Mariana y Pablo fueron alguna vez una pareja. No es que sea evidente desde el comienzo de la conversación que sostienen al salir de un barcito palermitano, mientras él la acompaña a ella hasta la parada del 39. Pero algunas de las cosas que dicen y ciertos gestos, sobre todo los de Pablo, lo dejan claro muy pronto. Alcanza con un ademán de su mano extraviándose en el aire antes de llegar a su destino, el hombro de Mariana, para darse cuenta que en el vínculo entre ellos hay algo que ha quedado interrumpido, incompleto. Esas dos, la de lo incompleto y lo interrupto, serán herramientas que los directores (y guionistas) Malena Solarz y Nicolás Zukerfeld tendrán siempre a mano para contar El invierno llega después del otoño.
Aunque curiosamente el título habla de una continuidad que tiene la potencia inalterable del destino, resumida en esa cita al permanente ciclo estacional, hay algo de fragmentario, de disperso y hasta de casual en el relato que Solarz y Zukerfeld proponen en torno de las vidas de Mariana y Pablo. Es que luego de ese brevísimo primer acto que tiene lugar durante la espera del colectivo, la película se divide en dos mitades, en cada una de las cuales acompañará a los protagonistas en el recorrido aparentemente aleatorio de sus vidas cotidianas. Y a cada una le corresponde una de las estaciones mencionadas en el título: la que está dedicada a Pablo transcurre en otoño y la de Mariana durante el invierno.
Como si se tratara de un nuevo exponente del mumblecore, esas películas en las que sus protagonistas, siempre jóvenes, deambulan por el mundo hablando casi entre dientes mientras la vida les pasa por el costado (al menos en apariencia), El invierno llega después del otoño sigue a sus dos protagonistas con atención exclusiva, percibiendo de la realidad sólo aquello que a estos les incumbe. Una especie de tercera persona que no tiene nada de omnisciente, sino que se adhiere a Pablo y Mariana como una rémora y viaja junto a ellos, brindándole al espectador apenas la información que de sus recorridos se pueda obtener. Que no es mucha.
La película evita la tentación del diálogo inútil, del discurso revelador o cualquier otro recurso fácil para contar su historia, que no sea el de las acciones de sus protagonistas, que si bien son abundantes no revisten más interés que las de la vida cotidiana de cualquiera. Fiestas, exámenes, proyectos, amigos, noches en compañía o soledad que hablan de esos presentes en los que en realidad no pasa nada, pero que sin embargo dan cuenta del círculo sin cerrar que Mariana y Pablo han dejado en alguna parte de su pasado. Coherente con su despojada forma de narrar, los directores terminan la película sin permitirse arriesgar ninguna hipótesis de futuro. Aunque todo el mundo sabe que después del invierno viene la primavera.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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