El escenario es el del sur del Conurbano pero con algo ligeramente cambiado, como en un relato de ciencia ficción donde el protagonista percibiera acá y allá anomalías mínimas que lo alejan de la realidad. Es 1990 y esas marcas sensibles que vuelven al paisaje un poco extraño son las que se han acumulado durante los casi 30 años que han transcurrido desde entonces: estamos en la dimensión paralela del pasado reciente. Una lo suficientemente distinta como para notar la diferencia, pero no tanto como para pensarla en los términos distantes de lo histórico.
En 1990 Chiche vive en una rutina que él siente cercana a la felicidad: atiende con su mujer un comercio donde vende muebles y electrodomésticos, y antes del mediodía sale a andar en bicicleta. Vuelve para cerrar juntos el negocio y almorzar con su hija adolescente. A la tarde es más o menos lo mismo. Pero un día cuando se supone que él no está, un grupo de hombres armados entra a robar el negocio y amenazan a su mujer. Sin embargo Chiche ha vuelto de forma imprevista y sin ser visto mata a tiros a uno de los ladrones. Casi al mismo tiempo otro de ellos mata a su mujer. La novela Luto, del argentino Edgardo Scott, es el relato pormenorizado de la vida de Chiche a partir del momento en que el destino (o el disparo de un ladrón) lo convierte en un hombre solo.
Narrada con una infrecuente combinación de ligereza y profundidad, Luto es también un mapa en el que puede constatarse la forma en que la sociedad argentina fue desfigurándose a partir de los emblemáticos ’90, para convertirse en lo que es hoy, tan parecida, tan distinta, tan monstruosa. Scott escribe una novela atravesada por miradas políticas y sociológicas, pero eludiendo con pericia el reduccionismo de lo explícito. Y construye en la figura de Chiche un arquetipo posible de lo argentino, uno en el que el tesón laburante puede convivir casi sin conflictos con un odio reaccionaria.
“Tuve mi infancia y juventud en esa época y en ese sentido respondo al modelo del escritor cuyos primeros libros siempre tienen para contar cosas relacionadas con lo que ya pasó”, confiesa Scott. “Eso a mí me sirve para evocar ciertos hechos y ver en ellos determinados problemas y tensiones sociales que están en juego hoy y que después, como también me interesa lo político y lo histórico, me sirve para ver que mucho de lo que seguimos viviendo todavía se lo debemos a los ’90”, agrega.
-Teniendo eso en cuenta, ¿cómo surge la idea de la novela?
-En ese momento estaba trabajando en otras dos novelas, que todavía siguen sin terminar –un libro de crónicas sobre el Riachuelo y una novela sobre mi padre, dos proyectos grandes—, y me di cuenta que necesitaba empezar algo que pudiera terminar rápido, que me diera otro aire. En este caso me vino un recuerdo particular, un episodio muy nítido de cuando en 1990 mataron a la tipa que vivía frente a mi casa. Esa fue mi primera muerte, la primera vez en que me dije “¡Ah! La gente que tengo cerca se muere”, pero que en lugar de ser una muerte familiar fue una muerte social. Un episodio muy violento en un barrio como Lanús, o Villa Caraza, que es de donde soy, a los que hoy es fácil vincular al tema de la inseguridad, pero que en los ’90 no era tan violentos. Eran barrios obreros, peronistas, de inmigrantes, de cabecitas negras pero también de ucranianos, italianos… Así es como está armado el conurbano. Y ahí viene el asunto, porque a mí me parece que la pauperización, seguida de marginalización, seguida de cómo eso derivó en lo delictivo, son procesos que ocurrieron en estos 30 años. Era simbólico que aquello hubiera pasado en 1990 y a su vez me permitía encontrar el tono del narrador como si se tratara de un vecino, alguien que mira muy de cerca pero no está del todo dentro de la historia. Esa distancia es muy linda y es lo que me permitió escribir la novela muy rápido, casi como si fuera un guión.
-La mirada que tiene Luto de los años ’90 permite percibirlos como el momento fundacional de la Argentina actual.
