“Soy un pesimista desesperadamente esperanzado”, me dijo Santiago Loza cuando nos conocimos hace ocho años, durante una entrevista por el estreno de La invención de la carne. No había visto sus películas anteriores (Extraño, 2003; Cuatro mujeres descalzas, 2004; y Ártico, 2008), pero lo que mostraba en esta parecía encajar con precisión dentro de esa definición de sí mismo que también vale para sus trabajos posteriores (Rosa patria, 2008; La paz, 2013; o Los labios, 2010, codirigida con Iván Fund, entre otros).
En ella cuenta el viaje que realizan dos jóvenes tras conocerse en una clase de anatomía en la que él es uno de los alumnos y ella, la que se alquila para que los estudiantes realicen sus prácticas sobre un cuerpo vivo. La piedad y el pulso amoroso con que Loza sigue y aborda a sus personajes permiten imaginar que comparte con ellos esa sensibilidad, su tristeza, y de ese modo convierte el dolor en película.
Loza filma sus sombras y así como se lo reconoce en esa oscuridad emocional, no menos íntima y propia resulta la naturalidad luminosamente humana de la mirada con la que contempla todo, dejando siempre entreabierta una puerta de salida a disposición de sus criaturas. “Si uno retrata aun situaciones muy extremas con cierta belleza y cierto cuidado, eso ya es esperanzador”, me dijo también aquella mañana. Y por cierto que así es como se percibe su cine: como un exorcismo a corazón abierto en el que la esperanza siempre consigue arrojar fuera del cuerpo al fantasma de un pesimista confeso. Un acto de redención a través de la belleza.
Columna publicada originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino, como complemento de la entrevista a Santiago Loza, realizada por Mónica López Ocón, con motivo de la publicación de su primera novela, El hombre que duerme a mí lado.
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