Es fácil creer que ya no hay mucho por decir de un director como David Lynch, de quien parece haberse dicho todo. Sin embargo alcanza con volver a ver cualquiera de sus películas, en especial aquellas que representan sus proyectos más personales –él mismo suele afirmar que títulos como El hombre elefante (1980) o Duna (1984) no son “sus películas”, sino meros encargos que aceptó realizar—, para encontrarle otra vuelta al espiral de su arte. También es fácil afirmar todo lo anterior ahora, en 2017, cuando su obra ha alcanzado estatus de culto. Pero no lo era tanto en 1985, cuando un estudiante alemán de cine de 22 años le escribió al por entonces joven David para pedirle una entrevista. La respuesta que recibió fue una invitación al rodaje de su próxima película, que estaba a punto de comenzar. Se trataba de Terciopelo azul y el producto de tal experiencia recién puede verse ahora, a 30 años del estreno del original, en Blue Velvet Revisited, film en el que Peter Braatz, aquel estudiante de cine devenido documentalista, reconstruye su paso por los sets de una película que marca el punto de inflexión en la filmografía de Lynch.
Blue Velvet Revisited es un cadáver exquisito, híbrido entre making off y documental que tiene la virtud de retratar “lo lynchiano” ahí mismo, cuando tal concepto no existía y comenzaba a forjarse. Entonces la obra de Lynch apenas sumaba tres títulos (los dos mencionados en el párrafo anterior, al que se debe sumar Cabeza borradora, su debut de 1977) y no sería hasta después del estreno de Terciopelo azul que quedarían establecidas con claridad las bases de lo que hoy cualquiera entiende que se expresa al hablar de “lo lynchiano”, esa versión de la realidad cocida en su propia extrañeza y puesta en abismo. Lo que Braatz consigue es convertirse en testigo del nacimiento de dicha noción, a través del registro meticuloso del trabajo del director, de su mirada integral de la creación cinematográfica, de su capacidad de estar en todas partes y de parecer capaz de cualquier cosa, desde crear él mismo los elementos en apariencia más insignificantes de un decorado, hasta establecer la compleja trama simbólica que ya era posible percibir en un relato que recién se hallaba en proceso de construcción.
Pero si bien el modo en que Braatz retrata la experiencia es innegablemente subsidiario del trabajo que Lynch estaba realizando, no son menos evidentes los méritos particulares de su creación. Combinando material en Súper 8 que le saca el jugo a la calidez de aquel formato casi doméstico, con una serie de fotografías realizadas en estilizado blanco y negro, Braatz logra redactar un diario de filmación que expresa el asombro con que aquel estudiante de cine se empecinaba en retratar con devoción cada movimiento del director. Incluso consigue que en un par de charlas breves, realizadas durante las pausas del rodaje, Lynch deje algunas ideas que permiten reconocer la evolución posterior de su cine. Y se anota el triunfo adicional de plasmar el clima que se vivía en aquel set, en el que todos parecían percibir con claridad que estaban ante el nacimiento de uno de los grandes autores modernos.
“Hay cierta inocencia en él como hombre”, afirma la voz en off de Isabella Rossellini, a quien la mirada de Braatz vuelve a mostrar en todo el esplendor de su fotogenia. “Cuando lo tratás definitivamente sentís que es inteligente, talentoso, articulado, emotivo y todo eso. Pero también tiene una cualidad muy infantil, ¿no? Eso lo convierte en alguien muy poético y ahí es donde podría estar el secreto de su arte”, concluye la actriz. "No estoy seguro de que David sea un gran cinéfilo. No creo que sea necesario… Creo que es mejor”. El que lo dice es Denis Hopper, que interpreta al desquiciado Frank Booth en el film de Lynch. “Él lidia con su propio subconsciente, su forma singular de ver las cosas, que no emula ni remite a la obra de nadie. Es su propia visión y es maravillosamente naif”. Es curioso que ambos intérpretes coincidan en destacar la inocencia como particularidad de un artista tan fácilmente vinculable a la oscuridad y a lo siniestro. Será que tal vez sólo desde la inocencia es posible percibir la real dimensión de lo siniestro. Justamente esa luz un poco cándida es la que Braatz consigue ver en Lynch y de ella se sirve para rescribir su propia versión de Terciopelo azul.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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