El género documental quizás sea el más prolífico dentro de la producción reciente del cine argentino. Tal vez por la posibilidad de trabajarlo a partir de presupuestos muy limitados o por su capacidad para convertirse en recipiente de cualquier tema, de los más obvios a los más extravagantes. Esa elasticidad permite que se adapte tanto a la voluntad de cineastas dispuestos a tensar sus límites estéticos o conceptuales, como a la de directores que deciden utilizarlo en su variante más conservadora. Entre esos extremos habita una densa franja de producción dispuesta a tomar elementos de ambos, en busca de crear una sinergia a la vez creativa y clásica. Cuando la combinación se realiza con inteligencia, el resultado suele ser estimulante. Tal es el caso de Carne propia, trabajo en el que el director y guionista Alberto Romero traza una particular historia de la industria frigorífica argentina.
El fluido elegido para transportar el hilo de esa historia es uno de los aciertos que hacen que esta película valga la pena ser vista. Se trata de su protagonista y narrador, un viejo padrillo Aberdeen Angus, un aristócrata de la carne argentina de modales exquisitos, refinado discurso y la estupenda voz de Arnaldo André. En este toro, cuyos amaneramientos y perfil ideológico recuerdan la caballerosidad decadente de un dandy inglés de finales del siglo XIX, Romero descarga la tarea de proveer al relato de un punto de vista. Que no necesariamente es el de la propia película, pero que puede subrayarlo por oposición. Si la engolada voz del toro y su lenguaje florido remedan a los de un viejo estanciero que añora la edad de oro del campo argentino (la realidad pre peronista), la película desandará el camino que va desde la explotación a manos de capitales británicos, en el corazón mismo de la Argentina decimonónica, hasta la impredecible economía del siglo XXI.
El relato comienza con la voz en off del toro –a la que André le aporta el color exacto para reconocer de inmediato cuál es la Argentina que se expresa a través de ella– mostrando orgullo por el lugar destacado que a su género le toca en la historia del país. Pero también la resignación de quien conoce su destino. “Destino, ¡qué bella palabra!”, dice el narrador. “Y nosotros, dóciles vacunos, le hacemos honor: nacimos para aquello por lo que nos matan.” Cuando la cosa empieza a ponerse existencial, el relato deriva en un raconto del primer emprendimiento industrial ligado a la producción ganadera del país: la fundación del frigorífico Liebig, bautizado en memoria del químico alemán que en 1847 inventó la fórmula del extracto de carne o corned beef, un gran negocio a comienzos del siglo pasado. La ciudad de Liebig, fundada en Entre Ríos para ser habitada por los obreros y gerentes de la planta, es en la actualidad casi un pueblo fantasma. Sus habitantes no dejan de extrañar los días en que los ingleses ocupaban el ambiguo rol paternalista del buen patrón, y reservando para sí mismos, sin saberlo, aquel otro del buen salvaje.
La siguiente parada del relato tiene que ver con otra ciudad frigorífica, hoy también en ruinas: Berisso. O, como dice un pasacalle, el “Kilómetro 0 del peronismo”. La historia de los frigoríficos Armour y Swift, la de su población inmigrante, las figuras de los sindicalistas Cipriano Reyes y María Roldán, y el rol fundamental que los trabajadores de la carne tuvieron en la movilización del 17 de octubre de 1945, ha sido contada muchas veces. Pero no deja de ser interesante volver a ella para no olvidar cuál es el origen del movimiento político más importante de la historia argentina. Y no por casualidad el recorrido termina en el frigorífico Subpga, convertido en cooperativa por sus trabajadores en el año 2006, luego del abandono por parte de los empresarios que lo manejaban. Cada uno de los tres mojones de este relato son útiles para entender la realidad política de tres momentos bien distintos de la Argentina.
Si el personaje del toro y la interpretación de André resultan verdaderos hallazgos, lo mismo puede decirse del diseño de los títulos de apertura y la música incidental. En ambos casos es notoria la influencia de los tres primeros filmes de Sergio Leone, aquellos westerns inolvidables en los que el duelo también representaba una metáfora sutil del enfrentamiento de clases. Los responsables de Carne propia parecen haber comprendido que quizá no haya mejor herramienta para entender la historia social de la Argentina que la de la industria de la carne, ese producto que parece enorgullecer por igual a pobres y ricos, y que forma parte de una construcción de identidad.
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