiendo entre las grietas de la disfuncionalidad para hacer estallar una estructura familiar que ya se encontraba internamente destazada.
Deudora de la paranoia conspirativa de cierto cine de terror que tuvo su momento durante la década del ‘70 (imposible mencionar títulos sin caer en el pecado del spoiler), El legado del Diablo está condenada a convertirse en clásico. La solidez con que Aster maneja los recursos dramáticos, técnicos, visuales, sonoros y narrativos, sumado el timming con que pasa del drama a la tragedia o de lo sugerente al gore, convierten a su debut en un punto alto del cine de género independiente. Un lugar que el año pasado ocupó ¡Huye!, de Jordan Peele, que de forma tan sorpresiva como merecida se metió entre las candidatas al Oscar. Ambas estrenadas en el Festival de Sundance, las películas tienen varios nexos estéticos. El derrumbe del armazón que sostienen la cordura, la eficiencia en el juego con lo inesperado y lo cotidiano convertido en amenaza son algunas de esas coincidencias.
Artículo publidaco originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
CINE - "El enemigo interior" (Me' ever Laharin Vehavgaot), de Eran Kolirin: Examen de conciencia en pantalla grande
Como si se tratara de un examen de conciencia filmado, El enemigo interior, tercera película del director israelí Eran Kolirin, parece estar planteada como representación de las diferentes miradas con que el Estado de Israel se permite deconstruir el concepto de otredad. Un otro que por supuesto tiene puesto el traje del estereotipo árabe y ante el cual los personajes pondrán a prueba su propio armazón ético. Los protagonistas son los cuatro integrantes de una familia de clase media, quienes también representan los arquetipos posibles con que lo israelí se vincula con sus vecinos. David es el pater familias, un oficial que acaba de ser dado de baja del ejército y a quien sus compañeros de armas despiden con una fiesta. Su esposa Rina es una profesora de literatura que parece tener una mirada más progresista, aunque no tanto como Yifat, la hija, que transita los últimos años de la escuela secundaria, participa de marchas de protesta y para quien el activismo político es casi como un juego al que se toma muy en serio. Finalmente Omri, el hijo menor que también está en la secundaria, pero a quien nada le importa demasiado.
David parece perdido. Liberado de su obligación militar, siente que el ambiente doméstico le es un poco ajeno y trata de comenzar proyectos, pero sin mucha seguridad. Rina se entera por uno de sus alumnos que entre los chicos de la escuela es considerada una MILF (sigla utilizada en la industria del porno para definir a las mujeres de entre 35 y 45 que provocan deseos sexuales en hombres más jóvenes) y eso sacude la percepción que tiene de sí misma. Yifat se debate todo el tiempo entre el miedo y la voluntad de tender puentes con lo árabe, y en su inocencia acaba exponiéndose más de lo necesario. En cambio la película no se ocupa demasiado de Omri, aunque reserva para él un papel fundamental: vengar el honor de la familia cuando se vea amenazado.
En tanto militar retirado, el lugar de David parece representar al mismo tiempo cierta certeza ideológica respecto de su lugar político, pero también un cuestionamiento del uso irracional de la fuerza. La experiencia de Rina obra como puesta en escena de la brecha entre adultos y jóvenes, pero también es una cita simbólica de aquel pasaje de las escrituras en las que el ojo por ojo se convierte en ley primera. Y aunque es ella quien carga con la herida de la humillación, será su hijo, impulsado involuntariamente por un padre incapaz de ejercer la autoridad con eficacia, quien ponga en acto esa ley del Talión. Por su parte Yifat será quien se atreva a poner en cuestión sus prejuicios, arriesgándose a ser defraudada por sí misma. Por desgracia los aciertos que la película acumula en su recorrido son de algún modo clausurados por un golpe de guión que viene certificar que toda desconfianza está justificada, sobreactuando un final feliz que hace que la película se vuelva un poco tonta.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
David parece perdido. Liberado de su obligación militar, siente que el ambiente doméstico le es un poco ajeno y trata de comenzar proyectos, pero sin mucha seguridad. Rina se entera por uno de sus alumnos que entre los chicos de la escuela es considerada una MILF (sigla utilizada en la industria del porno para definir a las mujeres de entre 35 y 45 que provocan deseos sexuales en hombres más jóvenes) y eso sacude la percepción que tiene de sí misma. Yifat se debate todo el tiempo entre el miedo y la voluntad de tender puentes con lo árabe, y en su inocencia acaba exponiéndose más de lo necesario. En cambio la película no se ocupa demasiado de Omri, aunque reserva para él un papel fundamental: vengar el honor de la familia cuando se vea amenazado.
En tanto militar retirado, el lugar de David parece representar al mismo tiempo cierta certeza ideológica respecto de su lugar político, pero también un cuestionamiento del uso irracional de la fuerza. La experiencia de Rina obra como puesta en escena de la brecha entre adultos y jóvenes, pero también es una cita simbólica de aquel pasaje de las escrituras en las que el ojo por ojo se convierte en ley primera. Y aunque es ella quien carga con la herida de la humillación, será su hijo, impulsado involuntariamente por un padre incapaz de ejercer la autoridad con eficacia, quien ponga en acto esa ley del Talión. Por su parte Yifat será quien se atreva a poner en cuestión sus prejuicios, arriesgándose a ser defraudada por sí misma. Por desgracia los aciertos que la película acumula en su recorrido son de algún modo clausurados por un golpe de guión que viene certificar que toda desconfianza está justificada, sobreactuando un final feliz que hace que la película se vuelva un poco tonta.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.