-Totalmente. Por supuesto que en los procesos históricos y sociales, como los que refleja la novela, todo es impuro. Uno pone marcas para delimitar los territorios y esos cortes influyen en las posibilidades de imaginación, porque uno imagina de acuerdo a como se presenta y se dispone la sociedad en el texto. Pero aún así es impuro.
-¿Cómo funciona el narrador? ¿De qué forma el paso del tiempo afecta su discurso?
-El narrador funciona como la memoria. Es decir que la historia está contada por un narrador que puede articularla sólo desde el presente. No es un narrador infantil. Después te diría que el tiempo y el espacio en la novela son siempre imaginarios, incluso un poco míticos, y nadie podría decir que se trata de un tiempo real en el sentido de la cronología. Porque si bien esto sucede en espacios y está inspirado en personajes que son reales, también es cierto que todo está dentro de algo que se llama libro y al menos yo leo todo libro como ficción.
-Fuera de lo histórico, el tiempo también es importante en la estructura que sostiene a la novela, ya que está organizada a partir de un andamiaje temporal que puede percibirse en el nombre de los capítulos, que se repiten siempre en el mismo orden del mismo modo en que todos los años se repiten los meses o las estaciones. ¿Cómo surgió ese sistema?
-Supongo que eso tiene que ver con la forma que mira el narrador en esas cuatro esquinas en las que transcurre la novela, que son como un panóptico donde es posible ver lo que ocurre en todas las direcciones. El lugar siempre determina todo, el lugar habla, le van pasando cosas y lo mismo a quienes los habitan. En cada espacio y en cada personaje es posible comprobar el paso del tiempo. Es cierto que también podría haber contado todo de forma aleatoria, pero me gustaba esa cosa de ronda, de calesita lenta o de tirabuzón en descenso que se producía a partir de esta estructura de repeticiones que le aportaba a la narración un pacto de lectura folletinesco, donde ya sabés que va a haber otro capítulo dedicado al baldío, a los perros, a la hija, a los negros. Y después la propia dinámica del dispositivo también me fue empujando en la escritura, porque así como la forma a veces es una traba, otras veces te arrastra.
-Esa cosa de espiral descendente de alguna forma es el correlato del descenso del protagonista en su propia soledad, en sus obsesiones, sus prejuicios y sus dolores.
-En la literatura el descenso siempre es infernal, tanto en Dante o Marechal como en Shakespeare. Es descenso siempre es ir hacia lo bajo, que en este caso empieza con una desgracia y termina como un tragedia. Como un western isabelino en el que mueren todos.
-Lo más fácil con Chiche es juzgarlo, calificarlo por sus defectos, por su forma violenta de ver la realidad. Sin embargo la novela permite reconocer sus dificultades, su dolor…
-A mí los personajes me parecen siempre lo menos verosímil de una novela. Son una construcción verbal que puede ser uno o cualquiera. Chiche es como una discusión, una suma de discursos complejos y uno lo construye así, tratando de acercarse a la vida, que es un caos. Uno trata de darle un poco de forma, pero tampoco hay que pasarse con la forma porque entonces se vuelve una caricatura. Lo que hace real a un personaje es esa complejidad que permite que el lector se identifique, se reconozca y se desconozca en él. Chiche es como la conciencia de la novela y tiene su contrapunto en el personaje de su amigo Miguel. Juntos son como dos versiones de lo masculino que me permiten pensar en qué es hoy la hombría, qué es el coraje, temas que son (o eran) muy masculinos. Y en un tiempo tan femenino, por no decir feminista, como el actual, me interesaba escribir la historia de un hombre.
-¿Luto es el relato de clausura de un paradigma masculino?
-Puede ser. Por algo algunos la están leyendo por el lado del western. Porque finalmente el barrio no es muy distinto del desierto norteamericano del 1800. Estamos en un momento en el que claramente la mujer ocupa otro lugar. Siempre hablando de occidente y de las ciudades, claro. Otro lugar simbólico y entonces el hombre también tiene que ocupar otro lugar.
-Pensándola desde la dualidad civilización y barbarie, en Luto parece no haber lugar para la civilización, porque Chiche se cree civilizado y juzga a “los negros” como bárbaros, pero no tiene conciencia de su propia barbarie.
-Completamente. Como decía Borges de Sarmiento y su Facundo: escribió un libro bárbaro. Por eso hablo de la construcción verbal del personaje y de la suma de discursos. Siempre el discurso es embrutecedor y embrutecido, porque no se piensa solo sino que es un dictado. Los discursos son nuestro instinto, lo que nos determina. Y Chiche es hablado y conducido por una suma de discursos: el de su padre, el de la televisión, el político…
-Diferentes versiones de la barbarie.
-Claro. El primer bárbaro es el estado y la utopía es siempre anárquica, donde cada uno hace lo que se le canta en comunión con el otro. La ley es siempre una convención, no es ni el orden natural ni el orden cultural.
Caminar: el arte de leer el entorno
Apenas unos meses antes de que Luto apareciera en las librerías, Edgardo Scott publicó otro libro que de tan distinto parece su complemento. Se trata de Caminantes. Flâneurs, paseantes, vagabundos, peregrinos, un ensayo breve en el que el escritor rastrea los avatares literarios de estas diferentes figuras e indaga en el modo en que se vinculan estéticamente con el acto de caminar. Publicado por Ediciones Godot, el libro es un encantador catálogo de personajes apasionados por el arte de recorrer el mundo a pie.
Pero si Caminantes y Luto parecen libros opuestos no es solo por la diferencia obvia entre ensayo y novela, sino porque mientras en uno Scott observa a un hombre sedentario, en el otro se dedica a rastrear las diferentes especies de hombres ambulantes. Como se desprende de lo anterior, en ambos lo masculino juega un rol central.
"Es cierto: no hay casi mujeres vinculadas al pasatiempo de caminar", dice al ser consultado por la ausencia casi completa del elemento femenino en Caminantes. "No me gusta incluir nada por cupo y hoy todo está funcionando un poco de esa forma. Si querés ligarlo a la masculinidad, en él hay una indagación de lo masculino pero también de la elegancia. En cambio en el caso de Chiche hay algo de un paisaje que te lleva hacia representaciones irremediablemente más pobres. Desérticas, volviendo un poco al western."
-¿Qué te interesó de la figura de los andantes?
-Empecé a notar que había una frivolización de todo el que caminaba, convirtiendo a cualquiera que se dedica a caminar un rato en flâneur. Que la categoría se estaba volviendo un poco laxa. Por lo menos acá en Buenos Aires, que es una ciudad donde cada vez se camina menos. Entonces quise indagar en eso, organizarlo un poco. Distinguir.
-¿Cuál es tu vínculo emotivo con la figura del andante?
-A mí me gusta el nomadismo como no me gusta la propiedad. Soy lo contrario de Chiche, que es “un hombre de su casa”. Entonces hay algo que por decantación me impulsa al viaje, a caminar, a pasear. Me gusta la idea de volver a caminar como una forma de lectura. Una lectura del entorno. Ahora la gente navega y está todo el tiempo acá [señala su teléfono] y entonces hay algo del entorno real o concreto que se afantsama. Porque si esto se vuelve real hay algo de la materialidad que se borronea y entonces vas ciego al entorno sensible de lo que ves. No podés reconocer de qué está hecho tu entorno.
-¿Y con cuál de estas figuras te sentís más afín? Porque no es lo mismo un flaneur que un paseante, que un vagabundo o que un peregrino.
-Quisiera ser un peregrino, porque en el centro de su caminata está la fe, está la causa. Creo que soy algo de eso, aunque por mi carácter también creo que tiendo a ser más paseante que otra cosa, en el sentido en que finalmente siempre pico en la realidad, como una libación de la realidad, pero enseguida empiezo a pasear en la cabeza. Y enseguida también me pongo a escribir. Camino cinco cuadras, o veinte, pero finalmente me siento y escribo.
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